Juguetes de Oficina (3) Haciendo méritos

La última hembra en unirse a la colección de juguetes de oficina hacé méritos ante el Dueño para demostrarle que merece servirle como esclava

Cuando estaba a unos pasos de la puerta del despacho escuchó el gemido escaparse de la garganta de su compañera.

Un escalofrío recorrió su espalda. Algo entre la duda sobre lo que le esperaba más allá de la puerta y la envidia de saber que la jaca de su Dueño y señor ya le estaba sirviendo nuevamente. No aceleró, pero si pisó más fuerte para que sus tacones resonaran contra el suelo entarimado del pasillo.

Los tacones a los que siempre estaba subida, de los que el Dueño no la dejaba bajarse ni siquiera cuando le servía completamente desnuda en su casa.

  • Me gusta escuchar como mi potra salvaje trota hacia a mi -le decía- al escucharla llegar.

¡Pues que la oyera, que la escuchara llegar!

Golpeó con fuerza con los nudillos la puerta e inmediatamente se arrepintió. Interrumpir al Dueño de su cuerpo y su vida en sus diversiones no solía tener buen fin. Pero vio la carta y automáticamente recobró el valor.

Era la contestación que el hombre al que pertenecía como juguete y esclava sexual esperaba hacía tiempo. Era la respuesta que podía contener por fin la forma de completar su cuadra.

Ella era su última adquisición, su potranca o su potra, como le gustaba llamarla mientras usaba a su capricho su joven cuerpo de apenas 30 años, la mujer que ahora gemía al otro lado de la puerta recibiendo el honor de servir al Dueño y señor de todas era su jaca, su vieja jaca, que compensaba con saber y dedicación la perdida de su lozanía y su juventud.

Ella había creído que sus perfectos y jóvenes pechos, grandes y turgentes, sus perfectas y delgadas piernas y sobre todo su culo, su magnífico culo, fuerte y duro, desbancarían al momento a esa fibrosa esclava como favorita del Dueño y Señor.

Pero no era así. Esa mujer conocía formas de complacerle que ella ni imaginaba, encontraba maneras de humillarse ante el Dueño, de darle placer y servicio que ella aún solo podía intuir e imaginar hasta que se humedecía por completo. Era una gran rival.

Y no estaba sola. Completaba hasta ahora la cuadra del Dueño su mula. Así llamaba a la voluptuosa mujer que permanecía ahora en su mesa de la oficina haciendo su trabajo y que probablemente sentiría hacia ella la misma envidia que ella experimentaba hacia la jaca que ahora hacía disfrutar a su propietario.

Antes de repetir la llamada se desabrochó por completo la camisa y la tiró al suelo. El corsé negro que llevaba debajo hizo su función y mantuvo sus tetas bien firmes y expuestas. Desnudas pero firmes. Se humedeció los pezones y ese solo gesto, esa sola anticipación de lo que el hombre que la usaba y gozaba a su antojo podía hacer con ella, ya la hizo sentir subir el calor por entre sus piernas hasta anidar en su desnudo coño. Desnudo como el Dueño exigía que siempre estuviese a su disposición, húmedo como le gustaba encontrarlo.

Ni pestañeó cuando, tras recibir el permiso del hombre, abrió la puerta y encontró a la jaca morena cabalgando desnuda sobre su zapato, restregándose adelante y atrás sobre él mientras intentaba que la verga que chupaba y lamía no escapara de su boca.

Dudó por un instante cuando el Dueño y Señor alzó la mano. A punto estuvo de llevarse la carta a los labios y caer a cuatro patas para recorrer así el espacio que la separaba de la mesa. Esa era otra de las formas en las que el Dueño exigía a sus hembras, a sus yeguas, que se presentaran ante él.

Pero unas palmadas en la mesa la disuadieron

  • Ven aquí, potranca, trota hacia tu Dueño. Ya tengo un coño a mis pies. Ahora quiero tener otro a mano.

