Juguetes rotos: Rubén

Cuando Rubén descubre que su relación de pareja no es tan idílica como pensaba decide salir a divertirse y olvidar sus penas, pero lo que no sabe es que le espera la noche mas dificil y decisiva de su vida. Los traumáticos hechos vividos cambiarán su percepción del mundo y sobre todo de sí mismo.

NOTA DEL AUTOR: Determinados pasajes, situaciones o personajes de este brutal relato pueden herir la sensibilidad de algunos/as lectores/as; no es mi intención consciente que esto ocurra, porque yo contemplo esta morbosa redacción mas bien como una historia de aceptación de uno mismo y de superación personal. Lo que sí tengo claro es que, desde luego, en este relato hay mucho sexo, porque es la única manera de narrar unos hechos realmente terribles y desgarradores, pero que en el fondo ayudarán al desdichado protagonista a cuestionarse de manera genuina los hitos centrales de su vida… y a aceptarse tal y como es en realidad.

JUGUETES ROTOS: RUBEN (UNA NOCHE MOVIDITA)

Rubén nunca pudo procesar del todo lo que le había sucedido aquella malhadada noche de verano en que su vida dio un giro de 180 grados. Descubrió un nuevo ser bajo su epidermis que intentaba manifestarse y tomar cuerpo en su vida y aquella fue la ocasión propicia para hacerlo de una vez por todas. Todo había comenzado de la manera mas inocente durante una cena íntima con otra pareja amiga en el salón de su apartamento de la calle Almirante de Madrid. Rubén llevaba seis años de relación estable con Pablo, un enfermero de 32 años, cinco mas que él, con quien mantenía desde el principio una relación estrecha y saludable. Juan y Ramón, por su parte, llevaban varios años saliendo juntos, y vivían desahogadamente gracias a sus trabajos liberales en una buhardilla de la calle Mesonero Romanos, en pleno corazón de Chueca, y la diferencia de edad entre ambos (Juan tenía casi 40 años, mientras que Ramón aún no había cumplido los 25) no parecía constituir un obstáculo en su aparentemente magnífica relación.

Pero el destino es caprichoso, y en algunas ocasiones incluso cruel, y aquella noche había decidido separar para siempre lo que la vana voluntad de los hombres ha intentado construir durante años. La cena y la sobremesa posterior no podían haberse desarrollado de un modo más distendido y civilizado. Bromas privadas, chistes, anécdotas de los numerosos viajes por el mundo de Juan, comentarios de actualidad sobre política o espectáculos, en fin, lo normal en una relación de amistad consolidada entre parejas de cualquier edad y condición en cualquier lugar del mundo. Aquella noche los cuatro estaban un poco cansados porque al día siguiente muy temprano Juan y Ramón partían de vacaciones a un destino exótico, y querían retirarse pronto. Lo cierto es que entre unas cosas y otras les dieron casi las dos de la mañana hablando, y como sólo les iba a dar tiempo a dormir cuatro horas resolvieron entre los cuatro que se quedaran a dormir en la habitación de invitados, que contaba con dos camas de 80 preparadas para este tipo de eventualidades, especialmente por si se quedaban a dormir los sobrinos adolescentes de Pablo. Por la mañana temprano se levantarían sin hacer ruido para no despertar a sus anfitriones, se pasarían por su casa a recoger las maletas y partirían de viaje sin mas dilación.

Ya durante la cena, Rubén, que tenía un radar especial para captar ese tipo de situaciones, notó algunos detalles sospechosos que le pusieron en guardia, aunque no podía explicarse racionalmente que es lo que le preocupaba. Tal vez un cierto tipo de mirada demasiado sostenida entre el campechano Ramón y su circunspecto novio, Pablo; Rubén, por su espectacular físico, estaba acostumbrado a convertirse siempre en el centro de atención en cualquier reunión, y quizá por eso mismo, el hecho de que alguien tan cercano se mostrara interesado por Pablo, un hombre muy atractivo pero sin el tirón de los elegidos por la diosa Venus, le resultó frustrante y enigmático. Juan pareció no darse cuenta de lo que se estaba cociendo entre bastidores y Rubén optó por desdramatizar el tema y centrarse de nuevo en la animada conversación. Al fin y al cabo, Pablo era un hombre maduro que nunca le había dado motivos de duda y siempre se había manifestado contrario a la superficialidad en las relaciones. Y, sin embargo, aquella noche…había algo flotando en el aire que a Rubén le impedía relajarse. No sabía explicar el qué, pero estaba ahí. Eran miradas, actitudes, pequeños gestos de complicidad…nada demasiado evidente, quizá, pero Rubén estaba seguro de que no lo estaba imaginando, que las nubes de tormenta se acercaban a sus costas a toda velocidad, y él carecía de paraguas o chubasquero con que hacer frente a las oscuras fuerzas que se le venían encima de repente.

Tumbado en gayumbos, casi destapado, en la amplia cama de matrimonio, Rubén no conseguía conciliar el sueño. Daba vueltas en una y otra dirección, buscando en vano señales que le confirmasen un atisbo de crisis en su relación, una posible brecha que amenazara con erosionar el sólido muro que había construido pacientemente con su pareja a lo largo de los últimos seis años. En vano: tal vez la típica rutina, la languidez propia de una relación plenamente asumida, nada especialmente grave por otro lado. En esas estaba cuando notó que Pablo se desperezaba lentamente y tras calzarse las chanclas se dirigía de manera sigilosa hacia el pasillo en dirección a la cocina o el salón. Al principio Rubén no le dio importancia, porque pensó que se trataría de una cuestión menor y regresaría en un momento, pero los minutos pasaban sin que su pareja diera señales de vida. La curiosidad innata de Rubén y una cierta aprensión, algo así como un ataque de ansiedad inconfesable, le obligaron a saltar de la cama como un resorte y encaminarse casi de puntillas, para no despertar al resto de durmientes, en dirección al salón. Allí todo estaba apagado y en orden, lo mismo que en la coqueta terraza inundada de plantas. “Que extraño…”, pensó, “se habrá quedado con hambre y estará en la cocina haciéndose un sándwich”. Pero lo cierto es que la cocina también estaba a oscuras y tan solo destacaban en la negritud de la noche los ojos vigilantes del gato siamés de la pareja, acurrucado en su rincón favorito junto al frigorífico. Ahora sí que no entendía nada, porque la casa no daba más de sí. En la habitación de invitados no podía estar, por lo que la única posibilidad es que hubiera entrado en el baño del pasillo; “tal vez”, acertó Rubén a imaginar de camino, “le haya sentado mal la cena y no haya querido despertarme encerrándose en el baño principal, pegado a la habitación”.

