Justicia divina
¿Un resumen? Pues "sexo forzado, muy extremo". Quizá sea demasiado extremo. O quizá no.
Los rayos de sol descienden y lamen la terraza blanqueada. Lamen el suelo de cerámica blanca, lamen las paredes inmaculadas de blanco nuclear. Un ficus exuberante en un extremo no es el único que disfruta de la potente radiación de la mañana.
La mujer entorna los ojos tras las gafas de sol de cristales tintados de rojo vino. El sol reverbera en el suelo y en las paredes. Llega hasta sus ojos con miles de destellos, tintados de roja pasión. Centelleantes chispas de luz carmesí crean en la visión de la mujer un escenario de luces sanguinolentas. Tumbada sobre una simple toalla de colores claros, su cuerpo absorbe la radiación con lentitud constante. Su piel morena exuda diminutas perlas de sudor. La mujer viste un minúsculo bikini. Aun estando sola, le avergüenza quedarse desnuda.
El calor asciende en etéreas volutas casi invisibles, creando cortinas sinuosas en la visión de la mujer. El mar verdoso del fondo se ondula, se expande y se contrae. El arrullo del mar nubla la consciencia pero la mujer está despierta. Cambia de posición sobre la toalla con frecuencia, para que el bronceado sea similar. La toalla se adhiere a la piel sudorosa cuando se mueve y tiene que volver a estirarla. Un pájaro, al abrigo de la sombra de un pino cercano, emite cadenciosos piares. El piar del pájaro, el rumor de las olas, el zumbido del calor ascendiendo por entre las junturas de los azulejos; todo invita al plácido descanso.
Un débil golpeteo llega a oídos de la mujer. Se reclina, esperando oír más golpeteos, sin saber si ha sido su imaginación o sus sentidos.
Otro golpeteo al cabo de unos segundos. Viene del interior de la habitación del hotel. La mujer gira la cabeza y nota el agarrotamiento muscular del cuello.
—¿Quién es? —exclama con voz ronca. No ha pronunciado una palabra desde hace horas y su lengua raspa dentro de la garganta.
Segura de que no habrá sido escuchada, se levanta, se coloca la toalla sobre su torso, aguantándola con sus brazos. Entra en la gélida habitación. Sus ojos tardan en habituarse al cambio de iluminación y camina casi a oscuras. Una oscuridad tintada de rojo vino por sus gafas de sol. Tropieza con la cama y se golpea un muslo con el respaldo de un sofá. Murmulla un «joder» y avanza a tientas.
—¿Quién es? —repite con voz áspera tras la puerta.
Nadie responde tras unos segundos de espera.
La mujer aguanta la toalla entre sus brazos y abre la puerta. Se asoma por el pasillo del hotel. Un camarero se está alejando, en dirección a la siguiente puerta, empujando un carrito de platos de cocina. Uniforme blanco, como la terraza. Detiene su avance y se vuelve hacia la puerta entreabierta.
—Servicio de habitaciones, señora. El almuerzo de media mañana. Creí que no había nadie. ¿Quiere comer algo?
La mujer nota un retortijón en sus tripas al llegarle el aroma de los platos del carrito. Gazpacho, sopa fría, sorbetes de frutas, ensaladilla rusa.
—Sí, quiero comer, gracias.
El camarero retrocede y entra en la habitación, flanqueado por la mujer junto a la puerta.
—Ensaladilla rusa, por favor.
La mujer se sienta en el borde del sofá mientras el camarero coloca el plato sobre una pequeña mesa. Sirve la ensaladilla de una bandeja.
—¿No sale fuera, señora? El tiempo es espléndido. Un paseo por la playa es lo ideal para disfrutar del calor.
La mujer no responde. Nota como su paladar se humedece al oler la ensaladilla.
