Julia, Diplomática Ardiente

Julia, la escultural diplomática, cae en manos de tres afortunados mecánicos, en un remoto tallercito a orillas de la carretera.

JULIA, DIPLOMÁTICA ARDIENTE

Kleizer

1

Su familia y amistades notaron de inmediato lo relajada y feliz que regresó Julia tras su reciente misión diplomática en Nueva York. Ignoraban lo muy bien atendida que fue por su robusto conductor ex presidiario de brazos y musculoso pecho tatuado con insignias de pandillas. Y es que desde su brutal y ardiente experiencia hace un par de años, en que la elegante y escultural Julia fue el mero juguete sexual de cinco obreros en su casa, ella descubrió el placer inigualable de entregarse a hombres sencillos, zafios, que cuentan con muy pocas posibilidades de conseguir mujeres de su nivel, como no sea mediante la violación sexual, y que por esa misma razón, se la han sabido comer con unas ganas y una pasión inusitadas, sensaciones que no han podido trasnmitirle sus amantes bonitos, guapetones, de clase media o adinerados.

En el interior de su habitación, Julia se despojó de sus vestimentas y examinó su cuerpo desnudo, bien delineado gracias a la gimnasia (y a los ejercicios intensos junto a su ex pandillero Víctor y a sus amigos); contempló su voluptuosidad desnuda, su piel blanca, sus caderas redondas y trasero firme y redondo como el de una universitaria, sus pechos esféricos y firmes, su cabello castaño oscuro. "¿Quién me atenderá como lo hacía Víctor ahora que he vuelto a mi país?", se preguntó Julia, cerrando sus ojos azules y mordiéndose suavemente los labios, mientras rememoraba las manos calientes de su chofer recorriéndola, y los espamos orgiásticos que se apoderaban de ella, como si fuera poseída por algún demonio, cuando el grueso pene de Víctor se deslizaba en su interior, fuera adelante, atrás o por la boca. O entre sus pechos. Ningún intersticio o agujero de su cuerpo estuvo vedado al exconvicto. Su cuerpo era digno de ser modelo de escultura griega o de pintura renacentista, a sus treinta y cuatro años.

Así pasaron los días, mientras duraba su estatus de reserva, de acuerdo al reglamento de la carrera diplomática o servicio exterior. Julia pasó tiempo con su familia, con su hermana menor Jackeline (que era un espectáculo, a sus veinticinco años), salió con sus amigos, pero recordó con especial y morboso interés su conversación con su ex compañera de la universidad, graduada de ingeniería civil, Mayra, quien al calor de las margaritas le confesó su candente aventura con un adolescente, a quien había desvirgado hace algunos meses. Julia se impactó mucho ante tal revelación, y se calentó también. Mayra le preguntó si eso le parecía extraño o depravado, a lo que Julia le respondió que la única depravación era negarse a los deseos y fantasías sexuales. (Para mayor información, ver relatos de "Mayra", aunque no son relevantes para entender éste)

Un amigo invitó a Julia a una fiesta en su casa de Santa Lucía, en las afueras de Tegucigalpa, eso fue un sábado. Julia pasó la noche en casa de su amigo, quien se esforzó al máximo, pero aún cuando el sexo fue satisfactorio, Julia no estuvo complacida. De nuevo la maldición... algo no encajaba, necesitaba más. Al amanecer, tras una breve sesión de sexo mañanero, Julia almorzó con unos amigos y cuando ya el cielo era matizado por las tonalidades rutilantes que preceden el crepúsculo, ella se despidió para marcharse a su hogar.

Con lo que no contaba, era con los desperfectos en su vehículo, el cual fue fallándole a lo largo de la ruta...

2

-Qué mierda ésta -imprecó Julia una y otra vez, furiosa, pero más que todo, temerosa de quedarse sin vehículo en medio de la nada, en la carretera, rodeada de pinos, pero más adelante, pudo divisar el rótulo de una llantera, que aún estaba iluminada. Habían partes de carro desechadas frente a la fachada del bodegón, y las consabidas pilas o torres de neumáticos de diferente tipo y marca.

