Julia, santa y mártir (17)

Las esclavas deben llevar sobre sus hombros el brazo corto de la cruz por las calles de la ciudad hasta el anfiteatro

Capítulo 17 Via Crucis

  • Has sido una buena amante,  así que te mereces llevar estas joyas en las tetas, ja, ja, dijo Sifax a Julia sonriendo con sádica lujuria. ¡Vamos atadla a la cruz!.

Los verdugos le quitaron el cepo y la llevaron a la tercera cruz. Por supuesto ella siguió sin mostrar ninguna resistencia y en pocos segundos estaba atada como sus compañeras, con los brazos hacia atrás en estrapado y las muñecas fuertemente atadas a los tobillos.

Sifax colocó junto a Julia la bandeja con los anillos y el brasero donde puso varios punzones para que se fueran calentando. Antes de empezar, el verdugo la amordazó previsoramente para no tener que oír sus alaridos y cuando comprobó que las agujas ya estaban de color rojo intenso se dispuso a anillarla.

Los romanos de la región eran muy aficionados a anillar a las esclavas más bellas. La costumbre era colocar anillos en los pezones y en ciertos casos también en el clítoris. Estos anillos tenían una función ornamental, pero también eran una seña de que la portadora era una esclava sexual, una sumisa masoquista dispuesta a la práctica sexual  más  aberrante. Asimismo los anillos tenían un fin práctico pues servían para torturar a las esclavas en las partes más sensibles de su cuerpo y enseñarles obedicencia. Por lo general, las esclavas anilladas sentían como la sensibilidad de sus pezones crecía con los años y se convertía en una fuente de inagotable placer.  Alba y Varinia habían sido anilladas al llegar a la pubertad, pero los anillos se los había colocado un físico que tuvo buen cuidado de adormecerlas con narcóticos para aminorar sus sufrimientos.

Julia no iba a tener tanta suerte, pues Sifax planteó su anillamiento como una dolorosa tortura más. De este modo sacó del brasero un punzón que estaba al rojo y cruelmente se lo enseñó de cerca. Esta lo miraba con los ojos desorbitados llorando y pidiendo piedad.

  • No habrá piedad cristiana, prepárate a sufrir.

Entonces Sifax cogió unas pinzas y atrapando el pezón derecho de la joven se lo estiró de manera que la aureola de éste se tensó. Entonces clavó el punzón por la mitad exacta del grueso apéndice del placer. El hierro siseó y desprendió humillo al contacto con la piel y empezó a penetrar fácilmente por medio del pezón de Julia.

  • MMMMH, MMMMMHHH

El dolor fue tan horroroso que ella  se puso a gritar y agitarse como un animal. El verdugo sonrió complacido y  alargó la perforación todo lo que pudo de manera que ésta duró más de lo normal. Cuando la punta de la aguja asomó por la otra cara del pezón Sifax lo movió atrás y adelante dándole vueltas una y otra vez para agrandar y cauterizar la herida a un tiempo.

  • MMMMHHHH, MMMM

En plena agonía Julia sentía que salía fuera de sí. El dolor era tan intenso que apenas podía coordinar su pensamiento. Las lágrimas y las babas caían sin control sobre la piel sudorosa d ela muchacha mientras ella temblaba sin control. Sin embargo, la joven no perdió el sentido. Una vez que terminó con la herida, Sifax le introdujo el anillo  y entonces se dispuso a trabajar el otro pezón.

La segunda perforación fue análoga a la primera, el cerdo de Sifax se puso a lamerle el cuello y el pecho mientras a la joven se le desencajaba el gesto  de puro dolor y gritaba llorando sin parar. Lágrimas y baba caían a borbotones del rostro de la condenada, pero nada aminoraba la crueldad de Sifax que siguió con el punzón atrás y adelante, una y otra vez.

Tras esto, el verdugo analizó atentamente la herida y se dispuso a colocar el segundo anillo.  Julia quería morir. El tormento era inhumano y el dolor muy por encima de lo soportable.

Cuando la joven se miró el pecho entre sollozos vio los dos anillos colgando ahora de sus pezones como una vulgar esclava destinada al placer de sus amos. De repente adivinó el destino del tercer anillo y comenzó a suplicar a través de su mordaza mientras Sifax calentaba una aguja algo más gruesa con mucho cuidado.

Finalmente la sacó de las brasas y se la enseñó a la joven, roja, brillante y humeante.