Lo primero que le chocó es que estuviera todo apagado, pero si bien no podía ver nada, sí que podía escuchar perfectamente unos jadeos entrecortados que procedían del interior. Entreabrió la puerta con sumo sigilo y pudo divisar en el suelo la silueta de dos hombres haciendo el amor de forma contenida, casi como dos reptiles apareándose en una playa desierta. Sus movimientos eran deliberadamente lentos pero precisos, lo mismo que sus sincronizados jadeos y suspiros de placer compartido. En un primer momento Rubén estuvo tentado de montar un numerito y cantarles las cuarenta como se merecían ambos adúlteros, porque no cabía duda de que su fiel y responsable Pablo, con quien había pensado en casarse en un futuro próximo, estaba penetrando a Ramón, el joven novio de su íntimo amigo Juan. Por respeto a este último, que permanecía ajeno a lo que ocurría y probablemente entregado a los mágicos arrullos de Morfeo en esos momentos, decidió cambiar de estrategia. Optó por acercarse en la oscuridad y hacer notar su presencia situándose en cuclillas junto a los fornicadores. Y tras el primer instante de sorpresa, estos interpretaron erróneamente que él aceptaba la situación, y, en cierto modo, se unía a ellos en su desahogo nocturno. Ninguno de los tres pronunció una sola palabra, pero Pablo optó por separarse brevemente de su amante y levantarse. Rubén esperó en vano algún tipo de explicación al respecto, pero Pablo y Ramón sólo soltaron un par de risitas nerviosas mientras se miraban apurados.

  • Deberíamos haber echado el pestillo – susurró Pablo dirigiéndose a la puerta y entornando el cerrojo – Ya sólo falta que se levante Juan y nos pille a los tres en acción. Entonces sí que se lía una buena…

  • No, déjalo, yo ya me iba. No quería molestaros…– observó Rubén ofuscado y sintiéndose ridículo en aquel lugar; aunque no quería reconocerlo, estaba a punto de echarse a llorar.

  • Pero si no es molestia, cariño – le recriminó Pablo – no te he avisado de mis intenciones porque no estaba seguro de cómo te lo ibas a tomar, pero ahora que he visto que tu reacción es de comprensión y respeto, me siento mejor. No es necesario que te vayas, únete a nosotros. Será divertido y diferente…

  • Sí, sobre todo diferente… – recalcó Rubén con un deje de amargura – porque no se si te has dado cuenta de que te estás tirando al novio de tu mejor amigo… - Rubén miró con desprecio a Ramón, que se estaba masturbando a su lado sin dejar de tocar el pecho a Pablo con la mayor desvergüenza.

  • Bueno, Juan no se va a enterar de esto si tú no se lo cuentas, él ahora mismo está durmiendo plácidamente en la habitación de invitados. Y además, esto no es nada serio, es sólo un divertimento, una aventura de riesgo para salir de la rutina. Juan y tú no tenéis nada que temer. Venga, ahora vamos a seguir con lo nuestro. Vamos, Rubén, no seas aguafiestas y déjate llevar por el deseo por una vez.

A Rubén le dolieron extraordinariamente estas últimas palabras, “por una vez”, como si le hubieran clavado una daga en el corazón. ¿Qué quería decir con eso? ¿es que le consideraba acaso frígido, incapaz de excitarse, aburrido, asexual, un puritano de ideas victorianas y hábitos sexuales trasnochados? ¿Y si era así como es que no se lo había dicho antes, porqué era el último en enterarse de que algo fallaba en la relación, de que su pareja echaba en falta un elemento de sorpresa y excitación en su vida sexual conjunta? Tal vez en ese caso, por intentar salvar la relación, él hubiera transigido en incluir terceras personas en su relación, de modo esporádico y experimental, pero se hubiera tratado en todo caso de personas extrañas a la pareja, ardientes desconocidos a los que usar para obtener placer y por quienes dejarse usar en una relación sexual consentida por ambas partes, y a los que perder de vista y olvidar de inmediato. Pero lo que estaban haciendo en ese sofocante espacio cerrado y oscuro aquellos dos perros en celo, concluyó Rubén, era algo muy distinto, un tipo de contubernio sórdido al que puso nombre de forma inmediata: TRAICION. Y puesto que para Rubén no había nada especialmente excitante o sensual en aquella triste escena, no pudo responder a los besos y tocamientos de su pareja y se sintió agredido e insultado cuando Ramón, de forma vergonzante, le intentó consolar susurrándole al oído muy bajito que quien de verdad le ponía era él, y que sólo se había enrollado con su novio como el medio más rápido de acceder a sus encantos. Aquello era más de lo que el pobre Rubén podía soportar; apartó sin aspavientos pero de forma firme la trémula mano que Ramón había acercado a su paquete, se deshizo como pudo de los besos espurios de su pareja y se excusó alegando que estaba cansado y se iba a dormir, pero que por él podían continuar con su fiesta particular.

Pero no fue esto lo que hizo. Incapaz de serenarse, con el corazón partido en mil pedazos, se puso a dar vueltas como un loco del salón a la habitación, de la habitación al salón, y finalmente a la cocina, donde se entretuvo acariciando al gato, que pese a su carácter independiente se había revelado bastante mas confiable y leal que su propio amo. Al volver a la habitación y pasar junto al baño pudo escuchar los interminables jadeos de Pablo y Ramón, que, presumiblemente sentados en la taza del váter, daban rienda suelta a su pasión sin importarles el mundo exterior y sus problemas. Ellos sí que sabían vivir el momento, pensó Rubén, pero él no era esa clase de persona, nunca podría serlo. Necesitaba confiar al cien por cien en su pareja para poder relajarse y ser feliz. Y ahora no lo era, mas bien todo lo contrario. Debatiéndose en un mar de dudas en relación a su nebuloso futuro sentimental, Rubén tomo una decisión imprevista, impensable sólo unas horas atrás. Esa noche en particular necesitaba evadirse de lo que estaba sucediendo a unos metros de su cama, no podía seguir en el mismo techo que aquellos dos irresponsables, sentía que se ahogaba y que un nudo de pena y dolor se le formaba en la garganta y no le dejaba respirar. Sin pensarlo dos veces, eligió sus mejores galas, aquella camisa blanca de Armani que no había tenido ocasión de estrenar, el pantalón oscuro de Gucci que apenas había lucido en alguna fiesta entre amigos, los zapatos de Ferragamo que tanto le gustaban y que le habían salido por un ojo de la cara, y que había estrenado en la última edición de la Pasarela Cibeles para volver a sepultarlos en su nutrido fondo de armario. Rubén salió de casa sin avisar ni hacer ruido pero vestido para matar, y con el firme deseo de bailar y olvidar sus penas durante las horas por venir; “la noche es joven”, pensó para sus adentros, “y ahora voy a disfrutar sin cortapisas del hecho de que soy joven y guapo y me merezco todos los halagos y atenciones que en mi propia casa se me están negando de forma reiterada”.

