Juramento hipocrático

Más que un relato, una declaración de intenciones.

Juro que, ante la presencia del Todopoderoso y en delante de mi familia, mis maestros y mis colegas que, según mi capacidad y mi juicio, guardaré éste Juramento y cada una de sus Cláusulas:

Tendré a todos los que me han enseñado éste arte el mismo afecto que a mis padres y, con su mismo espíritu y entrega, impartiré a otros el conocimiento del arte médico. Con diligencia seguiré al día los avances de la Medicina. Sin discriminación, y en la medida en que ello no ponga en peligro la atención que debo a mis otros pacientes, trataré a todos los que soliciten mis servicios y buscaré, cuando así lo requiera el beneficio de mi paciente, el consejo de colegas más competentes.

Seguiré el método de tratamiento que, según mi capacidad y juicio, me parezca mejor para beneficio de mi paciente y me abstendré de toda acción dañina o malintencionada. Nunca prescribiré ni administraré a ningún paciente, aún cuando me lo pidiere, una medicina en dosis letal y nunca aconsejaré cosa semejante; ni haré nada, por acción u omisión, con el propósito directo y deliberado de acabar con una vida humana. Tendré el máximo respeto a toda vida humana, desde el momento de la fecundación hasta el de la muerte natural, y rechazaré el aborto, que destruye intencionadamente una vida humana única e irrepetible.

Con Pureza, Santidad y Beneficencia dirigiré mi vida y practicaré mi arte. A no ser que sea necesario para la prudente corrección de un peligro inminente, nunca trataré a mis pacientes ni haré ninguna investigación sobre ningún ser humano sin el válido consentimiento informado del sujeto o de su protector legal pertinente, con tal que la investigación tenga por finalidad la mejora de la salud de ése individuo. A cualquier lugar al que vaya a atender a mis pacientes, iré para beneficio de ellos, absteniéndome de toda acción voluntaria maliciosa o abusiva y jamás seduciré a ningún paciente.

Todo lo que con ocasión de mi práctica profesional, o sin relación con ella, pueda ver u oír de la vida de mis pacientes y que no deba ser divulgado, no lo diré a nadie, consciente de que de todo ello deberé guardar secreto.

Mientras guarde inviolado éste Juramento, que se me conceda practicar el arte y la ciencia de la Medicina con la bendición del Todopoderoso y el respeto de mis colegas y de la sociedad. Pero si quebrantara y violara éste Juramento, que lo contrario sea mi destino.

(Juramento Hipocrático)

El doctor Luis Medrano aún recordaba el juramento hipocrático que había pronunciado, junto con todos sus colegas, el día de su graduación, doce años atrás. Había realizado el juramento tradicional, jurando por Dios y rechazando la eutanasia y el aborto. Hoy en día las cosas eran más flexibles, más modernas; se estaba poniendo de moda volver a jurar por Apolo, Minerva y Esculapio, eliminando cualquier referencia a los asuntos más espinosos. Los tiempos cambian y el negocio también.

Recordaba el juramento pero no lo cumplía, ya no.

Heredero de una larga tradición familiar, su destino era ser médico. Había cumplido con las expectativas, pero rechazó continuar con la consulta de su padre, eminente otorrino-naringólogo, y había escogido la especialidad de anestesista. Un último intento de rebeldía y autoafirmación, tenía que admitir ahora, a su pesar.

Seis años de carrera, otros dos para aprobar el MIR, el servicio militar, cuatro años de residente, chupando más guardias que en la mili, por un sueldo de mierda; y entre tanto, la boda con su novia eterna y tres críos que habían nacido, con puntualidad anglosajona, cada dos años.

A estas alturas de la película, debería tener un prometedor futuro profesional, una fiel esposa, tres críos a los que educar, un chalet con piscina, un cochazo de importación y alguna amante con la que perpetrar fantasías obscenas.

Debería, pero no tenía. ¿Cómo era posible tanta mala suerte?

¿Tenía que tocarle en suerte aquella vieja idiota, de corazón débil? La anestesia fue la correcta. Los análisis no revelaron nada extraño. No le habían condenado, pero había dudas que no pudo despejar en el juicio y perdió su empleo. Tres años hacía ya. Y gracias que le habían contratado en éste hospital de mutua a punto de quebrar, por la mitad de sueldo y en el culo del páramo manchego.

¿Su mujer le había apoyado cuando más la necesitaba? No, la muy puta había aprovechado para pedir el divorcio. Hacía cinco años que se la estaba pegando con un colega divorciado, la puta, la putísima, la hija de la gran puta. Se habían casado y volvía a estar preñada…la hijaputa.

Sus hijos, apenas los veía ya. Y ahora llamaban papá a otro.