El camarero la mira de soslayo mientras sirve la comida en el plato. Cabello largo y oscuro, lacio, húmedo del sudor, lamiendo los contornos redondeados de los hombros; nariz pizpireta, labios carnosos, de un rojo bermellón. Las gafas de sol ocultan la mitad superior de la cara. La toalla firmemente sujeta muestra curvas voluptuosas. Pantorrillas finas y pies delicados.
La mujer carraspea, irritada por el descaro del camarero al recorrer su cuerpo con la mirada.
Una sombra de temor se refleja en las cejas de la mujer cuando el camarero se alza y se gira hacia ella.
—Gracias, ya puede marcharse —titubea la mujer, incorporándose del borde del sofá. Cruza sus brazos bajo su pecho, enmarcando sus atributos, dotando de abrumadora redondez el contorno de sus senos bajo la toalla. Pero no es esa su intención.
El camarero asiente sin dejar de mirarla. La mujer se incomoda ante la mirada libidinosa del hombre. Se frota los codos con suspicacia. Nota como su corazón late con rapidez.
El ataque no se hace esperar. El hombre se abalanza sobre ella. La mujer consigue emitir un chillido, muerto un segundo después al amordazarla el camarero con una mano.
Ambos caen al suelo. Ruedan por la moqueta de la habitación. Forcejean. La mujer gime angustiada, aterrada, incapaz de gritar por la mano que sujeta su boca. El hombre consigue encaramarse sobre ella. La mujer emite un chillido que resuena en la garganta al notar la dureza masculina sobre su vientre. Se revuelve, lucha desesperada. El hombre toma con una mano sus dos muñecas y las sujeta con dureza. La mujer sigue resistiéndose. Sus gafas se parten y parte de su cara oculta se muestra ante el agresor. Ojos abiertos, preñados de terror, enmarcados de lágrimas. El camarero traga saliva, deleitándose con la belleza de esos ojos verdosos, acuosos, de pestañas largas y espesas.
La toalla yace arrebujada lejos. El hombre disfruta con la aterrada respiración de la mujer, ahogada por el peso de su cuerpo sobre ella. Retuerce sus muñecas. Consigue, tras varios embates, colocar sus piernas entre las de ella, sujetando con sus rodillas los muslos espasmódicos de la mujer.
La mujer no cede. Entre lágrimas de dolor, lanza dentelladas hacia la cara del hombre pero solo consigue golpearse la nuca contra el suelo, impotente.
—Quieta, quieta —susurra con calma forzada el hombre—. Ssshhh, ssshhh —la sisea al oído.
La mujer aprovecha la cercanía de la cara para apresar entre sus dientes el pedazo de oreja. El hombre aúlla dolorido al notar el ramalazo de dolor. Se sacude el mordisco y se libra del cercenamiento de milagro. Un tortazo sacude el rostro de la mujer. Las gafas vuelan cayendo en varios trozos. La mujer toma aire, el hombre se lleva la mano hacia la oreja mutilada. Se mira la palma ensangrentada. La sangre brilla en su palma sudorosa, diluyéndose.
Ambos se miran desde sus respectivas posiciones. La mujer cierra los ojos un instante antes de recibir otro golpe en la cara.
—¡Puta!
El golpe la arrebata la consciencia unos segundos. Se golpea la cabeza nuevamente contra el suelo. Le arde la mejilla, oye un zumbido voraz en sus oídos. Nota como las manos del hombre desgarran el sujetador del bikini. Sus brazos inertes, desmadejados, no tienen ya fuerzas para retrasar lo inevitable. El cabello le oculta la mitad de la cara pero no absorbe sus lágrimas de terror. Cierra los ojos con fuerza. No quiere ver al diablo comiéndosela. Un aliento encendido le abrasa los pechos. La mujer ahoga un chillido, aprieta los labios, siente la sangre derramándose entre sus dientes de la brecha abierta de su labio inferior.
Los dientes del hombre son inmisericordes con sus pezones. Mascan la carne con dolor creciente. La mujer gime derrotada, oyendo como el hombre se desabotona el pantalón, se abre la bragueta.
