Juguetes de Oficina (7). Interludio de la Jaca

La Jaca, el más antiguo y eficiente juguete de oficina del Dueño, recuerda cuando era un tipo diferente de hembra esclava.

Las cuatro estaban espectaculares enfundadas en las vestimentas que el Dueño había elegido para ellas.

La jaca con un vestido azul de falda de vuelo de longitud tan minúscula como infinitos era sus escotes trasero y delantero; la potranca lucía unos pantalones ajustados que marcaban sus bien torneadas piernas. Aunque llamarles pantalones era muy generoso. Cubrían las piernas sí, pero dejaban al aire las impresionantes cachas del redondo y firme culo de la hembra rubia que tan solo era cubierto de forma testimonial por una ínfima cinta de cuero en el centro. Sus pechos también estaban a la vista sostenidos por un corsé que los elevaba y tan solo cubría los pezones con dos ínfimos adornos. Ni siquiera eso cubría los exuberantes pechos de la mula del Dueño, que sobresalían de una ajustada prenda de cuero a través de dos aberturas circulares. La prenda se extendía en una cola inmensa de tules trasparentes que se movían con las sinuosas caderas de la hembra y en ocasiones dejaban ver al aire el culo que el resto del tiempo traslucían abiertamente. Por delante nada, su coño completa expuesto a la visión de quien quisiera mirar

Todas ellas alzadas sobre tacones infinitos.

La yegua, la nueva adquisición del Dueño estaba terminando de ser vestida por sus compañeras. Un vestido largo con un escote abierto en la espalda que dejaba más de medio trasero a la intemperie. Por delante era parecido a un corsé que tapaba tan solo la mitad de los pechos. A ambos lados la tela se abría en una raja infinita que dejaba a la vista las perfectas e infinitas piernas de la yegua y en cada paso permitía atisbar en ocasiones el coño que acababa de adquirir su propietario como juguete esclavo.

Todas llevaban sus collares de esclava. Todos con una anilla de oro de la que el Dueño, si así lo deseaba, podía enganchar una cadena. Todos de piel menos uno, el de la jaca esclava. Era de terciopelo. Una tela que ajustaba perfectamente a su cuello sin que sobrara un solo milímetro de tejido

  • El tuyo es diferente -dijo la nueva yegua mientras su compañera le ajustaba el suyo con la hebilla

La sonrisa de la jaca cambio sin dejar de hacerla bella. Se volvió algo triste mientras acariciaba distraídamente su ornamento de esclava

  • El mío es de doméstica.

Y el cálido tacto del tejido la transporto al recuerdo de otro tiempo.

_________________________________________________________________________

Despertaron los dos antes del alba.

Hacía tiempo que eso siempre ocurría, aunque algún día que otro decidieran fingir que no era cierto. Mil días y mil noches compartidas, mil soles despuntados al alba en compañía eran mejor despertador que cualquier aparato. Cuando se empieza a dormir agotados por la misma pasión tantas veces, relajados por el mismo cariño tantas noches, cobijados bajo el mismo cobertor de amor y confianza tantas lunas, el amanecer al final se sincroniza.

Ocurría desde hace meses. Desde que él, el Dueño de su cuerpo, el Señor de su vida, había cambiado por enésima vez las normas del juego que jugaba con ella, que ella había aceptado jugar.

Todo empezó en la oficina en cuanto él puso el pie en ella. Llegó como nuevo cargo intermedio. Era amable, capaz, cercano y en ocasiones divertido. Ella comenzó a jugar con él al juego que más le había gustado siempre.

Llevaba mucho tiempo casada y controlaba la situación. Su marido era un buen hombre y le quería, pero hacía tiempo que fantaseaba con una aventura, con una historia de pasión antes de la que la edad la restara su atractivo. No creía que nunca fuera a llevarlo a cabo, pero ese sueño, esa fantasía le daba iniciativa para jugar a la insinuación y a eso se había dedicado con el nuevo jefe.

Hasta que un día se encontró pagada a la pared del hueco de la fotocopiadora con la blusa arrancada, la falda levantada, las bragas en la boca y la verga de su jefe a punto de clavarse en su húmedo y ardiente coño al mismo tiempo. Su mente, su cuerpo, su placer recordaban cada día las palabras que él le dijo como si las estuviera escuchando de nuevo

  • Si quieres jugar, jugaremos -le dijo él- Pero será mi juego y tú serás mi juguete.

decides si juagamos y hasta cuando jugamos, pero todas las reglas las pongo yo.

Ella asintió y así empezó todo.

Llamadas y polvos furtivos en la oficina, juegos de humillación y de sometimiento, llamadas a horas intempestivas obligándola a salir de su casa para acudir corriendo a servirle de juguete sexual, castigos y adiestramientos dolorosos y gozosos, placenteros y sufridos. Hasta que un día ella pidió más, suplico más y él solo le dijo.

  • Si no es un juego. Entonces has de ser solo mía.

Y ella comprendió. Se divorció y se ofreció al Dueño por completo. Él, satisfecho, la recompensó cambiando de nuevo las reglas y llevándola por fin a servirle a su casa, a ser suya en todo momento, a estar a sus pies y bajo su verga cada segundo, cada minuto, cada hora de cada día. A ser feliz como su juguete esclavo.

Y en ello llevaban varios meses cuando el amanecer les volvió a convocar al unísono a un nuevo día

Ella se deslizó despacio debajo de las mantas, haciendo que su cuerpo desnudo acariciara suavemente el costado de él y él lo sintió, sintió su calor y su deseo, sintió la alegría de despertar como había dormido. Abrió tan solo las piernas bajo la ropa de capa, dejando que ella se asentara, se colocara arrodillada entre ellas, sacó los brazos del calor del cobertor y los colocó detrás de la cabeza.

La adoración comenzó. Lenta, suave, con caricias de la lengua a lo largo del placer del hombre al que pertenecía, con besos cortos, húmedos en toda la anatomía de su sexo. Bajo las mantas, con un calor que aumentaba, con la oscuridad que aún poblaba las calles retenida alrededor de ella. Y así estuvo, besando, lamiendo, adorando unos minutos. Hubiera estado horas si él quisiera.

Él aparto la ropa de cama y dejó al descubierto el magnífico cuerpo de la hembra que era suya. Ninguno notó el frío de la noche que moría lanceada por retazos de un alba mortecina e infinita. Su propio sol hacía ya minutos que brillaba y calentada sus cuerpos. Acarició con los dedos el cabello de su hembra y ella reconoció el saludo y contestó acelerando un poco sus caricias, apretando sus labios contra la piel de aquello que adoraba, haciendo más largas las caricias de su lengua. La mano que acariciaba se transformó en un solo espasmo de placer en una garra que sujetó su pelo con firmeza y ella supo que ese era el momento.

  • Vuestra esclava os suplica permiso para atender vuestra verga con la boca -dijo levantando los ojos sin dejar su posición arrodillada, sin dejar de tener el rostro pegado a su entrepierna-.

No le gustaba suplicar, nunca le había gustado. Ella siempre había sido de las que mandaban en la cama y fuera de ella. Pero cuando casi siempre te conceden aquello que suplicas, cuando tus deseos coinciden con los de aquel que tiene la completa potestad de decidir sobre ellos, suplicar se convierte en una leve molestia que se asume sin prisa, pero también sin rabia.

Él la miró fijamente y sonrío mientras fingía pensarse si lo hacía contemplando su rostro encajado en su entrepierna, perdido en sus ojos marrones infinitos, disfrutando del tacto de su lengua y sus labios. Sabía que a ella le molestaba suplicar y sabía que cada vez que él lo exigía ella lo superaba por él, por su amor. A él le gustaban las palabras y le gustaba que ella dijera lo que era, lo que sentía que expresara a la vez que con sus actos y su vida la condición que había elegido para amarle. No solía insistir en el asunto. Nada hubiera pasado si ella directamente se hubiera aplicado diligente a la adoración por los dos deseada. Pero que ella lo hiciera solo por complacerle le hacía sentirse el hombre más amado de la Tierra.

-Permiso concedido, Juguetito -y ese fue el regalo que le hizo a su súplica. Le devolvió su nombre que ella había entregado a su capricho. Era otro de los ritos de palabra que le gustaba mantener. Ella tenía su nombre para el mundo, un nombre increíblemente adecuado a su destino, pero para él solo tenía el nombre que él le daba. Podría haberla llamado perra, zorra, puta, mamona, cualquier nombre humillante y ella se hubiera referido a su persona solo por ese nombre hasta que su Dueño le hubiera dado otro. Pero la llamó Juguetito, la llamo por lo que era y por su nombre. La dejó ser lo que era.

  • Su Juguetito le da las gracias Dueño -dijo ella con un cierto retintín travieso y engañoso justo antes de hacer que el bálano de su Dueño desapareciera incrustado en su garganta.

Así estaría todo lo que él deseara. Y tras un buen rato adorando y sirviendo lenta, pausadamente y sin descanso, cuando ya había sentido crecer el miembro y el deseo de placer de él entre sus labios, él lo arrancó de su boca, apartó su rostro con cuidado y se levantó de la cama.

Ella se arrojó al suelo de inmediato y a cuatro patas, como a él le gustaba que se desplazara tras él, le siguió hasta el aseo.

