Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 9 y 10)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 9
En vilo, inquieto, pensativo, miraba mi teléfono o agudizaba el oído. Escuché entonces el inconfundible sonido del ascensor moviéndose y pensé que sería por ella, cuando mi móvil se iluminó: María me estaba llamando. Descolgué.
Se oía bastante ruido de fondo. Me costaba entenderla, por lo que tardé un poco en darme cuenta de que me estaba preguntando si estaba despierto y con ganas de salir.
—¿Qué? ¿Ahora? ¿A dónde? —pregunté descolocado.
María me contaba que estaba en un local, que Carlos se acababa de ir y que iba a llamar a un taxi, pero que después pensó que no le apetecía ir a casa y, que si yo quería, fuera a donde ella estaba.
—¿Pero estás sola?
—Sí… Venga. Anímate. Arréglate.
Fui hacia el dormitorio, dejé el teléfono en manos libres, sobre la cama, mientras me vestía, y ella me contaba que Carlos había tenido que ir a recoger a su hijo pequeño, de unos catorce o quince años, ya que era la hora máxima hasta la que le permitía salir por la noche, que se habían despedido y que finalmente ella no había cogido el taxi.
Me resultaba un poco extraño aquel plan de María y que estuviera dispuesta a tener que esperarme unos veinte minutos, a quedarse allí sola, pero parecía sorprendentemente animada.
—¿Pero ha pasado algo? ¿Algo interesante? —le preguntaba mientras salía de casa.
—Ahora te cuento, venga. Conduce con cuidado. No tengas prisa.
—Pero, adelántame algo.
—Te adelanto que ha pasado algo… de lo que no sé si me arrepiento ahora.
—¿En serio?
—Sí, venga. Te cuelgo, que se me va agotar la batería.
Conduciendo hacia aquel local, que estaba cerca de donde había quedado con Carlos, por lo que deduje que habrían tomado una copa en cada uno de los dos sitios, pensaba en qué podría ser aquello de lo que se pudiera arrepentir, a la vez que intentaba verbalizar, en voz alta, solo, en el coche, las palabras justas y adecuadas con las que confesaría la visita de Begoña.
Aparqué, y, a medida que me acercaba a aquella cocktelería, me imaginaba un tocamiento permitido… o algo que pudiera dar respuesta a aquel hipotético arrepentimiento de María.
El local estaba bastante vacío. En seguida la vi, en la barra. Y me extrañó que nadie estuviera probando suerte. Sentada en un taburete, con un traje de chaqueta y falda azul oscuro y una camisa sedosa de un tono también azul, pero más claro, me daba la bienvenida con gesto enigmático y sereno.
—Pues sí que te has arreglado —me dijo, sin hacer amago de darme un beso.
—Bueno… una camisa… un pantalón… Este sitio es bastante pijo.
Me pedí una copa y vi que ella tenía su cocktail por la mitad. Había una calma tensa. La había visto hacer cosas increíbles, pero eso no impedía que me pusiera nervioso al recrear en mi mente tocamientos que se pudieran haber producido. Si bien, por otro lado, me parecía que tenía tan claro aquello de “no tocar” que me sorprendía que hubiera pasado algo.
María no tardó en empezar a contarme cómo inicialmente habían hablado un poco de temas de trabajo, pero que en seguida la conversación había tomado derroteros más personales.
—¿Y la gente? ¿Os miraba? —Interrumpí.
—Pues… Sí… La verdad es que… Igual no tan descarado como aquella noche con Marcos… pero sí nos miraban… Es más… Bueno, es que eran casi todo parejas donde estábamos. Aunque él me llevó a una mesa alta que estaba un poco apartada, como un reservado, pero sin serlo… —María hablaba, con calma, con su melena espesa y con la americana abierta, con su busto marcando un abultamiento imponente a pesar de la holgura de la camisa… Estaba… muy muy atractiva, cohibida, pero poderosa— Y… —prosiguió— curiosamente quién me miró más fijamente fue una chica… espectacular, alta, rubia, yo creo que era rusa, o del este… que estaba con un hombre mayor, también… Me miró en plan… no sé…
—¿En plan?