Rubén echó a andar de manera decidida en dirección al cercano Paseo de Recoletos, y se situó en un lateral, caminando con paso firme y muy erguido, sabiéndose, como casi siempre, el centro de todas las miradas, tanto por su físico privilegiado, como por su elegante estampa y la gracia que derrochaba en cada uno de sus actos. Parecía un modelo, y en realidad puede decirse que en la práctica lo era, ya que su profesión era la de fotógrafo de moda, y sabía muy bien como sacarse el mejor partido sin caer en estridencias o descuidar los complementos. Rubén conocía la importancia crucial de escoger un buen perfume que resaltara su personalidad y estado de ánimo o la de combinar distintos colores y tonalidades entre las distintas prendas y accesorios para crear un todo armónico y visualmente poderoso. Un “total look”, como dirían los entendidos en la materia.

Deambulando sin rumbo Recoletos abajo, se tomó un tiempo para oxigenarse y serenar sus ideas, que bullían en su cabeza impidiéndole pensar con claridad. Decidió acercarse a algún local “cool” del centro, donde sin duda en una noche de sábado como esta, con una temperatura claramente veraniega, encontraría a numerosos amigos y conocidos. Podía hacer tiempo y acercarse andando desde allí, pero se le notaba demasiado la crispación y el cabreo que llevaba encima y sus amigos lo notarían de antemano y le harían preguntas. Preguntas indiscretas, además, él les conocía bien, y sabía que no se cortaban ni un pelo: preguntas que no estaba dispuesto a responder, que no podía responder en este momento, porque ni siquiera él conocía la respuesta. Mejor daría una vuelta para despejarse un poco antes de pasarse por ningún sitio.

Fue entonces cuando tomó la decisión que cambiaría su vida, sin otorgarle la menor trascendencia ni darle muchas vueltas a la cabeza. Daría una vuelta en taxi por Madrid, y luego le pediría que le dejase en Callao a la hora bruja en que todos los noctámbulos se citan en los lugares de moda para bailar hasta caer rendidos, entre rostros amigos y cuerpos esculturales de ambos sexos. Y la suerte en esta ocasión no le fue esquiva, porque a lo lejos divisó la inconfundible lucecita verde esperanza de un taxi que se acercaba a toda prisa por el carril lateral. Le llamó con un gesto de la mano antes de que nadie se le pudiera adelantar, el taxi se paró a su lado y se montó sin mayor ceremonia. Una vez dentro, reparó en que realmente no sabía a donde se dirigía, así que cuando el joven taxista le preguntó que a donde iban, él se quedó en blanco por un momento, y no supo que responder. Finalmente fue capaz de sobreponerse a su momentáneo lapsus mental y le explicó, de forma mas o menos convincente:

  • Mira, soy madrileño pero llevo varios años viviendo en otro país, y me gustaría dar una vuelta por la ciudad. Por los sitios céntricos, claro. Cuando me canse, lo mas seguro es que me quede por la zona de Callao.

El taxista le miró al principio como si fuera un friki o un extraterrestre de misión en la Tierra, pero finalmente se encogió de hombros y dijo:

  • Bueno, si es lo que quiere, por mí no hay inconveniente.

En los minutos siguientes, mientras el taxi circulaba por el tramo final del Paseo de Recoletos delimitaron el recorrido, que básicamente pasaba por Gran Vía, Plaza de España, calle Mayor (Arenal había sido transformada en peatonal desde hacía poco, le explicó el taxista a un convincentemente desinformado Rubén), Sol y Carrera de San Jerónimo, hasta la Glorieta de Atocha. Una vez allí, ya decidiría adonde encaminar sus pasos, y si lo haría a pie o en taxi.

El taxista quiso entablar conversación, pero Rubén no estaba de humor para ello.

  • Va usted muy bien vestido. ¿Trabaja en el mundo de la moda o algo así?

  • Tutéame, por favor, no soy tan mayor (aunque el taxista no aparentaba mas de 20 años, y para él si era alguien mayor, además de que su altura y corpulencia infundían respeto inmediato). Si, puede decirse que sí, trabajo en el mundo de la moda – respondió un Rubén claramente absorto en sus pensamientos.

El conductor no insistió en el tema y respetó el indescifrable mutismo de su cliente. Le observó de arriba abajo desde el espejo interior del vehículo y sacó la conclusión de que debía tratarse de un modelo de pasarela en horas libres; su físico tan impactante no podía llamar a engaño. Rubén miraba por la ventanilla con expresión indescifrable. Comenzó a sentirse melancólico al atravesar la rutilante Gran Vía en sábado por la noche, lo que de forma obligada le traía tantos recuerdos agradables de sus primeros tiempos con Pablo, y de hecho gran parte de su cortejo había tenido lugar en los alrededores de esta emblemática calle. Estuvo a punto de pedirle al taxista que parase en Callao, donde se encontraba el conocido club donde se conocieron años atrás, pero no terminó de decidirse. Al llegar a la Plaza de España, salió de su burbuja de repente al darse cuenta de que estaba siendo observado por el conductor del taxi. Este desvió oportunamente la mirada y se centró en el tráfico rodado, coincidiendo con que el último disco de la Gran Vía se puso en verde. Rubén, en cambio, comenzó a fijarse detenidamente en su cicerone ocasional, y lo que vio en ese momento le gustó bastante; se trataba de un chaval joven, de buen ver, con un corte de pelo de la mas rabiosa modernidad, rasgos de malote y mirada chulesca y desafiante. Su voz y el tono en que la modulaba iban acordes a la descripción física.

Rubén no sabía mucho de él, salvo que en el tramo de la calle Alcalá alguien le había llamado al móvil, y por lo que él sacó en conclusión de esa breve conversación, sobria y algo burocrática, debía tratarse de su novia. Pero lo que sí sabía es que el chaval era realmente sexy y parecía rodeado de un aura de ambigüedad; por ejemplo, llevaba unos “shorts” vaqueros que a Rubén le parecieron demasiado cortos para un tío heterosexual, y, sin embargo, todo daba a entender que eso es lo que era o pretendía ser…¿o tal vez no del todo? Miró al reflejo del retrovisor y ahí estaban de nuevo aquellos ojos observando, sin el menor rastro de timidez por su parte, con una mirada directa, incisiva, seductora, que turbó por un instante a Rubén hasta que se decidió a devolvérsela y el cruce de miradas en el espejo fue revelador de las intenciones de ambos. Una segunda mirada cargada de intención decidió la jugada a favor de Eros, y el taxista, tal vez temiendo que para luego fuera tarde o que quizá el viajero se arrepintiera por el camino, se desvió de la ruta trazada hacia la Cuesta de San Vicente para enfilar la Casa de Campo, hasta darse de bruces con un lugar solitario rodeado de pinos donde dar rienda suelta a la pasión que había brotado entre ellos de forma tan súbita como fulminante.

