Jugando con otro gordito en la discoteca

En este relato, dos chicos se conocen en una discoteca y comparten su gusto por la parafilia del frot. El primero de los dos que voy a dedicar a todo/as los/as gorditos/as y culones/as. Porque os lo merecéis.

Un sábado por la noche me había quedado en casa después de que uno con el que había quedado por Grindr me diera plantón. Después de estar esperando casi una hora, volví a casa sin ganas de fiesta, más aburrido que enojado.

Puse una pizza al horno. Mientras se calentaba entré a mi habitación, donde tengo una tele en la pared, frente a la cama. Me entretuve mirando tráilers de series en Netflix, a ver si alguna me llamaba la atención. Acababa de ver una temporada de Ru Paul y me apetecía algo diferente. Hay tanto para ver.

Mientras miraba los menús de la plataforma, recibí un mensaje en mi teléfono. Sergi me preguntaba qué iba a hacer. Le contesté que pizza y tele. Y, a lo mejor, una paja leyendo relatos porno. Le expliqué que el plantón me había quitado las ganas de fiesta.

»Ni de coña te quedas encerrado. Te paso buscando y nos vamos de farra.

»Sergi, tío, en serio, no me apetece.

»Si quieres conocer chicos, yo te llevo donde estén.

Si habéis leído mis relatos de la universidad, sabréis que Sergi no es gay pero no tiene ningún prejuicio. Nos llevamos muy bien y a veces han surgido entre nosotros juegos morbosos como el que os relaté en https://todorelatos.com/relato/145399/ .

Me negué varias veces pero el no desistió. Al final, accedí.

»Vale, Sergi. Eres un plasta de tío. A qué hora me recoges?

Me comí la pizza sin decidirme por ninguna serie concreta. Cada vez que una me llamaba la atención, en lugar de empezar a verla, entraba en internet a buscar opiniones.

Después de la pizza me duché y me vestí con una camisa blanca de manga corta, una camiseta debajo con la palabra “Ibiza” en el pecho (que compré en un viaje a la isla que contaré en otro momento) y unos pantalones de tergal gris oscuro. Los pantalones me quedaban bastante ajustados, como casi todos los que tengo. Me gusta que me aprieten porque, como digo, soy el típico chico gordito, y usar ropa ceñida que destaque mis nalgas y mis tetillas me hace sentir sexy. O sea, calientabraguetas. Los chicos se paran a mirarme. Me encanta sentirme deseado.

Para acabar, me puse mi gorra roja y me miré en el espejo. Así vestido soy un cachorro guapo. Yo mismo me subo la autoestima.

Sergi pasó puntual a recogerme en su Seat 127 azul del siglo pasado. Llevaba tanto tiempo en su familia que nadie recordaba cómo había llegado a su casa o quién lo había comprado. Era un coche que olía a porro, humedad y ambientador de pino.

—Vaya —dijo—, si llego a saber que te pones tan guapo me habría arreglado yo también.

—Qué tonto eres —dije—, si a ti todo te queda bien con ese cuerpo que tienes.

Entré en el coche y me senté en el asiento del copiloto. Tenía el respaldo demasiado inclinado.

—Ya te has comido algo aquí ,¿no? —dije, cerrando la puerta de un golpazo.

—Coño, no seas bruto, que me la vas a romper.

—Perdón...

Mientras conducía hacia la discoteca nos pusimos a hablar de tonterías: la familia, la universidad, la subida de los políticos de derecha... Él vestía una camiseta blanca ajustada al cuerpo, unos vaqueros viejos y unas botas.

—Tío —dije—, que vas con las largas puestas.

Él miro el cuadro de mandos del salpicadero y dijo:

—¿Qué dices? Si llevo las luces normales.

—Me refiero a tus pezones. Esa camiseta te los marca que te cagas.

La camiseta se apretaba tanto a sus pectorales que no dejaban sitio a la imaginación.

—Ya sabes que tú puedes disfrutar de lo que ves. Pero en usufructo, nada de exclusividad.

