Julia, santa y mártir (02)

Julia se entrega a sus verdugos

Capítulo Segundo: Julia se entrega a sus verdugos.

Varinia vistió a Julia con una de sus túnicas de seda más caras y elegantes. Era una túnica de falda larga ceñida a la cintura por un cordel. Dos tirantes triangulares cubrían sus pechos por delante y dejaban amplios escotes triangulares simétricos en el pecho y la espalda. Los brazos y hombros los llevaba desnudos, sin joyas, unas sandalias cubrían sus pies y el pelo lo llevaba recogido por un pequeño peine de oro. Los rizos castaños le caían libres hasta media espalda.

Para andar por la calle, Julia solía llevar una fina tela blanca con la que se tapaba la cabeza, la cara y parte de los brazos y el pecho. Bajo su vestido, Julia no llevaba absolutamente nada, se diría que la joven se hizo vestir así para no oponer obstáculo a sus verdugos y que éstos pudieran desnudarla fácil y rápidamente.

Antes de vestirse, Varinia le había frotado su suave piel de perfume. Además, Julia llevaba más de dos días de ayuno, se había depilado las axilas y se había afeitado la entrepierna, había tomado un laxante y había hecho de vientre limpiándose cuidadosamente. La joven quería evitar lo que les pasaba a otras muchachas que crucificadas que no podían evitar cagarse delante de los espectadores de su ejecución para su propia vergüenza y humillación.

Julia quería enfrentarse pura de alma y de cuerpo a su martirio. Caminaba de prisa y muy nerviosa. El corazón latía como un potro desbocado y tenía la cara enrojecida. La chica no podía dejar de rezar y así se daba valor a sí misma para no volver sobre sus pasos y desistir.

  • Por favor, mi señor, dame fuerzas para soportarlo, musitaba. En medio del martirio no te negaré, mi dios, pero permanece conmigo, no me dejes sola, te lo ruego.

Tras ella, a unos pasos más atrás iba Varinia, vestida con su túnica de esclava, de áspero lino, y también cubierta por una pequeña capa. Antes de salir de su casa Julia había dicho a su esclava que cogieran parte de la vajilla de plata.

-Servirá para pagar tu manuminsión

  • Gracias, señora

Varinia dijo esto llorando, no paraba de sollozar y no dejaba de susurrar a su señora que volvieran a casa. La esclava estaba muerta de miedo, pero no conseguía convencer a Julia, y ésta terminó por ordenarle secamente que se callara.

Por fin cuando se acercaban a la fortaleza Julia se despojó de su velo y Varinia le imitó. Julia quería mostrarse sumisa y humilde ante sus verdugos como un cordero propiciatorio.

Finalmente, las dos muchachas llegaron a la puerta del pretorio. Esta era una sólida fortaleza pétrea construida en las murallas de la ciudad. Su aspecto era gris y lóbrego y su fama no lo era menor, pues todo el mundo en la ciudad había oído terribles historias sobre sus mazmorras y cámaras de tortura. En ese sórdido lugar moraba la guarnición que protegía al pretor, máxima autoridad política y juez supremo encargado de impartir justicia. Ese hombre tenía poder de vida y muerte sobre todos los habitantes de la ciudad y Julia lo sabía.

La joven patricia se acercó al guardia de la entrada y éste se puso firme al ver que era una mujer de clase alta.

  • Quiero ver al pretor, dijo ella.

  • Ahora no se le puede molestar, ¿para qué le quieres?.

  • Es un asunto urgentísimo de vida o muerte, haz el favor de avisarle.

El soldado estuvo a punto de negarse pero, por si acaso, decidió consultar con el centurión Quinto. Este salió al momento. Al ver a Julia, Quinto pareció contrariado, sólo era una muchacha noble y su esclava. Sin embargo, antes de hablar sus ojos recorrieron todo su cuerpo y su bello rostro.

Julia se sentía molesta por el modo en el que le miraba ese hombre. Ese rudo oficial parecía desnudarla con la mirada y probablemente así era. Aunque ella no quisiera, eso le excitó, pues Quinto tampoco carecía de atractivo.

  • El oficial habló con rudeza.

  • ¿Qué es ese asunto tan urgente?, no se puede molestar al pretor con tonterías.

  • No son tonterías, dijo Julia,… vengo a denunciar a una cristiana.

Repentinamente el gesto del centurión cambió por completo, él y el centinela se miraron entre sí y después miraron a Julia.

  • Está bien,….. pasa, dijo secamente el oficial tras dudar unos instantes.

Varinia no quería entrar, pero Julia la cogió de un brazo. Era necesario que la esclava entrara también, pues Julia planeaba darle la libertad ante el pretor antes de confesar que era cristiana.

