Julia
Cruel venganza de una mujer abandonada.
Aquella vecina me lo reveló sutilmente en el portal, pero yo ya sabía que era cierto. Mi esposa, preñada de ocho meses estaba haciendo de puta callejera.
Y sabía quien era la culpable. Tomé el cuchillo más grande de la cocina y, ciego de rabia, me dirigí al polígono industrial donde estaba radicada la industria de aquella hija de puta.
Localicé la nave y entré en ella. Vacía, como era de esperar. Sabía que aquella mujer no se dedicaba a ningún negocio limpio.
Comencé a buscar en los locales laterales de la nave. Vacíos.
Por fin, en uno divisé luz bajo la puerta y entré como loco cuchillo en ristre. Imbécil de mi. Acostumbrado a la penumbra exterior quedé cegado unos momentos. Los suficientes para ser inmovilizado por fuertes manos.
Cuando recuperé la vista me encontré con un foro de unos veinte individuos acicalados pero con mirada de depravados observando a mi esposa.
Teresa, mi adorada y tierna Teresa, se encontraba en el centro del círculo, sobre un estrado de madera, a cuatro patas, con sus muelles y pletóricos pechos colgantes hasta alcanzar el suelo, su enorme barriga preñada de ocho meses a casi la misma altura.
Su boca lamía, como con ansiedad, el coño pelado de la hija de puta de Julia, hasta poco antes mi amante, que me la había robado.
Una mujer madura, fornida y vestida fetichistamente de cuero, ayudaba a que el pene de un perro Rottweiler penetrase el ano de mi querida esposa.
Julia se puso a reir como una loca.
¿Qué pensabas, estúpido cornudo, que puedes dar placer a esta bestia lúbrica como la que crees tu dulce y comedida esposa?.
Julia, por dios, deja a mi mujer.
Bestia, dile a tu marido lo que quieres.
Ramón. Déjame, no quiero herirte. ..... La culpa es mía. .... No sé como decirte .... Soy una cerda lasciva. Lo he descubierto gracias a Julia. ... Mírame sodomizada por este perro .... Así quiero estar siempre. Quiero sexo de todas las formas posibles. ... y no renunciaré a ello. ... Vete Ramón. Olvídame.
¡Teresa!. No es posible. Por dios, sal de aquí y olvidemos todo.
No Ramón. Me gusta esta verga de perro que me rompe el culo. ... Y me gusta que me folle todo el que quiera .... sea quien o lo que sea ... y me gusta ser una cerda a disposición de todos. Y me gusta que me vean. Y eso es lo que me da Julia. Adiós Ramón. Vete. Te quiero .... pero olvídame. Rehaz tu vida.
Julia. Deja a mi esposa.
¿Tu esposa, cretino?. Eso que llamas esposa es una cerda puta a mi servicio. Y no encuentro palabras para definirla. Ni cerda, ni puta. Son demasiado elevados esos calificativos para este engendro. Será mi máquina de sexo, ya ves que no es puta porque no solo folla a humanos. También se folla a perros. Ni será cerda porque follará más animales que cerdos. Posiblemente la haga follarse una estalagmita. Esta criatura será el sexo de la Tierra. Y basta de hablar. Has asustado al pobre chucho. Sigamos.
Mientras los tres fuertes negros me sujetaban y me colocaban una mordaz de bola en la boca que casi desencaja mis mandíbulas, las tres mujeres y el perro reanudaron la coyunda.
Mi esposa gemía de placer como nunca la escuché en nuestro lecho, y eso que era expresiva y nada cohibida durante el acto. Pero lo suyo ahora parecía demencial. Gritaba como una loca pidiendo más fuerza mientras la mujer que ayudaba en la coyunda arremetía al perro contra su ano sin contemplaciones.
Julia abría su coño sin pudor, estirando de sus labios vaginales con los dedos, mientras mi dulce Teresa metía su lengua adentro moviéndola como una serpiente. A ninguna le importaba que hubiese más de veinte espectadores alrededor.
