Juro que quiero a mi marido
Los pecados de la carne suelen quebrantar la inocencia y la castidad de aquellas mujeres que, pese a su fidelidad, se ven arrastradas a ciertas circunstancias que las desquician y las hacen entonces presa fácil de algo que se les vuelve inevitable.
JURO QUE QUIERO A MI MARIDO.
Juro que quiero a mi marido; puedo jurarlo frente a Dios y frente a todos los santos y las vírgenes, que algún día yo lo fui. Juro de veras que lo amo, pero no se que me pasa en cuanto veo a Eduviel, su compañero de trabajo en la taquería, en la que ambos rebanan la carne a una velocidad escalofriante y le añaden, como en un acto de prestidigitación, una pequeña rebanada de piña que gira y gira en el aire, hasta caer milagrosamente coronando el taco, que cae desmadejado al plato.
Eduviel es un artista en esos menesteres, no hay más que verlo, pero su enorme y grácil estatura, su sonrisa agradable, fácil y coqueta, me abruman, me dejan lela, turulata, todo el cuerpo se me pone nervioso y sensitivo, y la risita se me desata a cada una de sus miradas llenas de picardía que, además, tienen la suavidad de una leve caricia que sacude todo mi cuerpo. ¿De dónde me sale esa cachondería que siento? Lo veo caminar e irremediablemente mi mirada, descontrolada de mi, va a su entrepierna y entonces mi chochito, mi tibiecita cuquita, se estremece como un volcán en plena erupción y toda yo me aureolo sofocada y enrojecida.
Mi esposo se acerca desconcertado y me dice que me calme, que pare de reir como boba, que por eso no quiere que venga a su trabajo en plena madrugada, a esperarlo a la salida, que debería quedarme en casa, que no es necesario que venga a desvelarme. Yo me hago la chiquiona, lo alabo, lo apapacho, lo abrazo, lo calmo y por encima de su hombro veo el rostro mordaz de Eduviel, que me mira fijo fijo y que saborea mi acción pasando lujurioso la lengua por sus labios y yo quisiera que fuera él a quien estuviera abrazando, y le contesto a mi vez pasando la lengua por mis labios, incitándolo ya de manera directa. Me embarro a mi marido y lo cachondeo con toda una dedicatoria a Eduviel, quien mantiene una misteriosa sonrisita.
"Quien fuera tú, manito, pero no cuenten dinero delante de los pobres, porque eso despierta tentaciones." le dice Eduviel.
"Pues para tus tentaciones, harías bien en llamar a Manuela, para que te haga un servicio, porque esta mujercita me adora." le contesta Julio, mi esposo.
"¿Y quién es Manuela?" les pregunto haciéndome la ingenua. Julio ríe satisfecho, pensándome una tonta y asumiendo esa actitud de superioridad con que los hombres se autofestejan sus gracejadas machistas. "Manuela es la novia de Eduviel, la única que tiene, y la adora, además." "Ayyy. ¿Y por qué no me la presentas y salimos a algún buen reventón las dos parejas?" le digo a Eduviel. Julio se desternilla de risa de lo que él considera una ingenuidad extrema de mi parte, y sermonea: "No te la puede presentar porque no se le puede ni parar es paralítica, muda y ciega bueno, no tan ciega, porque tiene un solo ojo, que es el que le lagrimea."
En ese momento, el dueño de la taquería le habla a Julio y le pide el favor de que yo le ayude a separar las tortillas de un enorme canasto para que no se aceden. ¡Me dio un coraje! Julio ni siquiera me preguntó si quería hacerlo; de la manera más servil y humillante me comprometió a esa tarea, como si pudiera disponer totalmente de mi, a su antojo, como si yo también fuera una empleada de la taquería. Así que, repelando entre dientes tuve que ir detrás de un biombo en el que estaba un enorme cesto con decenas de kilos de tortillas que había que separar una por una. Lo que más me dolía es que desde ese lugar me sería imposible observar y disfrutar de Eduviel, quien quedaba oculto a mi vista. Resignación y paciencia, pensé, y comencé a separar las tortillas, sentada en un banco de madera.
Y de repente, ¿a quién veo aparecer en el dintel del biombo? Al mismísimo Eduviel, con la mirada más pícara y descarada que jamás le había visto. Les juro que mi biscochito se estremeció y las tortillas se me hacían como chicle en las manos, y mis tetitas se pusieron duras duras, hasta que los pezones me dolían y casi rompían la tela del ligero top que traía. La mirada de Eduviel me recorría palmo a palmo, y las tortillas se me caían por si mismas, como si estuvieran endemoniadas; y yo, toda nerviosa, pero también llena de lujuria, me agachaba a recogerlas dejándole a Eduviel que gozara un buen taco de ojo de mis encantos. "¿Quieres que te presente a Manuela?" me dijo insinuante Eduviel, que se había puesto ya a mi lado. Y sin más, me tomó la mano y se la llevó al miembro. "Esta es Manuela" dijo.¡Por Dios, qué miembro! Mi mano toda abierta no lo abarcaba mi cuquita chorreaba y se convulsionaba, yo apretaba las piernas, para que no me ganara la urgencia del deseo Y mi mano subía y bajaba por ese enorme monstruo que mi cuca anhelaba ya con desesperación. Me besó en la boca y su beso me supo a miel y a néctar. Su otra mano pellizcaba mis pezoncitos y los movía con sabia maestría. ¿Qué podía hacer yo sino dejarme? Estaba lista a lo que fuera; pero repentinamente Eduviel se separó y me dijo: "Aquí nos pueden cachar. ¿Qué te parece que mañana yo falte al trabajo y en su lugar voy a tu casa, para que tengas una larga plática con Manuela? ¿Te parece?" Y el muy infeliz, para rematar, me metió el dedo en la cuquita, que estaba toda empapada, lo sacó y lo chupó con fruición, relamiéndose goloso.
¿Qué podía decir? Yo amo a mi marido, pero las sensaciones que Eduviel me despierta son como de otro planeta u otra dimensión. Le dije que sí, que lo hiciera, mientras su dedo exploraba mi culito y su boca pasaba de una a otra de mis tetas y a mi boca.
Por fin me dejó, cuando se oyeron pasos que se acercaban. Afortunadamente no era Julio, sino una de las meseras, quien no pareció darse cuenta de nada. Eduviel se alejó, y a lo lejos, escuché que Julio se burlaba de Eduviel y le decía: "Tons qué, ¿cuando le vas a presentar a mi mujer a Manuela?" Y los dos se reían a carcajadas, la risa de Eduviel sobresalía.