Juliana, para todo servicio

Juliana se dejaba hacer con una sonrisa tenue. / --El señor no debe... ¿Qué pasará si se entera la señora? Estas cosas traen complicaciones... Ya va a ver...

Juliana, para todo servicio

por Clarke.Juliana se dejaba hacer con una sonrisa tenue. / --El señor no debe... ¿Qué pasará si se entera la señora? Estas cosas traen complicaciones... Ya va a ver...

¿S E IMAGINARON FERNANDO Y ALICIA que todo iba a terminar así, cuando me pidieron que les consiguiera una muchacha para todo servicio? Seguramente no. Ni siquiera cuando creyeron que podían jugar con fuego, en absoluta libertad, sin salir chamuscados. Ahora Fernando me muestra esa nota que le dejaron y yo puedo entenderlo todo, atando cabos, a medida que escucho su relato, completado por ese llamado telefónico de Alicia para tranquilizarme y comentándome su parte, pero tengo mis dudas de que él comprenda alguna vez que errores cometió en todo el asunto. No les mandé a Estelita, que es de mi servicio exclusivo, pero sí a una prima suya, recién llegada de Corrientes. Se llamaba -es decir se llama, todavía- Juliana, y, como la del cuento de Borges, apareció como una predestinada. Mis amigos Fernando y Alicia llevaban ya unos cuantos meses de casados, pero no lograban dar pie con bola en ese desorden consumado. A la semana de ingresar en aquel improbable nidito de amor, Juliana, chica de pocas palabras, logró convertirlo en un hábitat cálido, ideal. Ese departamento era el que la novel parejita había soñado como refugio de su vida conyugal, pero sólo había sido hasta ese momento su peor pesadilla. Juliana sabría desde entonces dónde estaba guardada cada cosa y conocería al dedillo los horarios del señor Fernando y la señora Alicia, como insistía en llamarlos. Como aquellas mucamitas que aparecen en las películas o en las telenovelas de la tarde, los despertaba puntualmente a las siete, todas las mañanas salteándose los domingos, con el desayuno listo y al rato ya estaba la casa caminando sobre rieles. Una noche en que se encontraba solo, cenando (Alicia tenía clase en la facultad y llegaría tardísimo), mientras Juliana le servía un delicioso soufflé , el 'señor' Fernando empezó a descubrir a su mucama como mujer. Le miró la curva de las caderas, que pasaba tan cerca de sus hombros, rozándolo por momentos; siguió con el escote, que insinuaba unas tetas de lo más carnosas -se preguntó por qué diablos las había ignorado hasta ese momento- y de ahí bajó la mirada hasta las piernas, solidísimas. Sin saber del todo qué se proponía con eso, la tomó de una mano y la hizo sentar junto a él. Ella se resistió apenas. --N... no, señor... No corresponde. Yo estoy aquí para servirlo --dijo la muchacha quedamente, bajando los ojos. --Dejate de zonceras, Juliana. Vos formás ahora parte de la familia, qué embromar, y yo ni siquiera sé quién sos ni conozco tus problemas. Contame --la apuró Fernando, sin soltarle la mano. La muchacha le habló entonces de su infancia en Gualeguay, de dos ranchos perdidos con las inundaciones, de sus trabajos y sus pesares, de cómo su padre de pequeño propietario en Entre Ríos acabó como peón en los esteros del Iberá, de cuanto había extrañado a su familia durante esos meses que llevaba en Buenos Aires, aunque sin enfatizar demasiado, ahorrándole los detalles muy íntimos. Al rato, como en un sueño, Fernando se vio levantándole el mentón, besándola despacio, dejando que sus manos recorrieran ávidas aquel cuerpo tembloroso, desprendiendo botones al principio, y enseguida haciendo pedazos aquel vestidito, llevándosela al dormitorio alzada, sosteniéndola entre sus brazos fuertes, casi a la carrera. Ella se dejaba hacer con una sonrisa tenue. --El señor no debe... --recordó haberla oído-- ¿Qué pasará si se entera la señora? Estas cosas traen complicaciones... Ya va a ver... Pero Fernando no veía, no quería ver nada más que aquellos pechos palpitantes, esos pezones que se endurecían con sus caricias, y ese pubis que se combaba como buscando -exigiendo, más bien-, que la penetrara cuanto antes. Estuvo dentro de ella hasta saciarse, la insultó, la mimó, la zarandeó de lo lindo y ella parecía como nunca dichosa. Le desconocía esa mirada chispeante que transformaba por completo el rostro dulce, hasta entonces algo triste, de