Juguetes rotos
¿Es posible desviar del camino recto a un hombre casto y piadoso?
Prólogo
-Aquí me tienes de nuevo, Padre. He cumplido mi promesa, he ganado la apuesta. Aunque es cierto que nunca fue una apuesta de verdad, pues tú no quisiste participar. Pero ¿y qué? No hacía falta que accedieras, es un juego al que puedo jugar sola. No necesito tu beneplácito ni tu consentimiento. Sé que estás ahí, sé que me oyes, sé que has visto lo que he hecho. Y aun así decides mantenerte al margen. ¿Por qué? ¿Por qué, Padre, nos has abandonado? Nosotros no rompimos tus juguetes, pues ya estaban rotos. Tú creación más deseada, los hijos a tu imagen y semejanza, los niños mimados; siempre fueron defectuosos. Nosotros sólo intentamos demostrártelo, la manzana fue solo una prueba; fracasaron. Vuelve, Padre, te lo pido otra vez, regresa entre nosotros y lo arreglaremos, por favor. Si no lo haces, si te empeñas en darnos la espalda, te juro que no descansaré hasta destruir todos y cada uno de tus juguetes, de tus hombres. Los corromperé uno a uno si es necesario, y entonces tendrás que volver.
Capítulo primero: Belcebú
»No fue difícil. ¿De veras este era tu hombre más santo? ¿De veras era el culmen de tu obra? ¿Y aún te atreves a poner en duda la maldad inherente de su alma? Te empeñaste en crearlos, pues no creías tener bastante con nosotros, y cuando te diste cuenta de lo que habías hecho, preferiste marcharte, repudiándonos también, y dejándonos aquí para que contempláramos tu fracaso.
El padre Jerónimo Estridón era un hombre templado. Durante muchos años había dirigido la parroquia de Macón, y lo había hecho con efectividad. Y durante todos esos años sus costumbres habían variado muy poco. Residía en una casita de dos plantas, con una puertecita verde y un cuidado jardín, que quedaba justo enfrente de la pequeña iglesia románica en la que atendía a su comunidad. Pero hacía pocas semanas que un incidente desafortunado había hecho tambalear los pilares de su tranquila existencia. La señora Blanco, una mujer anciana y elegante, había sido su ama de llaves y asistenta durante mucho tiempo. Había vivido con él, en la habitación contigua a la puerta verde de su domicilio y se había ocupado de atender sus necesidades. Por las mañanas preparaba el desayuno, después salía a comprar, hacía las camas, limpiaba la casa, preparaba la comida y en general, convertía la pequeña casita en un hogar. Pero eso había sido así solo hasta hacía unos cuantos martes, pues la pobre mujer no había despertado esa mañana. Jerónimo Estridón se sintió desdichado cuando llamó a la puerta de su habitación con la intención de recriminarle que no hubiera preparado café cuando ya pasaban de las seis y media. Pero al no obtener respuesta, se atrevió a entrar en el cuarto y encontró a la mujer pálida y rígida sobre la cama. Sí, se sintió desdichado; pero también comprendió con alegría que la mujer que había sido su compañera durante tantos años, que había sido lo más parecido a una esposa que un sacerdote puede tener, estaba ahora en el seno del Señor.
Las exequias fueron sencillas, pero todo el pueblo acudió a despedir a la señora Blanco, pues era mujer querida y apreciada entre los vecinos de Macón. No hubo un solo hombre, mujer o niño que no acudiera aquel miércoles a presentar sus respetos. El padre Jerónimo Estridón agradeció a todos y cada uno las muestras de afecto que le profesaron, y recitó la liturgia con los ojos empañados por la tristeza. Al día siguiente, el jueves, publicó un anuncio en la prensa local solicitando los servicios de una nueva sirvienta. No era un hombre rico, pero tampoco tenía mucho en lo que gastar la asignación que le llegaba desde el obispado todos los meses, y agradecía poder tener alguien en casa para que se ocupara de las labores domésticas. No ofrecía un gran sueldo, no podía, pero el alojamiento y la comida iban incluidos en el trabajo que ofrecía.
El viernes por la mañana entrevistó a varias mujeres del pueblo interesadas en la oferta, todas ellas estaban casadas y vivían con sus maridos, por lo cual pretendían dedicarle solo unas horas al día. Pero el padre Jerónimo Estridón quería alguien que viviera con él y que se alojara en la habitación cercana a la puerta verde de su pequeña casita. No quería estar solo, necesitaba compañía, comer con alguien, sentarse a ver la tele con alguien o simplemente poder tener con quien conversar si la tarde era lluviosa y el trabajo en el jardín era imposible. Atendió a las mujeres que se acercaron a hablar con él, y las despidió a todas amablemente; prometiéndoles que tendría en consideración su oferta.
Ya había pasado el mediodía y el sol se alzaba justiciero en lo alto del firmamento, cuando el padre Jerónimo Estridón se levantó de la butaca y abrió la puertecita verde para recibir a una nueva aspirante. Era una muchacha joven, no mayor de veintiuno, tal vez veintidós, de espesa melena oscura, grandes ojos grises y penetrantes, sonrisa pícara, nariz respingona, pómulos marcados, caderas anchas, y piernas largas como el infinito. La hizo pasar, y ambos se sentaron a la mesa de la sala principal. La muchacha, Eva, había sido novicia en un convento, pero la vida de clausura no era para ella, colgó lo hábitos y se marchó. Aunque su fe no había flaqueado, y su vocación de servicio tampoco. La entrevista se alargó, y el padre Jerónimo Estridón quedo gratamente sorprendido. Le explicó cuáles serían sus funciones, le mostró la habitación, y le comunicó las condiciones. Un pequeño salario y alojamiento a cambio de ocuparse de la casa. La joven aceptó con una sonrisa; así fue como Eva se instaló en la casita de dos plantas con una puerta verde y un cuidado jardín, que estaba justo enfrente de la pequeña iglesia románica de Macón.