—¡Qué generoso!

—Nunca te enfadas conmigo —dijo—. Eres como mi hermanito pequeño. Solo que contigo puedo jugar. Por eso te quiero tanto, cabroncito.

Para mí, también era como mi hermano.

Llegamos a la discoteca y dejó el coche en el aparcamiento. Entramos sin hacer cola, porque se había apuntado en la lista del facebook del local. Dentro sonaba música de los años ochenta y noventa, que siempre ponían para empezar. La pista estaba a medio llenar aún. Estaba bastante oscuro.

En la barra, nos pedimos un Larios con limón cada uno y nos pusimos en una columna junto a la puerta, para ver a la gente que iba entrando.

Poco a poco la pista se llenó y la música empezó a ser más actual. Al rato, anunciaron el espectáculo de los gogós que bailaban en el escenario medio desnudos o con algún tipo de disfraz erótico, según el día. Nos acercamos a la barra a pedir el segundo cubata.

—A este te invito yo —dijo mi amigo.

Mientras nos los ponían, un chico se acercó a saludar a Sergi. Me dijo que era un amigo, que iba a hablar con él pero que no estaría muy lejos. Como yo no lo conocía, supuse que era el que le vendía los porros. No le dije nada porque ya sabía mi opinión al respecto. Ya me había dado su palabra de que lo estaba dejando, pero por lo visto no era el momento.

La cuestión es que Sergi iba a desaparecer de mi vista durante un rato, así que agarré mi cubata y me acerqué a la pista para buscar un sitio donde pudiera ver a los gogós bailar. No era el único que lo había pensado, porque de repente la gente empezó a agolparse cerca del escenario buscando también un lugar para disfrutar del espectáculo.

Entonces se abrió el telón. La gente empujó hacia delante mientras los que estaban más cerca sacaron sus móviles y empezaron a grabar. Algunos estiraban la mano para tratar de tocar algo de carne, aunque fuera del tobillo.

Esa noche el espectáculo lo formaban cuatro modelos cachas: dos musculocas, otro más esbelto, más fibrado, y el cuarto era mulato, también cachas. Cada uno llevaba un tanga de un color diferente. Excepto el mulato, que miraba a los parroquianos sonriéndoles, el resto tenían la mirada perdida en la nada con cara de estreñidos crónicos.

Me acerqué para ver mejor al simpático mulato. No grabé con el móvil. ¿Para qué? Cuando quiero vídeos de bailarines o estripers los busco en internet. Ahora iba a disfrutarlos en directo.

Entonces me pareció ver que el chico que estaba a mi lado se separaba un poco para colocarse detrás de mí. No hice mucho caso. Seguí moviendo los pies al ritmo de la música machacona, con mi atención dividida entre el mulato y mi cubata.

Me fijé en su movimiento porque ya había visto a ese chico en la barra, al pedir la segunda ronda con Sergi. También era osete: gordito, culón, con tetillas y perilla. Era un poco más alto que yo y me pareció unos años mayor, no sé si por la perilla.

Seguía viendo al mulato con su amplia sonrisa y al resto de cachas cimbreando la cintura en un vaivén erótico que no seguía el ritmo de la música, solo eran movimientos excitantes que caldeaban el ambiente, cuando noté un toque ligero en mi nalga. Al poco rato, otro. En seguida los toques se habían convertido en punteadas suaves sobre mi culo que se notaba que estaban hechas con disimulo pero a propósito. Pero yo, que en seguida vi sus intenciones porque me conozco todos los trucos del frot, pensé: que comiencen los juegos del hambre...

Una situación así significa dos cosas: una, que le mola mi culo, cosa que me sube la moral, porque no cumplo con el actual canon de belleza flaca; y dos, que él sabe cómo plantear el juego, discreto y respetuoso, porque si das con alguien que no le gusta se acaba. No hay otra.