El taxista se sentó al lado de Rubén en los asientos traseros y, sin mediar palabra, se bajó los “shorts” y los gayumbos hasta la altura de los tobillos; Rubén intentó besarle un par de veces, porque se moría de ganas de comerle la boca, pero el chaval desvió la cara y se echó para atrás apoyando la espalda en el respaldo mientras se magreaba la polla hasta dejarla morcillona. Tenía un tamaño respetable, y a Rubén, acostumbrado al tamaño más promedio de la de Pablo le pareció inusualmente grande y deseable. El taxista, sin mediar palabra, le atrajo hacia sí cogiéndole por la cabeza y le animó a darle nueva vida a su juguete favorito. Rubén, que todavía no terminaba de comprender como era posible que aquello estuviera sucediendo en realidad, se aplicó sin embargo con fruición a la tarea de propiciar una erección completa a su desconocido amante, y a ciencia cierta que lo consiguió en poco tiempo. Le gustó aquel rabo juguetón y agradecido, que pedía a gritos ser mamado por una boca experta como la suya; se ayudó con una mano para sujetar aquella vela que no se apagaba nunca, y lamió cada rincón de su anatomía fálica con detenimiento y precisión, como el tallador que pule un diamante dando forma a la belleza absoluta desde una masa informe. Aquel rabo sobrenatural merecía este tratamiento de lujo, y la actitud achulada del taxista, con los brazos estirados por detrás de la cabeza, consiguió excitarle mas aun. Los enormes huevos de aquel semental de autopista también recibieron la visita de su traviesa lengua, que finalmente se desvió a recorrer los surcos dejados por los marcados músculos abdominales de aquel poligonero aficionado al deporte.

Al cabo de un rato, el joven le pidió que salieran al exterior para rematar la jornada, y mientras Rubén procedía a despojarse de su caro atuendo y depositarlo doblado en los asientos traseros del vehículo, su amante de ocasión sacó una manta de cuadros del maletero y la extendió en el suelo unos metros más allá, antes de desnudarse el mismo y mostrar a un admirado Rubén un cuerpo de gimnasio muy fibrado y depilado acompañado de su ya conocida polla modelo “cómeme”. El taxista se apresuró a guardar la ropa y los zapatos de Rubén en el portaequipajes, y la explicación que le dio es que allí estarían más seguros en el hipotético caso de que alguien se acercara a curiosear con malas intenciones, como por desgracia no era del todo inhabitual. Rubén, excitado como estaba y novato en estas lides, cayó en la trampa sin reparar en que hubiera bastado con que hubiera bloqueado el coche desde fuera para que nadie hubiera podido introducirse en su interior. Pero el deseo que sentía era demasiado abrumador, intensificado por el magnífico culo del muchacho, un culo de follador nato, se repitió para sus adentros mientras se relamía pensando en el polvazo que le iba a echar aquel chulazo a quien la Providencia había colocado en el lugar ideal en el momento oportuno. “Los grandes bajones en la vida se arreglan con grandes polvos” – se mintió a sí mismo un entusiasmado Rubén – “y a un hombre guapo siempre puede sustituirle otro hombre guapo y además bien dotado”.

El joven semental no decepcionó las de por sí altas expectativas de Rubén, Tumbado de espaldas sobre la manta, con las musculosas piernas apoyadas en el cuello del taxista, que había tenido el detalle de usar preservativo por iniciativa propia, recibió una tanda de empellones tras una penetración rápida y poco dolorosa, algo explicable teniendo en cuenta el grado de excitación tan alto de Rubén. Lo que mas le excitaba era palpar el lustroso culo de su amante, tan distinto al trasero flácido y algo caído de Pablo, que ahora le pareció menos deseable que nunca. Aquel tío, que tenía pinta de ambidiextro en su versión metrosexual, y que parecía tener como icono de referencia en cuanto a estilo y actitudes vitales a Cristiano Ronaldo, le pegó una follada de impresión, como pocas veces había tenido ocasión de disfrutar en su vida, y eso que antes de conocer a Pablo había hecho sus pinitos en la noche madrileña, así como breves incursiones en la vida nocturna de París, Milán, Londres y Nueva York por motivos laborales. Pero nunca había dado con un chulo como este, que no se avergonzaba de serlo y que dejaba claro en todo momento que estaba dispuesto a echar un polvo con un pibe que le gustase, pero siempre que el otro se centrase en darle placer y quedando él siempre por encima. Un “divino de la muerte”, por decirlo en términos mas crudos, pero que en ese momento de su vida cumplía con creces las expectativas sexuales de un desairado Rubén.

Tras ponerle a cuatro patas y horadar de nuevo su castigado ano durante un buen rato que le supo a poco y le dejó con ganas de mas, el malote se incorporó y le acercó la polla a la cara, diciéndole en tono imperativo que la chupase “hasta dejarle seco”. Aquel lenguaje, tan alejado del mas delicado que él utilizaba con su propia pareja, terminó de ponerle a cien. Rubén no estaba seguro de cómo pretendía correrse su joven amigo, pero tras observarle masturbarse como un loco con la respiración entrecortada y ofrecerle el pecho para que depositara su preciada leche encima, el chaval ignoró su ofrecimiento y le agarró del pelo obligándole a acercar su cara hasta el borde del enrojecido capullo. Rubén estaba lo bastante sobrio como para oponerse a tan arriesgada práctica, y así se lo hizo saber de palabra “en la boca no, en el pecho”, pero la respuesta de su interlocutor le dejó un poco helado: “no estás aquí para decidir, sino para obedecer, majete; si no, haberte quedado en tu puta casa viendo la tele”. Rubén era mucho más grande y fuerte que el que así hablaba, pero por alguna razón se sentía incapaz de rebelarse y aunque intentó echarse con disimulo hacia atrás, cuando el taxista se vino y le acercó la cara a la polla de un tirón, se sorprendió al recibir un chorro de leche en la mejilla y girarse para buscar el siguiente lefazo con la boca abierta y expresión beatífica. La corrida fue abundante y le llenó la boca de inmediato, resbalando por la garganta por un lado y en dirección a la barbilla y el cuello por otro.