Eva parecía saber lo que se hacía, y al igual que había hecho la señora Blanco, se dedicó en cuerpo y alma a las tareas domésticas. La despensa estaba llena, las camas hechas, los suelos limpios y la comida en la mesa. La señora Blanco había sido una buena cocinera, pero su repertorio era escaso y sus platos frugales, mientras que Eva se manejaba mucho mejor entre los fogones; preparaba pródigas y deliciosas comidas, exquisitos dulces, y siempre insistía en regarlo todo con buen vino. Aquello, pensaba Jerónimo Estridón, había sido un cambio a mejor. Echaba de menos a la señora Blanco, pero estaba muy satisfecho con su nueva empleada. Las comidas copiosas y el abundante vino surtieron en él un cambio del que no se percató hasta mucho después, cuando se vio obligado a renovar parte de su vestuario porque ya no era capaz de meterse en él. Había sustituido su café matutino por una bandeja de dulces, su pan con queso de media mañana por algún delicioso bocadillo, su frugal almuerzo por exuberantes platos, y su cena sencilla por pequeños banquetes particulares. Y se sorprendía a sí mismo en muchas ocasiones deseando la llegada de la siguiente comida, preguntándose qué nuevo manjar le sería servido.
El padre Jerónimo Estridón había sido un hombre templado, pero ahora se había dejado dominar por la gula.
Capítulo segundo: Leviatán
»Acabar con la vida de la vieja no fue complicado, un hálito helado basto para provocarle la muerte, una palabra, un gesto de mi mano. ¿De verdad, Padre, deseas que estos seres sean tu legado? Tus designios carecen de sentido, nosotros somos tus legítimos herederos, nosotros somos los que deberíamos ostentar el lugar del hombre. Pero te fuiste, dejándoles a ellos la tarea de poblar tu mundo, y a nosotros nos desterraste. ¿Por qué, Padre? ¿Por qué?
El padre Jerónimo Estridón era un hombre caritativo. Durante los muchos años que había dirigido la parroquia de Macón siempre estuvo dispuesto a ayudar a sus vecinos, siempre les deseaba lo mejor a sus feligreses y nunca tuvo un problema con nadie. Así que el día en que llegó la notificación del arzobispado, su primer impulso fue el de alegría. Iban a construir en el pueblo de Macón, decía la carta oficial traída por el cartero de la zona, una nueva basílica destinada a ensalzar la grandeza de Dios; con capacidad para más feligreses de los que se podían reunir en toda la comarca. La noticia le llenó de gozo; pero cuando se lo contó a Eva, la muchacha no pareció tan contenta como él.
-¿Qué pasará con su pequeña iglesia románica, padre? ¿Qué pasará con usted? –preguntó con ingenuidad.
Jerónimo Estridón no había pensado en aquello. Era cierto, si se construía una nueva basílica, moderna, lujosa y amplia, su pequeña y vieja iglesia, que apenas era capaz de contener a los feligreses del pueblo, dejaría de tener sentido. Tal vez pensaban jubilarlo, o enviarle a otro destino. Tan solo al pensar que podría verse obligado a abandonar su casita de dos plantas, con la puerta verde y el cuidado jardín, se estremecía. Tras tranquilizar a la joven, se encerró en su despacho, que estaba situado en el segundo piso junto a su habitación, y escribió una misiva al arzobispado, solicitando más datos e interesándose por quién dirigiría la nueva basílica y por cuál sería su futuro y el de su iglesia. Pasaron los días, que se convirtieron en semanas, y la respuesta del arzobispado no llegaba. La espera fue larga, y lo que al principio solo había sido inquietud, terminó por convertirse en angustia. Sus feligreses notaron un nuevo cambio en él; pues además de haber aumentado la circunferencia de su cintura notablemente, ahora parecía cabizbajo, triste, retraído, sin rastro de la habitual alegría que le había granjeado el respeto, si no la amistad, de toda la comunidad.
Finalmente, un desapacible jueves en el que el cielo amenazaba tormenta, el padre Jerónimo Estridón recibió la misiva que había estado esperando. Y las nuevas no le tranquilizaron en absoluto. El arzobispado le anunciaba que las obras de la nueva basílica comenzarían en menos de un mes, y que el elegido para dirigir el templo era, ni más ni menos, que el obispo diocesano. La noticia lo descolocó, pues no entendía por qué se había tomado aquella decisión. Macón era un pueblo pequeño en una zona de aldeas, y no tenía ningún sentido enviar allí a un tan alto cargo de la iglesia. Pero lo que más le intranquilizó fue el hecho de que no hacían mención a las preguntas sobre su futuro.