Hacía tiempo, casi desde el primer día conviviendo, que se despertaban varias horas antes de lo necesario. Despertar era volver al mundo, era arrojarse a él, a sus misterios, sus rutinas, sus alegrías, sus peligros y sus llantos. Y todo eso debía hacerse con calma y con cuidado cada día.

Mientras él se afeitaba, se recortaba la barba ante el espejo, ella permaneció a sus pies arrodillada, desnuda bajo el lavabo y justo entre sus piernas. Se inclinaba hasta el suelo y allí con la cabeza pegada a las frías baldosas blancas, besaba sus pies con completa sumisión y adoración.

Cuando estaba terminando de afeitarse sintió el cuerpo de ella abandonar su posición a cuatro patas. La vio alejarse a través del espejo y sonrío cuando escuchó el agua comenzar a caer en la ducha, la vio meterse en ella y esperar arrodillada con el agua empapándole la melena, esa negra melena, el rostro, el cuerpo, la observó verter el gel en la esponja y esperar así, con los brazos extendidos al frente a que él penetrara en la ducha.

Cuando lo hizo de nuevo le besó los pies mientras el cuerpo de él se empapaba de agua y luego comenzó a frotar la esponja suavemente por sus piernas. La mezcla de su tacto y de la espuma encendieron por dentro al hombre al que servía. Ella siguió dibujando círculos en la piel con la esponja mientras el agua caía sobre ambos, cuando llegó al miembro de él, erecto por el saludo, la adoración y el servicio que estaba recibiendo, lo acarició con la esponja, la deslizó suavemente entre las piernas hacia delante y hacia atrás, luego dejo que el agua la aclarara y acercó de nuevo su rostro a ella para seguir adorándola.

Él no la dejo, de nuevo sus dedos se engarfiaron en su pelo, y tiró de ella hasta ponerla de pie, su cuerpo la arrincono contra uno de los ángulos de la ducha, la arranco la esponja de las manos y comenzó a frotarla contra su cuerpo. Ruda y suave a la vez, fuerte y dulce al mismo tiempo.

Sus hombros, sus pechos y al fin el calor intenso de su entrepierna donde ella ansiaba que llegara. Lo frotó de pronto aceleradamente, martilleando los espasmos de placer en su cuerpo y su sexo; luego despacio, alargándolos en una pausa infinita, acortándolos a rápidos intervalos de un suspiro.

Y así siguió mezclando sus dedos y la esponja en esa dulce invasión, confundiendo la humedad que brotaba de su interior con la espuma suave y tibia que la invadía. Siguió marcando el ritmo de su placer a su antojo, como si fuera suyo, porque eso es lo que era. Suyo como el cuerpo desnudo y ofrecido del que emanaba; suyo como la mente ardiente y entregada que lo experimentaba. Suyo, como lo era su juguete esclavo.

Y así siguió hasta que ella no puedo más, no pudo contener el torrente que la anegaba por dentro y abrió sus ojos de ámbar oscuro antiguo y misterioso y los clavó en el de él que la miraba sonriendo complacido, perverso, enamorado. Un “por favor” y un leve asentimiento de cabeza fueron los únicos mensajes intercambiados antes de dejarse llevar por el torrente.

Él siguió unos instantes mientras los espasmos de ella se calmaban y luego apartó la mano, la esponja y el placer de su entrepierna. No tuvo que decir nada más. Siguió enjabonándose solo y ella salió de la ducha. Antes de marcharse contoneando su figura del aseo se volvió, doblo su cuerpo en una escuadra perfecta que hizo que su boca quedara a la altura del placer de su Dueño, aún firme y le besó con un solo beso profundo y sostenido. “Gracias” susurró al terminar el nuevo gesto de adoración.

Cuando llegó al salón, ya duchado y vestido, la encontró como la había esperado, como la había adiestrado, como la había soñado, deseado e imaginado.

Arrodillada junto a la mesa, al lado de la silla que él debía ocupar, con el rostro pegado contra el suelo. Podía haberle esperado tan solo arrodillada, pero ella sabía que el placer al que había entregado su vida aún no había sido del todo satisfecho y que él podía reclamarlo en cualquier instante que quisiera, así que ella se lo ofrecía sin reparos.

Ambos desayunos preparados a conciencia, con mimo, como cada día, como siempre, en la mesa. Café, algo de fruta y pan tostado. Esperando. Cuando le vio llegar, alargó las manos a la mesa y lo extendió hacia arriba. Él lo tomó de sus manos mientras se sentaba. La miró, la sonrió, la sujeto el rostro por debajo de la barbilla con la mano, hizo descender su cuerpo hasta su altura y la besó. Luego bebió un largo sorbo de café mientras ella ocupaba su puesto frente a él en la mesa, denuda, exquisita, Ansiando estar bajo la mesa más que sentada a ella, desenado devorar la verga del Dueño más que las tostadas, deseando alimentarse del exquisito manjar que era el placer del hombre que era su propietario en lugar de con las vitaminas de la fruta.

Y así charlaron. Sobre los planes del día, sobre cómo querían que se desarrollara. Sobre el trabajo. Otros instantes mantuvieron silencio, mirándose, retándose, rindiéndose, disfrutando solamente el uno de la presencia del otro. Le gustaba atisbar en los ojos de ella esa vigilancia constante, esa atención intentando inferir cuando llegaría la orden, la exigencia y como sería esta. Esa era la confrontación que ambos querían mantener, que ambos disfrutaban mientras hablaban, mientras planeaban aquello que podían de las vidas que habían elegido vivir.

Y así siguieron un buen rato. El tiempo no era un problema que importara. Habían decidido hace tiempo dedicarse a ellos el alba antes del día. Aún quedaba tiempo y madrugada para que el mundo exigiera salir a él y a sus deseos.

Y la orden llegó como dos dedos que se juntan y chasquean. La frase que ella estaba diciendo murió sin terminar de nacer en sus labios, ahogada por el mismo resorte que catapultó sus caderas para apartar la silla en la que estaba sentada y doblar en un solo movimiento las piernas y poder así terminar de rodillas para poder reptar bajo la mesa.

Fue un segundo. El tiempo suficiente para que él pudiera reflejar su sonrisa en la taza de café al comprobar lo rápido que ella respondía a su muda llamada de dominio, al gesto que sabía perfectamente lo que significaba, lo que ordenaba, lo que quería de ella. Y allí la tuvo un buen rato tras notar como sus manos desabrochaban el pantalón y recuperaban para su boca el placer que su Dueño la ofrecía duro e inhiesto.

Disfrutó de la sensación mientras leía distraído, complacido y sintiéndose adorado y feliz, los titulares y saboreaba a sorbos cortos, como las acometidas de la lengua de ella entre sus piernas, su café. Notó que su juguetito, atenta siempre al placer del Dueño, aceleraba el ritmo, se ayudaba para ello con la mano, cosa que no había hecho hasta entonces en todos sus intentos, como sabía que a él le complacía cuando quería alargar la adoración por mucho tiempo. Y volvió a sonreír.

-Aún no glotona -le dijo y al decirlo escapó una leve carcajada de su boca- Es hora de elegir tu vestimenta.

Ella salió a gatas de la sala y le miró con el gesto torcido, como mira una mascota al Dueño que le priva del rito de tomar su golosina, como a él le gustaba y ella sabía que a él le gustaba que le mirase cuando algo la escamaba. Pero tan solo hubo una sonrisa, no una queja. Pasó la lengua por sus labios relamiéndose y a la vez enviando el mudo desafío de “tu sabrás, tú te lo pierdes”. Se levantó y desapareció del salón luciendo su desnudez desafiante.

Volvió minutos después. Un vestido de escote infinito en las espalda y corto sin ser mini y ajustado. Apenas pudo dar dos pasos para entrar en el salón. Él negó firmemente con la cabeza y ella dejó deslizar el vestido por su cuerpo hasta que quedó allí, reposando sobre el parqué, abandonado y desapareció desnuda, desafiante de nuevo, tras las puertas de cristal y madera.

Podía decirle lo que quería que eligiese, podía tomar la ropa del armario y entregársela en silencio, sin más. Pero ese día no, ese día quería que ella adivinara lo que quería que llevara para él. Tras tomar otro sorbo de café, miró el reloj. Había tiempo. No mucho para no atrasar el ritmo del comienzo del día, pero aún lo tenía.

Regresó con otro de vuelo, corto, muy corto, negro y con un amplio escote delantero. Sus piernas enfundadas en botas de tacón que superaban las rodillas y con altos tacones. El asumió un gesto pensativo como si dudara, como si pudiera negar el ardor y el tirón que su entrepierna había provocado en su cuerpo al contemplarla. Finalmente, la hizo un gesto para que se acercara y ella lo hizo, quedándose quieta y de pie parada junto a la mesa y la silla que él seguía ocupando.

-Supongo que no habrás olvidado las reglas -dijo él sabiendo que no lo había hecho mientras introducía su mano entre sus piernas. Ella tardó un instante en separarlas, fingiendo resistencia.