  • ¿Ves como no era para tanto? ¿A que ha estado bien? - le preguntó con una sonrisa torcida el muy cabrón.

  • Ha estado bien, aunque no me ha gustado que te corrieras en la boca cuando te he pedido que no lo hicieras. ¿Siempre haces eso con tus ligues de una noche?

  • Con los que se dejan como tú, sí. – recalcó con un deje de desprecio - De todos modos no solo te ha gustado sino que te has quedado con ganas de mas…

  • Lo que me han quedado son ganas de correrme. ¿Qué pasa, tío, ya nos vamos, no me voy a poder desahogar?

El taxista le ofreció un par de kleenex para limpiarse la barbilla mientras se vestía apresuradamente.

  • Yo desde luego sí me voy – explicó éste - este es un lugar poco recomendable para pasar la noche. Ahora que si tu te quieres quedar, eres muy libre de hacerlo.

Rubén estaba empezando a mosquearse. Un poco de egoísmo por una de las partes puede aumentar la tensión sexual en un encuentro casual como este, pero demasiado endiosamiento puede provocar un cortocircuito si los dos miembros de la pareja no lo han pactado previamente. Tras terminar de vestirse, el chulazo dobló y guardó la manta en el maletero, pero no le devolvió la ropa como Rubén esperaba. Empezó a ponerse muy nervioso temiendo que le abandonara desnudo e indocumentado en aquel paraje solitario y poco tranquilizador. Tomó mentalmente nota del modelo del coche y del número de la matrícula de forma discreta, pero el taxista reparó enseguida en su actitud desconfiada.

  • No te preocupes, la ropa te la devolveré a su debido momento – la media sonrisa incongruente que se dibujaba en su cara le hizo desconfiar de inmediato de aquel farsante - sube al coche, anda. No pensarás que después de pillar cacho con el tío mas bueno que he visto en mi vida te vas a ir de rositas. Al menos a mi amigo el Iván le tienes que conocer. Te caerá bien, ya lo verás.

Así que todo se trataba de un estúpido juego sexual de aquel niñato de extrarradio con ridículas ínfulas de superioridad. Rubén suspiró resignado y subió al coche en pelota picada y decidido a seguirle la corriente hasta llegar a la cálida seguridad que brindan las calles de la ciudad. Tampoco le quedaban muchas alternativas; el muy ingenuo había dejado la cartera y el móvil en los bolsillos del pantalón, y ahora estaba incomunicado y a merced de este jodido lunático.

  • Oye, majete – se interesó Rubén durante el interminable trayecto - ¿tú no tienes que trabajar esta noche? ¿a ti te regalan este tiempo que vamos a perder con tu amiguete? ¿para ti no hay crisis o qué?

El chaval se echó a reír de forma desconcertante.

¡Que inocente eres, primo!. Esta es precisamente mi noche de suerte, guapetón, y todo gracias a ti…

Rubén entendía cada vez menos lo que sucedía. Al salir a la Glorieta de San Vicente escuchó a su secuestrador ordenarle que se tirara al suelo si quería evitar que le viesen desnudo. Al principio se negó a hacerlo pero cuando desde varios coches le señalaron con el dedo entre risotadas y miradas de curiosidad e incluso de deseo, se vio en la humillante necesidad de tumbarse en el escaso espacio disponible entre los asientos delanteros y traseros. “Esto es lo que quiere este enfermo, ver como me arrastro por el suelo. Cuando salga de aquí se va a llevar mas hostias que el palo de una escoba”. Pero sus pensamientos de venganza se vieron interrumpidos por los comentarios prepotentes del conductor, que quería remarcar su posición subordinada y dependiente con comentarios hirientes y fuera de lugar.

  • Tal vez en tu trabajo y en tu vida mandes mucho, tronco, pero mientras estés en mi taxi te va a tocar obedecerme sí o sí. Ya te acostumbrarás…te acabará gustando, se te ve madera de perraco.

¿Madera de perraco? ¿pero eso que coño era? En el refinado mundo en que se movía Rubén ese tipo de expresiones no eran bien recibidas, pero es que además tampoco tenía la menor idea de a que podía referirse con esa vulgaridad. Aunque desde luego intuía que no debía ser nada bueno y que no le iba a gustar. Estaba incómodo, encogido en una posición antinatural y decidió levantarse y hacer frente a su captor, incluso a riesgo de provocar un accidente, pero justo cuando iba a hacerlo este aparcó en una calle estrecha y solitaria de lo que le pareció el Barrio del Lucero o tal vez Aluche, no estaba seguro de ello. El taxista se bajó del vehículo a toda prisa, bloqueó las puertas y llamó al telefonillo del portal de enfrente con una insistencia impropia de las horas tan avanzadas de la madrugada en que se encontraban. Al cabo de un minuto, alguien contestó con voz adormilada al otro lado. Rubén pudo escuchar la conversación entre ellos de forma nítida puesto que el taxi, debido a que mucha gente en el barrio había salido de vacaciones, estaba aparcado en la misma puerta del inmueble.

  • Oye Iván, soy yo…

  • ¿El Buga? ¿A estas horas?

  • Si, soy yo.

  • Joder, primo, me he quedao sobao jugando con la consola. ¿Qué carajo quieres?

  • Baja a la calle, tronco… pero baja ya, que tengo un regalito para ti.

  • ¿Un regalito? ¿de que tipo, primo?

  • Ya lo verás…bueno, te daré una pista…baja la correa del perro, anda.

  • ¡Ostiá! Bajo enseguida, espérame, primo, ya estoy allí.

El Buga …¡Vaya apelativo tan apropiado! Así que ese era el nombre de guerra de su secuestrador. Rubén se relajó un poco cuando bajó el amigo de éste con los ojos legañosos y el pelo revuelto; era un joven moreno y delgado de aspecto fibroso y algo inquietante, pero en conjunto Rubén era mucho mas fuerte que ambos y podía hacerles frente en cualquier momento, con posibilidad clara de triunfo si se daba el caso. Cuando subieron al coche de nuevo, Rubén, tal vez por estar desnudo o por que se había adaptado de algún modo a la situación, estaba mas relajado y dispuesto a cooperar de lo que él mismo hubiera deseado. En resumen, lo que había hecho aquel chulazo era correr a contar a su amiguete que se había follado a un tío de impresión, y por lo que se ve quería compartir su trofeo con el chaval. “Bueno”, razonó Rubén, “de perdidos al río, tampoco se pierde nada por dar placer a un chaval de 20 años con las hormonas a flor de piel. Hay cosas peores en esta vida, y aunque no es tan guapo como su colega, no está mal del todo, se le puede hacer un favor”.