Lo lógico hubiera sido que le hubiera entregado la carta a través de la mesa, pero el hombre que era su propietario había sido claro. Quería tener su coño a mano.

Así que recorrió el lateral de la mesa para colocarse junto a su sillón. En el mismo gesto en el que le tendió la carta abrió las piernas y su corta falda se subió un poco más dejando a la vista el principio de sus redondas y firmes nalgas.

  • -¿Qué me traes potra?- preguntó el Dueño mientras su mano recorría la pierna desde la pantorrilla, acariciando la piel con las uñas, como queriendo marcarla como propia, como exclusivamente suya, y adentrándose entre los muslos hasta agarrar el coño, húmedo y ansioso, que la hembra que estaba de pie junto a él le ofrecía con total sometimiento.

Su boca iba a articular la respuesta cuando un agudo dolor le cortó la respiración y le hizo exhalar un contenido gemido. Los dedos de su propietario se habían enseñoreado de uno de los labios de su coño y lo retorcían sin piedad. Otro dedo penetraba en él sin conmiseración alguna y se retorcía en su interior. El hombre al que servía la estaba castigando

  • ¿Ibas a hablar sin pedir permiso para ello? -la presa sobre su coño se apretó. Ella dudó y al final sacudió la cabeza con gesto afirmativo. Reconocer la falta era el camino hacia el castigo, pero no hacerlo desataría la ira del Dueño.

En un solo movimiento el Dueño apartó la silla de la mesa dejando el espacio suficiente como para que ella cupiera cuando sus dos manos tiraron de sus caderas para colocarla frente a él. El movimiento pilló por sorpresa a la otra hembra que vio escapar el pie de debajo de su coño. Se apresuró a seguirlo para recuperar el ritmo, pero la verga también escapó de su boca y prefirió levantarse a la caza de la misma.

  • Se acabo tu premio, vieja jaca -dijo mientras ponía la mano en la cabeza de la mujer impidiéndola llegar hasta el bálano inhiesto y duro que su boca abierta buscaba con desesperación. Sigue con tu trabajo. Y no olvides la puntera del zapato.

  • Este viejo coño esclavo os agradece que le dejéis seguir sirviéndoos pese a su error -respondió la mujer que apenas tardó un segundo en cumplir la orden.

El hombre había apoyado el pie sobre el tacón dejando la puntera hacia arriba y su hembra esclava se clavó en ella de una sola sentada.

Pese al dolor que le atenazaba el coño que el hombre que la castigaba no había soltado, la potra rubia pudo ver el rabillo del ojo como la jaca se ponía en cuclillas con el coño clavado en la puntera del zapato y empezaba a girarlo rítmicamente. Sus gemidos anunciaban el placer que el servicio la estaba proporcionando

  • “Cuanto más nos humilla, cuanto más nos obliga a servirle y a comportarnos como hembras animales, más placer nos hace sentir” – La potranca rubia puedo articular ese pensamiento antes de que el dolor la invadiera de nuevo.

Ahora estaba apoyada en el escritorio. El Dueño había levantado por completo la minúscula falda que se le arremolinaba en la cintura para tener completo acceso a su coño. Los dedos de una mano seguían pellizcando dolorosamente los labios del coño según le apetecía. Los de la otra mano se iban clavando como hierros ardientes en el interior de su vagina.

Cada pregunta, un dedo más. Cada respuesta con la cabeza una embestida más fuerte.

  • ¿Puedes hablar sin permiso? – negativa silenciosa. Dos dedos horadaban su coño

  • ¿Has recibido permiso para hablar? – nuevo movimiento negativo de cabeza. Nueva percusión. Ahora tres dedos. Un gemido se escapa cuando los dedos de la otra mano retuercen uno de sus labios íntimos.