Como no estaba siendo brusco, y físicamente me gustaba, no solo me dejé frotar las nalgas, sino que empecé a mover mi cintura como si bailara, para frotárselas mejor. Él se dio cuenta y dejó de retirar su paquete, de manera que las punteadas pasaron a ser frotamientos en toda regla. Hubo un momento que se quedó quieto, supongo que para confirmar mi buena predisposición. Entonces tomé la iniciativa: retrocedí un paso para buscar su cuerpo.

Las luces de la pista se encendieron y mi nuevo amigo se separó de mí. Los gogós dejaron de bailar para dar paso a una drag queen, mezcla de Cruella Deville y la Novia cadáver, que salió al escenario, entre aplausos del público, a cantar en playback una canción de Mónica Naranjo. Al acabar, la gente la aplaudió gritando su nombre. Se apretujaron más hacia el escenario para tocarle los pies o darle la mano, si llegaban. Alguien me empujó y trastabillé. Por suerte no llegué a caer.

Me giré. Mi nuevo amigo estaba a solo una persona de distancia. Me saludo levantando su cubata. Yo le devolví el gesto. Me giré con disimulo. La drag empezó otra canción en inglés que yo no conocía, pero que la gente recibió con aplausos y grandes vítores.

A los pocos segundos sentí de nuevo su cuerpo detrás. Me alegré porque la situación me daba morbo pero también me ponía nervioso. Esos nervios de excitación que hacen que mi miembro palpite y rebose precum, aunque no la tenga dura.

El chico se acercó y, ya con más confianza, se apretó contra mí. Noté su barriga en mi cintura y el paquete pasando en círculos por mis nalgas. Me arqueé un poco para darle a entender que me gustaba lo que estaba pasando entre nosotros. Sentí una mano que me sujetaba por la cintura y se apretó más. Su polla descansaba justo en la raja de mi culo. Empezó un movimiento de vaivén rítmico, ya con toda la intención del mundo. Yo me acomodé la mía, que tenía babeando, y sentí una punzada de gusto al expulsar precum. Él parecía haberse acoplado bien, porque no paraba de refregarse a buen ritmo.

La drag acabó su segunda canción, se despidió y se marchó. Las luces volvieron a apagarse. Los musculosos gogós regresaron al escenario a realizar movimientos cada vez más sexuales al ritmo de la música. Vi que tenía mi copa casi acabada. Me giré y le enseñé el vaso.

—¡Voy a pedirme otra! —grité para que me escuchara sobre la música ensordecedora.

—¡Te acompaño! —grito él.

Me siguió hasta la barra, donde encontré un sitio cerca de la esquina. Pedí otra ginebra con limón y él un ron con cola. Mientras esperábamos que nos las pusieran se presentó. Se llamaba Daniel, vivía en Castellón y era enfermero en el hospital de allí.

—¿Vienes mucho a Valencia? —pregunté.

—Una o dos veces al mes —gritó—. En Castellón no hay casi ambiente. Y las apps no me gustan.

—¡Yo las uso a veces —dije—, aunque no me dan resultado!

—¿Que no qué? —dijo, acercando su cara para oírme mejor.

—¡Qué bien hueles! —dije, porque era verdad. Tenía un olor dulce y a la vez masculino.

—¡Gracias! —gritó—. Pero no he entendido lo que has dicho.

—¡Que las aplicaciones para ligar son lo peor! —grité.

El camarero nos trajo las copas. Cada uno pagamos la nuestra.

—Yo es que paso de las apps —siguió diciendo—. Primero por mi físico. A mí me ha pasado quedar con un chico que al verme se ha dado la vuelta y se ha ido.

—¡Hay mucho gilipollas suelto! —dije.

—¡Otra cosa que no me gusta de las apps es que la gente va muy rápido!, ¡no dejan sitio para los juegos!

Tomé un trago largo de mi cubata. Era el tercero. Demasiado para mí, lo sé, pero necesitaba un empujón para soltar lo que tenía en la cabeza.

—¡Si los juegos son lo mejor! —dije—. ¡Lo que estabas haciendo me estaba poniendo malo!