Y luego, entra eso. Lo siente, lo maldice. El pene endurecido se abre paso entre sus muslos.
—¡Zorra, zorra, mírame!
La mujer niega con la cabeza, aun sintiendo los dedos clavándose en su cuello, apretando su garganta. El miembro se abre paso entre su carne, desgarrando sus entrañas.
—¡Qué me mires, joder!
Las dos manos se aferran a su cuello. Su tráquea aplastada la dificulta respirar. La mujer abre los ojos, sintiendo como el aire se desliza en hilillos candentes hacia sus pulmones.
La mujer solo quiere respirar, solo quiere vivir. Lo demás le da lo mismo. Házmelo, quiere decir, pero déjame respirar. Su pecho se contrae, sus costillas se comban ante el peso del hombre. Los estertores no se hacen esperar.
El hombre ríe maravillado. La mujer le mira. Boquiabierta, ahogándose, escupiendo saliva carmesí. Al fin le mira, al fin le hace caso. El bello rostro de la mujer se hace todavía más bello cuando se dilata y se ruboriza entero. Su lengua sale de entre sus labios, como fresón maduro, azulándose en el extremo. El hombre emite una sonrisilla perversa, besando el fresón y continuando el afanoso desgarramiento vaginal, presionando con fuerza creciente el delicado cuello femenino. Eyacula a tiempo de ver como los ojos de la mujer se vuelven opacos, secos. Se enmarañan de capilares reventados.
Se toma su tiempo para disfrutar de la agradable sensación de escozor y calidez de su miembro irritado. Afloja, solo entonces, al final, la soga de sus dedos sobre el cuello. Cierra los ojos, apresando el placer de sentirse dador de vida y opresor de ella. Toma lo que quiere, porque sabe que puede.
El placer es tan intenso que le hace olvidar el salvaje dolor de su oreja, de la sangre coagulada derramándose por su uniforme. La saliva se derrama por la comisura de sus labios; un cosquilleo en su pecho resuena cantarín, como campanillas. Le falta el aire, le embarga la emoción. Aprieta los párpados, envolviendo dentro de sí la sensación embriagadora de saberse dios omnipotente. La saliva se escurre por su mentón y canturrea feliz, extasiado.
No siente el golpe en su sien hasta que es demasiado tarde. La mujer recuperó la consciencia, se resistió a abandonarse a una suerte mezquina.
El siguiente golpe es brutal. La cabeza del hombre rebota contra el suelo. El dolor se mezcla con el placer, en una malsana mezcla. El hombre, aún abotargado por el orgasmo es incapaz de defenderse del puño que golpea su cabeza. En su mente, los golpes son acometidas furiosas sobre un tambor gigante que reverberan en su cráneo. Sus ojos se abren un instante, a ras del suelo empapado; a tiempo de ver desdibujada, teñida de rojo, la imagen de la mujer descargando otro golpe sobre su cabeza.
Oscuridad. Dulce oscuridad.
El hombre despierta de repente, adormilado.
Está confuso. Le duele la nuca, las sienes. Se sienta en el borde de la cama, se masajea la cabeza. Nota la boca pastosa, la lengua hinchada. Está desnudo y se lleva las manos a la cabeza, tratando de amortiguar los ecos de tambores que oye a lo lejos. Tarda varios segundos en darse cuenta que son sus latidos resonando en sus tímpanos.
—Madre de Dios —murmura para sí.
Nota su espalda caliente. Se vuelve. Por la terraza entra un calor sofocante, una luz brillante. Se levanta y camina hacia la luz. La terraza es blanca, de suelo blanco, de paredes blancas. La luz del mediodía se refleja miles de veces, millones de veces.
Duda si salir afuera. Quiere tomar el sol, tumbarse sobre la toalla que alguien ha dejado sobre el suelo de la habitación.