Y así siguen las preguntas y las negativas y los castigos en una cadencia infinita de placer y dolor que amenaza con hacerla correrse. Quiere hacerlo pero sabe que no puede. Debe pedir permiso al hombre que rige su existencia y su placer para hacerlo y para eso tiene que hablar y no tiene permiso para hacerlo. Un castigo, dentro de otro castigo, dentro de otro castigo. Así es el Dueño, así las somete, así las usa. Así son suyas.

-¿Puedo correrme, Dueño y Señor? Serviros es tan placentero para mí, humillarme ante vos me pone tan caliente…

  • Ni lo sueñes, perra esclava, aún te queda un zapato por limpiar.

Que la vieja jaca no reciba tampoco permiso para disfrutar es un ínfimo momento de alegría para la potra rubia en su ciclo de dolor y excitación.

“Tiene a dos hembras deseando correrse para él y ni siquiera ha empezado a follárselas” -puede pensar antes de que los dedos engarfiados en su coño del propietario de su vida reclamen de nuevo su atención-.

Le mira de frente mientras vuelve a negar con la cabeza ante la siguiente pregunta. El Dueño está cómodamente sentado mientras sus manos juegan, castigan, excitan y dañan a la vez el coño de su propiedad que está completamente expuesto ante él.

Pese a todo el dolor, pese a todo el placer, solo hay una cosa en la que la magnífica hembra rubia es capaz de fijarse. La verga del Dueño. Está al aire desde que la arrancó de la boca de su otra esclava que suplicaba por ella y ella sabe que la verga del macho que las domina no puede estar al aire. Eso es un mandamiento del Dueño.

Se muere por meterla en su boca, solo piensa en como llegar hasta ella. Tanto es el centro de sus vidas, tanto dependen de ella su placer, su dolor, su esfuerzo, su cansancio y hasta su alimento que todas ellas siempre la tienen presente, siempre la ansían, siempre quieren tenerla contenta y bien servida.

Pese al dolor que siente intenta alcanzarla. Extiende su perfecto cuerpo y abre la boca y recibe como respuesta la risa del Dueño. Le divierte el ansia con el que las hembras que le sirven han aprendido a buscar su verga en cuanto la ven, en cuanto la intuyen, pero eso no hace que su tenaza sobre los doloridos labios vaginales de la hembra que vive esclavizada para él se amortigüe ni ceda en su intensidad.

Ella se dobla en escuadra para alcanzarla y está a punto de hacerlo. Su lengua roza el bálano antes de que el Dueño se retire un milímetro y la percusión de varios dedos en su coño, jugueteando con sus paredes la obligue a arquearse.

  • La quieres, ¿verdad potra salvaje? -el Dueño la menea a ambos lados. La otra hembra, que sigue afanándose con el zapato de su propietario redobla sus esfuerzos para ver si así se gana el premio de sentir de nuevo el glande invadiendo su garganta- ¿Crees que tu boca la merece?

No contesta, ni siquiera sacude la cabeza. Por toda respuesta de nuevo se echa hacia adelante, se levanta de la mesa y en una perfecta escuadra por fin logra alcanzarla. Se detiene. Sabe que no puede devorarla a su capricho por más que lo desee, por mas que, pese al dolor y la irritación que el castigo del Dueño y Señor de su vida le provoca, su coño arda con solo imaginar que al fin la alcanza, la lame, la succiona.

Pero no lo hace. No tiene permiso. La ha alcanzado y con la boca abierta, suplicante, saca la lengua y la lame. Eso si puede hacerlo siempre que quiera, adorarla, someterse a ella, demostrarla que vive para servir a su placer y a su excitación.

El Dueño la recompensa aflojando la presa sobre los labios de su coño esclavo, convirtiendo la tenaza en caricia, haciéndola calentarse un poco más. La percusión dentro de su coño sigue contante y demoledora. El gruñido de protesta de la jaca morena cuando su lengua vuelve a recorrer desde la base hasta el glande la polla que domina su vida, es también una recompensa para ella.