  • Es tuyo. Siempre estará disponible para ti. -dijo ella al tiempo que subía la ajustada falda con las manos al ritmo que él volvía a acariciar su sexo. Un dedo penetró justo en el instante en el que ella acababa el movimiento. Y ahí se quedó, esperando a que ella buscara el placer que le ofrecía. Comenzó a mover lentamente sus caderas para que el dedo cumpliera la función, en círculos, luego adelante y atrás. Otro dedo, otro más, volvieron a entrar y seguir quietos mientras ella aceleraba el ritmo hasta que este se hizo frenético, confuso, salteado de espasmos, furioso, anárquico en su ritmo y su cadencia y explotó en el segundo disparo certero dirigido en esa mañana que por fin se abría como en ella se había abierto por segunda vez el placer.

Los dedos siguieron ahí, quietos, alimentándose de la humedad que la inundaba. Ella casi a regañadientes, con los ojos cerrados, se apartó y se desencajó de ellos. Por instinto, casi por necesidad, se dejó caer arrodillada y comenzó a lamerlos y a besarlos.

  • ¿A qué viene tanto premio tan de buena mañana? -preguntó mientras seguía lamiéndolo y su cuerpo a un sentía los últimos espasmos del placer regalado-.

  • Me parece una justa recompensa a lo de anoche -dijo él casi sin mirarla- Vístete y vámonos. Empezamos a ir justos con el tiempo.

Conducía y él iba a su lado. Sin mirarla. Mirando al frente, a la calzada, mientras distraídamente sus dedos jugaban entre sus piernas. No mucho, distraídos, sin querer apartar la atención de conducir. En los semáforos, en las paradas forzadas por el atasco de tráfico breve pero diariamente repetido.

Tenía los pantalones ceñidos a la altura de las rodillas, las bragas mantenían su posición sirviendo para apretar los dedos que usaban su sexo de juguete contra su carne y su piel. A veces le miraba, como acusándole de no dejarla conducir en paz y él sonreía sin dejar de mirar la carretera.

El bolso descansaba en el asiento trasero junto a una bolsa de viaje de piel negra. Todos en el trabajo pensaban que era su ropa para ir al gimnasio. No lo era. Era la ropa que él había elegido para ella, que él había doblado como ella le había ensañado al comprobar la poca maña que tenía con la ropa, la ropa que había guardado en esa bolsa junto a las botas, el collar y todo lo que había considerado oportuno mientras ella se ponía su ropa interior cómoda y sus vaqueros para ir al trabajo.

Le adoraba por ello. No por el acto en sí, sino por comprender lo feliz que la hacía trabajar, por no negarse nunca a que lo hiciera, por no mermar en nada su felicidad reteniéndola en casa ni el disfrute de ejercer su trabajo por la incomodidad del uso de una ropa inadecuada.

Por eso las veces que lo hacía, raras y distanciadas ocasiones en las que, sin mediar explicación ninguna, le decía “Hoy te quedas”, ella obedecía sin dudar. Llamaba encontrando una excusa convincente al trabajo y se quedaba en casa, desnuda o vestida como él la ordenaba, haciendo las labores de la casa o encadenada a la cama o al techo en la espera de que él regresara a usarla o domarla. Por eso cuando la ordenaba ir vestida al trabajo de la forma en que él elegía lo hacía. Sin importarle apenas que los demás, que el mundo, pensara que llegaba de empalmada tras una noche loca mientras se cambiaba en el baño a toda prisa y se ponía el uniforme que guardaba en su taquilla. Al fin y al cabo, era cierto.

Estaban llegando al lugar en el que él se bajaría del coche para seguir por su cuenta su camino hacia el trabajo cuando escucho su voz que la hablaba de nuevo sin mirarla, como si hablara al mundo que estaba a punto de forzar otra separación rutinaria y cotidiana.

-Entra en el próximo

parking

– le dijo y no hubo más palabras. Cuando encontró una plaza en el segundo piso él salió del coche disparado por su puerta. Abrió la del conductor, agarró con fuerza su melena, la levantó del asiento y la sacó del coche a rastras, así, dirigida como una yegua encabritada, la apoyó en el capó, la besó con la fuerza de una prensa que quiera marcar un sello indeleble para siempre la giró y la bajo los pantalones de en un solo y furioso movimiento, la desgarró las bragas y le clavó la verga que era su dueña en las entrañas.

Se agitó rápidamente y con dureza, la hizo a ella cabalgar a toda velocidad tirándola del pelo y dándole fuertes y rápidos azotes en las nalgas para marcarle el ritmo al que quería que se moviera para él.

“Por fin”, pensó ella mientras cabalgaba acelerada, mientras movía las caderas a delante y atrás para clavarse una y otra vez en ese ardor que notaba en su interior. Nunca empezaba el día sin que él dejara claro al mundo que le pertenecía, que antes de lanzarse a la vida cotidiana se entregaba a él. Que era mucho más de él que del mundo.

Ese día había tardado más que de costumbre en fijar su dominio sobre ella, en reiterarlo y gozarlo un nuevo día. Por un momento había temido que la dejara ir sin marcarla de nuevo como suya, como su propiedad, como su esclava, como su

juguete

. Pero no, el tibio reguero que ahora sentía sobre su espalda, descendiendo deprisa por su culo y sus piernas, le demostró que su temor era infundado, que volvería a empezar una nueva jornada de trabajo con la marca de él secándose en su piel, quedando ahí por horas como recordatorio indeleble y deseado que ella era suya, de que ella había elegido serlo. De que el mundo no tenía nada que decir cuando él hablaba.

Se giró rápidamente para cumplir otro rito que no hacía falta ordenar por conocido. De rodillas de nuevo la limpio, la lamió para borrar hasta el último resto que quedaba y atesorarlo como un manjar en su garganta. Él la miro desde arriba, no dijo nada mientras ella repetía, dócil por voluntad, humillada y sometida por orden y deseo, “gracias, Dueño” cada vez que recogía su semen con la boca.

Metió la mano en el bolsillo y sacó de él unas bragas -un tanga- que arrojó al suelo junto a ella. Le alejó el miembro de la boca, lo guardó, se subió la bragueta y se giró marchándose sin decir una palabra, dejándola allí, arrodillada, medio desnuda, con el tanga esperando junto a ella.

Solo cuando ya estuvo a varios metros se giró para observarla, sonrío y habló mientras volvía a girarse para irse.

  • Hoy tengo reunión con clientes. Que tengas un buen día, Juguetito – le dijo, perdiéndose su voz en la penumbra.

El día iba pasando como pasan los días cuando se trabaja en algo que te gusta, cuando se hace algo que se quiere hacer. Para ella, él era una presencia constante, siempre reticente a marcharse en el fondo de su mente. Siempre dispuesta a invadirlo todo a su capricho. Entre tarea y tarea le enviaba algún mensaje de WhatsApp. Insinuaciones, requiebros, fingidas quejas, hasta alguna que otra súplica grandilocuente que era más broma que suplica real.

Para el ella era aquello que permanecía a su lado, aunque ausente, siempre arrodillada a sus pies, aunque estuviera a kilómetros cercanos de distancia porque sabía que siempre respondería a sus palabras, que siempre estaría a su disposición cuando quisiera. A veces contestaba a sus mensajes y otras no, otras fingían que le enfadaban, otras respondían con el mismo grandilocuente tono con frases sobre condición de Dueño y Amo, de propietario exclusivo de su cuerpo, de Señor absoluto de subida. La palabra, era su alma, su sustento y su pasión, ¿Por qué no había de ser también su diversión?

Él Dueño le llamó para consultarle algo que escribía relacionado con el trabajo. Escuchó su voz, dócil y provocadora, sometida y desafiante. Intrigada y dispuesta. Percibió el tono de su voz al responderle, a medias decepcionado porque tan solo fuera una consulta para ella sencilla, a medias orgullosa de que él no tuviera problema en admitir que ella sabía más que él de algunas cosas, que no tuviera pudor en aceptarlo. Que pudiera reconocer que, aunque fuera suya todo el tiempo, su mente, al igual que se cuerpo era un tesoro además de un juguete esclavo de su propiedad.

Un par de horas antes de acabar la jornada tenía una reunión en el trabajo. Cuando faltaban cinco minutos para la hora en la que estaba convocada recibió otra llama de él.

  • En el

Kany

, ahora -Cuatro palabras, una pausa, sin saludo, sin bromas, sin despedida antes de colgar. Una orden que no era conveniente ignorar-.

Mientras construía a toda prisa una excusa frente a su compañera sobre una llamada de un familiar y una gestión personal que no se podía demorar, torció el gesto, como lo hacen los niños cuando creen que han superado en perspicacia e inteligencia a los mayores y descubren que estos habían anticipado su jugada, incluso desde antes de pensarla, como quien de pronto recuerda que tenía que recordar recoger algo y otra vez lo ha olvidado.

Su compañera creyó que el gesto era por el fastidio de la excusa inventada. Se equivocó era por otra cosa. Por una trampa en la que caía una y otra vez. Él la había escuchado. Varias veces había caído ya en la misma trampa. Mientras hablaban durante el desayuno mientras uno y otro se contaban sus jornadas, ella solía hablar a borbotones, entrando en detalles que eran innecesarios y él la observaba sonriendo, sin palabras, somo si no escuchara, con una mirada que parecía decir tan solo y por encima de todo que la deseaba y la usaría una y otra vez a su antojo en cualquier momento, que dijera lo que dijera iba a desearla, que hiciera lo que hiciera durante el día iba a seguir haciéndolo.