Él tomó otro trago largo de su cubata. ¿Sería la necesidad, como en mi caso, de desinhibirse para responderme?, ¿las neuronas espejo?, ¿futuro alcohólico?

—Es que tu culazo es un monumento, tío —dijo finalmente.

—¿Cómo?

—¡Que tienes un culazo que me pone muy guarro! —gritó—. ¡Mira!

Daniel me cogió la mano y la llevo a su entrepierna. Palpé su paquete llenando la bragueta, pero lo que me calentó fue notar que estaba toda húmeda.

—¡Casi me corro con tu culo! —dijo—. Y perdona porque no quiero parecer un ansioso.

Daniel era un osete morboso con un rollo que me gustaba. Me acordé de que Sergi, que debía de seguir por allí, con sus colegas, entre los baños y el aparcamiento. No me iría sin verle, porque esos amigos no me parecían buena gente. Mientras, quería seguir jugando.

—¡Tengo ganas de hacer una cosa! —le dije—. Espero que no te rías.

—¡Tranquilo! —gritó Daniel—. ¡No me río!

Me arrimé a él y, tal y como estábamos, le bajé la cremallera de su pantalón. Dos chicos flacos, más altos que nosotros, nos empujaron para hacerse hueco en la barra. Ahora estábamos muy cerca. Volví a sentir su olor en mi nariz.

—Si no me dices nada —dije—, yo sigo.

Él afirmó con la cabeza. Entonces metí la mano por su bragueta y percibí el tamaño de su pene y testículos sobre la tela mojada del calzoncillo. Le manoseé el paquete con los dedos, y admiré su grosor aun sin estar duro.

Saqué la mano y me olí los dedos.

—¿Te gusta oler? —me preguntó.

—No —dije—. Tenía curiosidad.

Volví a meter la mano. Esta segunda vez toqué el tronco de su polla, que estaba poniéndose dura.

—¿Llevas boxers? —pregunté.

—¡Con abertura delantera! —dijo—. Así me la saco y siento más cuando me froto.

Metí los dedos hacia abajo y le masajeé los huevos. Él dio un respingo. Los dos flacos nos miraron un segundo y luego volvieron a ignorarnos.

—¡Para eso mejor sin nada! —dije.

—¡Me los pongo para manchar menos el pantalón! —respondió —. ¡Está feo que lo diga pero soy súper lechero!

Di otro trago largo a mi cubata. Con dos más así me lo habría acabado.

—¿Eres activo? —pregunté—. ¡Si no quieres no contestes!

—Sí. Pero no me importa si no hay penetración.

—¿Cómo? —dije. Parecía que habían subido el volumen de la música porque no le oía.

—¡Que me va el morbo, que penetrar no es lo único! —gritó.

Dejé el vaso vacío de mi cubata en la barra. Cogí su mano y la puse en mi nalga.

—Mira, yo no soy ni pollón ni huevón —le grité—, no tengo un gran físico. Solo te digo que me excita jugar.

Él mantuvo la mano manoseándome de una manera firme pero cuidadosa. La música atronadora y las luces láser empezaban a marearme. Quizá los tres cubatas que llevaba encima ayudaran un poco.

—¿Sabes qué me daría morbo ahora? —me gritó al oído—. ¡Me daría morbo perrearte!

—¡Me gustaría mucho! —dije.

—¡Pero no aquí! ¡En la pista, rodeados de la gente! ¡Ven!

Me cogió de la mano hasta la pista de baile, donde intentamos encontrar un sitio para estar juntos sin estar agobiados por la muchedumbre.

En el escenario, los gogós seguían meneando sus cuerpos musculosos en sus tangas, alzando sus brazos para mostrar unos poderosos torsos y unas axilas masculinas con poco vello.

Al final, Daniel decidió entrar entre el mogollón de gente. Yo le seguí hasta que se paró en el centro de la pista. Donde más apretujados estábamos, me pareció a mí.