Así se abrieron las puertas completamente y tras cruzar un pasillo en recodo las dos jóvenes entraron en un gran patio. Antes de dar un paso pudieron ver que había soldados haciendo sus quehaceres diarios. Unos limpiaban, otros se ocupaban de los caballos, otros simplemente holgazaneaban.

Sin embargo, la atención de las dos muchachas se centró pronto en la carpintería donde un hombre se afanaba trabajando con un enorme taladro sobre unos maderos cruzados que descansaban en el suelo. Tras taladrar la madera, el carpintero cogió un enorme clavo negro de un cesto e introdujo la punta en el agujero que acababa de practicar. Descontento con el resultado echó el clavo en el cesto de donde lo había cogido y volvió a empuñar el taladro.

No había duda, el carpintero había confeccionado una cruz y la estaba preparando para ser usada pronto. Julia lo comprendió al momento y un escalofrío recorrió su joven cuerpo, pues pensó que ese podría ser su propio instrumento de tortura. Al ver esos clavos tan grandes la joven estuvo a punto de arrepentirse, pero los guardias cerraron el portón del pretorio. Ya no había marcha atrás….

El centurión miró extrañado a Julia y le dijo.

  • Sígueme, es por aquí.

El grupo cruzó el patio ante el repentino silencio de los soldados momentáneamente impresionado por esa noble joven y su esclava. Finalmente éstas entraron en las dependencias del pretor.

  • Que la esclava espere aquí, ordenó el centurión.

Varinia se quedó así en el zaguán viendo como su señora se alejaba escaleras arriba con el oficial. Antes de desaparecer en el piso superior, Julia se volvió y sonrió a su esclava como para darle confianza.

La esclava se quedó sola y los soldados no tardaron en acercarse a ella con evidente interés. La muchacha volvió a taparse el rostro como si eso pudiera servirle de algo.

  • Hola bonita, dijo el más atrevido. ¿Cuántos años tienes?

  • Dieciocho, contestó con aprensión….. como mi señora.

  • ¿Sólo dieciocho? Pues pareces toda una mujer, ¿por qué no nos enseñas lo guapa que eres?, quítate eso de la cara.

Varinia se apartó de las manos del soldado.

  • Vamos quítate eso, preciosa, déjanos verte.

El soldado le cogió de la capa y se la arrebató descubriendo el rostro de la joven. Varinia fue hacia él rabiosa, para arañarle la cara, pero el soldado la cogió de los brazos.

- Eres una gatita salvaje, ¿eh preciosa?, ¿por qué no entras al cuerpo de guardia para pasar un buen rato?.

  • Déjame en paz, cerdo, dijo Varinia intentando morder al soldado….

Mientras tanto, Julia había llegado hasta la puerta del pretor acompañada de Quinto que no le dirigió la palabra en todo el trayecto. El centurión llamó a la puerta con sus nudillos y una voz enfadada le contestó desde dentro.

  • Pasa.

Julia esperó fuera. El corazón le seguía latiendo enloquecido, pues el paso que iba a dar era terrible, sin embargo, estaba dispuesta a darlo. La joven oyó voces dentro, y finalmente salió el centurión.

- Entra, te recibirá ahora.

Julia entró en la sala con el velo en la cara y vio al pretor Galba, un hombre maduro vestido con una toga. Quinto entró con ella y cerró la puerta.

  • ¿Quién eres? Preguntó viendo a la joven, muéstrame tu rostro.

Julia temblaba como una hoja, pero se quitó el velo y dijo su nombre alto y claro.

-¿Eres noble?, tu nombre así lo parece…. pero no te conozco.

  • Sí,…soy patricia pero me quedé huérfana de pequeña contestó Julia bajando los ojos y sintiendo toda su piel de gallina.

El pretor miraba a la bella joven admirado y muy interesado en las reacciones de su cuerpo, pues los pezones se habían erizado bajo la tela de su vestido y su escote dejaba a la vista una parte de sus pechos.

Julia no lo sabía pero Galba era un viejo pervertido y sádico al que le gustaban especialmente las jovencitas como ella. Al contrario que Quinto, ese viejo no le excitó en absoluto sino que le dio un asco infinito.

  • Me han dicho que quieres denunciar a una cristiana, ¿es acaso una amiga tuya?, Julia negó con la cabeza. ¿Una esclava?.

  • Señor, dijo Julia, antes tengo que pediros una cosa.

  • Adelante, dijo el pretor un poco intrigado.

  • Abajo está mi esclava Varinia, y antes de hablar quisiera darle la libertad.