Pero escuchaba. Nunca se le hubiera ocurrido darle una orden así sin saber que tenía una reunión. Muchas cosas de su trabajo, casi todo, no podían evitarse, dejarse o demorarse y él lo sabía. Por eso, aunque sabía que ella lo haría si él se lo ordenaba, no lo hacía. Pero una reunión….

Pensó con la urgencia brotando en su cerebro en cambiarse, en ponerse la ropa para él, pero eso la haría perder tiempo y un “ahora” del Dueño siempre es un “ahora”.

Cogió la bolsa a la carrera y decidió cambiarse mientras bajaba en el ascensor. Afortunadamente el vestido era una de piza y tardó unos segundos en ponérselo y que le quedara perfecto. Sonrió y recordó lo que él decía cuando la veía paciente y orgulloso acicalarse: “¿para qué? -preguntaba elevando la mirada hacia el cielo y poniéndola en blanco- Podrían arrojarte un saco desde un cuarto piso y estarías perfecta.

Se vistió a toda prisa temiendo que alguien hubiera llamado el ascensor y se parara en mitad del trayecto descubriéndola semidesnuda o sentada en el suelo enfundando sus piernas en unas botas de infinitos tacones. No ocurrió.

Aun sentada en el suelo rebuscó el último accesorio en la bolsa y lo sacó, una cinta de terciopelo que ajustaba a su cuello sin que faltara ni sobrara un milímetro de tejido en su circunferencia. Una pequeña argolla de oro pendía engarzada en ella, fija, sin posibilidad alguna de balancearse o moverse. No tenía que hacerlo, era tan solo un símbolo. No era el collar con el que él la paseaba, la domaba o la adiestraba cuando le convenía. Era solo un recordatorio de que ese otro collar, el que la convertía en mascota de su dueño, existía.

Apenas había logrado recuperar la compostura y el equilibrio sobre los altos tacones de las botas cuando se abrieron las puertas del ascensor en la planta del

parking

. Había decidió por ahí para ahorra tiempo y para evitar miradas indiscretas. De pasada arrojó la bolsa en el maletero del coche con el uniforme arrebujado en su interior y subió las escaleras del acceso de peatones más cercano.

Y así salió al mundo. Vestida para él, preparada para él.

Estaba solo a unos pasos de la entrada del bar cuando se dio cuenta. El tanga aún seguía entre sus piernas. Atisbó por el cristal principal del escaparate del local y le vio ya sentado, esperando. Así que no se detuvo a dejarlas caer y recogerlas. Acompasó el movimiento de su mano a su paso por debajo de la falda y tiró de ellas hasta arrancarlas. Le dolió y no fue fácil, parecía imposible que lo hubiera logrado.

Recolocó levemente su vestido con un par de golpes de cadera y entró, con la minúscula prenda apretada en su mano. Se puso frente a él de pie y con un golpe sordo y seco, dejó el tanga sobre la mesa.

Era un mensaje y como todo mensaje encerraba un buen puñado de significados convergentes. Era un “no mes dado ni tiempo a quitarme las bragas” como queja; era un “¿lo suficientemente rápido?”, como desafío. Pero sobre todo era un “Sí Dueño. Ahora es ahora. Cuando llamas yo vengo. Soy tuya”. Y los dos sabían que era eso, sobre todo eso.

Y lo sabían porque tras ese gesto que nadie percibió en ese momento, ella dejó caer las llaves del coche que llevaba en la otra mano al suelo y se agachó a recogerlas, arrodillarse ante él delante de todos, aunque quien pudiera observar pensara que era otra cosa. Rápidamente como si fuera un relámpago que no da tiempo a atisbar lo que ilumina, sus labios se posaron en su pie antes de levantarse. Si alguien lo había visto no importaba. Ella también era su propiedad delante de quien quisiera mirar. Y se sentó ante él orgullosa de haberlo demostrado.

  • Aquí estoy… -dijo con el duro tono que le salía por la tensión de la situación que acababa de vivir. Las cejas de él le enviaron un mensaje de advertencia, conocido y repetido, al alzarse-… Dueño y Señor -añadió sonriendo en ese dulce paso que sabía realizar de la más genuina rebeldía a las más sincera y total docilidad.

Ya había pedido. La contempló con esa sonrisa de “Vale, me he rendido, ¿qué pasa?” brillándola en los ojos y extendió la mano hacia un trozo de queso. Ella repitió la acción y se sorprendió un poco cuando la palma de él restalló contra el dorso de su mano. La retiró.

-Ya comerás luego- le dijo simplemente- ¿Qué tal va el día?

Ella estaba intrigada. Sabía que no la había convocado con urgencia para hablar del trabajo, pero no alcanzaba a ver cómo tenía decidido él que transcurrieran las cosas. “El maldito equilibrio, el bendito equilibrio”, pensó ella rememorando sus conversaciones, sus charlas sobre ellos y la vida. Comenzó a hablarle del trabajo y en un momento dado el intervino. Le anunció que era posible que se retrasara, que habían convocado una reunión, pero todavía no le habían puesto hora. Y mientras los dedos pulgar e índice se juntaron ante los ojos de ella, permanecieron así solamente un segundo y luego comenzaron a separarse despacio.

Las piernas de ella se abrieron de inmediato como si estuvieran atadas con rígidas barras de hierro a esos dedos, como si fueran piezas de una marioneta que la voluntad de esos dedos controlaba. Él deslizo el pie, descalzo e invasivo entre ellas y comenzó a jugar con sus labios, con la puerta de entrada a sus ardores. Ella no lo evitó, no tenía motivo para hacerlo.

Era lo que él llamaba su lenguaje secreto de batalla. Gestos de ella que eran ofrecimientos y preguntas. Gestos de él que implicaban una orden directa y debían ser obedecidos de inmediato. Como responde un resorte programado a un comando, como no lo cuestiona quien se juega todo con el gesto, como solo pueden reaccionar aquellos que, en un momento dado, lo comparten todo y saben casi todo del deseo, la vida y los deseos del otro. Separar los dedos, chasquearlos, tocarse la bragueta, girar el índice en el aire, hacer planear la mano abierta ante ella… Un significado secreto para ellos.

El camarero llegó para servir la bebida. Él también había pedido para ella. Por el rabillo del ojo ella contempló como el camarero se fijaba en el tanga que estaba encima de la mesa. Él seguía hablando como si debajo de la mesa no pasara nada, como si el dedo gordo de su pie no se estuviera abriendo camino y retirándose una y otra vez de dentro de su coño. Como si fuera normal, como si fuera suyo.

El ardor se transformó en humedad que la anegaba. Él seguía comiendo, bebiendo y hablando mientras los dedos de su pie seguían jugueteando. Su pie se apoyó contra el vientre de ella y empujó con fuerza. Ante lo inesperado del empujón abrió los ojos, que ya tenía entrecerrados para intentar canalizar y retener en su interior el placer que pugnaba por salir de entre sus piernas, y se los clavó como puñales. Luego se echó hacia atrás, pegando por completo la espalda al respaldo de la mesa y el culo al ángulo trasero del asiento. Metió las manos bajo la mesa y termino de alzar su vestido hasta la cintura. El Dueño exigía más espacio y comodidad para poder jugar con su juguete y ella se lo dio.

El pie se apoyó por completo en el asiento y volvió a rebuscar en sus entrañas. Sus manos se engarfiaron en el borde de la mesa, sus ojos se cerraron, su cuerpo se tensó. El pie dibujaba círculos ora lentos y suaves, ora veloces y furiosos, que tocaban sus labios, que oprimían su coño, que la estaban llegando a ese lugar donde el placer ya no puede retornar a la lampara de genio de la que ansía escapar cuando se despierta.

Por sus labios entreabiertos escapaban suspiros silenciosos, pequeñas súplicas de aire silencioso que morían antes de llegar a los oídos de él. Abrió los ojos y suplico con ellos- Él movió la cabeza con gesto negativo. Abrió los labios y construyó sus palabras en silencio: “por favor, por favor”. El repitió su gesto negativo y elevó ante sus ojos su copa de vino, vacía y transparente.

  • La copa está vacía. Tengo sed -dijo poniendo un tono casi infantil, como si eso fuera lo más importante que estuviera pasando en aquella mesa enterrada y escondida en una esquina de un bar- Ve a pedirme otra. El pie se retiró de entre sus piernas.

Ella se relajó, se frustró, se enfureció, se encendió, se apagó, se volvió loca y se tranquilizó. Todo a la vez. Todo en un puzle de piezas que se mezclaban absurdas e inexplicables en su mente, que parecía condenado a no poder resolverse. Metió las manos bajo la mesa y el negó de nuevo con la cabeza. Se levantó con la falda en la cintura. Sabía que al segundo paso ya estaría de nuevo en su sitio, sabía que en esa parte del bar no había nadie, que antes de llegar a la barra nadie habría podido ver su coño y su culo expuestos y desnudos. Tampoco le importaba.

El primer paso la llevó al otro lado de la mesa. Tomo la copa vacía para llevarla hasta la barra como una buena servidora.