Entre el divorcio y la parte de la indemnización a los herederos del fiambre que no había cubierto el seguro médico, sus ahorros habían volado. El adosado a las afueras de Madrid se lo había quedado su mujer, su ex-mujer, no terminaba de acostumbrarse a su nuevo estatus de cornudo, divorciado y amargado. Y su flamante BMW, embargado.

Ni se acordaba ya de la última vez que había ligado. Debió de ser con aquella colega, poco antes del juicio, y sospechaba que fue más por pena que por sus encantos de donjuán. Las putas no contaban, además eran caras. No estaba el presupuesto para muchas alegrías.

La novedad de su llegada al hospital, ya se sabe que las enfermeras son unos pendones, siempre abiertas a echarle el guante a un médico con el cartel de disponible, había durado poco. Las tres o cuatro que habían picado no volvieron a repetir la experiencia, difundiendo bulos sobre un tal Dr. Pichafloja, rumores que corrieron como la pólvora…las muy putas.

Ahora tenía otros problemas más acuciantes. ¡Maldito día en el que entró en un casino virtual! El escuálido saldo de su cuenta corriente había desaparecido sin darse cuenta. Ahora estaba entrampado con créditos bancarios, créditos exprés (de los que anuncian en la tele…"¿3.000 €? En 10 minutos") y lo más preocupante: un préstamo usurero, con vencimiento de pago inminente, so pena de tener un accidente con graves consecuencias, uno de esos en que dos gorilas te rompen las piernas.

Todas unas putas: su ex-mujer, la vieja de la operación, la jueza, las enfermeras, Paqui la del top-less…hasta la puta cajera del banco. ¡Se vengaría!

Había un rayo de esperanza. Una solución desesperada, poco ética, infame, pero una solución, al fin y al cabo.

El mercado de drogas psicoactivas y modificadores químicos de la voluntad estaba en expansión. Y los laboratorios, siempre atentos a las tendencias del mercado, competían en desarrollar nuevos productos. Pagaban una pasta por un nuevo proyecto con posibilidades de desarrollo y la pasta se multiplicaba hasta cifras de siete dígitos si el proyecto iba acompañado por resultados clínicos probados. El único problema es que no había posibilidad de probarlo antes con ratones y monos: no se puede modificar la voluntad de seres que carecen de ella.

Sólo un loco o un desesperado se atrevería a intentarlo con humanos. ÉL se había atrevido.

La nueva droga, revolucionaria, dominaría a las masas y sometería la voluntad de millones al dictado de los poderosos. ÉL obtendría el respeto de la comunidad científica. ÉL sería el nuevo rey Midas y a ÉL no volvería a joderle ninguna puta, jamás.

El cóctel de benzodiacepinas y dimetiltriptamina estaba casi a punto.

Los ensayos previos habían ido mejorando poco a poco, con una lentitud exasperante, hasta que los dos últimos resultaron satisfactorios. Ya no había tiempo para más historias. Ésta noche culminaría su gran hazaña. El fracaso no era una opción.

Si no tenía éxito, los matones del prestamista usurero se encargarían de que no hubiese una segunda oportunidad. El cabronazo se descojonó en su cara el día que intentó explicarle su gran proyecto, con la esperanza de lograr un aplazamiento del pago. También se encargaría de él, a su debido tiempo.

Tantas dudas, tanto miedo a ser descubierto cuando daba los primeros pasos. Tonterías. Ahora, que el tiempo se agotaba, se desesperaba por no haber quemado etapas, por sus tontos escrúpulos morales, por no haber sido más audaz…por no echarle cojones, hostia.

No tenía nada de extraño que el anestesista pasase a visitar a su futuro paciente la noche anterior a la operación. Las pocas enfermeras que había despiertas, agradecían no tener que ocuparse del paciente en toda la noche. Y su orden era tajante: bajo ningún concepto se le podía interrumpir cuando administraba una dosis previa de anestesia y monitorizaba la reacción del paciente.

Había empezado con viejos chochos, sin familia conocida. Si la cosa se daba mal, siempre podía echarle la culpa a un desvarío del viejo. Las primeras órdenes eran de risa: nombre, edad (aunque la primera vieja se había resistido a dársela), algún secreto inconfesable, desnudarse (nunca más, con una vez fue más que suficiente…aquella cosa amorfa, colgando, con unos huevos descomunales…tres días tardó en recuperarse de la impresión).

Luego había probado con jovencitas, toxicómanas, para minimizar los riesgos de ser descubierto. Si los viejos tenían poca credibilidad, las colgadas no tenían ninguna, había descubierto casi por casualidad. Se había pasado tres meses haciendo el tonto con las yonkis, tres meses que ahora necesitaba recuperar, saltándose el protocolo que se había impuesto. Pero la tonta aquella, a la que le faltaban todos los dientes, la chupaba de vicio. Y se tragaba golosa hasta la última gota.