  • Muchacha, para eso es conveniente que un escribano firme el documento y a estas horas no hay ninguno,………. pero no entiendo.

  • ¿Vos no podéis actuar de juez?.

  • Sí, en casos excepcionales sí, pero no entiendo por qué no puedes esperar a mañana.

  • No hablaré si antes no certificáis la libertad de Varinia, dijo Julia resueltamente, os he traido algunos objetos de plata, pero si eso no basta aquí tenéis algo de oro.

Y diciendo esto se quitó la joya dorada que sostenía su cabello. Éste cayó sobre la espalda y los hombros de la muchacha.

  • Esto pagará con creces los gastos y las molestias que os estoy causando, y diciendo esto alargó la joya al pretor.

Este la cogió sin comprender aún.

  • Está bien,………… lo haré pero aquí lo importante es que has venido a entregarme a una persona, ¿se puede saber quién es?.

Julia no se decidía a hablar, ahora rodeada de esos dos hombres sentía miedo, mucho miedo.

  • Vamos a ver, jovencita, estoy perdiendo la paciencia, ¿acaso me has molestado sólo por lo de tu esclava?.

  • No señor,…. es sólo que.

  • Vamos, dilo, ¿quién es esa mujer cristiana?.

Julia dijo en un susurro.

  • Soy yo, y bajó otra vez la cabeza.

  • ¿Qué?, me parece que no te he oído bien.

Julia respiró profundamente.

  • Yo soy cristiana, señor, he venido a entregarme a ti y sufrir el martirio.

El pretor y el centurión se miraron sin dar crédito a sus oídos.

  • ¿Acaso es una broma?, preguntó airado Galba.

  • No señor, dijo Julia reuniendo todo su valor, soy cristiana y he venido aquí a dar testimonio de mi fe con mi vida, y diciendo esto, Julia empezó a quitarse la parte superior de su vestido ante la mirada atónita de los dos hombres.

Así Julia se desnudó y dejó sus firmes pechos al aire, pero pronto sintió vergüenza se tapó con los brazos y bajó la cabeza completamente ruborizada.

  • Pensad que sólo soy una esclava, ahora soy vuestra y podéis hacer conmigo lo que queráis.

El centurión sintió cómo su polla se abultaba en los calzones al ver los pechos de esa bella adolescente, pero el pretor dijo enfadado.

  • Vamos, cúbrete, jovencita, no sabes lo que haces.

  • Sí señor, y Julia se volvió a subir los tirantes del vestido.

En realidad el pretor también estaba excitado pero una hija de una familia patricia era un asunto serio. De repente le habló como un padre.

  • Hija mía ¿No comprendes que esa es una religión de esclavos?. Tú eres romana y noble, avergüenzas a tu familia y a tu patria manifestando que perteneces a esa religión. No, no te creo.

  • No me importa que me creáis señor, soy cristiana.

  • ¡Silencio!. No entiendo qué os pasa a las jóvenes romanas, todas estáis seducidas por esa secta oriental.

El pretor estaba otra vez enfurecido, pero reflexionó unos momentos, tenía que buscar la manera…

  • Un momento Quinto, ¿has dicho que había una esclava?,

  • Sí dijo el centurión, está abajo, es la que quiere manumitir.

  • ¿Cómo es?, preguntó el pretor.

  • No sé, casi no se le ve la cara, pero por sus ropas parece africana, quizá de Cartago.

  • ¡Eso es!, dijo triunfante el pretor. Entre esos esclavos africanos ha cundido esa superstición como una plaga, estoy harto de ver cómo pervierten a estas jovencitas. ¡Tráemela aquí inmediamente!.

  • Sí señor, dijo el centurión.

Julia comprendió entonces alarmada lo que había ocurrido y se apresuró a decir.

  • Ella no tiene nada que ver en esto, soy cristiana por propia voluntad. Por favor, dejadla.

Pero el centurión ya había salido en busca de Varinia. Julia se volvió al pretor desesperada.

  • Tenéis que creerme, ella es inocente.

  • Vamos muchacha, no te preocupes de nada, es evidente que ella te ha embrujado para conseguir su libertad pero ahora pagará en la cruz su crimen.

  • ¿Vais a crucificarla?, no, os lo suplico, es a mí a quien tenéis que crucificar, yo soy cristiana y ansío morir como mi señor Jesucristo.

El pretor la miró un momento.

  • Te advierto que es mejor para ti que no repitas eso, muchacha.

De pronto se oyeron unos gritos en el pasillo, se abrió la puerta y entró el centurión. Cuatro soldados traían por los brazos a varinia que se debatía y agitaba gritando que la soltaran.

  • ¡Yo no he hecho nada, soltadme por favor!.