Daniel sacó el móvil del bolsillo de su pantalón y escribió un mensaje. Me lo enseñó:

»Disfruta lo que quieras.

Cogí el aparato y escribí mi respuesta:

»Gracias, eres un tío guay.

Y añadí mi número de móvil.

No empecé directo. Primero admiré su culo. Era grande, más voluminoso que el mío y redondo como un par de sandías. Recuerdo que pensé que me encantaría ver cómo se pone el pantalón. Siempre me ha puesto muy cachondo ese esfuerzo ficticio que hacemos los culones para que nos entre la cintura del pantalón, como nos rebotan las nalgas cada vez que tiramos hacia arriba para vestirnos...

Luego acerqué mis manos con los dedos abiertos, para abarcar todo lo que pudiera sus nalgas. Pero eran mucho más grandes que mis manos, por lo que acabé sobándolas. Él se arqueó entre la gente para facilitarme la faena y eso me despertó la polla. Amplié mi sobada hasta sus caderas y lo atraje hacia mí. Al acomodar sus nalgas sobre mi paquete, empecé a frotarme. A cada movimiento una gota de precum me salía con una punzada de placer de la punta del pito.

La gente, a nuestro alrededor, parecía que pasaba de nosotros. Los que no grababan a los estripers, que eran la mayoría, iban a su bola. Entonces me separé lo que pude, porque había gente por todos lados. Él giró la cabeza. Le hice un gesto con la mano para que esperase.

Yo estaba incómodo. Necesitaba acomodarme la polla porque empezaba a tenerla dura. Me bajé la cremallera y me la saqué en mitad de la pista. También liberé mis huevos, que no son muy gordos pero me dan mucho placer cuando me los froto.

Volví a arrimarme al enorme culo de Daniel, esta vez aplastando mi polla y mis bolas suavemente contra sus nalgas embutidas en los jeans... Empecé mi frotamiento allí, en mitad de la pista, rodeados de gente que no paraba de moverse, de pasar por delante o detrás de nosotros, que a veces nos empujaban, bebidos, sudados, algunos descamisados.

Le agarré por la cintura y aceleré el ritmo del vaivén contra sus nalgas. Daniel colaboraba, meneándose a mi ritmo. Puse mi polla hacia arriba, justo en su raja. Las tenía las duras, pensé. Seguro que al tacto serían suaves, como masajear gelatina. Ese pensamiento me puso la polla un poco más dura. De un empujón de la descapullé... Sentí un gusto tremendo en los huevos.

Él, al notar mis movimientos, sacó el móvil y escribió:

»Disfrutas, eh cabroncete?

Empecé un movimiento lateral por su duro culo, apretándome al mismo tiempo las bolas, que tenía a rebosar.

Sentí que podía correrme así y paré. Daniel se volteó hacia mí.

—¿Todo bien? —gritó.

—¡Sí! —dije yo—. ¡Es que hace calor!

Daniel me la agarró con suavidad.

—¡No me extraña que estés acalorado! —me dijo, y se giró de nuevo para seguir frotando su perfecto culo contra mí.

Al cabo de un rato saqué mi móvil del bolsillo, escribí un mensaje y le toqué el hombro para mostrárselo:

»Estoy muy cachondo. Necesito correrme. No te importa?

Él me escribió:

»Fuera del mogollón. Vamos a una pared.

»En la pared?

»Más cómodo y más intenso. Hazme caso.

Leer su respuesta me puso más cachondo todavía quería sentir esa intensidad al acabar. Salimos de la multitud cogidos de la mano. Yo caminaba con la polla fuera, tapada con las faldas de la camisa. El movimiento de las piernas al caminar me hacía cosquillas en las bolas.

Nos detuvimos en un rincón oscuro, cerca de la puerta de los aseos. Nadie nos vería durante muchos segundos porque aquello era un continuo ir y venir. Por pudor, me guardé la polla dentro del pantalón, pero no subí la cremallera. Era incómodo, pero no tanto como para impedirme descargar en los eslips.