Y vaya si se lo hizo. Aparcaron en un descampado próximo de aspecto sórdido y el chaval, que gastaba buena tranca y estaba muy salido, le obligó a comerle la polla varias veces mientras el taxista grababa la acción con su móvil desde el asiento delantero. Al principio Rubén lo hacía obligado por las circunstancias adversas, pero al poco rato comenzó a excitarse de nuevo cuando el taxista le golpeó con la parte de cuero de la cadena de perro en el culo mientras comía el rabo de su amigo en el asiento trasero. Con todo, el verdadero momento de éxtasis llegó cuando se sentó sobre la empinada polla de Iván y este le pasó los brazos por la espalda, mientras Rubén subía y bajaba deslizándose a lo largo de de su flauta con decisión. El lenguaje sucio y abusivo de ambos terminó de calentarle del todo y ya no volvió a cuestionarse ninguna de sus órdenes; pero también le daba morbo hacérselo con un chaval de la calle, contemplar a aquel joven de suburbio que parecía tan poquita cosa a su lado intentando abarcar con sus brazos su enorme corpachón de atleta y sentir su culazo tamaño king size siendo machacado con saña y sin compasión. Quizá por eso, cuando Iván le ordenó imperativo que se tragara la lefa ya no le pareció tan mala idea como la anterior vez y hasta rebañó la que sobraba en el glande con actitud golosa.

  • Veo que nos vamos entendiendo… – dictaminó el Buga mientra le ajustaba al cuello la correa de pinchos que había traído su amigo – Y no te sigas tocando el rabo, que para ti la noche no ha hecho mas que empezar…

Rubén, tirado en el suelo del vehículo con la correa al cuello y sujeto por Iván se sintió a gusto por primera vez en su nuevo personaje de can amaestrado y esclavo sexual.

  • ¡Lámeme los pies, perraco!– ordenó Iván, que había bajado con chanclas, y Rubén, aunque algo extrañado con la petición, cumplió su cometido al instante.

  • Vamos a echarnos unas risas con el Turro, que estará con el taxi en Legazpi - propuso el Buga, con el asentimiento inmediato de su amigo.

Pocos minutos después, dejaron el taxi aparcado en paralelo al de su conocido común, en la parada de taxis de la propia Glorieta, que ofrecía un aspecto somnoliento con ningún otro taxi por los alrededores. El Buga bajó del coche y habló con él de forma distendida; al hacer mucho calor y llevar las ventanas bajadas, Rubén pudo seguir la conversación sin ningún problema.

  • Tenemos un perraco nuevo…¿sabes?

  • Ah, ¿si? ¿Y dónde está?

  • Atrás, tirado en el suelo…

  • Ah, ya le veo…¡joder, vaya bigardo!… ¡es enorme, un gran danés, vamos! - miró hacia adentro con expresión incrédula y se echó a reír con ganas al ver al pobre Rubén completamente encogido en su cubil – tiene muy buena pinta… ¿pero está entrenado?

  • Ese es el problema, - reconoció el Buga cariacontecido - que ha surgido todo sobre la marcha. Este payaso lo mismo mañana se arrepiente de todo; por eso hay que sacarle un rendimiento rápido.

  • ¿Rápido? ¿de que coño hablas, tío?

En ese momento el Buga cuchicheó algo al oído de su amigo mientras este asentía divertido y con semblante pícaro.

  • Bueno, tío, inténtalo, no tienes nada que perder – y le guiño un ojo en muestra de complicidad.

  • Y todas las de ganar… mañana te cuento como ha ido el negocio.

En ese momento, Iván tiró de la cadena indicando a Rubén que debía incorporarse y le colocó a cuatro patas sobre los asientos traseros. Una vez aposentado en posición perruna, el Buga le cogió del pelo hasta obligarle a sacar la cabeza por la ventanilla.

  • Joder…¿no nos verá nadie? Estamos en la puta calle… – observó el Turro sacándose la polla del pantalón corto de deporte y sacudiéndosela un par de veces para que cogiera forma.

  • No te preocupes, a estas horas en agosto no pasa casi gente por aquí, y además el Iván y yo os hacemos pantalla.

  • Bueno, vale, la verdad es que me da mucho morbo este puto perro primerizo.

La jugada consistió esta vez en que mientras Rubén le chupaba la polla asomado a la ventana, Iván y el Buga se colocaron a ambos lados del Turro cubriendo a su amigo de posibles miradas indiscretas. No tardó mucho el joven taxista en correrse dentro de la boca de Rubén, en lo que era ya la tercera taza de leche de la noche para él. Pero no sería la última…

Sus captores le llevaron después al Parque del Oeste, y aprovechando que a esas horas no había nadie en absoluto por allí, le sacaron desnudo del coche, siempre atado a su sempiterna cadena de pinchos, y le obligaron a caminar a cuatro patas por la hierba y a hacer sus necesidades al estilo canino, levantando una pierna y apuntando hacia el tronco del árbol, pero lo único que consiguió fue mojarse las piernas y que sus perversos adiestradores se echaran unas risas a su costa. Estos no se cansaban de humillarle de cualquier forma posible, y con las mayores bajezas imaginables, con la excusa de que le estaban “entrenando” para un cometido importante. Para culminar el paseo, le obligaron a realizar sendas felaciones a dos chavales jovencitos que hacían “cruising” por el parque y que quedaron horrorizados primero y fascinados después con el inusual espectáculo que estaban presenciando.

  • Esto ha sido sólo el calentamiento – le aseguró el Buga de vuelta a la seguridad del taxi, y Rubén ya no dudaba que así había de ser.

Había abdicado totalmente de ejercer cualquier tipo de análisis racional sobre los gravísimos acontecimientos de las dos últimas horas de su vida, y simplemente se dejaba llevar de un lado a otro como un monigote sin voz ni voto. Tal vez eso fuera la felicidad absoluta, decidió en un breve lapso de cordura…no pensar, no sentir, solo ver, oír y obedecer al líder de turno. Pero se trataba de una felicidad ficticia, y en absoluto inocua, como mas tarde comprobaría desolado.