Julia condujo su camioneta hacia la llantera y el carro se apagó justo al entrar. Se aproximó uno de los mecánicos, con el ceño fruncido, seguramente tenía planes de cerrar el local por esa jornada, pero su expresión se suavizó notablemente, sustiyendo el fastidio por la amabilidad y una pizca de deseo, cuando vio el pedazo de mujer que se apeó de la camioneta blanca.

A todo esto, Julia vestía una mini falda de tela de jeans, que apenas le cubrían las nalgas, las cuales, y sus caderas también, se dibujaban deliciosamente por debajo de dicha prenda. Vestía a su vez, una blusa negra, sin mangas ni tiras, o sea un top un poco holgado, pero que a duras penas colgaba sobre su busto magnífico. Alrededor de su cuello fino un collar de perlas y un crucifijo diminuto con una delicada cadena dorada. Un reloj plateado en su muñeca izquierda y varios aros dorados rodeaban su muñeca derecha. Al caminar, el movimiento de sus caderas se veía acentuado por las sandalias de tacón alto que usaba. Julia se dejó las gafas para sol sobre su cabello.

El individuo se detuvo en seco, devorando con la mirada a Julia. Usaba un ralo bigote y era de tez trigueña, usaba lentes, una gorra que alguna vez fue blanca y ahora se veía gris con manchas de grasa, con el logotipo de Pennzoil en letras rojas. Tendría unos treinta y ocho años, era algo más bajito que Julia y de contextura fornida, con una barriga apenas perceptible por debajo de su fatiga gris y sucia. Se presentó como Héctor, y brevemente, Julia le comunicó lo que ocurría con su camioneta.

Unos instantes después, de la bodega del fondo y de la oficina a la que se subía por unas gradas, emergieron otros dos individuos. Bernabé, de piel negra, costeño, de unos veinticinco años, y el que más llamó la atención de Julia, un tipo de unos cuarenta años, calvo, cuya cara le recordó a un roedor, Domitilio, de vientre algo más abultado que el de Héctor, más fornido, de brazos gruesos, peludos y sucios, sus ojillos ratoniles recorrieron de pies a cabeza a Julia, desnudándola con la mirada de una manera descarada. Hasta entonces, Julia cayó en la cuenta de la manera en que andaba vestida. Domitilio le sonreía con hambre nada disimulada y en ocasiones, se rascaba o acomodaba el miembro. Julia se sonrojaba tenuemente, mientras observaba a Héctor escudriñando el interior de su automóvil, con el tonó abierto.

Como era típico, algunas paredes estaban tapizadas con posters de mujeres en traje de baño, de las que suelen aparecer en las ediciones dominicales de los diarios. Y al fondo, un radio a poco volumen transmitía canciones de reguetón.

Bernabé era más gentil, pero no por eso menos ciego o menos lujurioso, y aprovechaba cada ocasión para tocar los brazos de Julia, e incluso, la temeridad de posar una de sus manos sobre su cintura. A esto, Julia se estremeció, y para su sorpresa y alarma, el nerviosismo que le causaba estar sola, en medio de la nada, junto a tres hombres perfectamente capaces de someterla para hacerle cualquier clase de cosas, pronto fue cediendo, paulatinamente, a una sensación de deseo, y las escenas vividas junto a aquellos albañiles que hicieron lo que quisieron con ella, y más recientemente con Víctor y sus amigos ex presidiarios y ex pandilleros, comenzó a anegarla por dentro y el calor ascendió por su cuerpo, como una serpiente imparable, y pronto, las disimuladas caricias de Bernabé eran correspondidas por suaves y tímidas sonrisas.

Héctor tampoco perdía ocasión para comérsela con la vista, haciendo especial énfasis en las largas y esculturales piernas de Julia. En un momento, cuando él le explicaba algo, señalándole una parte del vehículo, Julia se inclinó, no tanto para comprender la cuestión, sino para proporcionar a Domitilio y Bernabé una visión majestuosa de su redondo, duro y apretado trasero. Julia los pudo escuchar susurrando obscenidades, y sintió como si un diminuto volcán hiciera erupción en su interior, y su sexo empezaba a humedecerse.