Me apoyé en la pared. Daniel se colocó delante de mí, con su culazo sobre mi paquete y sus anchas espaldas contra mi pecho. Lo separé un poco porque me arrepentí de haberme guardado la polla. Me la volví a sacar por la bragueta. Me daba igual si alguien nos pillaba, necesitaba correrme perreando su perfecto culazo. Cuando me la agarré para sacarla sentí un latigazo que casi me hace acabar ahí mismo. Llegar a ese momento justo en el que estás al límite me encanta. El momento en el que sabes que no puedes resistir más y que vas a explotar de gusto...

Daniel se pego a mí y empezó a menear las nalgas, pajeándome con un perreo que me tenía a punto de caramelo. En todo momento la presión que hacía sobre mí era perfecta.

Debía

tener mucha experiencia haciendo pajas con su culo y sentí un poco de envidia, pero también afortunado por estar viviendo un momento tan excitante.

Metí las manos en los bolsillos de sus pantalones. Un grupo de chicos pasó por delante y creo que uno notó que algo estábamos haciendo, pero se largó. Menos mal, era el peor momento para que los de seguridad nos echaran por exhibicionistas.

Con las manos en sus bolsillos lo apreté contra mí. Cerré los ojos. Me concentré en los movimientos de su culo perreándome, el peso de su espalda en mi pecho, el tacto de sus muslos que yo acariciaba a través de la tela. Me centré en mi placer, en apretar mis bolas, la punta babosa de mi polla. También lo morboso que sería que me lamiera el ano con su lengua...

No aguanté más y me corrí a chorros, con la polla y los huevos aplastados por su culazo enorme, redondo como dos lunas llenas, unas nalgas perfectas que se me restregaban como si no hubiera un mañana, exprimiéndome hasta que salieron las últimas gotas de lefa. Fue un placer muy intenso. Las piernas me temblaron. Como estaba entre la pared y su cuerpo no me caí. Menos mal.

Saqué las manos de sus bolsillos y le acaricié las tetillas. Él me seguía perreando, más suavemente. Tenía mi polla y las bolas vacías empapadas de leche.

Finalmente, Daniel se quedo quieto. Yo apoyé la cabeza en su espalda, todavía mareado, mientras recobraba el aliento.

Saqué mi móvil:

»No quiero llegar a más pero qué intenso

Se giró y me sonrió bajo su perilla.

—Gracias por esto, Daniel —grité—. ¡Menuda corrida, tío!

Él me dio un beso en los labios y dijo:

—¿Estás bien? ¿Quieres beber algo?

Asentí con la cabeza. Me guardé la polla y nos fuimos a la barra a pedir un gintonic para los dos. Yo, además, pedí una botella de agua que me cobraron a precio de oro, y que bebí de un trago.

Mientras nos ponían la copa, le pregunté a gritos.

—¿Tú te has corrido?

—Me he pajeado mientras te perreaba —gritó—. ¿Quieres comprobarlo?

—¡No, no!, ¡te creo! —contesté, y añadí: —¡Menudo espectáculo que hemos debido dar, ni el de los gogós!

Él sonrió. Me di cuenta de que era un osete de sonrisa fácil, cosa que hace a la gente muy atractiva.

—¡Ni lo pienses! —dijo—, ¡otro día serán otros!

Nos trajeron la copa, que pagué yo, y nos la bebimos en silencio, viendo a la gente bailar. Debía de ser muy tarde porque la pista ya no estaba tan llena. Tampoco vi rastro de Sergi. Quizá, si me había visto ocupado con Daniel, se había ido, aunque me lo hubiera dicho con un mensaje al móvil. Está feo que desaparezca sin más, aunque no se lo tengo en cuenta. A él se lo perdono todo.

Al rato nos miramos las braguetas. Las manchas de las corridas seguían estando ahí, pero si no te fijabas casi no se veían. Bueno, se veían un poco, pero ya estábamos agobiados del ambiente y decidimos salir. Daniel tenía aparcado su coche en una calle paralela. Le expliqué que había ido con un amigo que seguramente se había marchado ya.