  • ¿Crees que tu boca la merece? -dice el Dueño entre risas. Con un puntapié aleja a la otra hembra que, con un gemido de dolor y recepción, vuelve a arrastrarse hacia él.

Ella no puede decir lo que él ansía escuchar, pero puede representarlo. Aparta la boca y en otro esfuerzo acerca sus maravillosas tetas a la verga y la envuelve con ellas. La carcajada del hombre es prueba de que aprueba la iniciativa y el servicio de su joven potra que, animada por la risa de su propietario, comienza en la misma postura de escuadra a masajear su miembro con ambas tetas.

Comienza lentamente, pero enseguida acelera el ritmo cuando los dedos de su Dueño se cierran sobre sus pezones, duros y erguidos, y los aprietan. Del dolor de los labios al ardor en los pezones. El Dueño tiene formas incontables de marcar el dominio total que tiene sobre las hembras que le sirven como esclavas.

  • La boca de una joven potranca no está solo para adorar la verga de su jinete -dice su Dueño mientras aprieta más sus pechos alrededor de su polla y comienza a follarlos rítmicamente sin levantarse de la silla mientras la cara de su servidora permanece a un centímetro escaso de la suya y su lengua se esfuerza por darle lametones al glande cada vez que el vaivén frenético de las caderas del macho dominador que se  folla sus tetas sin descanso lo pone a su alcance- La boca de una potranca joven está también para relinchar de placer mientras cabalga para dar gusto a su Dueño y jinete.

No había terminado la frase y la potra rubia se sintió arrebatada. Las manos del hombre que dominaba su existencia la sujetaron de las caderas y la giraron. En un mismo movimiento una de ellas arrancó la falda de su cuerpo y la otra se apoyó en su espalda obligándola a estrujar sus tetas, con los pezones aún sensibles por el castigo recibido y la piel aún encendida por el servicio a la verga que era su dueña contra la superficie de la mesa.

Ella apoyó las manos en el borde de la mesa y, consciente de lo que estaba por llegar, abrió la boca.

  • Embrida a esta potranca para que aprenda a cabalgar para su Dueño -dijo el hombre dirigiéndose hacia la mujer que seguía en el suelo postrada junto a su pie esperando la oportunidad de volver a servirle con su coño-.

Esta se levantó como un resorte y abrió uno de los cajones laterales de la mesa sacando un amasijo de correas y madera. No tardó ni un minuto en fijar el bocado entre los dientes de la potranca rubia. Lo apretó todo lo que pudo. Esa era su venganza por robarle la atención y la verga del Dueño.

Cuando estuvo embridada, le tendió ambas riendas al Dueño y esperó con la mirada clavada en el bálano al descubierto nuevas órdenes. Estas no llegaron. No pudo evitar el latigazo de la envidia cuando el hombre tiró de las riendas con una mano, sujeto la melena rubia de la potra que le ofrecía culo y coño para que su verga los usara a su capricho y le dijo.

  • ¡Ábrete, mala puta! ¡Tu Dueño va a montarte!

Ella despegó las manos rápidamente de la mesa y las llevó a su culo. Separo ambas maravillosas cachas para ofrecerle al jinete que iba a cabalgarla todos sus orificios abiertos, húmedos, dispuestos a servir y hacer gozar a la verga que era propietaria de su cuerpo.

Así permaneció mientras el Dueño jugaba y decía cómo iba a disfrutarla. La azotaba cada cacha con las riendas, hurgaba con un dedo en su coño o en el orificio de su culo, reía y frotaba su miembro duro y grueso entre las nalgas.

Ella se afanaba por ajustarse al miembro en cuanto lo sentía. Sabia que era su obligación de hembra esclava hacer el máximo esfuerzo por el placer de él. Apretaba sus nalgas para que el frotamiento fuera más intenso. Lo aceleraba siguiendo el ritmo con el que las riendas flagelaban sus magníficas cachas.