Durante la cena, Eva notó su estado de turbación y le preguntó. Él no deseaba que la muchacha compartiera su desdicha, por ello había decidido no decirle nada; pero por algún extraño motivo no pudo negarse a contarle todo. Sus grandes ojos grises parecían haberle hipnotizado y fue incapaz de callar. Le habló de la carta que había enviado, y de la respuesta que había recibido, le contó de sus temores, y le dijo que no quería que lo enviaran lejos de allí. La joven escuchó sin apenas parpadear, y cuando Jerónimo Estridón rompió a llorar presa del desconsuelo, ella se acercó y le rodeó con sus brazos.
Le dijo que aquello era una injusticia, que no estaba bien, que no podían desterrarlo de semejante forma tras tantos años en Macón. Que no importaba que fuera el mismo obispo diocesano el enviado a regentar la nueva basílica, pues ese puesto solo debía corresponderle a él. “El nuevo templo debe ser para usted” susurraba, “se lo merece. Ha trabajado mucho por la gente de este lugar, y ellos le adoran. Debería ser usted el que predicaras en amplios salones, en vez de estar obligado a hacerlo en la pequeña iglesia románica. El obispo no merece tal honor, solo usted”.
Jerónimo Estridón lloró amargamente y acabó comprendiendo que Eva tenía razón. No estaba bien que le arrebataran sus fieles, no era aceptable que le entregaran una nueva y amplia basílica a un obispo que no se dignaría en conocer el nombre de los hombres y mujeres de Macón mientras a él lo relegaban a su fría y húmeda iglesia. Él y solo él debía ser el que ocupara aquel puesto, y cualquier otra cosa era injusta. Al día siguiente, más tranquilo, escribió una nueva misiva al arzobispado, reclamando lo que creía que era suyo por derecho, pero nunca obtuvo respuesta. Al cabo de unas semanas llegaron a Macón camiones cargados con material de construcción y muchos hombres que venían a trabajar en el nuevo templo. El pueblo vivió aquello como una fiesta, pues no era habitual ver tanto forastero ni tener tanto movimiento. Los bares y los hostales hicieron mucho dinero en poco tiempo, al igual que muchos vecinos, que alquilaron sus casas y habitaciones a los obreros. Pero Jerónimo Estridón no compartió el gozo de sus feligreses, pues un nuevo sentimiento, desconocido para él hasta aquel entonces, lo reconcomía por dentro.
El padre Jerónimo Estridón había sido un hombre caritativo, pero ahora se había dejado dominar por la envidia.
Capítulo tercero: Amon
»Irónico, ¿no crees? Lo que hice para corromper a tu más fiel servidor fue obligarle a competir por tu amor. Tú hiciste algo parecido con nosotros, ¿lo recuerdas? Claro que lo recuerdas. Un susurro en el oído adecuado, una palabra en el momento oportuno, fue todo lo que necesité para iniciar la construcción del nuevo templo. Un templo en tu nombre, un templo para honrarte, para tu mayor gloria, y para la desesperación de tu siervo.
El padre Jerónimo Estridón era un hombre paciente. Durante los meses que duró la construcción de la nueva basílica de Macón fue capaz de mantener la apariencia de serenidad que le caracterizaba, a pesar de que los celos le reconcomían por dentro. No fue tarea sencilla abrir todos los días su pequeña iglesia románica y enfrentarse con sus feligreses, recitando la liturgia mientras era consciente de que muchos de ellos estaban colaborando con donativos a lo que sería su ruina. Los vecino estaban encantados con la marcha de las obras, y la mayoría pensaba que el nuevo templo traería beneficios para el pueblo. Todos y cada uno de los integrantes de su parroquia se acercaron en algún momento para felicitarle por lo que creían había sido una diligente gestión por su parte, todo un acierto. Y Jerónimo Estridón les agradeció el gesto siempre con palabras amables y sonrisas. Pero por dentro, en lo más profundo de su ser, un sentimiento tormentoso arreciaba con cada uno de los elogios. La única persona de todo Macón que conocía su verdadero estado de ánimo era la joven Eva, la única persona que le comprendía y le escuchaba. Ella le consolaba cuando llegaba a casa desanimado, triste y hundido; se sentaba a su lado, escuchando el relato de sus miserias. Cuando terminaba de hablar, ella se acercaba y le rodeaba con sus brazos, apretándole contra su pecho.
La vida en Macón transcurrió sin incidentes y la construcción de la basílica avanzó a buen ritmo. Una obra de aquella envergadura, se repetía Jerónimo Estridón, debía tardar mucho tiempo en ser concluida, años, al menos. Quizás cuando estuviera todo terminado él ya tendría edad para retirarse, tal vez, rogaba, el día que se iniciaran los servicios, estaría en situación de colgar los hábitos de forma elegante y dejar paso a su relevo. Pero los muros de piedra traída de canteras lejanas se alzaron a velocidad endemoniada, las cúpulas se asentaron sobre ellos con, presumiblemente, el beneplácito de los cielos, y en poco menos de un año desde el día en que se puso el primer ladrillo, la nueva basílica de Macón estaba preparada para ser inaugurada.