-Esta perra está ganosa, ya nos está coqueteando, mirá, negro -bisbiseó Domitilio, señalándole a Bernabé las nalgas de Julia que se dibujaban nítidamente debajo de la tela azulada. Julia se ruborizó al escuchar estas palabras, y no pudo evitar mordisquearse el labio inferior.

En los minutos siguientes, los tres hombres se mantuvieron muy cerca de ella, explicándole cosas que Julia ya sabía o no le interesaban, estaba demasiado concentrada en la proximidad de los tres machos, sus olores, su aliento, sus ojos brillantes clavados en ella. Julia respingó cuando Domitilio le acarició efímera y audazmente el trasero, pero cuando Julia decidió no armar un escándalo al respecto, esa fue toda la luz verde que los mecánicos necesitaban. Poco después, los desperfectos del vehículo habían sido reparados en su totalidad.

3

Los tres mecánicos rodeaban a Julia, los cuatro frente a la camioneta. El taller a la orilla de la carretera ya había cerrado y las luces estaban encendidas, ante el avance inexorable del crepúsculo hacia el anochecer. Los hombres devoraban con la mirada a esa mujer que bien podría haber sido una modelo. El que más intentaba disimular su deseo era don Héctor.

-¿Qué dirían si les digo que no quiero pagarles con dinero? -les preguntó Julia, tomando la iniciativa ante su propio asombro, mientras con sus manos indicaba su cuerpo. Esta pregunta osada tomó por sorpresa a los mecánicos, pero fue Domitilio quien se repuso primero.

-¿Y con qué nos vas a pagar, ricura? -quiso saber él, con su vocecilla gruñona y una mueca avariciosa que acentuó sus rasgos ratoniles, dando un paso hacia ella.

-Yo tengo con qué pagarles, pero antes quiero saber si ustedes tienen con qué cobrarme -respondió Julia, su voz adquiriendo matices muy seductores y felinos. Domitilio rió nerviosamente y empezó a desabrocharse los sucios pantalones jeans. Bernabé hizo otro tanto mientras Héctor se quedaba paralizado, como intentando entender lo que estaba sucediendo, o lo que estaba a punto de tener lugar...

-Yo aquí me cargo ésta para satisfacer a perras hambrientas como vos- espetó Domitilio, aferrándose un pene rechoncho y muy curtido, muy negro para el resto de su piel, pues era menos trigueño que don Héctor. Bernabé descubrió su pene delgado y largo, muy tieso; Julia pudo sentir la súbita salivación dentro de su boca.

Julia se acercó al joven Bernabé y aferró su pene mientras lo besaba en la boca. Domitilio ya se pajeaba y se quitaba el resto de la ropa, desnundando su cuerpo velludo, su barriga redonda y sus brazos recios que lucían algunos tatuajes que revelaron que alguna vez fue un marinero. Héctor había salido de su ensoñación y ya se había sacado la verga, entendiendo que a veces, las películas pornográficas se vuelven realidad.

Julia le quitó la raída chaqueta a Bernabé y la posó en el suelo, para arrodillarse sobre la prenda. El joven de color se llevó las manos a la cabeza, suspirando ruidosamente, cuando Julia, aferrando su escroto, empezó a tragarse su verga.

-Qué hambre de pija andaba esta perra -escupió Domitilio, quien se hincó junto a Julia, para lamerle el oído y bajarle la blusita negra. Los pechos de Julia saltaron, libres, sus pezones bien erectos. Domitilio empezó a chuparle los senos, sin dejar de travesear por debajo de la minifalda, sus manos sucias de grasa palpando las nalgas y el sexo de Julia, quien se estremecía ante tales estímulos. "Mmmmmm... mmmmmm...", mugía ella, y los chupetones resonando por todo el establecimiento, y la trémula verga del bullicioso Bernabé emergía enhiesta y brillante de saliva.