—Pues… en plan… conexión… o en plan… empatía… como un… “sí… yo también voy a pagar esta cena o estas copas después…”
—¿Pero era... prostituta o algo?
—No lo sé… Igual no. Bueno, no a cambio de dinero, digamos. Como un… tren de vida a cambio de algo, ya sabes. Y… bueno, eso tuvo su punto. No sé. Y algún chico también. Es… como sucio, ¿sabes? Que crean que estás accediendo a una cita o a una cena o a… lo que sea… a cambio de… eso.
—Ya… —dije, indudablemente excitado. Imaginándome a María, caminando hacia aquel reservado con aquel hombre mayor, diciéndole a todo el local, con su estilo altivo y su caminar orgulloso, que no se avergonzaba de acceder a que la follara aquel viejo, si aquello le reportaba otras cosas.
Después me contó que Carlos había sido encantador, que tenía mucha conversación, que había presumido un poco de más de cómo le iba en la vida, pero que a la vez había mostrado una parte muy humana cuando había hablado de su divorcio y de sus dos hijas y de su hijo.
Hablaba de él de una forma sorprendente, como si hubieran conectado de una forma espontánea y súbita, lo cual no era habitual en ella, siempre tan seca, al menos hasta que no hubiera confianza. Pero yo ardía en deseos porque me contara aquello que me tenía en vilo. Además, estaba decidido a que cuando ella terminara, yo le contaría lo de Begoña.
—Y… bueno… —prosiguió— aquí es donde llega lo… importante —dijo, mientras se quitaba su chaqueta y la posaba con cuidado sobre sus piernas cruzadas. Inmediatamente después se remangaba la camisa al tiempo que preguntaba retóricamente sobre si pedirse otro cocktail.
El camarero le servía su bebida, y yo, nervioso, observaba su lenguaje gestual, su escote y cómo se retiraba el pelo de la cara y lo colocaba detrás de sus orejas de cuando en cuando.
—Estás muy guapa —dije sin pensar.
—Tú también —respondió de inmediato, reconfortándome, pero a la vez haciéndome sentir extraño.
—Pero… ¿es fuerte lo que pasó? —pregunté.
—Te cuento —dijo ya con su bebida y de nuevo completamente girada hacia mí— Pues… el caso es que empezamos a hablar de locales, de locales que estuvieran de moda… y… no sé cómo empezamos a hablar de un local que hay por aquí que es de intercambios… de… intercambios de parejas ¿Sabes?
—Sí… sí… creo que sé cual es.
—Pues… nada… en esto que yo le dije algo en plan… Claro… imagínate… ese tema… con el bagaje de locuras que llevamos…
—Ya…
—Pues nada… que no sé por qué le pregunté si él había ido. Y me respondió que… Bueno, como que se rio y me dijo que es que no tenía con quién. Y yo le dije que la gente se aburría mucho, y él me dijo que no era cuestión de eso, sino de oportunidades, y de que si hay más colores por qué pintar siempre de azul, no sé, algo así. Pero en plan muy distendido. Como que no le daba importancia. Cuando, sin… no sé… sin esperarlo… y sin venir a cuento… sin nada que ver… me soltó algo en plan que sabía que yo no tenía interés en él, y que lo de quedar por temas de trabajo… que no se sostenía… Vamos, que me vino a preguntar qué hacía allí con él. Imagínate…
María esperaba mi reacción, pero yo solo quería que siguiera hablando.
—Y… no sé… Creo que desde el primer momento me… aportó tranquilidad. No sé. O que no le daba importancia a nada… El caso es que se lo conté.
—¿Qué? ¿El qué?