  • Cómo desee, pedazo de cabrón – dijo y dio otro paso. El brazo de él se disparó como un resorte, como la bala disparada en mitad de la noche con un solo y único objetivo. Sus dedos se engarfiaron en su muñeca y un tirón repentino que la hizo sentir lo mismo que cuando el látigo restallaba en sus espaldas, la obligó a detenerse, volverse y bajar el rostro a la altura de él que seguía sentado. La habló con un susurro.

  • Cierto, querido Juguetito – Soy un cabrón. El cabrón que es tu propietario -Y la besó, la beso hasta que ambos se besaron, la beso hasta que solo quedó la palabra querido en su cerebro, la besó hasta que el paró y ella siguió besándole cuanto quiso.

La despidió con un cachete en el culo y ella se fue para la barra.

Volvió sin la copa. Sabía que en ese bar los camareros tenían que llevar el servicio a la mesa para poder cobrar el suplemento. Él también. Antes de sentarse se quedó un segundo de pie entre la mesa y su asiento, justo el tiempo que él tardó en levantar su mirada interrogante.

  • ¿Quiere el Dueño de este juguete esclavo que sigamos donde lo dejamos? -preguntó torciendo la sonrisa-.

  • Por supuesto, coño esclavo

Allí, antes de sentarse, alzó lentamente de nuevo la falda hasta la cintura, deslizó despacio la espalda por el asiento hasta quedar sentada y abrió las piernas lentamente. Mientras sentía el frío del asiento en su piel al mismo tiempo que le invadía de nuevo el ardor de los manejos del pie él entre sus piernas. Su mente se arrugó un segundo en una mueca. A él le encantaba que hiciera eso. Que se entregara al mismo tiempo que le desafiaba, que se sometiera en el mismo instante en que se rebelaba. Entonces, ¿por qué la castigaba?, ¿por qué le retiraba su nombre?, ¿por qué humillaba haciéndose referirse a esa misma por ese nombre?

No tuvo tiempo para responderse. De nuevo el placer reclamo con urgencia explosiva el espacio en su mente que no había abandonado, que tan solo había cedido durante unos minutos. Justo cuando todo lo demás estaba a punto de desaparecer, cuando sus manos volvían a engarfiarse en la madera, sus ojos a apretarse, sus labios a entreabrirse, la respuesta a sus preguntas invadió su consciencia: Él lo hacía porque sabía que a ella le encantaba.

Con los ojos cerrados volvió a mover los labios en silencio suplicando.

-No te oigo -fue la respuesta que escuchó-.

  • Por favor, por favor -el orgasmo retenido amenazaba con quemarla por dentro, con invadirla toda, con hacerla desaparecer para siempre en el placer

  • Por favor ¿qué? -Sabía que a ella le encantaba. En la parte más recóndita de su amor y su deseo le encantaba-.

-Por favor, Dueño. Su coño esclavo le suplica permiso para poder correrse.

  • ¡Haberlo dicho antes! Por supuesto.

Y durante diez segundos, la vida entera, quince segundos, una eternidad, un suspiro, el mundo desapareció, la vida desapareció, la muerte se volvió pequeña, infinita e invisible y el placer lo cubrió todo, como fuego, como hielo, como el tiempo cubre lo que toca…

Los ojos y las manos apretadas. Los gritos contendidos transformados en bocanadas de aire que escapaban de su boca abierta como golpes de puño impactan contra un saco de boxeo, con el pie de él buscando y jugando aún entre sus piernas, exprimiendo su placer hasta la última gota. Un “gracias” casi gritado involuntariamente culminó el estallido

El pie se retiró, el placer se deshizo en cientos de pequeñas convulsiones interiores, su rostro se apoyó agotado y feliz sobre la mesa unos segundos.

Tras levantar la cabeza de la mesa abrió lentamente los ojos y vio que él disfrutaba de su nueva copa rellenada. Miró a izquierda y derecha y no vio a nadie. Pero había estado allí mientras ella viajaba al placer y regresaba de él con los ojos cerrados. No importaba.

  • Por cierto,

Juguetito

-dijo él agachándose y recogiendo algo que había estado todo el tiempo a los pies de su mesa, casi oculto junto a la pata de su silla- Se me olvidaba. Como no se si te dará tiempo a pasar por casa antes del cine. Te he traído algo de comer. Se levantó, se acercó a ella, la beso de nuevo desde arriba sin dejarla levantarse. Se dio la vuelta y se marchó.

Y ella se quedó ahí. Abrió lentamente la caja y contempló su contenido. Un táper transparente con su comida favorita y un tanga de repuesto.

  • Y encima le gusta cocinar y está en todo. Este hombre es una joya- Se dijo en voz baja mientras se levantaba, se colocaba el vestido y salía del bar. Al pasar por delante de la barra miró sonriendo al camarero que la contemplaba con la boca abierta como quien viera bajar desde los cielos a una diosa o ascender de las simas a un demonio.

El tanga desgarrado seguía encima de la mesa. Que el camarero, los clientes y el mundo completaran con él aquello que ellos solo podían imaginar y ella había vivido.

No le había visto en toda la jornada de trabajo y eso la tenía frustrada. No había podido devorar su verga bajo la mesa del despacho, ni había sido usada en los servicios, el pasillo o cualquier otro lugar donde el Dueño decidiera tomarla. Cuando leyó el WhatsApp convocándola a una dirección a la salida del trabajo se sintió más desalentada. Ese día no estaría a los pies del Dueño, no sentiría la suela de su zapato sobre su mejilla mientras desnuda alzaba y ofrecía su culo y su coño al hombre que era su exclusivo propietario para que los usara, gozara y los tratara como lo que eran, sus juguetes esclavos de oficina.

Él la había invitado al cine y cuando llegó a la puerta de la sala ella ya estaba. No le sorprendió. Compartían la puntualidad. Le recibió tranquila y sonriente, con un gesto para que la localizara. ¡Cómo si fuera necesario!, ¡Cómo si pudiera no verla!, ¡Como si no tuviera permanentemente su imagen, su sonrisa, su mirada, su alma y su cuerpo rondándole en la mente!

Como si lo que la había ordenado que llevara, sus botas y sus piernas, su vestido y su escote, y todo lo que ella llevaba por sí misma, su rostro, su pelo, su cuerpo, su desafío, su sometimiento total y su mirada no fueran suficientes para que él la viera. Se saludaron. Un beso breve que él convirtió en un repentino y doloroso mordisco en el labio inferior de su esclava. Entraron por la puerta que daba acceso al vestíbulo, inmenso, casi inabarcable con la vista, como lo es todo mundo que ofrece infinidad de opciones.

Compraron las entradas, palomitas. Era la primera sesión de la tarde de un día de diario y apenas había casi nadie en esa ruleta infinita de posibilidades, de historias y fantasías soñadas y vividas, que es un cine de los de ahora. Con mil salas llamando y reluciendo. Lo bueno de sus horarios de trabajo es que tenían todas las tardes de la semana para ellos y sus vidas. Las tardes y las noches, por supuesto.

Entraron bromeando sobre el rostro maqueado de un actor en una cartelera y subieron los escalones de su sala. El la dejó pasar primero.

  • Gracias, caballero -dijo ella, sabiendo que la caballerosidad no tenía nada que ver con el gesto de él. Adoraba verla subir las escaleras, adoraba tener la sensación de posesión absoluto de su culo y sus piernas cuando andaba, de contemplarla desde atrás al caminar repitiendo en su mente y su entrepierna “es todo mío”. Y como otras muchas cosas en sus vidas. Ella lo sabía. Y él sabía que ella lo sabía.

Así que no le sorprendió cuando ella se detuvo un instante y arqueó un poco el cuerpo con la excusa de colocarse algo en alta bota. No le sorprendió que la falda se levantara lo suficiente como para mostrarle su culo y su coño desnudos como el exigía siempre que estuvieran cuando estaban en presencia de él, de su único amo y propietario. No le sorprendió por ese gesto era una respuesta, una constatación. Era un “Sí, es tuyo. Como todo lo demás, es tuyo”.

Habían comprado las entradas en las filas más altas de la sala, como siempre. Cuando llegaron a la fila marcada en las entradas, se encontraba vacía. Se sentaron.

Ella le habló de la película, del director. La había elegido ella en su conversación de la noche anterior. Le tocaba y eso era innegociable. Da igual quien fuera Dueño y quien esclava, da igual que ella viviera para mostrar su sometimiento y pasión sirviendo y complaciendo y él para devolver esa pasión con deseo, dominio y cuidado. EL cine era innegociable. Un turno rotatorio. Una vez cada uno.

Ella sabía que no era el tipo de película que a él más le gustaban, pero juntos disfrutaban del cine de mil maneras. No era necesario que a los dos les gustara la película. Las comentaban al salir, se metían el uno con el otro si el

film

no era del gusto de uno de ellos, bromeaban, se reían dialogaban…

La proyección empezó. El silencio les envolvió igual que lo hizo la oscuridad y la imagen proyectada en la pantalla. Igual que lo hizo el sonido cuando empezó a manar a borbotones.

Habían pasado diez minutos de película cuando él soltó el primer bufido. Ella sonrío. “Ya empezamos, pensó. Seguro que ya ha encontrado algún fallo”. El no dijo nada tan solo sonrió sintiendo la sonrisa de ella.

La proyección siguió y los bufidos y resoplidos también. Hacia la media hora de metraje, sus labios se acercaron al oído de ella.