El padre Jerónimo Estridón fue invitado de honor en la primera ceremonia que se celebró en el nuevo templo, y se sentó a la diestra del obispo diocesano. Todos los habitantes de Macón estaban allí reunidos, hombres, mujeres y niños; ninguno quiso perderse el evento más significativo de la región de los últimos años. También acudieron numerosas autoridades, tanto laicas y civiles cómo eclesiásticas. Allí, en primera fila, estaba el alcalde de Macón, rodeado por ediles y representantes del partido conservador. En el banco contiguo, se sentaba la delegación de los progresistas. Junto a estos, una retahíla de cardenales, prelados, obispos e incluso el arzobispo en persona, acudieron a la primera lectura de los evangelios que se realizó en la amplia sala abovedada de la nueva basílica de Macón, que más parecía una catedral, según se comentaba entre la población. El día fue proclamado festividad regional, para que así todos los habitantes de la comarca pudieran acercarse a contemplar la magnificencia del templo, y para que cuando las cámaras de televisión recogieran el evento, la nave principal estuviera abarrotada de fieles. Al terminar la homilía, el ayuntamiento invitó a todos los asistentes a churros con chocolate en la plaza del pueblo. Todos los que habían asistido a la inauguración, se pasaron por allí y degustaron el obsequio, riendo y bailando con la música de la banda municipal, que se dedicó a amenizar el encuentro. Excepto el padre jerónimo Estridón, que no fue capaz de permanecer rodeado de tanto júbilo mientras su vida se derrumbaba. Tampoco encontró nadie allí a Eva, que estaba esperando en el cuidado jardín, junto a la puerta verde, la llegada del sacerdote.
Como muchas otras noches, Jerónimo Estridón lloró entre los brazos de su fiel sirvienta mientras le contaba la angustia y desesperación que había sufrido a lo largo del día. Ella lo escuchaba, acariciando con suavidad sus cabellos canos, y le susurraba palabras de consuelo al oído. Pero también le recordó que su comunidad era fuerte, y que él era el lazo que los unía; le dijo que no debía preocuparse, pues al día siguiente, cuando abriera su pequeña iglesia románica, a buen seguro la encontraría llena; le aseguró que todo aquel que no acudiera a escuchar sus servicios era un desagradecido y un desalmado, y que al no ser así la gente de Macón, no debía padecer. El padre Jerónimo Estridón se fue aquella noche a la cama más calmado, tras las sabias palabras de Eva, pues comprendió que estaba en lo cierto, y que sus feligreses no le abandonarían.
Al día siguiente, como todos, abrió la cancela de su iglesia románica y se preparó para el servicio. A las siete y media abandonó la sacristía y se acercó al altar. Cuando vio la sala vacía, el alma se le contrajo. Solo dos ancianas, un hombre orondo y una muchacha ocupaban los bancos de madera desgastados. El resto de los vecinos de Macón estaban arrodillados en presencia del obispo diocesano, recibiendo de él el sacramento de la comunión. El padre Jerónimo Estridón se enfureció. Se enfureció más de lo que se había enfurecido nunca, y acusó a sus convecinos de ser unos vendidos, unos traidores y unos desalmados, y todo esto se lo reprochó a los pocos que habían acudido a oír su sermón.
El padre Jerónimo Estridón había sido un hombre paciente, pero ahora se había dejado dominar por la ira.
Capítulo cuarto: Mammón
»Cuan débil es el espíritu de los hombres, no son capaces de entender tu gloria ni de aplicar tus preceptos. Nosotros sí. Fuimos tus favoritos, nos sentamos entorno a ti cuando el mundo aún era joven. Nuestra alma siempre fue limpia, y te rogamos que no lo hicieras, que no los necesitabas, pero tú no escuchaste, nunca escuchas. Somos puros y ellos no son más que sucias alimañas presas de los arrebatos de su mente y de su cuerpo. ¿Lo comprendes ahora, Padre?
El padre Jerónimo Estridón era un hombre Generoso. Durante toda su vida nunca había deseado tener más de lo que tenía, pues su asignación le permitía vivir con relativa comodidad. Pero una calurosa mañana, unas semanas después de la inauguración de la nueva basílica, recibió una carta que le haría enfrentarse a problemas desconocidos para él. El arzobispado le comunicaba en la misiva, que siendo que ya no era responsable en solitario de Macón, pues el obispo diocesao en persona se había instalado en el pueblo, su paga iba a ser reducida de forma considerable. “Entienda usted” le escribían, “que los bienes de la iglesia son limitados, no pudiendo hacer uso indebido de ellos en dispendios innecesarios”. Así que eso era él entonces, un gasto superfluo que la estructura eclesiástica no podía permitirse. De nada sirvió su airada respuesta, en la que recordaba los años que había dedicado al servicio de la fe, y en la que pedía ni más ni menos que lo que consideraba justo. Al mes siguiente, cuando fue al banco a actualizar su cartilla, descubrió que el ingreso del arzobispado había menguado de forma alarmante. No era un problema acuciante, pues el padre Jerónimo Estridón había guardado parte de su salario durante toda su vida, y sus ahorros alcanzaban para costearle una vejez sencilla. Pero sabía que con su nueva paga no podría continuar manteniendo los servicios de su joven empleada.