Finalmente Teresa comenzó a rugir anunciando que el perro se derramaba dentro de ella. Eso aceleró el orgasmo de Julia y una expulsión de jugos vaginales que, desde mi distancia, vi como Teresa se apresuraba ansiosamente a beber mientras seguía penetrada por el pene del perro.
Atento a Julia y Teresa no me había dado cuenta de que los espectadores se habían estado masturbando. Uno a uno se fueron acercando a mi mujer y fueron eyaculando, a gusto de cada uno, sobre las diversas partes de su cuerpo, preferentemente la boca -que ella abría- la cara, el coño o los pechos. Algunos prefirieron orinarla. Debían ser impotentes. Mientras los hombres se aliviaban sobre ella, mi dulce Teresa seguía teniendo taponado su ano por el pene del perro y sonreía agradecida a cada tipo que le regaba con sus fluidos. La fornida mujer ayudante sujetaba al can y lo acariciaba para calmarlo.
Terminado el espectáculo, Julia se dirigió a mi:
- ¿Y qué hacemos contigo, capullo?. Orca, es tuyo.
Los tres negros enormes que me sujetaban me desnudaron en un pispas y me arrastraron al estrado, donde la mujer madura y corpulenta se había colocado un arnés con un enorme consolador de doble cabeza. Un extremo se lo introdujo en la enorme cavidad que alcancé a vislumbrar y el otro no tenía duda de donde terminaría.
Los tres negros me sujetaron contra el suelo culo en pompa y Orca me penetró el ano dolorosamente, por mi virginidad de ese sitio y la falta de lubricación. Pero aquel monstruo de mujer no tuvo ninguna consideración para imponer un ritmo de vaivén frenético que tuvo la virtud de hacerme olvidar por un rato la degeneración de mi amante esposa. Desde entonces, cada vez que conozco algún gay, salgo huyendo. No por prejuicio, sino por prevención. ... Aunque también me aparto de mujeres corpulentas.
El resto fue una pesadilla: La mujer me esposó las manos a la espalda y me introdujo en el recto algo que hinchó y enlazó a una cadena, desde el extremo de la cual me podían manejar como quisiera cualesquiera de los tres negros que me controlaban. Estaba en el centro del estrado y los degenerados espectadores aplaudían la destreza con que se había reducido al violento invasor de la nave hasta el extremo de ser una piltrafa asustada.
Julia seguía en su silla, cerca de mi. Como Teresa, ya libre de la verga del perro y arrodillada ante Julia y lamiendo sus pies. Estaba cubierta de semen y orina que se iba resecando.
Julia ordenó "Higienizad este objeto". Y uno de los negros se llevó a Teresa volviendo al poco rato con ella. Tanto en la ida como a la vuelta no se tuvo en consideración su estado de gravidez. Fue arrastrada y tratada como una cosa. Eso si, gorda, pesada y torpe.
Entretanto se introdujo en el estrado un caballete de gimnasio bajo y una botella de gas butano. También la formidable mujer ayudante se ocupó de colocar a lo largo, y rodeando mi pene, una serie de abrazaderas que fue ajustando mediante una llave de tal forma que comprimían mi polla. La última abrazadera, cerca del bálano, la enlazó con una cadena a lo que, fuera lo que fuese, invadía mi recto. Así me pene quedó fuertemente ligado a mi culo y ceñido por los muslos. Si hubiera tenido una erección lo hubiera pasado fatal. Para rematar colocó otra abrazadera en el cuello de mi escroto.
Preocupado por mi polla me sorprendió la voz de Julia dirigiéndose a mi Teresa:
Bien Teresa. Ante todos estos testigos y tu propio esposo, ya que se ha autoinvitado, ¿te reafirmas en ser un objeto a mi disposición?. ¿Eres Consciente de que la condición de objeto es inferior a la de ser humano, animal o vegetal?
Si señora. Quiero ser su objeto y soy consciente de la condición que adquiero.