  • Ahí no, ahí no, por favor, suplicó Julia llorando, pero con la mordaza no se le entendía nada.

Brutus desencajó entonces la cuña de la entrepierna y dejó ésta al aire. Sifax le introdujo sus dedos por los labios vaginales buscando afanosamente el clítoris. Lo encontró y se lo atrapó con la tenacilla estirándolo con todas sus fuerzas. Julia gritó nuevamente desesperada y retorciendo el rostro en una mueca de puro dolor. Sifax acercó entonces el punzón y le dijo.

  • ¿Estás preparada?.

Pero ella se puso a negar y redoblar sus peticiones de piedad. Nada pudo evitarle ese espantoso tormento. Cuando la aguja comenzó a penetrar su erizado miembro exactamente por su mitad, un insoportable sufrimiento hizo que la joven perdiera la conciencia de ella misma. Volvió a aullar con el rostro dirigido hacia el cielo, temblando como una loca y en un segundo todo terminó. Julia dejó de gritar y su cabeza cayó pesadamente sobre su cuerpo sudoroso.

  • La has matado, dijo Aurelio.

  • No seas imbécil, contestó Brutus, sólo se ha desmayado.

La mártir cristiana perdió la consciencia y eso le libró momentaneamente, pero cuando la recuperó al de unos minutos un terrible dolor le llegaba del coño y de los pechos. Julia bajó la vista y vio el reflejo dorado de los anillos atravesando las partes más sensibles de su cuerpo, De las tres anillas colgaban ahora pesos de plomo, un kilo de peso cada uno que estiraban dolorosamente su clítoris y pezones y amenazaban con desgarrarlos. Por supuesto Sifax le había vuelto a poner la cuña de madera bajo la entrepierna. A su lado Julia oyó entonces los gemidos de Alba y Varinia que sufrían en la misma postura. Aunque les habían quitado las agujas, les habían puesto pesos de plomo igual que a ella.

Las horas pasaron lentas para las tres jóvenes esclavas condenadas a la cruz. La venganza del pretor las había alcanzado a las tres y por eso su martirio estaba resultando especialmente cruel.

Por fin, tras una eternidad de dolor y sufrimiento, la puerta de la cámara se abrió y aparecieron unos cuantos soldados borrachos que empezaron a gritar y silbar al ver a las tres condenadas desnudas y atadas en esa postura grotesca.

En la ciudad era costumbre obsequiar con una cena especial y con vino a los soldados que tomaban parte en una ejecución y también era tradición que éstos custodiaran a las prisioneras la noche anterior. Sobra decir que también era costumbre que los guardianes  se tomaran ciertas libertades con las prisioneras sobre todo si eran tan jóvenes y bellas como esas. Por eso las tres cristianas fueron liberadas de las cruces, pero sólo para volver a atarles los brazos a la espalda. Entre risas y burlas los hombres condujeron a las tres chicas hasta el cuerpo de guardia, y al abrir la puerta, más de una veintena de soldados gritaron alborozados al ver a las tres bellas muchachas desnudas.

La orgía fue larga y despiadada y  Julia, Varinia y Alba fueron violadas por esos bestias de las maneras más salvajes y abyectas en una insoportable gangbang que duró varias horas.  Con el cuerpo cubierto de esperma y orines, Julia perdió la cuenta de las felaciones que tuvo que practicar o de todas las veces que fue sodomizada. Además los soldados obligaron a las esclavas a hacer el amor entre ellas o a servirles de letrina. Por fin cuando se cansaron las llevaron a tirones d epelo y patadas hasta su celda y las encerraron allí.

  • Procurad descansar esclavas, mañana será un gran día para vosotras.

El silencio y la oscuridad se apoderaron de la fría celda de piedra. Por fin las habían dejado en paz y las tres jóvenes se quedaron abrazadas temblando y llorando.

A pesar de estar agotadas ninguna de las tres pudo dormir. La noche antes de la ordalía se les hizo eterna  pues no podían quitarse de la cabeza el infierno que les esperaba en el anfiteatro al día siguiente. Sífax había sido muy cruel con ellas pues les había explicado algunas de las torturas que les iba a aplicar al tiempo que les mostraba instrumentos infernales como el “desgarrador de senos” y los garfíos con los que les iban a desollar una vez crucificadas.

En cuanto los primeros rayos de luz se colaron por un ventanuco Varinia y Alba perdieron los nervios y se echaron a llorar. Julia tuvo que consolarlas a base de besos y caricias y sólo así se calmaron un poco.