Encaminaron sus pasos hasta una zona industrial de la zona sur bastante solitaria en esos momentos, y estacionaron frente a una nave industrial de una empresa de transportes. Iván bajó del taxi y se dirigió hacia una furgoneta de reparto que estaba aparcada junto a la entrada. Encendió el motor y bajó a abrir el portón trasero. El Buga recogió la ropa doblada y los zapatos de Rubén y los metió en una bolsa, y después sacó a Rubén del taxi y le obligó a realizar desnudo y gateando el breve trayecto entre ambos vehículos; el interior de la furgoneta estaba cubierto por un colchón viejo lleno de lamparones, donde Rubén encontró rápido acomodo. Le ataron las manos y las piernas y le sellaron la boca por seguridad con tiras de celofán, que estaba almacenado en rollos al fondo del vehículo. A continuación, el Buga salió un momento a realizar una serie de llamadas por el móvil, que le llevaron no menos de diez minutos, al tiempo que Iván le vigilaba con el rabillo del ojo desde la cabina del conductor, mientras se liaba un peta; la espera en esas condiciones se le hizo interminable.

Media hora después, tras un rocambolesco trayecto plagado de constantes volantazos, buscando quizá un improbable atajo, y durante el que estuvieron escuchando música “hip-hop” a todo volumen, (y Rubén todavía era capaz de recordar alguna canción en español de tema carcelario, muy en consonancia con su situación en aquel momento), llegaron al destino prefijado. Ambos gañanes descendieron de la cabina y comenzaron a negociar con unos sujetos que les estaban esperando en el lugar acordado. Rubén pudo escuchar sólo algunos tramos breves de conversación, pero se quedó aterrado con lo poco que oyó; básicamente, estaban negociando un precio aceptable para ambas partes por los servicios de “un perro de primera calidad, nuevo y complaciente, y, sobre todo, muy fuerte y guapo”. El cliente principal, que llevaba la voz cantante en las negociaciones, quiso comprobarlo personalmente, por lo que el Buga y él entraron en la trasera de la furgoneta. Era un hombre de unos 40 años, de complexión fuerte y rasgos duros, que se dedicó a inspeccionarle al detalle de cabeza a pies, obligando al Buga a quitarle el trozo de celofán de la boca para comprobar incluso el estado de su dentadura, como si fuera un caballo. Y debió gustarle lo que vio porque, sin cambiar su jodida cara de pocos amigos, felicitó a los muchachos “por su nuevo fichaje, que era de una calidad excepcional”. Ambos salieron un momento y fijaron el precio definitivo de la transacción, que por lo que creyó percibir resultó claramente favorable para los jóvenes. Al parecer se valoraba mucho su envidiable aspecto físico y su carácter de novato en esas lides, lo que hacía aumentar el morbo de la sesión.

Tras llegar a un acuerdo y cobrar en el acto, otros cuatro hombres rondando la treintena que estaban esperando fuera, con aspecto de guardaespaldas y vestidos de sport se unieron al cliente principal, él único de ellos que iba trajeado y con corbata, pero que compartía con los anteriores el mismo aspecto bronco y patibulario. Según descubrió Rubén horrorizado, la puja había subido de valor porque habían acordado unos límites de dureza muy generosos para el cliente, que incluía desde las torturas mas burdas hasta las mas refinadas, si es que se puede emplear este término en una situación así. La sesión se inició de inmediato, cuando uno de los acompañantes de aquel a quien sus sicarios conocían como el “master” abrió un maletín negro que contenía infinidad de instrumentos de tortura y control de la voluntad ajena.

Rubén perdió la cuenta de todas las barbaridades cometidas con su deseable cuerpo en nombre del placer de Sade, pero también es cierto que fue en los momentos de mayor dureza cuando, por primera vez en su vida, comenzó a disfrutar del cóctel de emociones encontradas que constituía aquel bautismo de fuego en el mundo de la dominación extrema. Aquella noche aprendió los rudimentos básicos de la disciplina, el culto al líder de la banda, la sumisión incondicional ante los machos alfa dominantes y el respeto absoluto hacia la jerarquía; fueron lecciones dolorosas, pero también necesarias para avanzar por la senda de placentero dolor que el destino cruel había elegido en su nombre.

Entre las pruebas mas terribles de aquella “reválida” en primero de S/M se incluía la introducción anal de enemas, la de un curioso juguete erótico al que llamaban “el ratón enjaulado”, penetraciones anales dobles, (una práctica, por cierto, cuya existencia Rubén desconocía hasta entonces, y a la que le costó acostumbrarse); pero también sesiones de “spanking”, pinzamiento de pezones y huevos, y, tras la comisión de múltiples actos sexuales de toda condición y pelaje y tragar como un campeón toneladas de semen extra, el fin de fiesta consistió en una curiosa lluvia dorada colectiva…¡a través de un embudo!. Al pobre Rubén no le quedó mas remedio que beber como si fuera limonada litros enteros de orina, lo que le provocó tales arcadas y un estado de agitación interna tan grande que en algún momento indeterminado cayó desplomado sobre el colchón y perdió la consciencia durante el resto de la singular velada.

Lo último que pudo recordar Rubén de aquella noche inolvidable fue la “cariñosa” reanimación a guantazos por parte del Buga e Iván algún tiempo después, cuando clareaba el alba y los trinos de los pájaros anunciaban el final de la oscuridad y de la pesadilla vivida en las últimas horas. Rubén miró a su alrededor aturdido, pero apenas intentó moverse sintió una ráfaga de dolor en las nalgas, producto de los latigazos y el exceso de dilatación anal a causa de las masivas violaciones sufridas. Incapaz de vestirse por si mismo tuvo que ser ayudado por sus secuestradores, que le compusieron el atuendo de cualquier manera y le echaron de la camioneta prácticamente a patadas.

Rubén quedó tirado en la acera observando alejarse en la lejanía aquella maldita furgoneta blanquiazul que recordaría por el resto de su vida. ¿Pero donde cojones se encontraba ahora exactamente?; miró a derecha e izquierda y no tardó mucho en comprobar que aquellas ratas de cloaca le habían dejado en el mismo lugar donde le recogiera el diabólico taxi del Buga, en el tramo final del Paseo de Recoletos, y muy próximo a la Plaza de Cibeles; desorientado y hundido, echó a andar sin rumbo y con deseos de llorar, pero las lágrimas no consentían en hacer acto de presencia aquel amanecer de verano. Se palpó la cartera y comprobó con agrado que seguía en su sitio, lo mismo que las tarjetas de crédito y el carnet de identidad; pronto descubrió que aquellos hijos de la gran puta le habían robado 50 euros por la cara, aparte de la pasta gansa que habían sacado prostituyéndole sin su consentimiento entre su red de contactos, compuesta por elementos violentos y facinerosos de la peor calaña, en busca siempre de nuevas sensaciones y de carne fresca. La broma de su paseo nocturno en taxi le había salido muy cara, pero aquello era solo el principio de sus padecimientos.