-Menos mal que no es un Thriller, a estas alturas ya se sabe quién es el asesino -dijo él-. El guionista. Y volvió a retomar su posición.

Y ella tomó aire. Tenía en la mente al menos una docena de respuestas ingeniosas que darle, de formas de picarle. Pero no dijo ninguna, simplemente repitió el gesto de él, acercando sus labios a su oído y le hizo una pregunta.

  • Veo que la película no es del todo de su agrado, Dueño y Señor -le susurró- ¿puede hacer esta humilde sierva suya, este coño esclavo de su propiedad, algo para hacérsela más interesante? -El lenguaje era totalmente impostado. Una broma dentro de otra broma, dentro de una insinuación, dentro de una promesa, dentro de una rendición. Todo ello mientras echaba mano a su bragueta y sacaba su verga del pantalón que saltó firme y dura ya, preparada para ser adorada y servida. “Fintas en las fintas de las fintas”, la frase de Frank Herbert, tantas veces repetida por él, le vino a la cabeza mientras anticipaba la respuesta que ya conocía.

-Pues estaría bien -dijo él solamente- Supongo que para eso me he hecho con una perra

mamapollas

como juguete esclavo.

Ella no lo hacía porque temiera el reproche de él por haber elegido esa película. Él nunca hacia eso. El cine solo era cine, ni mucho menos porque temiera un castigo ni nada parecido. Lo hizo porque no le gustaba verle aburrido. Porque le hacía sentirse bien saber que él disfrutaba de todo lo que pudiera disfrutar en la vida y que ella era quién más la hacía disfrutar. Ya bajaría la peli de Internet o la vería en alguna plataforma. Habían ido al cine a divertirse. Si la película elegida no lo conseguía, ella se encargaría de ello.

Se levantó aprovechando que no había nadie en las filas posteriores y pasó una pierna como para sentarse a horcajadas sobre él. Lo hizo solo un instante, luego comenzó a deslizar su cuerpo por el de él mientras hacía resbalar sus pechos por su torso, sus piernas, como resbala la miel por la garganta, como resbala el acero, fundido y ardiente por el calor eterno de la fragua, por el molde elegido para darle forma y vida.

Acabó de rodillas ante él con el rostro entre sus piernas y las manos apoyadas en ellas. Como en una espera, como en una súplica, como en uno de sus sueños tenidos y logrados.

La sentía a sus pies, lamiendo sus huevos desde abajo, en círculos, suavemente, despacio, como a él le gustaba que lo hiciera cuando quería disfrutar de su esfuerzo por buscar su placer durante mucho tiempo. Intentó deslizar el zapato entre sus piernas, el símbolo inequívoco de que quería que ella buscara su placer cabalgando como una perra en celo sobre el pie que la ofrecía. Normalmente un pequeño empujón de la puntera hubiera servido para que ella expusiera su entrepierna a sus caprichos abriendo las piernas como su gesto le ordenaba.

Está vez no. Y eso le hizo feliz, hizo que acariciara su pelo con ternura mientras la lengua de ella ascendía y descendía despacio por su verga, llegaba a lo más alto, besaba el glande suavemente y volvía a recorrer el mismo camino con la misma parsimonia, como en una procesión ceremoniosa, hasta llega abajo y repetir el beso en sus testículos.

Le hizo feliz no porque le excitara su rebeldía, no porque ofreciera a su dominio la ocasión de domarla ante todos, de imponerle su voluntad y su deseo. Le hizo feliz porque esa negativa contenía el mensaje más bello que su adoración esclava le podía enviar mientras la adiestrada lengua de la hembra que a sus pies era ahora esclava de su placer le servía: “No hace falta, Dueño y Señor, en esta ocasión el placer ha de ser y será todo y solo para ti”.

Volvió a acariciarla el pelo y ella devolvió el gesto alzando su mirada sonriente, manteniéndola un segundo clavada en la de él, cerrando los ojos y abriendo la boca lo bastante como engullir su verga en un solo gesto. Lo hizo despacio, sin prisa, regodeándose en cada centímetro de carne que engullía. No había prisa. Al fin y al cabo, hoy por hoy, no hay película que estrenen que dure menos de dos horas.

No sabía cuánto tiempo llevaba sometida, arrodillada en la oscuridad, devorando y sirviendo al bálano que ahora de nuevo se alojaba en su garganta. El sonido de la historia proyectada no era ya ni siquiera una decoración de fondo en sus oídos. Los gemidos, los rugidos a veces, el resoplar furioso o el suspiro placentero eran los únicos sonidos de los que estaba pendiente. Cada gesto, cada sonido que él exhalaba era su guía, su mapa, su premio y su manual de instrucciones en el servicio que había decidido regalarle. Que él le había permitido regalarle.

Acelerar, parar, mantener el miembro palpitando en su garganta. Cada porción de aire arrojado por él a través de sus labios entrecerrado eran su premio. En cuanto respiraba lo suficiente volvía a buscar su placer, volvía a dibujar contantes círculos con su lengua en el glande. Se sintió húmeda y ardiente. Después de todo, el placer no iba a ser solo para él.

Ahora la verga reposaba un instante entre sus pechos. ´Hacía un rato, un minuto, una hora, una vida, no sabía y tampoco le importaba, la mano de él había buscado su carne por dentro del escote, había estrujado la carne de su pecho y retorcido el pezón hasta que un gemido salió de su garganta por el delgado espacia que dejaba en ella el miembro al que servía.

No hizo falta más, abandonó un instante las caricias que una de sus manos regalaba a los huevos de su Dueño y el rítmico masaje con que la otra complacía a su verga, con las dos se sujetó el escote del vestido y en un solo movimiento dejó libres sus pechos, firmes, redondos…

Los juntó para albergar entre ellos el placer de él, que llevaba duro y henchido todo el tiempo. Usó los pezones para acariciar sus huevos y la base de la verga y luego recorrió con ellos su longitud entera hasta llegar al glande acariciarlo con esas dos exquisitas y erguidas redondeces y volver a tragarlo. Siguió acariciándolo, haciendo subir y bajar sus pechos mientras su lengua y sus labios lo saludaban de nuevo.

No podía ni quería abrir los ojos sentado y retrepado en el respaldo de la butaca del cine. Quería atesorar el tacto de sus pechos, la suavidad de su lengua, la humedad de su saliva recorriéndole la verga. Quería sentirlo todo a la vez, atesorarlo todo, marcarlo a fuego y pasión en sus recuerdos.

El crescendo de la música no era más que un vago rumor comparado con el crescendo de su placer que hacía contraerse y palpitar su sexo mientras ella seguía encontrando nuevas maneras de adorarlo. Con las manos, los dedos, los labios, los pechos, la lengua. En un momento se sintió acompasado con el sordo resonar en sus oídos de la música de fondo. Se echó hacia adelante en el asiento hasta quedar sentado en el borde. Acorraló el cuerpo que tenía bajo él contra los respaldos de la fila anterior, agarró fuertemente el pelo de la cabeza que tenía entre sus piernas, esa podía reproducir centímetro a centímetro, rasgo a rasgo, pese a tener los ojos cerrados y empujó.

Dejó de sentir los labios de ella en la piel. Sabía que ella había abierto la boca y la mantenía así. Dejó de sentir al mismo tiempo la caricia de sus dedos en sus huevos y el cálido tacto de sus pechos en su verga. Sabía que ella, en la oscuridad, a sus pies, tendría ahora las manos a la espalda, la boca abierta y quieta. Lo sabía porque sabía que él la había ordenado que adoptara siempre esa posición cuando le apeteciera follar su boca.

Un empujón, dos, tres. Los que eran necesarios, acelerados, furiosos, insensatos, imparables como el crescendo musical de la escena final de la película, como el ardor que se iba a derramar en un segundo de su miembro.

Cuando llegó la mantuvo así. Quieta, con el pelo sujeto fuertemente, con la espalda pegada a las butacas con su verga derramándose en ella clavada en su garganta. Un segundo, diez, quince, un minuto de placer, una vida completa en el recuerdo. Quiso tenerla así para siempre, que los espasmos de placer que se alejaban duraran para siempre, que el cine se mantuviera a oscuras, invisible y cerrara con ellos dentro para siempre.

Con un corto rugido contenido volvió a la realidad. Extrajo lentamente la verga de la garganta de ella mientras ella la limpiaba con la lengua. Se retrepó de nuevo en el asiento y la miró. Perfecta, infinita, arrodillada y orgullosa, gozada y satisfecha.

Una última gota del premio que había cosechado con su esfuerzo y que había tragado y saboreado al completo, pendía aún de la comisura de sus labios. Él la recogió y se la ofreció de nuevo y ella la lamió de su dedo sonriendo, ansiosa, como quien lo hace con el resto que queda en la cuchara de un postre deseado que nunca te deja saciado plenamente.

Los rumores de voces de la gente les anunciaron que la proyección había acabado.

Salió del taxi una hora y media después con el regusto amargo del tabaco fumado en exceso en la boca y del tiempo consumido inútilmente en el humor. Una hora y media perdida como siempre.