  • No lloreis hermanas,  tenemos que mostrar entereza y dignidad ante esos paganos, que no os vean suplicar.

De pronto se oyó ruido de goznes que se corrían  y con gran estrépito entraron guardianes y verdugos que venían a buscar a las esclavas. Entre gritos e insultos, los verdugos abrieron las puertas de las celdas y fueron sacando a las esclavas tirandoles del pelo o a empujones. Julia y sus compañeras se dieron un último abrazo pero pronto fueron también a por ellas.

Todas las esclavas fueron sacadas brutalmente  al patio del pretorio donde les esperaban varias decenas de guardias con sus perros de presa que empezaron a ladrar como locos. Los guardias las arrastraban tirando de sus cabellos y les limpiaron de la suciedad de las mazmorras echándoles cubos de agua o bien echándolas al pilón donde abrevaban los caballos. Luego, aún chorreando agua las obligaron a formar en filas como si fueran legionarios y pinchándoles con las puntas de sus lanzas las obligaron a permanecer de pie quietas, de puntillas, con las piernas bien abiertas y las manos en la nuca.

Así las tuvieron más de una hora a 3 o 4 grados celsius de temperatura. Las chicas temblaban de frío pero ninguna se atrevio a moverse pues si alguna bajaba los brazos o tocaba el suelo con los talones recibía un latigazo o un pinchazo en las nalgas.

Finalmente tras una eternidad de espera, apareció Sifax con sus ayudantes y el centurión Quinto. Los verdugos fueron depositando en el suelo los patibula, es decir, el travesaño corto de la cruz que las condenadas deberían transportar sobre sus hombros hasta el anfiteatro situado fuera de las murallas. Asimismo los herreros trajeron varios cestos y dejaron caer su contenido junto a los maderos. Con un estruendo metálico varios centenares de grandes clavos de hierro se desparramaron sobre las losas de piedra.

Las mujeres se miraron angustiadas al ver esos enormes clavos negros con los que las iban a crucificar y alguna estuvo a punto de perder los nervios y echarse a llorar. Sin embargo, ninguna se atrevió a cambiar de postura por miedo a los perros.

Entre tanto el centurión iba pasando revista comprobando que todas las esclavas tenían el sexo y las axilas perfectamente depiladas. Muchas de ellas exhibían los anillos en pezones y algunas en el clítoris. Asimismo casi todas habían sido marcadas con el hierro en forma de cruz que la noble Sabina había entregado al pretor Galba.

A cada esclava le correspondían como torturadores cuatro guardianes, es decir medio contubernium mandados por un optione. Dichos guardianes eran los encargados de atarles el patíbulum a los brazos y se responsabilizaban de que la prisionera llegara entera hasta la cruz. Asimismo debían flagelarla, crucificarla y someterla a todo tipo de torturas antes y durante su crucifixión.

Cuatro soldados eran pocos para poner las cruces derechas por lo que cada grupo de ocho legionarios debería responsabilizarse de izar dos de esas cruces.

Teniendo en cuenta que iba a ser una crucifixión masiva de más de cincuenta esclavas, al final se había tenido que echar mano de seis centurias completas. La elección se hizo a suertes pues los encargados de tan sádico trabajo eran envidiados por el resto de la guarnición. De hecho, la noche antes, cada contubernium había gozado del cuerpo del par de esclavas que le había tocado en suerte y obtendría placeres semejantes durante el suplicio. Aunque parezca mentira, la mayor parte de las condenadas   aceptaba la humillación de hacer el amor con sus verdugos al pie mismo d ela cruz y delante del público congregado sólo bajo la leve promesa de que sus verdugos iban a aliviar algo sus sufrimientos.

  • Apartad a esta, ordenó Quinto señalando a Julia. La noble patricia irá la primera y llevará su cruz a cuestas a la vista de todos.

Por orden del pretor, Julia iba a recibir una atención especial lo cual significaba que el mismo Sifax y sus ayudantes se iban a encargar de aplicarle creativas torturas  y suplicios, ella debía sufrir más que las otras.

Mientras traían su patibulum, titulus y clavos, el centurión  estuvo acariciando su bello cuerpo con las dos manos.

Julia ya no se resistía así que mantuvo los brazos en alto y dejó que el centurión le tocara y acariciara a placer. Así el oficial recorrió su trasero y caderas y luego toqueteó sus redondas y tiernas mamas retorciendo y tirando de los anillos con cierta crueldad.