Los soldados la empujaron hacia dentro y Varinia se arrodilló a los pies del pretor, cogió la punta de su toga y besándola dijo entre sollozos.

  • Soy inocente, señor, no he hecho nada, por favor, tenéis que creerme.

  • Levantad a esta escoria.

Los soldados obligaron a levantarse a Varinia que jadeaba y miraba al pretor anelante y llorosa. Este se acercó a la esclava.

  • ¿Eres cristiana?, le preguntó.

Varinia no respondió, sino que miró a Julia pidiéndole ayuda. El pretor le cogió del rostro y le obligó a mirarle.

  • Te he preguntado que si eres cristiana, ¡contesta!.

Varinia empezó a sollozar mirando a Julia, y entonces se traicionó a sí misma.

- ¿Se lo habéis dicho?, vos me prometisteis…..

Pero el pretor no le dejó acabar.

  • O sea que es cierto que eres cristiana. Y por lo que veo, a pesar de tu juventud has embrujado a tu señora.

- No, no es cierto, negó Varinia muy nerviosa.

  • ¿Sabes lo que te espera, desgraciada?.

  • Soy inocente, por favor, decídselo vos, soy inocente, Varinia lloraba desesperada. Julia, intervino entonces.

  • Dice la verdad, ella no me ha embrujado.

El pretor volvió a mirar con ferocidad a Julia pero cogió a Varinia de los cabellos.

  • Escuchame, estúpida, si confiesas ahora mismo me limitaré a mandar que te crucifiquen, pero si no haré que te metan en una olla de agua hirviendo y luego serás despellejada viva con ayuda de rastrillos.

  • No, por favor, soy inocente, no he hecho nada, ¿por qué no me creen?.

Varinia lloraba desesperada. Julia se decidió a intervenir por fin y esta vez fue ella la que se arrodilló.

  • Señor juez, no importa lo que me haga, ni lo que le haga a Varinia, no traicionaré mi fe. Ya me he entregado a vosotros. Hacedme lo que queráis pero soltadla a ella, crucificadme a mí en su lugar. A cambio haré lo que deseéis, seré vuestra esclava sexual hasta la hora de mi muerte, por favor tomadme a mí.

El pretor no sabía lo que hacer ante tanta obstinación. Por eso cogió a Julia y se la llevó hasta un rincón.

- Mira, muchacha, eres muy joven para comprender. Si persistes en esa actitud tendré que abandonar las buenas palabras y recurrir a métodos más persuasivos.

  • No me importa lo que me hagáis, no cambiaré de idea.

  • Mira jovencita, en esta fortaleza tenemos una sala muy especial para jóvenes tercas como tú. Si no dices inmediatamente que renuncias al cristianismo visitarás la cámara de tortura esta misma noche.

A Julia le recorrió un escalofrío todo el cuerpo, pero no cedió.

  • No importa lo que hagan con mi cuerpo. Nada me hará cambiar.

El pretor se separó de ella airado.

  • ¡Muy bien!, tú lo has querido. Ya que no quieres por las buenas será por las malas. Los verdugos se encargarán de hacerte cambiar de opinión con sus juguetes. ¡Centurión!, conducid a las dos mujeres a la cámara de tortura pero ordenad a los verdugos que no empiecen aún con ellas. Por ahora sólo les mostrarán los instrumentos de tortura y les explicarán su funcionamiento. Mañana temprano empezaremos a torturar a la esclava en presencia de su señora, y si para entonces no reniegas de tu fe te tocará el turno a ti. Y ahora quitadlas de mi vista.

Los soldados se apresuraron a coger brutalmente a las jóvenes y ataron sus brazos a la espalda con ligaduras de cuero. Un nudo para las muñecas y otro para los codos, de manera que los brazos permanecieran estirados y juntos a lo largo de la espalda, y los hombros dolorosamente proyectados hacia atrás.

Varinia seguía llorando y suplicando mientras la ataban, Julia en cambio se dejó atar sumisamente, con los ojos cerrados y musitando una oración.

  • Y ahora ¡andando!, los soldados empujaron a las dos muchachas fuera de la sala, pero el pretor dijo al centurión que se quedara un momento.

- Quiero que mañana os ensañéis con la esclava, hay que doblegar la voluntad de esa muchacha a toda costa. Ah, otra cosa,… ya sé que los verdugos se suelen tomar muchas libertades con las prisioneras, sobre todo si son jóvenes y bellas como ellas. No me importa lo que le hagan a la esclava, pero quiero que Julia permanezca virgen. No quiero líos con su familia.

  • Se hará como decís señor, y el centurión salió de la sala.

Continuará