Súbitamente, se pregunta dónde está. Trata de recordar qué hace aquí. El dolor de cabeza vuelve a presentarse, a medida que trata de recordar. Mira a su alrededor, con la esperanza de obtener una pista.
Está en una habitación de hotel. Eso es casi seguro. Pero no sabe cuándo ha llegado. El temor se apodera de su pecho cuando se da cuenta que tampoco sabe nada de sí mismo. Le duele la cabeza, solo eso sabe con certeza. Eso y que está desnudo.
Unos golpes en la puerta le sacan de sus pensamientos. Se gira temeroso hacia el origen de los golpes.
—¿Quién es? —pregunta con un hilo de voz.
Nadie contesta. La cabeza le sigue martilleando, inmisericorde. Quizá haya sido su imaginación. Sus propios latidos resuenan dentro de su cabeza, invadiendo sus sentidos de graves ecos de timbales.
De nuevo oye los golpes contra la puerta. Sí, son reales. Ahora está seguro. Mira a su alrededor y recoge la toalla para usarla como improvisada vestimenta. Se acerca a la puerta. La abre con la esperanza de que alguien le diga quién es él y qué hace aquí.
Una mujer entra en la habitación. Sin pedir permiso. Empuja un carrito con bandejas de comida y bebida y platos y cubiertos y vasos. La cubertería tintinea en el carrito, empujada por la mujer.
—¿Un almuerzo, señor?
La mujer viste de uniforme, con chaleco blanco, blusa blanca y pantalones blancos. Parece una camarera.
La belleza de la camarera aturde al hombre. Lleva recogido su cabello moreno en un moño sensual, apabullante. Sus curvas femeninas destacan bajo el uniforme, ondulando como eses remolonas. El hombre traga saliva, consciente de la vergüenza de saberse desnudo y sin memoria.
La camarera señala con la mirada las diferentes bandejas del carrito.
—Tengo gazpacho, sopa fría, ensaladilla rusa, refrescos. ¿Quiere tomar algo?
El hombre ladea la cabeza.
—No sé —responde dubitativo, expresando todo su desconcierto desde que despertó con solo dos palabras.
La camarera le mira de soslayo.
El hombre siente un escalofrío. La mirada de esos ojos verdes le sondea. Recorren su cuerpo oculto bajo la toalla. Un brillo de maldad chispea en los iris verdes. Retrocede temeroso.
Su recelo se convierte en certeza cuando la mujer agarra un cuchillo de entre los cubiertos.
Da un nuevo paso hacia atrás. Pisa un extremo de la toalla que le cubre y cae al suelo. La mujer se abalanza sobre él, sin darle tiempo a reaccionar. El grito quiere salir de su garganta, pero el extremo del cuchillo presiona en la base de su cuello, entre sus clavículas.
La mujer chasquea la lengua, sonriente, a la vez que niega con la cabeza. Se arrodilla sobre el vientre del hombre, sin dejar de apuntar a la base de la tráquea.
—Tranquilo, tranquilo. Ya verás como disfrutas, ya verás.
El hombre parpadea, aterrorizado. La cabeza le va a estallar, sus latidos resuenan demenciales en su cerebro. La mujer tira de la toalla. El hombre no colabora. Hace falta hundir levemente la punta del cuchillo en la carne para que el hombre suelte la toalla que se interpone entre los dos.
—No te resistas, caramelito. Verás como te gusta.
Con un efecto calculado, sabiendo cómo enloquece el ruido, hunde bruscamente la hoja del cuchillo junto a la cara del hombre. La visión de la hoja dentada en la base y afilada en el extremo hace que el hombre exhale un chillido de horror. La sangre que se arremolina en la punta clavada remata su angustia.