Rubén no dio ninguna explicación a Pablo de lo que había ocurrido aquella noche ni de donde coño había estado, aunque quedaba claro por su desastrado aspecto y su expresión bovina en el rostro que había sido una noche movidita y de emociones fuertes. Tampoco hubo tiempo ni ganas de discutir sobre su futuro conjunto, porque nada mas llegar, sin mediar palabra alguna, y ante el asombrado semblante de su pareja, llenó dos maletones de viaje con sus pertenencias y se marchó a un hotel cercano.

Rubén no denunció a sus secuestradores, tampoco presentó un parte de lesiones ante la policía, a pesar de las múltiples contusiones que presentaba por todo el cuerpo, y en principio se negó a hablar con nadie de este particular. Se sentía avergonzado de lo ocurrido, pero lo que realmente le preocupaba es que él había cooperado de forma voluntaria con sus torturadores durante gran parte de su cautiverio; esta inocultable realidad le atormentaba y le provocaba pesadillas casi todas las noches. Tampoco se atrevía a tomar un taxi y las primeras semanas apenas salía de casa mas que para ir a trabajar; tardó varios meses en retomar su vida normal, salir de compras, ir al gimnasio o tomar una copa con sus amigos de siempre. Nadie entendía la razón de este alejamiento voluntario, y lo achacaban a una depresión producida por su reciente ruptura amorosa con Pablo, que la mayoría encontraba inexplicable de todas formas.

Tres meses después, ya instalado en un nuevo apartamento alejado del centro, y, por tanto, de Pablo y de sus recuerdos conjuntos, Rubén comenzó a sentirse mal y acudió al médico de cabecera; éste último, un hombre de mediana edad, tras tomar nota de su sintomatología con sumo detalle, entornó sus ojos de miope y le hizo una sola pregunta:

  • ¿Ha realizado o realiza usted prácticas sexuales de riesgo?

La respuesta de Rubén, ya curado de espanto y de vuelta de todo no pudo ser mas precisa:

  • Solo una vez en toda mi vida, pero le aseguro que me llevé por delante a lo mejor de cada casa…

Ante una respuesta tan directa como inesperada, su sorprendido médico de cabecera bajó la cabeza consternado y prefirió no seguir indagando, pero le aconsejó hacerse algunas pruebas de enfermedades de transmisión sexual. Una vez realizadas éstas, el resultado fue demoledor para la autoestima de Rubén, si bien pudo haber sido aún mucho peor. Los buenos datos consistían en que el resultado de la prueba del VIH había dado negativo (aprensivo como era, volvió a hacérsela seis meses después para confirmar el diagnóstico, con idéntico resultado) pero, por otra parte, sus “amos” y “clientes” le habían contagiado en una sola noche de lujuria y desenfreno no menos de tres tipos distintos de afecciones sexuales menores y dos enfermedades serias de preocupante evolución, como son la sífilis y la Hepatitis B. Rubén lloró al recibir la noticia, pero también sabía que podía darse con un canto en los dientes, habida cuenta de la notable cantidad de semen y orina ingerida aquella noche, y además todas las dolencias habían sido detectadas a tiempo y el pronóstico era ampliamente favorable. Por lo pronto, estuvo varios meses de baja hasta que consiguió controlar el proceso hepático y superar el resto de sus restantes dolencias, lo que le llevó al menos hasta la primavera siguiente.

Una vez restablecido de sus problemas de salud y reincorporado al trabajo, optó por acudir a terapia psicológica durante una temporada para superar el trauma de baja intensidad que arrastraba desde el verano, pero también, y eso era lo más importante, para intentar reprimir el irrefrenable impulso que sentía desde entonces de convertirse en esclavo de otro hombre. La terapia duró varios meses meses, y fue bastante efectiva para que recuperase la confianza en sí mismo, pero su vida personal seguía siendo un desastre desde los “sucesos de agosto”, como solía nombrarlos metafóricamente, y pese a su apostura física no había vuelto a hacer el amor con nadie.

Todo empezó a cambiar un año después de los hechos, tras tomarse unas largas y merecidas vacaciones en un país asiático que le devolvieron parte de la paz mental perdida, y en las que estuvo meditando cuidadosamente los pros y contras de la difícil decisión vital que debía tomar, y que básicamente consistía en elegir entre una imposible castidad neurotizante o la inmersión definitiva y sin complejos en el complicado mundo de las relaciones amo/esclavo. Sentía un miedo irrefrenable a decantarse por esta opción tan arriesgada, y que había resultado tan gravosa en su pasado reciente, pero sabía que era el único tipo de relación sexual y de estilo de vida válidos para él, la única alternativa posible en esos momentos.

Y un buen día, a la vuelta del verano, se decidió por fin a inscribirse en la nutrida sección de contactos de un portal de Internet especializado en prácticas sadomasoquistas, ofreciéndose como esclavo primerizo. Perro viejo en estas lides, y nunca mejor dicho, decidió pactar de antemano unas mínimas condiciones higiénicas y algunos límites de sentido común para evitar una probable repetición de los abusos sufridos anteriormente, y, sobre todo, las terribles consecuencias sanitarias que pueden ir asociadas. Y el éxito para él fue inmediato. El nunca había caído en la cuenta de que hubiera tanto sádico y tanto masoca suelto por ahí fuera, muchos de ellos dotados de un excelente físico, por cierto. Otra cosa es que pudieran congeniar después, especialmente si su crecido amo se empeñaba en no respetar los límites precisos que él pedía.

Con sólo publicar un par de fotos desnudo en su perfil personal, Rubén recibió un aluvión de mensajes en su correo privado, y tras tantear a varios candidatos de indudable tirón al final se decidió por Miguel, un guapo policía muy dominante y bien dotado, que controlaba el sutil arte de descargar la agresividad inherente a su condición de amo sin resultar vejatorio o manipulador. Rubén se puso al servicio inmediato de su potente ego, y, tras un prudente período de adaptación, comenzó a sentirse a gusto en el papel subordinado que había escogido desempeñar de forma voluntaria. Desde entonces, ambos mantienen una sólida relación basada en la mas estricta jerarquía y la sumisión absoluta de Rubén a la voluntad de su pareja; de hecho, hace poco se marcharon a vivir juntos, habiendo conseguido, contra todo pronóstico, una relación al mismo tiempo estable, morbosa y, lo mas increible de todo, monógama; su amo y señor resultó ser un tipo bastante celoso y posesivo, y Rubén disfruta ahora, por primera vez en su vida, de una relación sentimental en la que con toda seguridad no habrá cabida para terceras o cuartas personas.

Después de todo, siempre se ha dicho que Dios escribe derecho con renglones torcidos.

FIN