Julia soportaba con entereza el dolor en sus sensibles pechos mientras su sexo se mojaba por momentos.

Para su vergüenza el centurión lo notó pues sus manos volvieron a descener para acariciar su sexo.

  • Así que eres de esas, dijo el centurión sonriendo al sentir la cálida humedad del sexo de la muchacha.

Quinto tenía mucha experiencia crucificando  esclavas y sabía que algunas se excitaban e incluso experimentaban orgasmos durante su tortura.

Julia se ruborizó cuando los verdugos se rieron, pues efectivamente su sexo detilaba flujos vaginales y su clítoris y labia estaban excitados e hinchados.

Con cierta brusquedad Sifax la obligó a arrodillarse y entonces le colocaron el rugoso madero sobre los hombros y le estiraron los brazos a lo largo atando la muñecas a los extremos del leño.

  • Es un patibulum puellae, aclaró Sífax a Quinto, un poco más ligero que los que se usan para los hombres. Es importante que no pese demasiado para que la víctima lo pueda llevar sin ayuda hasta el lugar del suplicio.

Mientras la ataban Julia permaneció avergonzada con la cabeza baja pero de repente sintió algo blando que le tocaba la cara. Era el miembro del centurión también duro y erecto reclamando una mamada.

Tantas horas de sexo forzado  con los verdugos y soldados habían domado a la orgullosa patricia y Julia aceptó hacer la felación sin resistirse ni lo más mínimo. En realidad ahora encontraba placentero chupar la polla de un hombre aunque fuera pecado.

  • Dioses, ¡qué zorra!, la chupa mejor que las putas del foro exclamó el centurión en pleno extasis.

La joven Julia ni siquiera se ofendió por el insulto y siguió chupando ese pedazo de carne divina que palpitaba en sus labios y no paró hasta que un líquido cálido inundó sus entrañas.

Mientras tanto los soldados estaban haciendo lo mismo con el resto de las esclavas y tras atarles el patíbulum a los brazos les colgaban del cuello el títulus y los clavos con los que las iban a crucificar.

Al atarlas de esa manera, algunos soldados no dejaron de extrañarse de esa paciente sumisión cristiana. Las muchachas estaban evidentemente aterrorizadas pero procuraban no mostrarlo. Algunos decían que eso se debía al ejemplo de entereza dado por Julia  y de que se tratara de una mujer noble que había aceptado voluntariamente su martirio.

Sin embargo eso no le libró de los tormentos especiales, así a Julia le colgaron el títulus directamente de los anillos de los pezones. En el pequeño cartel habían escrito “Julia seditiosa ad crucem damnata”, pues su crimen era efectivamente la sedición y la traición al César.

Mucho peor que el títulus fue la corona de espinas que sólo ella llevaría en la cabeza.  Sífax sabía perfectamente que la tradición cristiana decía que Cristo había sido coronado de espinas por lo que consideró oportuno someter a la joven a ese cruel tormento.

A la joven se le deformó el rostro cuando las decenas de espinas se le clavaron en las sienes provocando varios hilillos de sangre.

El verdugo sonrió pensando que ese innecesario aditamento complacería al pretor.

Por último, la obligaron a ponerse en pie con el madero sobre los hombros,  ataron los tobillos entre sí con una corta cuerda y ataron un lazo al anillo que pendía de su clítoris.

  • Vamos camina, zorra, dijo Brutus tirando del lazo.

Julia lanzó un grito de dolor y dio el primer paso comprobando que tenía que andar a trompicones debido al lazo que ataba sus tobillos entre sí.

Tras ella se colocó Aurelio con un látigo de colas y Sífax con un tridente de retiario.

Los dos verdugos no ahorraron pinchazos ni latigazos mientras Brutus la urgía a caminar tirando de su clítoris una y otra vez.

Los tres verdugos la obligaron a dar una vuelta completa al patio del pretorio para que las demás esclavas vieran cómo debían caminar y tras esto formaron a las condenadas para el via crucis.

Abriendo la procesión estaba el propio centurión Quinto cabalgando en un bellísimo caballo blanco.

Tras él iban los signifer y los músicos marcando el paso con sus tambores y cuernos.

Julia iba detrás con su cruz sobre los hombros precedida de un enano disfrazado de centurión que llevaba una muñeca de trapo crucificada que iba mostrando al público. Su única  función  era hacer reir a la gente y así humillar aún más a la que parecía la líder de las cristianas.