Cuando se da cuenta, la mujer ya ha terminado de amarrarle las manos con el cinturón de su uniforme. Se incorpora, presionando sus rodillas sobre su vientre al levantarse. El hombre siente como sus vísceras aguantan el peso de la mujer. Contrae los músculos abdominales, pero es imposible. El dolor es inmenso. Le arde el estómago. La mujer termina de levantarse y apoya un pie sobre su vientre.
La mujer se desabrocha los pantalones hasta medio muslo. Se baja las bragas.
—Dime si no te gusta lo que ves.
El hombre asiente con la cabeza, sin mirar el sexo de la mujer.
La patada en sus genitales le hace aullar de dolor. Se contrae sobre su vientre, llevándose sus manos atadas a los testículos maltratados. Resopla con la esperanza de poder aplacar el inmenso dolor que le despedaza por dentro.
—¡Dilo! —chilla la mujer.
El hombre emite un gemido de dolor. Aprieta los dientes. Todo su cuerpo es puro dolor, pura agonía. No se resiste cuando la toalla es utilizada para sujetar sus tobillos. Sus extremidades están ahora inmovilizadas.
La mujer desclava el cuchillo y asienta la punta sobre una sien.
—Estírate o te abro la cabeza.
El hombre llora, impotente. Su nariz congestionada libera fluidos. Obedece lentamente, soportando el desgarrador sufrimiento en su sexo.
—Empálmate. Quiero follar.
El hombre se sorbe los mocos, sorprendido.
—Vamos. Ahora.
El hombre niega con la cabeza. Sabe que no puede. Ella tiene que saber que no puede. Es una empresa imposible.
La mujer sonríe, desafiante. Se acuclilla junto a la cabeza del hombre. Apoya el filo del cuchillo en la base de la nariz.
—O se te pone dura o te corto la nariz. Ahora.
El hombre gime desconsolado. Siente el metal separando la carne, el cartílago. Hace fuerza con el pubis. Contrae todo su cuerpo. Allá abajo, débilmente, siente su pene retrayéndose, abandonándole a su suerte. El hombre rompe a llorar, sintiendo el filo avanzando impasible.
—No… no puedo —suplica.
—Sí puedes. Claro que puedes. Bien que puedes cuando quieres.
El hombre no se atreve a negar. No sabe de qué habla. El cuchillo está firmemente preparado. El brazo de la mujer no tiembla. La hoja se ensucia de mocos y sangre.
—Déjame ayudarte. Quizá es que no tienes suficiente motivación.
La mujer se incorpora y toma el cuchillo entre sus dientes. Se desnuda por completo.
El hombre saborea la sangre manando de su nariz. Es incapaz de sentir deseo alguno, golpeado y sintiéndose obligado a participar en semejante espectáculo. Le tiemblan los labios, la cabeza le va a estallar.
La mujer extiende los brazos y da una vuelta sobre sí misma. Se exhibe orgullosa.
—¿Te gusta lo que ves? Soy preciosa. Sí, lo sé.
Se arrodilla entre sus piernas y separa el escroto hinchado del pene flácido, tomándolo con una mano. El filo del cuchillo se asienta sobre la base del pubis.
—Vale. Suficiente. Empálmate ahora mismo. Si no, no me sirves.
El filo muerde la base de la bolsa.
El hombre respira varias veces seguidas, muy rápido. Traga sangre. Tiembla. Todo su cuerpo tiembla.
—¡No puedo! —grita mirándola a los ojos.
—Pues no me sirves.
La mujer se levanta. El hombre no quiere ver lo que tiene en una mano. Pero el cuchillo está manchado de sangre. Duda. Quizá…
El dolor llega de repente. Invade todo su ser. Es una marea que ahoga todo su ser. El dolor de su cabeza empequeñece al que atenaza su alma. Se sacude, espasmódicamente, maniatado de pies y manos, como un pez fuera del agua. Se golpea la cabeza contra el suelo en un intento de poner fin a tanto dolor. Se golpea más fuerte. Más, más.
Hasta que la oscuridad lo invade todo, por última vez.
-Ginés Linares-