Cuando llegó a la casa atravesó el cuidado jardín y llamó a la puerta verde. Eva acudió a recibirle con una sonrisa en los labios y una bandeja de magdalenas. Él entró y la hizo sentarse en las cómodas butacas del salón. Le expuso el problema, y le indicó que se iba a ver obligado a prescindir, con todo el pesar de su alma, de sus servicios. La muchacha lloró y se abrazó a él, rogándole que no la desterrara. Él aspiró su penetrante aroma mientras la estrechaba entre sus brazos, y supo que no había fuerza en el mundo que pudiera separarlos. “Está bien, está bien, pequeña” le dijo mientras acariciaba su espesa cabellera negra, “encontraremos la forma”. Ella se separó de él y le miró con sus penetrantes ojos grises. Sonrió tímidamente mientras el padre Jerónimo Estridón le secaba las lágrimas con el dorso de la mano y, cuando hubo acabado, le besó con ternura en la comisura de los labios. Él se retiró azorado, y actuó como si no hubiera pasado nada, pero en su interior se había despertado algo que le bombeó el corazón como si se tratara de un infarto. Ella se fue a la cocina y regresó con dos finas copas de oporto, con las que ambos brindaron por un nuevo comienzo. Al día siguiente, el padre Jerónimo Estridón revisó sus cuentas bancarias y descubrió que iba a necesitar más dinero si quería seguir sin modificar su forma de vida. Eva le prometió que no necesitaba nada, pero él consideró que debía pagar a la muchacha lo que había sido estipulado. Se encontraba en una situación muy complicada.
-En la iglesia hay muchas joyas y abalorios que no se gastan –le comentó, de forma descuidada, Eva-. ¿Por qué no vende alguna de ellas en el mercado negro?
Jerónimo Estridón no pareció demasiado contento con aquella idea, pero al final acabó accediendo. Saqueó un par de cálices dorados de la sacristía y unos cuantos retablos de valor incalculable, y los vendió a un interesado magnate que pagó una suma bastante importante por ellos. Aun así, no quedó del todo satisfecho. No eran ya muchos los feligreses que seguían acudiendo a oír sus sermones, pues se había corrido la voz de sus arrebatos de mal humor, pero los que le eran fieles, continuaban haciendo caritativas donaciones. Hasta entonces, nunca había tocado un solo céntimo que perteneciera a la iglesia, o a ningún otro, pero al sentirse injustamente vilipendiado, consideró que parte de aquellas colectas le pertenecían por derecho, y comenzó a escatimarlas. Después de tantos años de servicio y trabajo, pensaba que merecía un descanso y una recompensa, y creía que Eva, de la que se estaba enamorando, debía poder vivir como una reina. Todo dinero le parecía poco, todo ingreso insuficiente y todo robo justificado.
El padre Jerónimo Estridón había sido un hombre generoso, pero ahora se había dejado dominar por la avaricia.
Capítulo quinto: Belfegor
»Posesiones y materia, eso es lo que les caracteriza. Pregúntale a un hombre que es lo que desea, y te responderá pidiendo bienes terrenales, sus brillantes monedas les hacen perder de vista el objetivo. Nosotros no aspiramos a lo terrenal, nosotros lo único que pedimos es que regreses, que nos devuelvas el amor que nos arrebataste, que nos entregues la gracia que perdimos en favor de estas viles criaturas que han fallado todas y cada una de las pruebas a las que han sido sometidos. Vuelve con nosotros, Padre, te lo imploro.
El padre Jerónimo Estridón era un hombre Diligente. Desde bien joven, su padre, un minero del carbón, le enseñó la virtud del esfuerzo y el trabajo; murió joven, pues las minas son un lugar terrible y desolado, y la vida en ellas es barata. Pero dejó una cosa bien clara en la mente de su hijo. Ya de niño era alumno aventajado en la escuela del pueblo, y sus maestros nunca tuvieron que pedirle dos veces que realizara una tarea. Cuando salió del colegio se dedicó a diversos menesteres, siempre con alegría y eficiencia, hasta que sintió la llamada del Señor. Ingresó en el seminario y se aplicó como había hecho en todo. Nunca tuvo claro cuando le llegó la vocación, y siempre pensó que, dado que había surgido de manera repentina, tenía que ser un milagro. Un día estaba recortando los setos del vivero municipal, y al siguiente lo dejó todo para dedicar su vida a Dios. Siempre creyó que Él le había hablado, que lo había escogido de entre todos. Pero ya no lo tenía tan claro.
Durante los muchos años que predicó en la pequeña iglesia románica de Macón, no faltó ni un solo día a sus obligaciones, y las puertas del templo siempre estuvieron abiertas a las siete de la mañana, lloviera, nevara o así hiciera un calor del demonio. Cuando concluían los servicios religiosos, cruzaba la calle y se quedaba en el jardín de su casa, junto a la puerta verde, y dedicaba su tiempo a cuidar de los arbustos, las flores y la hierba; dispuesto siempre a atender a cualquier vecino que acudiera a la iglesia en busca de lo que fuera. Nunca falló, nunca flaqueó, ni siquiera durante el tiempo que duró la construcción de la nueva basílica su determinación fue quebrantada. Siguió acudiendo todos los días a la misma hora, siguió abriendo todos los días las puertas de la iglesia románica, siguió todos los días recitando la liturgia y después se marchaba a atender su jardín; a regar los rosales, a podar las enredaderas o a añadir abono al césped. Incluso cuando el nuevo templo fue inaugurado, y la mayoría de los vecinos de Macón dejaron de ir a escuchar sus homilías por no aguantar sus iracundas palabras, el padre Jerónimo Estridón no faltó a sus obligaciones.