Finamente casi treinta metros detrás caminaban el resto de las esclavas en dos filas y recibiendo más latigazos de los necesarios para hacerles andar.

La procesión de las condenadas estaba flanqueada por  nutridas filas de legionarios con escudo y lanza en ristre cuya función era abrirse paso entre la multitud.

A una seal del centurión  las pesadas puertas del pretorio de abrieron y  Julia vio consternada cómo le esperaba una multitud vociferante.

Los latigazos se redoblaron y las mujeres empezaron a caminar penosamente.

Como decimos Julia abría la marcha y los tres crueles verdugos se empeñaban en hacerle caminar deprisa. El anfiteatro distaba media milla romana del pretorio por lo que llegar hasta allí de esa manera ya sería una terrible tortura, pero además el pretor Galba había dispuesto un doloroso itinerario para la joven cristiana mucho más largo que terminaría en el foro. Julia tendría que realizar una ceremonia de desagravio ante las divinidades que había ofendido con su traición. Para ello sería llevada los respectivos templos y sería marcada con un hierro candente con la letra inicial de cada una de las principales divinidades del pateón romano: Júpiter, Marte, Minerva y Venus.

Finalmente sería conducida al foro donde habían preparado un podio para ser flagelada y torturada delante de la plebe pobre de la ciudad que no había podido acceder al anfiteatro.

Caminar de esa manera era en sí mismo humillante y doloroso, pues a los latigazos y pinchazos se unían los insultos y gritos de toda esa gente que flanqueaba la calle.

Parecía que todos se habían vuelto locos de lujuria y sadismo al ver a la mártir cristiana  de esa manera.

Como decimos, muchos insultaban a la mujer y otros exigían su crucifixión pero no faltaban los que le arrojaban fruta podrida o agua sucia al pasar.

Tampoco faltaban los que se excitaban y le gritaban obscenidades sobre su cuerpo desnudo. La forma en que le habían atado los tobillos obligaba a la muchacha a caminar torpemente lo cual hacía que sus carnes temblaran provocativamente.

En medio de ese irracional y cruel griterio la joven estaba ruborizada pues mucha gente se reía de ella y especialmente de su sexo calvo permanentemente brillante de sus propios flujos vaginales que no dejaban de destilar entre sus muslos.

Inexplicablemente Julia sentía una permanente excitación e intentaba ocultar en van su entrepierna, pero los latigazos y pinchazos incesantes no se lo permitían.

Tras varios centenares de metros, la joven mártir fue apartada de sus compañeras, pues mientras éstas iban hacia el anfiteatro, Julia fue llevada hasta el templo de Marte, y allí delante de las escalinatas Sífax la marcó con una pequeña M en la espalda.

Por supuesto la joven gritó de dolor cuando el hierro candente mordío su piel mientras la gente congregada vitoreaba a verdugo.

Tras repetir esa operación tres veces más, la llevaron  hasta el foro y había tanta gente que los guardias se tuvieron que emplear a fondo para abrirse paso.

Ese día el foro estaba inusitadamente lleno de gente pues habían acudido a los juegos miles de personas provenientes de las aldeas cercanas.

Lógicamente fue imposible que toda esta gente entrara en el anfiteatro por lo que el pretor Galba había dispuesto que al menos asistieran al suplicio de una de las esclavas.

La pobre muchacha vio cómo habían preparado su patíbulo sobre un podio en el que había una sencilla  estructura de madera, junto a la cual habían colocado los látigos, y un brasero en el que se calentaban diferentes tenazas y ganchos.

Los verdugos la arrastraron hasta la tarima  y tras soltarle el patíbulum la obligaron a subir al cadalso y la mostraron a la multitud vociferante.

La joven intentó taparse los pechos y el sexo con las manos pero ante una orden del verdugo se puso en postura de sumisión, abrió las piernas y puso ambas manos tras su nuca. Sifax se colocó tras ella y la acarició lascivamente.

  • ¿Cuánto pagariais por follar con esta bella patricia?

  • Veinte monedas de cobre.

  • Treinta.

Miles de gargantas ofrecieron diferentes cantidades de dinero mientras las manos del verdugo acariciaban sus tetas anilladas y tirando de sus anillas le provocaba unos pinchazos en sus sensibilizados pezones. Julia no pudo ocultar un suspiro de placer.

Continuará