—Volveré a casa en taxi —dije.

—Yo te llevo —se ofreció—, no seas bobo.

Subimos a su coche. Decidimos no poner música porque salíamos con los tímpanos atronados. Por el camino me contó que su familia no sabe nada de lo suyo, a excepción de su hermana, con quien tiene una relación de confianza y se lo cuenta todo.

Cuando llegamos a mi casa, paró el coche en un vado porque no había otro sitio mejor.

—Creo que mi hermana te caería bien —dijo.

—Si tiene un culo como el tuyo, seguro —dije.

—No tan experto.

—¿No le gusta perrear?

—Se lo podrías preguntar tú —contestó—, si quieres volver a verme.

Miré el reloj del salpicadero. Eran las cinco de la mañana. Pronto iba a amanecer.

—¿Por qué crees que te puse mi móvil en un mensaje? —dije—. Yo no te voy a pedir el tuyo. Así que depende de ti.

—También has puesto que no quieres llegar a más —dijo.

—¿Qué he puesto qué?

Me enseñó mi mensaje. Releí la frase dos veces hasta que capté su ambigüedad.

—Me refería a penetrar o que me penetraras, que con lo que estábamos haciendo estaba disfrutando lo suficiente.

—Es que cuando he leído que no quieres llegar a más, entendí que pasabas de volver a quedar. Pero como antes habías puesto tu número de móvil me confundiste.

—Perdona —dije—, es que entre el alcohol y que tenía la cabeza en tu culo no me expliqué.

—Qué listo. O sea que la culpa es de mi culo. Mira cómo he dejado el bóxer.

Se quitó el cinturón de seguridad. Luego se abrió el pantalón y bajó la cremallera. El bóxer era azul y tenía una mancha oscura que cubría la parte frontal casi por completo.

Yo desabroché mi pantalón para enseñarle el mío.

—Pues ya somos dos —dije—. Aunque parte de mi corrida la llevas tú atrás.

Nos quedamos un momento en silencio. Luego Daniel apagó el motor del coche y dijo:

—Sé que es tarde pero me gustaría una última cosa. Me encantaría que el próximo día te pajearas delante de mí hasta correrte dentro de mi bóxer —dijo mirándome fijamente.

Yo solo había visto algo así en una peli porno hetero, nunca en una homo.

—¿Con tu boxer puesto? —dije, para estar seguro de haberlo entendido.

—Sí. Y estar de fiesta con tu lefa en mi polla. ¿Te importaría? Me daría mucho morbo.

A mí me pareció otro juego morboso que quería probar.

—Vale. A tu hermana también. Correrme en sus bragas y que se las ponga. Vamos, si ella quiere.

—No pidas peras al olmo.

Nos despedimos con un beso largo y sensual. Quedamos en que me llamaría durante la semana para confirmarme si el sábado no tenía guardia en el hospital, para vernos.

Subí a casa y me desnudé. El bóxer estaba arrugado como un periódico viejo. Lo metí en el cubo de la ropa sucia. Entré a mear al baño. Tenía el capullo rojo de tanta fricción. Estaría dos o tres días sin tocarme, pero no me importaba. Acababa de tener una de las mejores corridas de mi vida en un sitio público. Me había quedado bien a gusto con ese culo perfecto perreándome.

Bajé la persiana para que la luz del día no me impidiera dormir. Puse el móvil a cargar en la mesita y me acosté. Esperé un rato hasta que me llegó el mensaje de Daniel. Ya estaba en casa. El mensaje acababa con un «ya nos veremos».

Ese «ya nos veremos»... No sé, no me sonó muy bien. Ojalá sean solo mis inseguridades, que me hacen dudar de todo.

También tenía otro mensaje de Sergi. Que no le esperara para volver, que estaba con sus colegas. Le contesté que ya estaba en casa y que tuviera mucho cuidado.