Pero un día que estaba especialmente alicaído, después de la copiosa comida, Eva le pidió que dejara de lado sus labores en el jardín. “Quédese hoy conmigo, hágame compañía. Por una tarde que desatienda sus obligaciones no va a pasar nada. Finjamos que está lloviendo, quédese aquí, a mi lado”. El padre Jerónimo Estridón accedió a las súplicas de su compañera y se quedó en casa; no salió a hacerse cargo de los claveles, ni de las rosas ni de las petunias. Al día siguiente volvió a ponerse los pantalones cortos y el sombrerito de paja y salió al patio a atender las labores que había descuidado. Al cabo de una semana, Eva volvió a hacerle la misma petición, y a la semana siguiente, y luego se lo pidió dos días, tres, cuatro, y finalmente pasó una semana sin salir al jardín, después otra, y otra más; prefería quedarse sentado en su cómoda butaca, escuchando a la joven Eva, contemplándola reír y disfrutando de su compañía.
El jardín de la casita de puerta verde frente a la iglesia románica de Macón jamás estuvo más descuidado. El césped se había desmadrado, creciendo hasta invadir el camino, las rosas crecían salvajes y una mata de hierbabuena, de la que Eva robaba de vez en cuando una hojita o dos para la ensalada, comenzaba a crecer y multiplicarse, ahogando a sus vecinas. Jerónimo Estridón veía en lo que se había convertido su parcela, antaño mimada, y se decía todos los días que haría algo al respecto. “Esta tarde salgo sin falta, Eva, y recorto el césped”, aseguraba antes de sentarse a la mesa, pero cuando había terminado de comer, el ímpetu le pasaba, y se quedaba sentado en su butaca, olvidando el propósito de enmienda.
Al poco tiempo, y sin darse cuenta, comenzó a descuidar también las tareas de su ministerio. “¿Para qué?” se decía a sí mismo abatido. “Si no va a venir nadie a oír mi sermón, ¿para qué voy a prepararlo?”. Se ponía de pie frente al altar y abría el sagrado libro por una página al azar, leía unos versículos y despedía a los pocos fieles que aún le quedaban. Con el tiempo ya nadie acudía a escucha sus palabras, todos los vecinos de Macón entraban en comunión con Dios en la nueva basílica, que tenía un obispo diocesano amable al frente, que les escuchaba y les aconsejaba, y que ya se sabía el nombre de todos ellos. Una calurosa mañana de jueves, el padre Jerónimo Estridón se sintió sin ganas de abrir las puertas de su iglesia románica, y cómo sabía que nadie pensaba acudir a oír sus servicios, se quedó en la cama. Nunca había hecho nada semejante, y se reprendió duramente por ello, sintiéndose culpable. Pero al cabo de unas semanas volvió a suceder, y después otra vez, y otra más. Al final, la iglesia románica de Macón apenas sí abría sus puertas, pero a nadie le importó, porque ya nadie acudía allí.
El padre Jerónimo Estridón había sido un hombre diligente, pero ahora se había dejado dominar por la pereza.
Capítulo sexto: Lucifer
»Qué fácil es hacerles perder la esperanza, qué fácil es postrarlos en la cama sin ánimo para emprender la tarea más nimia. Son débiles, son pusilánimes, son escoria. Y tú les amaste más de lo que nunca nos quisiste a nosotros. ¿Por qué, Padre? Simplemente dinos por qué ellos merecen lo que nos arrebataste.
El padre Jerónimo Estridón era un hombre humilde. Nunca tuvo problemas en ayudar a sus feligreses, ni en colaborar en cualquier tarea que fuera necesaria emprender en Macón. El año que las lluvias desbordaron el riachuelo que atravesaba la aldea, él fue el primero en remangarse, coger una pala, un cubo y correr a achicar agua de las casas de sus vecinos. A pesar del cariño y el respeto que todos sus feligreses le profesaban, jamás osó aprovecharse de ello, y siempre era amable y respetuoso. Escuchaba los problemas de sus vecinos y amigos y siempre les daba buen consejo; pero también se dejaba aconsejar, y escuchaba siempre cualquier sugerencia que tuvieran a bien hacerle. Era un hombre culto e instruido, pero nunca utilizó alguno de sus conocimientos para hacer de menos a nadie, y la gente pobre de Macón, muchos de los cuales ni siquiera habían ido a la escuela, acudían a él cuando necesitaban sus conocimientos. El padre Jerónimo Estridón acompañaba a los granjeros a las ferias y les ayudaba con las ventas, colaboraba en la medición y el reparto de las tierras, se encerraba durante tardes enteras con el alcalde para tratar de solucionar los problemas de la aldea e incluso, durante muchos años, se dedicó a dar clases para adultos en su pequeña iglesia románica todos los sábados por la tarde. Muchos de los habitantes de Macón debían el saber leer, escribir, sumar y restar a sus pacientes y desinteresadas clases.
Durante el tiempo que duró la construcción de la nueva basílica, Jerónimo Estridón continuó abriendo las puertas de su iglesia románica sábado tras sábado y siguió impartiendo sus lecciones. Al sábado siguiente de que el obispo se instalara en Macón y diera su primer servicio, a pesar de sentirse traicionado por muchos de sus fieles, acudió a su cita y compartió sus conocimientos con algunos de los que le habían abandonado. Pero desde entonces las clases cada vez eran menos afables y divertidas, pues el carácter del maestro se fue agriando día a día. Al igual que pasaba en los servicios religiosos, cada vez había menos gente interesada en aprender nada de un hombre irritable, que se enfadaba y gritaba a la menor ocasión. Algunos de sus alumnos, disgustados por el nuevo trato recibido, acudieron al maestro de la escuela del pueblo, un hombre laico y bonachón, y le expusieron el problema. El maestro resolvió abriendo él mismo su aula los sábados por la tarde, para que los vecinos de Macón tuvieran un nuevo lugar en el que instruirse y un nuevo profesor amable y dedicado.