Le habían llamado justo a la salida del cine convocándole a una reunión ineludible. Le había dicho a ella que se adelantara y que fuera hacia casa. Y hora y media después llegaba él como siempre después de una reunión de contenidos. Tiempo perdido mientras había que escuchar las ideas de los jefes que nunca funcionaban pero que como tenían el dinero que financiaba el proyecto había que escuchar, reconducir y llevar a los lugares donde los profesionales que en verdad trabajaban ya sabían de antemano que tenían que ir.

Una hora y media hablando casi sin escucharse mientras imaginaba que la tenía allí, a sus pies, bajo la mesa con el rostro encerrado entre sus piernas y devorando su verga sin descanso mientras hablaba. Hasta el punto de que su excitación le hacía a veces no escuchar. Hora y media en que solo le sacaban la sonrisa unos pocos mensajes recibidos con el móvil vibrando en silencio en su bolsillo. Enviados con foto, para que él viera que ella le esperaba arrodillada, como a él le gustaba que lo hiciera, con tacones de vértigo y medias negras, con lo que a ella más le gustaba llevar, esperar y hacer cualquier cosa que él quisiera que hiciera. Provocaban, incitaban y sobre todo le hacían recordar que ella le esperaba, ansiaba su llegada. Hora y media en la que tan solo hizo una cosa que resultara útil: enviara un mensaje que decía: “Ni se te ocurra hacer la cena”.

Y ahora por fin había llegado. Por fin tras perder una hora de su vida por la incapacidad de otros en gestionar las suyas propias, recuperaba el tiempo para él, para ella. Para ambos.

Giró la llave en la cerradura, abrió la puerta y ella no estaba allí. No estaba postrada, de rodillas, vestida tan solo con su desnudez, sus medias y sus tacones, esperando para besar sus pies, para frotar la suave piel de sus mejillas contra ellos. La había imaginado así, pero no estaba.

Por un instante la rabia, el disgusto porque las cosas no salieran como él quería y deseaba, se mantuvo allí a punto de estallar unos segundos, como una reminiscencia de un pasado remoto en el que la caída de un plato contra el suelo le indignaba, como todas las duras palabras contra la ineptitud de jefes falsamente visionarios que había formado en su cabeza durante la reunión y su lengua le había forzado a contener.

Pero despareció. Nada iba mal. Nada había fallado. Todo estaba en su lugar, como él lo quería. Le gustaba sentir que ella le recibía sometida, pero no había un rito, no había una rutina firme, consolidada, invariable, monolítica. Esa era la esencia de su amor, como el rio fluyendo era la esencia de la vida para otros, como la creación era la esencia del artista, como la originalidad era la esencia del misterio. Así que todo seguía en su sitio, aunque ella no estuviera en el lugar en el que él había imaginado.

Escuchó desde donde estaba el ruido de la puerta al cerrarse de golpe. Supo que él había llegado y eso le erizó el vello de la espalda desnuda; desnuda como estaba su ansía en su llegada, desnuda como estaba su mente de toda prenda o cobertura que no fue él o lo que él quería, desnuda como estaba en ese momento su vida de toda atención al mundo, su girar y su sentido más allá de las paredes de esa casa.

Se le imaginó parado en el salón parado. Superando la nueva decepción de no encontrarla en la mesa de centro esperando, ofrecida a él, de espaldas a la puerta, a la dirección de su llegada, con todo lo que él podía utilizar sin pedir permiso ni dar explicación expuesto para que lo usara sin palabras, nada más llegar porque así lo quería.

Hubiera sido una forma acertada de recibirle sabiendo que llegaría hastiado y asqueado de aquella reunión. A él no le gustaban las reuniones sino no la tenía a ella debajo de la mesa, si no podía mantener su verga en su garganta y sentir su lengua buscando su placer todo el tiempo. Y eso, claro no era lo habitual.

Pero ella había decidido recibirle de otra forma. Se había zambullido en sus recuerdos buscando una forma de recibirle que no hubiera escenificado hasta ese momento o que, por lo menos, no hubiera puesto en escena desde hace tanto tiempo que él no la esperara.

Ese era el trato implícito y constante, la constitución no escrita con palabras, el contrato no regulado con cláusulas ni artículos que sustentaba muchos aspectos de su vida. Lo que

él

quería sentir era artículo de fe incuestionable, el modo en el que ella elegía hacérselo sentir era su decisión, su creación, su imaginación y su derecho. Era su libertad también incuestionable.

Oyó el sonido de un zapato chocando con la madera del suelo del salón. Sonrío. Supo lo que significaba. Él era ordenado, pero la estaba enviando un mensaje en silencio. Encontraría sus zapatos tirados, su chaqueta tirada, su corbata colgada de algún sitio absurdo. Ese sería el fingido castigo a su desafío, a haberle vencido ya en dos etapas de este juego.

Cada poro de su piel erizada, cada minúscula parte de su mente, encendida de ansia y de deseo, clamaba en su interior por arrastrarse hacia él, por saludarle como una mascota dócil y adiestrada que se alegrase de recibirle y que mostrar sin reparos esa alegría frotándose contra su pierna, reclamando su atención y el premio a so dócil sometimiento.

También se sentía así, siempre se sentía así. Pero él necesitaba otra cosa. Ella le amaba y le servía y por eso sabía que necesitaba desterrar hasta el último retazo oscuro de hastío y disgusto que traía del a calle, del mundo. Y no hay mejor manera que obligar a alguien a concretarse en uno cosa para que se olvide completamente de otra. Siguió en silencio, quieta, esperando que el dueño de su vida la encontrara.

No esperó mucho tiempo en el salón. Era evidente que ella había decidido no a acudir a recibirle tampoco arrastrándose como hacía en ocasiones. Le echó una mirada al salón. Era un caos. La chaqueta tirada sobre el sofá, la corbata colgada del tirador de un armario, los zapatos cada uno por su lado tirados en el suelo.

Mientras se quitaba el segundo calcetín y lo arrojaba distraídamente hacia atrás por encima de su hombro, su sonrisa se amplió. Ahora ella la que se divertía. Mañana, cuando la viera a cuatro patas recogiendo todo, quien se divertía sería él.

Sintió en la planta del pie la suave tibieza de la madera y siguió avanzando descalzo por el pasillo. Se asomó a la cocina, aunque sin muchas esperanzas de encontrarla. Le había ordenado que no hiciera la cena así que no iba estar haciéndola como en otras ocasiones en las que su único saludo era tomarla y usar su cuerpo en la cocina según llegaba a casa. Se paró frente a la puerta del baño.

La imaginó allí, metida en la bañera, húmeda por dentro y por fuera, de nuevo ofrecida a sus caprichos. Ya no había otra cosa en su mente que ella, su excitación subía a cada segundo pasaba. Las imágenes de ella se superponían en su mente una tras otra, como dosis de una medicina para curar el leve dolor de cabeza y el tenue resentimiento que le había causado la reunión que ya ni recordaba, que ya se había difuminado en su ánimo al mismo ritmo que los impulsos que cada imagen imaginada de ella acumulaban deseo y ardor en su entrepierna y engrandecían el deseo por su cuerpo y el agradecimiento por su amor.

Tampoco estaba allí. Había ganado. Solo quedaba un lugar en el que mirar. Hacía tanto tiempo que no le esperaba en el dormitorio.

Cuando entró y la vio allí, arrodillada, apoyada por el lateral en el lecho. El corazón, la mente, el instinto y el sexo se le dispararon al unísono. Quiso tomarla, usarla y gozarla allí mismo. Sin saludos, sin palabras, sin más juegos ni demoras. Pero, observando la colección de objetos de dominio expuestos ante él. No lo hizo. Él también era bueno jugando y ahora era su turno.

Se sintió entrar en el cuarto. Sus pies descalzos produciendo un leve ruido conocido y reconocible pisando la madera. No se movió, no levanto la vida. No dejó ver la sonrisa dibujada en su rostro por su victoria.

Él no dijo nada. Se coloco tras ella. Sintió los ojos en su espalda, en su culo ofrecido. Su mundo se redujo a esa sensación, de nuevo se redujo a él, a la espera por él, a la voluntad de él sobre su vida.

Sintió el leve toque de los pies de él en sus tacones y sus piernas se abrieron más como guiadas por un resorte. Cerró los ojos cuando los dedos se entre mezclaron en sus cabellos, se perdieron en ellos como si fueran la misma cosa, como se enredan las ramas entre ellas. Llegó el tirón que le hizo levantar la cabeza y mirar hacia arriba. Se contrajo esperando el impulso, el empujón salvaje que clavara el placer de su dueño en sus entrañas. Había por fin encontrado su Juguetito y tomaba posesión de él, sin más. Como ella había soñado que ocurriera.

No pasó. El tiro de su pelo más y ella casi fue levantada por el impulso. La mano de

él

se apoyó en su espalda y empujo hacia abajo. No le estaba permitido levantarse. Se giró abandonando su posición apoyada en la cama para quedar a cuatro patas en el suelo. Solo veía los pies desnudos de él. Él era ahora todo su universo.

Él comenzó a andar tirando de su cabello y esa se vio obligada a seguirle desnuda a cuatro patas, arrastrada hacia donde él quisiera llevarla, sometida a su voluntad hacia un destino desconocido, ignoto, pero pese a ello ansiado y deseado.