Domitilio se puso de pie y tomó a Julia del pelo, instándola a convidarle una felación. Sin dudarlo, Julia se metió a la boca la rechoncha pinga de Domitilio, quien gruñó feliz cuando sintió su miembro hundirse en aquél túnel húmedo y ardiente a la vez. Julia mugió jubilosa al sentir el endurecimiento de Domitilio, y abría mucho la boca para tragársela. Julia se turnaba para chupar las pijas de Bernabé y Domitilio. "Qué rico chupás vergas, perrita, apuesto que desde el colegio te gustaba tragártelas, ¿verdad?", le decía Domitilio. Mientras tanto, Héctor ayudó a Julia a sacarse la minifalda y su calzón, quedándose de rodillas únicamente con sus sandalias de tacón alto y sus alhajas. Pronto, Julia se la mamaba a Héctor y así tuvo a esos tres mecánicos gimiendo y susurrándole obscenidades que habrían hecho sonrojar a un albañil.

Más tarde, entre los tres, acostaron a Julia sobre una mesa no muy alta. Ella mantenía sus ojos cerrados y gemía, ya entregada a su deseo desenfrenado, saboreando cómo seis pares de ásperas y rudas manos la recorrían toda, sin perdonar ninguna curva, ningún nicho amoroso. Fue Domitilio el primero en hundir su hocico en la entrepierna de Julia, y ella arqueó su espalda, clavando sus uñas en el pelo musuco de Domitilio. Bernabé y Héctor se turnaron para subirse encima de Julia y meter sus penes entre sus senos. "Qué rico me la lamés, amor, seguro has de tener muchas mujeres", logró balbucear Julia, su tez enrojecida de placer. "Qué buena perra, la tenés rasuradita para nosotros, ¿verdad?", dijo Domitilio, manoseando groseramente la pelvis temblorosa de Julia.

Domitilio se incorporó y apuntó su gordo miembro contra los labios vaginales de Julia. Los dos gimieron escandalosamente cuando Domitilio ingresó en ella. La sujetó de sus esculturales piernas y el mecánico comenzó a cogérsela velozmente, sus carnes chocando y resonando como aplausoso. Julia gritaba de placer, aunque a veces su voz se ahogaba cuando tenía que atender la verga de don Héctor o la de Bernabé. La rechoncha verga de Domitilio se abría paso en la socada vagina de Julia, quien podía sentir cada vena de aquél estilete de carne. Domitilio rugió y estalló dentro de Julia, quemándole sus entrañas. "Ya te embaracé, perra, justo como lo querías", le espetó él, apartándose, bañado en sudor.

Bernabé y Héctor pusieron a de pie a Julia, perlada de sudor, por la candente faena como por el calor del sitio cerrado. Julia se inclinó para chupar el pene de don Héctor, quien aún conservaba sus lentes y su gorra sucia. Julia se sujetó de las caderas de Héctor y empezó a practicarle un deepthroat. Bernabé la sujetó de su fina cintura y la penetró. Julia respingó al sentir la luenga pija del joven negro deslizándose en su interior, de golpe, chocando su carne con sus nalgas, procediendo a bombearla con todas las ganas que tenía. El glande de Héctor formaba turgencias en las mejillas de Julia, y éste convidaba suaves palmadas a esos bultos, tal y como en los films pornográficos. Bernabé apretó las redondas y carnosas nalgas de Julia a medida que arreciaba su mete saca y profirió un alarido primitivo cuando derramó su semen adentro de Julia.

Fue el turno de don Héctor. Había un sofá desvencijado en una esquina del local. Héctor llevó a Julia de la mano y él se sentó para que ella pudiera acomodarse encima. Julia rodeó su cabeza con sus brazos a medida que su pinga iba desapareciendo en la carne de la diplomática. Ella gemía ruidosamente, convertida en un nervio sexual. Se besaron cariñosamente, cual pareja de casados, y poco a poco, la cabalgata de Julia fue tornándose más vertiginosa y violenta, tronando el desvencijado mueble debido a los embates. Julia entonces se puso de pie y le dio la espalda a su amante de turno. Se sentó sobre don Héctor para clavarse su pene enhiesto, apoyándose de los muslos peludos y trigueños del mecánico, y Julia solita se elevaba y se dejaba caer sobre el rabo de Héctor. Bernabé y Domitilio observaban el espectáculo y se sobaban sus virilidades no tan fláccidas.