Un sábado por la tarde, cuando ya había descuidado el jardín pero aún no la iglesia, se vistió con su pantalón y chaqueta de docente, y se dispuso a salir a la calle. Atravesó la puerta verde, recorrió el sendero invadido por la hierba, y abrió la verja de la pequeña iglesia románica. Entró en la sacristía y regresó al poco tiempo a la nave del templo cargado con un libro, una pizarra y tiza blanca. Eran pocos los alumnos que le quedaban, pero sentía que tenía una responsabilidad con ellos, y que a pesar de todo lo demás, debía continuar acudiendo puntual a su cita. Pero no apareció nadie. El padre Jerónimo Estridón esperó durante dos horas, primero se entristeció, y lloró amargamente, solo frente a la cruz. Después se enfureció, y lanzó el libro, la tiza y por último la pizarra. Al final se quedó vacío, abandonado.
Regresó a su casa, y le contó lo sucedido a Eva. Ella como siempre, le escuchó y le consoló; por último le aconsejo: “No puede dejar que le afecte lo que hagan los desagradecidos a los que una vez sirvió. No son nada, no son nadie, usted es mucho mejor que ellos. Paletos de pueblo, pobres e ignorantes, nunca llegarán a nada más, usted sin embargo, es todo lo que ellos siempre soñaron ser”. Jerónimo Estridón se sintió henchido tras las palabras de su joven asistenta, y comprendió que había verdad en ellas. Le dio las gracias, cogió su sombrero y fue en busca de sus alumnos. Los encontró a todos en la escuela municipal, recibiendo las lecciones que impartía el maestro de la aldea. Allí estaban todos los que le habían abandonado. Entró en el aula hecho una furia y les recriminó su actitud, repitiendo las palabras que Eva le había susurrado. Les insultó, les humilló y les hizo ver cuán miserables eran. Después salió de allí sin mirar atrás y nunca volvió a enseñar nada a nadie.
El padre Jerónimo Estridón había sido un hombre humilde, pero ahora se había dejado dominar por la soberbia.
Capítulo Séptimo: Asmodeo
»Viven en la más absoluta de las complacencias, se saben tus elegidos y se sienten superiores, dominantes. No se dan cuenta de que simplemente son monos venidos a más. No se pueden comparar a nosotros, a nuestra luz, a nuestra magnificencia, a nuestra naturaleza divina, pues nosotros somos tus semejantes y no ellos. Deseabas crearlos a tu imagen y no te diste cuenta que en nosotros tenías ya tu reflejo. Somos tus verdaderos hijos, Padre, y te añoramos. Nos has dejado demasiado tiempo solos, regresa, te lo ruego.
El padre Jerónimo Estridón era un hombre casto. En sus sesenta y ocho años de vida nunca había conocido mujer, ni había sentido una sola vez deseos carnales. Durante su juventud, antes de entrar en el seminario y dedicar su vida a Dios, se había centrado en trabajar con ahínco y no tuvo tiempo ni ganas de cortejar a ninguna muchacha. Cuando sus compañeros del vivero municipal preparaban planes de boda, él se decía que ya le llegaría el amor, que algún día encontraría a alguien; entonces lo que llegó fue la vocación, y no tuvo más esposa que la Virgen ni más amante que Dios. Pero la llegada de Eva a su vida había dado un vuelvo a su corazón, y ya casi no era capaz de pensar en otra cosa. La joven era como una droga para él. Cuando la veía se le aceleraba el pulso, cuando se acercaba a ella el mundo se detenía, cuando sentía su calor creía derretirse y cuando aspiraba su perfume moría un poco por dentro. Y las noches lejos de ella eran aún peores. Cuando cerraba los ojos soñaba con su cuerpo desnudo, a veces la veía en lo alto de los cielos, dirigiéndose hacia él sostenida por un par de alas blancas y brillantes; otras la soñaba ascendiendo desde los infiernos, envuelta en fuego y restallando una bífida cola roja a su espalda. Y cada noche se despertaba sobresaltado, bañado en sudor, con una erección entre sus pantalones y rodeado por el aroma, imaginado, de su perfume.
Cada noche los sueños se alargaban, cada noche se hacían más tórridos y ardientes, y cada noche los esperaba con mayor anhelo. Eva, con sus alas angelicales y completamente desnuda, se tumbaba bajo él; dejándose recorrer el cuerpo por sus manos inexpertas. O le obligaba a tenderse y saltaba sobre su pecho, mostrando afiladas garras, y le cabalgaba durante horas haciendo chasquear la cola sin cesar. Y cuando despertaba estaba solo, y nada más que podía oler su perfume. El padre Jerónimo Estridón sabía que era un amor imposible, ella era joven y bella, mientras él era un hombre anciano, arrugado y, últimamente, bastante gordo. Y por si eso no fuera poco, estaba casado con Dios, y había hecho unos votos que debía mantener, pues eran sagrados. Su día se había convertido en un infierno, y tan solo ansiaba las noches, para poder encontrarse con su amada y besarla entre los labios, para poder recorrer sus firmes senos con la lengua, para poder esconder el deseo entre sus piernas. Y después despertarse oliendo a ella.