Procedamos pues a acuñar mi nueva posesión.
Orca, la mujer colosal, asió a mi Teresa de su melena y la colocó sobre el caballete boca arriba. Sus riñones sobre el travesaño y su enorme barriga bien pujante hacia lo alto, sus pechos, repletos ya de calostros y con sus aréolas hinchadas y oscuras, desbordados por los lados. La ajustó una mordaza de bola como la mía y le sujetó muñecas y tobillos a las patas del aparato con unas esposas.
Después acopló un soplete a la botellas de gas. Mientras, Julia se movía alrededor inspeccionando su actividad. Julia, mi madura examante, seguía teniendo un cuerpo soberbio pese a sus 50 años. Un cuerpo que yo conocía a fondo, que había acariciado milímetro a milímetro, cuyos orificios había inundado de esperma y al que había proporcionado innumerables orgasmos desde mis 14 años de edad. La mujer con la que quise tener un hijo, ahora se lo llevaba dentro del útero de su sustituta, más joven y fértil. Todo por envidia y venganza.
Mientras admiraba la arrogante figura de Julia, poderosa en su atuendo de látex, ostentando los anillos de oro de los pezones y el clítoris que yo le había implantado, Orca había calentado con el soplete de gas un hierro de marcar al rojo vivo.
- Mira, pelele. Mira como se marca como cosa mía lo que tu considerabas tu humana y tierna esposa.
Orca, rápida como el rayo, aplicó el hierro candente sobre el monte de Venus de Teresa, quien angustiosamente lanzó un bramido pese a su mordaza. Orca mantuvo el hierro sobre la suave carne de su pubis mientras el hedor a carne quemada se extendía en el aire.
Teresa se desmayó y, retirado el hierro de su rollizo pubis de preñada, Orca la devolvió a la consciencia con unas fuertes bofetadas.
Julia me empujó del brazo para que observara la marca de mi esposa: "OBJETO PROPIEDAD DE JULIA"
No terminó ahí la degradación de mi esposa. Orca le perforó el tabique nasal con una perforadota de curtidor y le colocó una argolla descomunal, como las utilizadas para el ganado. A ella enganchó una cadena mediante un mosquetón.
Después izó a mi esposa. Le sujetó los brazos a la espalda mediante unos guantes de cuero que le alcanzaban hasta los codos, le colocó un collar postural y anunció: Ama, ya podemos irnos.
Con los brazos así sujetos a la espalda, el collar forzando su cabeza a una posición altanera, la reciente argolla de la nariz y su enorme tripa de preñada lanzada hacia delante, Teresa ofrecía una figura morbosamente atractiva que por un momento provocó mi erección, dolorosamente contenida por las férreas restricciones que me habían sido impuestas.
Julia dijo:
- No podemos dejar libremente a esta piltrafa. Sujétalo a la pared Orca.
Orca enganchó tres cadenas a una pared. El extremo de una terminó en el objeto que invadía mi recto, otra en la última abrazadera del pene y la tercera en la abrazadera que estrangulaba la bolsa escrotal.
Sin más, silenciosamente, todos abandonaron el lugar y a mi. Al frente marchaba Julia sujetando la cadena de la que conducía a mi dulce Teresa. Seguían Orca y los tres negrazos y detrás la comitiva de espectadores.
Diez días estuve sujeto a aquella pared, amordazado, esperando que apareciese alguien para liberarme. A los dos días la presión de mis intestinos me obligó a tirar de la cadena sujeta al tapón de mi ano. Mi esfínter se destrozó pero pude evacuar. Cuando desesperé de que alguien entrase jamás en aquella abandonada nave, quedaron abandonados y sujetos a la cadena mis testículos y mi pene.
Ahora en el hospital, reponiéndome de mi total castración, intento entender por qué razón mi madre, Julia, nos hizo aquello a mi, mi esposa y mi hijo que ésta se llevó en su tripa camino de la esclavitud.
FIN
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