Cuando Héctor empezó a manifestar los espasmos y gemidos preorgásmicos, Julia se arrodilló frente a él para engullir su trémula verga, y finalmente, el semen se derramó en su boca, tragándose la mayor parte, pero rezumando riachuelos de lechita por las comisuras de sus labios y por su mentón.

4

Era noche entrada, y los cuatro seres humanos unidos por la lujuria ya se encontraban totalmente desnudos. Julia yacía a cuatro patas sobre una sucia alfombra. Bernabé estaba sentado frente a ella, y Julia le succionaba el pene muy endurecido. Ella se estremeció y luego rió nerviosamente cuando sintió la caricia inconfundible de una lengua en su culo. Desde ese instante adivinió las intenciones de Domitilio, esta vez iba a partirle el culo. "No importa", pensó ella, mientras trazaba círculos con su lengua sobre el glande palpitante del muchacho negro, "hoy por hoy, solamente soy la esclava sexual de estos tipos".

Domitilio se arrodilló detrás de Julia, admirando su redondo trasero en pompa, su blanca carne redonda y tibia. Apuntó su pija al asterisco de Julia; ella tembló ante el contacto, pero no dio muestras de oponerse. Pronto, el hinchado hongo del mecánico cuarentón ya había desaparecido en el recto de Julia, quien a veces interrumpía su labor para jadear y gemir escandalosamente, saboreando la inesperada sodomía. ¿Qué tenían esta clase de sujetos que no tuvieran sus amigos y pretendientes educados, guapos, adinerados? Era un misterio que Julia aún no había podido comprender, y poco a poco, este razonamiento fue obnubilado por el avance de la verga en su culo, como si fuera un chip que apagase brevemente su raciocinio. Domitilio se aferraba de las nalgas de Julia como si su vida dependiera de ello, sudando a chorros, puyándola sin piedad, sodomizándola, separando mucho sus nalgas; la cara enrojecida de Julia se contraía contrita, presa del más salvaje placer. Domitilio se inclinó sobre ella para apretarle los pechos bamboleantes y lamerle la oreja, introducirle la lengua, susurrarle lo puta que era, la perra arrabalera que era, más fácil que la tabla del uno, y Julia tuvo un orgasmo muy intenso al escuchar todas aquellas cosas, y esos temblores propiciaron el nuevo estallido de semen en su culo; el mecánico rugió, apretando a Julia contra él, para depositar su leche lo más profundamente posible.

Más tarde, tras tomarse un vaso de agua, fue el turno de Bernabé. Julia le indicó que se acostara sobre la misma alfombra mugrienta, y ella se colocó sobre él, a horcajadas, insertándose despacio su tiesa pija. El joven se apoderó de los redondos pechos de la espectacular treintañera, le metía los dedos en la boca, a veces ella se inclinaba para besarlo. En tanto, la cabalgata había dado inicio. Pero Julia no estaba satisfecha aún, e hizo señas a Héctor para indicarle que se uniera a la acción. Héctor entendió y pronto estaba hincado detrás de Julia, metiéndole dedos en el culo, aún dilatado debido a la actividad de Domitilio. Julia se detuvo momentáneamente para que Héctor se acomodara detrás de ella y la penetrara por el culo. Julia abrió su boca desmesuradamente y gritó, mezcla de dolor y felicidad extrema, asimilando la doble penetración que aquellos dos mecánicos estaban convidándole. Julia ululaba como ánima en pena, su sistema nervioso al borde del colapso sintiendo dos penes enhiestos y venosos moviéndose en su interior, ¿dije dos? Eran tres, cuando Domitilio le metió su rechoncha verga en la boca. Así, los tres agujeros de Julia estaban ahítos de carne, sus gemidos convertidos en mugidos por la pija de Domitilio en su boca; la cara de Julia muy enrojecida y su magnífico cuerpo bañado de sudor. Julia nunca en su vida olvidaría el momento en que tres machos excitados la rellenaron por sus tres orificios; Héctor en el culo, Bernabé en el fondo de su vagina y Domitilio, eyaculando por tercera vez, en su boca, su pija conoció los tres hoyitos de Julia.

Aquella noche y hasta la tarde del domingo, Julia permaneció en el taller y los tres mecánicos hicieron con ella lo que quisieron.