Una mañana, cuando no pudo más, al bajar a desayunar la sentó a la mesa y le dijo que tenía que marcharse. “No puedo soportar estar a tu lado, Eva, te quiero, te amo, te deseo, y sé que no puede ser. Necesito que te vayas y no vuelvas, no puedo seguir teniéndote a mi lado”. Ella se calló durante un rato, mirándole fijamente con sus penetrantes y grandes ojos grises, y le dedicó una cálida sonrisa que le reconfortó. No sabía cómo se lo tomaría Eva, pero parecía que no demasiado mal. Lo que ocurrió a continuación fue tan inesperado para el padre Jerónimo Estridón que no pudo reaccionar. Eva se levantó de la butaca, se acercó a él y le besó en los labios, obligándole a abrirlos para introducirse entre ellos. Tomó sus temblorosas manos y las introdujo bajo la blusa, obligándole a acercarlas a sus pechos, que eran tal y como los había soñado. Los acaricio con ternura sin separar los labios de la joven y recorrió todo el contorno de su cuerpo, acariciando también la cintura, las caderas, el vientre y lo que alcanzaba de la espalda. Aquello no estaba bien, no podía estar pasando, solo era un sueño, se repetía, todos los sueños parecen reales cuando los vives; pero sabía que no era cierto.
Eva le agarró del brazo y le obligó a levantarse. Él la siguió por el pasillo hasta la habitación contigua a la puerta verde en la que había dormido la señora Blanco y ahora dormía ella; entró tras ella. “Fólleme, padre” susurró Eva mientras se desvestía. Jerónimo Estridón esperó encontrar alas en su espalda, o un látigo restallante que naciera en la parte baja de la espalda; solo encontró una preciosa muchacha desnuda, con un firme trasero, una esbelta cintura y unos pechos turgentes que se le ofrecía. Ella le ayudó a desvestirse, pues estaba bloqueado, y le guio hacia la cama. Se tumbó de espaldas y le obligó a situarse entre sus piernas. Cogió con decisión el henchido miembro y lo acercó al lugar al que pertenecía. El padre Jerónimo Estridón nunca tuvo una cosa más clara, aquello era lo que quería, lo que deseaba, que se fuera al infierno Dios, la Virgen, la iglesia y aquel pueblo de malnacidos. Eva sería suya. Ya tenía todo lo que deseaba. Empujó con suavidad y se introdujo en el interior de la mujer que amaba. Una vez, y otra vez, y otra, la embestidas acompasadas hacían gemir a ambos mientras poco a poco se aceleraban. Recorría los pechos de la joven con sus manos, apretando y acariciando; exploraba con su lengua la boca de ella entre jadeos; entraba y salía del interior de su amada sin importarle ya nada.
Oyó el chasquido de la cola, se sintió envuelto por las alas, pero no paró ni un instante mientras la joven arqueaba la espalda bajo él y maldecía, y gritaba. Eyaculó abundantemente en el interior de Eva que no cesaba de agitarse, y al final ambos quedaron tendidos de espaldas en la cama. “Padre” le dijo, “vaya hoy mismo a la nueva basílica, hable con el obispo, dimita. No nos queda nada en este pueblo, huyamos, vayámonos juntos y vivamos como uno lejos de aquí”.
Jerónimo Estridón se vistió y salió a la calle, recorrió las calles de Macón con una sonrisa en los labios y entró en la nueva basílica. Habló con el obispo y renunció a su ministerio de forma irrevocable. Después regresó a la casita con la puerta verde y el descuidado jardín. Entró y llamó a su amada, pero nadie contestó. Esperó a que regresara, y espero. Y esperó. Pero Eva nunca volvió.
El padre Jerónimo Estridón había sido un hombre casto, pero ahora se había dejado dominar por la lujuria.
Epílogo
»Ah, la carne, el más prohibido de los pecados… Y el mejor de todos. Ahí tienes a tú hombre santo, ahí tienes al más pío entre los píos. ¿Esto es todo lo que podías ofrecer? Tus hombres no dan más de sí, no pueden, son juguetes rotos, y ya va siendo hora de que enmiendes tu error. He vencido en este juego porque tenía la mano ganadora, porque tus favoritos no son capaces de competir con nosotros, porque somos tus verdaderos hijos. ¡Tienes que haberte dado cuenta! ¿Por qué no vuelves a nuestro lado, Padre?
La joven mujer, que había permanecido sentada en la solitaria basílica rezando cabizbaja, se levantó y echó un último vistazo a su alrededor. El templo nuevo era realmente magnífico, cargado de antiguos retablos rococó traídos desde los más remotos lugares de la cristiandad, las paredes estaban recubiertas de fino pan de oro que formaban intrincadas filigranas y los techos habían sido pintados como un reflejo de la obra de Miguel Ángel.
Si hubiera habido alguien observando su tranquilo caminar por el pasillo central, posiblemente habría percibido la ondulación del aire justo a la espalda de la bella muchacha de cabello oscuro y penetrantes ojos grises, si hubiera habido un espectador escondido en aquel templo, habría podido jurar que se desplegaban la sombra de una alas, si hubiera habido un observador indiscreto, quizás habría oído el restallar de una cola, tal vez se habría conmocionado al descubrir que el lugar que ocupaba la joven estaba vacío, y que la única prueba de que allí había habido alguien, era un ligero olor de perfume, pero era tarde y la iglesia estaba cerrada, el obispo dormía; y allí no había nadie. No había nadie. Nadie.