la muchacha. Y lo volvía loco tenerla ahora así, hincada y abierta, pidiéndole más y más. Cuando casi a medianoche Alicia llegó ansiosa a casa, lo encontró despatarrado en la cama matrimonial, durmiendo agitado. Y desde esa noche, todo cambió. En presencia de Juliana, Fernando se mostraba inexplicablemente nervioso, irritable, esquivo. Su esposa Alicia, perdida en sus exámenes, hablando todo el tiempo de su batallar contra profesores y materias, pareció no darse cuenta de nada. Fernando, que ya casi no tocaba a su mujer, sólo esperaba que se fuera a la facultad para saltar como un salvaje sobre Juliana, que lo recibía sin inmutarse. Cogieron tierna o brutalmente, culearon sobre la mesada de la cocina y en el dormitorio, en la bañera o hasta dentro del placard, fornicaron parados, de rodillas, hincados, él sobre ella y al rato ella sobre él, entrelazados hasta casi fundirse. Y Fernando, en cada pausa, sólo contaba las horas hasta poder estar con Juliana, internándose cada vez más en el vórtice de esa pasión. Una noche de esas Fernando, enceguecido, estaba por acabar, bombeando sudoroso sobre Juliana que lo aguantaba de rodillas, cuando alzó los ojos y ahí, en el marco de la puerta, vio que se recortaba la silueta de Alicia. No supo por qué, pero siguió con lo suyo, sin dejar de mirarla, dejando que su esposa descubriera en sus ojos que navegaba en el mar de la perfecta lujuria, imposibilitado de razonar las consecuencias. Lentamente, Alicia llegó hasta los dos amantes y besó primero a Fernando y luego a Juliana, deteniéndose, en un minucioso intercambio, en la boca de la muchacha. Se puso en cuclillas y empezó a acariciarla. Fernando jamás sospechó que otra mujer podría poner así a su amada Alicia. Poco tiempo después las ropas de Alicia ya habían quedado atrás, hechas un ovillo en el piso y era entonces su mujer la que ocupaba ahora el lugar de Juliana, en éxtasis, cerrando los ojos y echando hacia atrás la cabeza, gimiendo cada vez más profundamente, a medida que las manos y los labios de la muchacha bajaban a sus tetas y su vientre. Desde esa noche, Alicia dejó de asistir a las clases nocturnas. Llegaba tempranísimo del trabajo, igual que Fernando y sólo tenían ojos para esa muchacha que seguía siendo tan lacónica como el primer día y tan hacendosa como siempre, y que ahora, además, se entregaba en silencio a los juegos que la pareja le propusiera. Fernando fue el primero en notar que estaban descuidándolo todo por ella, pero fue inútil: Alicia no lo escuchaba. A cualquier hora que llegara las encontraba en la cama, perdidas en esa marea de caricias inacabables, crueles, únicas. Él podía aparecer y quedarse observando abiertamente esa danza de cuerpos iridiscentes, en improbables contorsiones, que lo ponían a mil, pero recién después de orgasmar ruidosamente eran capaces de notar su presencia. Alicia acabó abandonando definitivamente la facultad y a Fernando estuvieron a punto de echarlo del trabajo, por sus faltazos injustificados y reiterados. Habló con Alicia, intentó razonar junto a ella. La muchacha tenía que irse del departamento. Compartían los placeres más sensuales, pero debía ella ahora darse cuenta de que estaba también liquidando todo el resto de sus vidas. Alicia se quedó mirándolo, pensativa. Le pareció distinguir una nube de fría indiferencia en los ojos claros de su esposa. A la mañana siguiente Alicia lo despidió con un profundo beso, pidiéndole que se quedara tranquilo, que dejara todo en sus manos. --Mirala bien, porque no la encontrarás a tu regreso --le dijo con un susurro al oído-- Vos lo quisiste así y yo siento que es la única solución. Detrás, secando los platos junto al fregadero, Juliana le sonreía, con su aire inocente de siempre, con esa mirada chispeante que encendió en su primer encuentro. Esa noche, cuando volvió a casa, Juliana ya no estaba. Tampoco estaba su esposa Alicia. El departamento lucía impecablemente ordenado, pero un leve temblor que no supo explicarse le recorrió la espina, de la nuca al cóxis. Cuando entró al dormitorio encontró una notita sobre la cama, la misma que me sigue leyendo ahora, una y otra vez, como un lunático. Decía, simplemente: "Me voy con ella, Fernandito. Ya no te necesitamos, Juliana y yo. La verdad: últimamente estorbabas. Recordanos bien."