  • ¿Cómo crees que debo montar a esta potra que amenaza con desbocarse, vieja jaca?

La mujer, desnuda, sufriendo aún los espasmos interiores del placer negado y contenido, no separó la vista del suelo. ¿Cuantas veces había sido ella la cabalgada sin piedad por el Dueño?, ¡cuantas veces había sido ella la que había mordido con furia su bocado, ahogando el placer que le producía cada acometida del hombre que la había domado, usado y cabalgado durante años!

Llevaba tanto tiempo sirviéndole, siendo su esclava y su juguete, que sabía que él sabía lo que estaba pensando y que su enfado y su envidia eran también parte del placer que él disfrutaba. Así que no se los negó.

  • El Dueño es el mejor jinete que una yegua esclava puede soñar y su verga la que mejor puede hacerla cabalgar, pero no creo que esta potranca con poco adiestramiento haga honor a tales regalos.

  • Pues habrá que enseñarla, entonces -y mientras exhalaba una única carcajada, clavo su verga de golpe en el coño que la hembra rubia mantenía ofrecido.

Ese solo empeñón bastó para que su coño humedecido y excitado durante minutos le enviara la señal del placer máximo y arqueara su espalda al tiempo que el Dueño tiraba de su melena.

  • Gracias Dueño y Señor – había hablado sin permiso. Se había corrido sin permiso. Pero nada le importaba, su cuerpo domado, su mente sometida y su alma entregada solo podían sentir agradecimiento por el placer recibido, pese al dolor previo, pese a la humillación, en su mente solo había lugar para el placer que había recibido en un solo empeñón de su Dueño – Su potra esclava le agradece que la permita cabalgar para placer de su verga.

  • Que sean tus últimas palabras. Ahora haz lo que hacen las buenas yeguas. ¡Cabalga, esclava, cabalga!

Y lo hizo. Volvió a apoyar las manos en el borde de la mesa y comenzó a impulsarse rítmicamente para clavarse una y otra vez en la verga que se enseñoreaba de su coño y taladraba sus entrañas. Ella debía cabalgar, era su tarea. El Dueño ya la había montado al clavarle la verga, ahora era ella la que debía moverse y clavarse una y otra vez.

Cada vez que su jinete tiraba de las riendas ella aceleraba el ritmo, cuando tiraba de la melena se clavaba lo más profundo que podía y movía las caderas en círculo para dar más placer, todo el placer, a quien la estaba usando como un animal, como su animal, como lo que era. Una hembra montada por el macho que mandaba en su vida y poseía su cuerpo a su capricho.

Ocasionalmente él clavaba sus dedos en una de las fabulosas cachas o la palmeaba con fuerza.

“Es mío, este culo es mío”, parecían decir sus dedos cada vez que agarraban la carne que se le ofrecía. “Me pertenece”, parecía escribir la brida cada vez que marcaba su piel. “Este coño es de mi propiedad”, gritaba su verga cada vez que taladraba las entrañas de la hembra que se clava en ella.

Y la mujer, esforzándose al máximo en cada acometida, moviendo las caderas sin descanso en la cabalgada enloquecida en busca del placer que la polla que era su dueña y jinete le exigía, recibía ese mensaje todas y cada una de las veces.

  • Soy suya, su hembra, su potra, su esclava, su juguete… soy suya.

Él tiró de nuevo de la melena de la hembra a la que estaba montando y esta de nuevo se clavó los más profundo en su verga y permaneció así, dándole placer moviendo las caderas. Así seguiría hasta que él la exigiera reemprender el galope de su coño.

Y en esa pausa eterna abrió bien los ojos y contempló la escena como si no formara parte de ella.

Podía considerarse afortunado. Una hembra clavándose hasta las entrañas en su verga en un esfuerzo continuo por proporcionarle placer, su magnífico cuerpo contrayéndose cada vez que se hacía taladrar.