La semana pasada había ingresado una nueva paciente con posibilidades. María del Mar Sánchez. 32 años. Divorciada, sin hijos, víctima de malos tratos por parte de un ex-marido celoso. Débil autocontrol emocional, con graves problemas de autoestima, candidata a sufrir psicosis depresiva y un auténtico bombonazo. La cabrona estaba buena.

Hoy se la tiraría. Por sus muertos que se la tiraría. Y para evitar que se pusiera a berrear como una cerda en el matadero, la atiborraría con una dosis de tranquilizantes capaz de dormir a un rinoceronte. Pero antes se la iba a mamar. Se sentía todopoderoso y tenía ése capricho.

Las tres horas de tratamiento habían terminado con los últimos datos requeridos para completar el ensayo…y ahora tocaba relajarse y divertirse.

-Levántate y quítate el camisón, lentamente. Saca la lengua. Humedécete los labios. Pellízcate los pezones. Más fuerte, puta- Y se acordó de que las habitaciones contiguas estaban desocupadas. Siempre que ésta no armara demasiado escándalo, no habría problemas.

-Ahora, ábrete de piernas, recostada en la cama, enséñame tu hambriento conejito. ¡Joder, estás cachonda, guarra! Si ya te brilla el coño de pura excitación- La polla le iba a reventar dentro del slip.

-Acércate muy despacio, acariciándote las tetas. Te arrodillas y me la chupas. ¿Has entendido bien, zorra?


María del Mar Sánchez Rodríguez, 32 años, agresión por violencia de género, sufre contusiones múltiples y colapso renal por traumatismo. Consciente. Crisis aguda de ansiedad.

El parte de urgencias era escueto, profesional, aséptico.

¿Cómo reflejar en un informe el horror? Los ocho años de matrimonio con un alcohólico, celoso, impotente y violento. Las palizas cotidianas con que se desquitaba de sus frustraciones, mientras la insultaba con lengua de trapo. La humillación de tener que disimular delante de familiares y amigos, inventado accidentes inverosímiles para justificar los moratones que no lograba disimular el maquillaje.

Hasta que harta de todo, se largó de casa. Y había tenido que huir de él, que revolvió cielo y tierra, como un sabueso al que esconden su hueso; de la familia, que ahora dudaba si tendría o no tendría un amante secreto; los amigos, de él, los suyos los había perdido hacía años. Hasta del cura de la parroquia: "Paciencia y caridad cristiana, hija mía. Tu deber de esposa te obliga a perdonar y olvidar".

Al final había encontrado consuelo en otros brazos. Por poco tiempo. El alcohólico los había localizado, le había metido un mal navajazo a su amante y a ella casi la revienta a patadas.

Ahora estaba pendiente de la intervención para extirparle un riñón, irremediablemente dañado en la paliza. Menos mal que Alejandro se estaba recuperando, le habían dicho, y que Gustavo, su ex, pasaría una buena temporada entre rejas.

Los últimos días habían sido extraños. Dormía profundamente y se despertaba agotada, con vagas pesadillas soñadas y…esa sensación de ahogo. La misma que tenía de pequeña, justo antes de un ataque epiléptico.


El doctor Luis Medrano se retorcía en el sofá, jadeaba y apoyaba las dos manos en la cabeza de su paciente, arrodillada entre sus piernas: estaba a punto de correrse.

-"La hostia, puta, la chupas que te cagas". Fueron sus últimas palabras. Las siguientes fueron alaridos. Había presionado más de la cuenta, provocando la sensación de ahogo de María del Mar, un momento de pánico y un ataque epiléptico.

En mal momento para el doctor. Las mandíbulas se cerraron como un cepo sobre su polla. Y María del Mar tenía una dentadura perfecta.

Los aullidos del doctor resonaron en toda la planta. La habitación se llenó de sangre en un instante. Atravesó la habitación a trompicones, con las manos crispadas sobre la entrepierna, resbaló en su propia sangre, delante de la ventana cerrada y atravesó el cristal para aterrizar en el patio interior, cuatro plantas más abajo. Su último pensamiento lo dedicó a un prestamista que iba a tardar en cobrar la deuda.

La enfermera se dio cuenta al instante del ataque epiléptico que sufría María del Mar, abriéndole la boca para que no se mordiera la lengua. Pero no era la lengua lo que sujetaba entre sus dientes.

Apostillas del autor.

Una categoría muy jodida, la de no consentido.

Hacía meses que le tenía ganas, pero no me salía de los cojones parir el típico relato: tía buena violada, de gran corazón, más puta que las gallinas, termina gustándole y se enamora de su violador.

¡Una mierda! Y si hay algún descerebrado que lo pone en duda, que pruebe lo siguiente: le pides a tu churri que te rompa el culo con un consolador (grande, por supuesto), sin previo aviso y nada de vaselina o alguna mariconada de esas. Luego nos cuentas el resultado.

Remachando el resumen inicial, más que un relato es una declaración de intenciones. Y no me refiero a la castración química.