Así la hizo girar para colocarse de frente a los pies del lecho. De nuevo tiró de ella, de su cabello, de la brida natural de la que él se servía para hacerla trotar tras él como una yegua domada, con la que la imponía la dirección y la velocidad que de ella exigía.

Se levantó del suelo. Intentó frotar su cuerpo contra él mientras lo hacía, pero él se retiró un paso negándoselo.

Le empujó brutalmente contra el pie de hierro de forja de la cama y de nuevo, con el instinto que mueve a quien lo acepta, sus brazos se extendieron, sus piernas se abrieron.

En un instante estaba encadenada a la cama. Él no era de ataduras. Sus muñequeras y sus tobilleras de esclava, sus grilletes de cuero le sirvieron para fijarla en la posición que deseaba tenerla en un momento. Por el rabillo del ojo le vio coger la fusta de encima de la cama. Arrugó el ceño por dentro. Eso es lo que pasa cuando se inicia el juego. El otro también puede jugar. Sobe todo si tiene el poder absoluto para cambiar las reglas cuando le viene en gana.

  • ¿Qué quieres? -fueron sus primeras palabras cuando la tuvo donde y como quiso- el silencio fue la única respuesta.

La pregunta se repitió al tiempo que la fusta restañaba contra una de las maravillosas cachas que tenía expuestas ante él El cuerpo de ella se contrajo como si hubiera recibido una descarga. Otro llegó a la otra cacha con la misma pregunta.

  • ¡Que me folles! -gritó ella al tiempo que recibía en su piel la rúbrica de cuero de la fusta de la firma del dominio de él, su dueño, sobre ella - ¡Que me folles tan fuerte y tanto tiempo que tenga que suplicarte por favor que te detengas!

Él se retiró un paso y torció a la vez, el gesto, la cabeza y la mirada como diciendo: “Interesante respuesta” Lo calló. Ella era muy buena con las réplicas inesperadas, con las respuestas. Sabía que a él le encantaban las palabras y la usaba.

Otro fustazo restalló contra ella. Este en su espalda. Pero el aire no trasportó de nuevo el sonido repetido de la pregunta. Él abandonó la estancia dejándola, así, encadenada, ansiosa, intrigada y escocida. Minutos o días o segundos o horas después, él volvió.

El olor de la cena que él estaba preparando la llegaba desde la cocina le llegaba y ponía su estómago a la defensiva.

De nuevo se colocó tras ella. Cuando paso a su lado su mano acarició su cuerpo desde la espalda hasta el culo, los dedos, como leves embajadores que quieran dejar un discreto mensaje de placer prometido, de deseo cumplido, pasaron uno a uno por su sexo, abierto y ofrecido en esa posición.

Y de nuevo la pregunta: ¿Qué quieres? Y de nuevo el silenció. Y esta vez lo que restalló contra su muslo fue la pala al tiempo que la pregunta estallaba de nuevo en sus oídos, llenaba de nuevo la habitación con su sonido, como un mensaje cifrado, como un acertijo que ni emisor ni receptor quisieran que el otro descifrara. Como ya había optado antes por el más directo y grosero enfrentamiento, ella decidió seguir por ese camino. Todo un abanico de inapropiadas groserías salió por sus labios: “que me rompas el culo, que te corras en mi cara, que metas tu mano hasta el codo. Todo lo que le venía a la mente lo soltaba.

Y así cada vez que él se iba y volvía, cada vez que repetía la pregunta hasta una imposible locura. Cada vez que la firmaba con el látigo, la pala, el cinturón… toda la colección. Solo dos golpes cada vez, uno en cada cacha y luego se marchaba. Ni siquiera tenía el culo del todo enrojecido, pero estaba agotada, exhausta, hambrienta por el olor de la cena anticipada. Rendida, vencida, como había querido estar desde el principio.

Y entonces él volvió a la habitación y se acercó a ella, le puso la voz junto los labios lanzándola despacio, susurrante desde la cercanía de su oído

Todo…- dijo ella agotada- todo lo que desees hacerme o que te haga, todo lo que tú quieras, mi Dueño, mi Señor, mi Propietario… Mi Amor, yo lo deseo. No es que hubiera retenido esas palabras. No es que las hubiera olvidado y de repente las hubiera recordado. No es que se hubiera negado a decirlas por no rendirse. Era simplemente que ahora estaban y antes no. Que cada repetición de la pregunta las había llevado hasta su mente, que cada flagelo las había marcado en su piel, que cada ausencia y llegada de él las había hecho inevitables. No es que él esperara estas u otras, no es el que las tuviera anticipadas en la mente. Solo se trataba de que esas eran las palabras. Otro día serían otras y al siguiente distintas. Pero en ese momento, en esa comunión entre los dos, en sea vuelta casa, eran esas.

  • Te lo suplico -lo dijo sonriendo- Hazme cualquier cosa que quieras, Dueño adorado. Y supo que, al igual que ya había hecho ella, él se había rendido. Otro juego que acaba como siempre, como los dos buscaban para cada uno y para el otro. En tablas, siempre en tablas. Como queda empatada la partida de ajedrez jugada sin error por dos maestros.

Y él se clavó de rodillas entre sus piernas y le hizo lo que quiso. Lo que quería hacerle desde que había entrado por la puerta. Su lengua abrió mil puertas en su mente que comunicaban su sexo con su alma. Jugó con su juguete, disfrutó y saboreó sus humedades. Sus labios mordisquearon los labios, los besaron, los lamieron haciendo que cada pasada por ellos produjera en su piel un escalofrío más profundo, un calor más intenso que cualquier golpe del cuero del látigo o la fusta.

Se levantó una vez, deslizando su lengua por su culo su espalda. Se paro justo en el lugar en que la espalda se precipita hacia el placer y mientras la besaba le soltó una mano de la forja de hierro de la cama y luego volvió a hundirse de rodillas entre ella, entre sus piernas, entre el mundo y su placer. Y antes solo pronunció siete tenues palabras que serían las que seguramente fijarían el recuerdo de esa noche en la mente de ambos.

-A tumba abierta, yegua esclava, a tumba abierta.

Y ella lo hizo. Se dejó ir gritando y gimiendo, sujetando el pelo con los dedos, expulsando su húmedo ardor a tumba abierta. Y él no se detuvo, no dejó de hacer lo que quería, siguió haciéndolo, saboreando la humedad, jugando con su lengua, besando con sus labios hasta que ocurrió otra vez, hasta que la segunda ola borró de la mente de ella los restos de la ola anterior.

Se levantó, sustituyó los labios y la lengua por los dedos, prosiguió hasta que una tercera fase llegó de nuevo mientras besaba la espalda de ella devolviendo los restos de su humedad al cuerpo del que había salido. Y el tiempo se paró en la mente de ella porque no había tiempo que gastar en medirlo, porque no había más que la sensación de que el placer no iba a cavarse nunca, de que tras uno le llegaría otro y otro por una eternidad que él había creado para ella. Y al final se detuvo, agotada y repleta, saciada y completa. Y él se alejó susurrando en su oído.

Date prisa Juguetito, que la cena se enfría.

Cuando llegó a gatas al salón, la mesa de centro estaba preparada. También había hecho eso en sus idas y venidas mientras ella permanecía encadenada a su cama, su dominio y su placer en la alcoba.

Gateó hasta colocarse de rodillas a la derecha del asiento que él ocupaba en el sofá. Estaba hambrienta y agotada, satisfecha. Se sentía tan suya, tan completa que no sabía que no podría negarle nada.

Queso, espárragos, salmón marinado y salteado, se había esmerado, desde luego. Besó sus pies descalzos sonriendo y luego le miró. Abrió la boca para recibir el bocado que él la ofrecía desde su asiento. Lo saboreó…

Y hablaron, hablaron de la receta y de la cena, hablaron del día de uno del otro, conversaron de cine, discutieron de política, comentaron las noticias. Se gastaron bromas cenando al ritmo que él marcaba con cada porción que elegía para ella. Planificaron cosas por resolver, distribuyeron tareas, hablaron de destinos paralas vacaciones, de sus familias, de sus recuerdos, de sus amigos.

Compartieron silencios y pausas, miradas y sonrisas, caricias y cachetes. Como hacen los amigos, como hacen los amantes, como hacen las parejas, como hacen los amores.

Y le noche comenzó, acabada la cena, para ellos cuando para otros, para el mundo de afuera, ni siquiera había terminado la vida de la tarde. Cuando la noche se anticipa segura y no trae entre sombras tus temores, no importa que su hora se adelante.

Ese día no la había follado, no la había clavado su verga dominante en todo el día. Ese día aún no. La verga a la que servía y se sometía, la verga que ansiaba y deseaba tener en sus entrañas, sería la dueña de la noche. De otra noche, de todas las noches que quisiera hasta el alba.

____________________________________________________________________________

  • ¿Fuiste una doméstica del Dueño, preguntó la nueva yegua sorprendida y la pregunta sacó a la jaca de su ensimismamiento y la devolvió a la realidad de sus altos tacones, su vestido minúsculo y su collar de negro terciopelo.

  • Sí. Durante más de un año.

  • ¿Y

qué

pasó? -había algo de lástima, de tristeza, en la voz de la mujer

  • Nada -una solitaria lágrima resbalaba por su mejilla – El Dueño es el que juega, el único que juega. Las reglas volvieron a cambiar.

Continuará