—Eso… No sé cómo se lo dije… Pero… no sé… Igual tenía ganas de sacarlo, de contárselo a alguien que fuera… que no fuera una amiga. El caso es que le dije algo así como que tú y yo… que eso, que somos una pareja que a veces hace cosas raras… y que vimos morboso que quedara con él… sentir el deseo de otra persona, sin permitir que pasase nada. No sé. Es que no sé qué le dije. Yo no me creía estar contándoselo, pero él… no sé, tan tranquilo, ¿sabes? Ni le molestó por sentirse utilizado, ni le pareció una locura. Nada.
Yo no daba crédito a que María, siempre tan hermética, le confesara aquello.
—¿Y? ¿Pero te diría algo?
—Pues… —dijo pensativa— me preguntó si poníamos reglas, que las parejas solían poner reglas en esas cosas. Y le dije que había dos: que nadie me tocara y que todo el… morbo que sacásemos de la situación… sería para disfrutarlo nosotros en casa como pareja. Y… me pidió que le contara bien… el juego… y le dije que eso, que… encontrábamos morbo en que quedase con otra persona, a poder ser… algo mayor… para que quién nos viese me juzgase… y que la persona en cuestión llegase a pensar que podría tener algo conmigo. Y entonces me preguntó cuántas veces lo habíamos hecho, y le tuve que medio mentir, y decir que varias, que pocas, porque… realmente… así, a propósito, es la primera vez que lo hacemos, aunque… hemos hecho cosas peores… pero que… obviamente, sí que no se las iba a contar.
—Joder… qué fuerte… Y si… ¿Y si dice algo?
—¿Que si se lo cuenta a alguien? ¿A alguien del despacho? No va a decir nada, Pablo. Está… en otra onda… No es un crío… Sabe lo que es una conversación de adultos. No sé. No sé cómo explicarlo. Pero no me lo imagino contándolo por ahí. ¿Y sabes qué? Bueno, él se tenía que ir, ya me había dicho al principio que antes de la una se tenía que ir a buscar a su hijo, pero me dijo que quería volver a quedar. Además los tres. Quería quedar mañana por la noche.
—¿Qué?
—Sí, que te quería conocer y no sé qué.
—¿Y qué le has dicho?
—Que no. Ya sabes que mañana me voy a casa de mis padres. No me escuchas. Lo sabes desde el martes.
—Y… ¿Tienes que ir? ¿No puedes ir otro fin de semana?
—No, Pablo.
Se hizo entonces un silencio que yo rompí súbitamente:
—Pero… ¿Y está bueno?
María hizo un gesto de contrariedad, como dándome por imposible, y respondió:
—Es mayor.
—¿Pero está bueno para ser mayor?
—No sé… igual es atractivo para su edad, yo qué sé... —respondía ella, siempre con aquella coletilla que me impedía esclarecer del todo lo que pensaba físicamente de él.
—¿Y… te miró… o sea… las tetas, el culo, algo? —pregunté.
—No. La verdad es que no.
—¿Ni las piernas? ¿Nada?
—No.
—Joder… —suspiré decepcionado— ¿Y qué más hablasteis?
—Nada, eso. Es que ese tema salió al final. Y él se tenía que ir. Se disculpó. Me dijo que me llamaba a un taxi. Le dije que lo llamaba yo. Me dijo que no me iba a dejar allí sola… Así que salimos… llamé al taxi… Le dije que se fuera, que mi taxi venía en seguida. Nos despedimos y ya.
—¿Y la despedida?
—¿La despedida…? Ah, es verdad —dijo haciendo memoria— nos íbamos a dar dos besos, pero él se negó… y dijo algo en plan… “no, no, sin tocar” y nada, nos reímos y se fue.
Nos quedamos callados. Bebimos de nuestras copas y yo intentaba ordenar todo aquello a la vez que sabía que aquel silencio marcaba que yo debía hablar de Begoña. Sin embargo, comencé a temer que, al contárselo, tirase todo lo de Carlos por la borda. Que una compañera de trabajo, a la que vería cada día… supiera lo suyo con Edu… sin duda haría que todo lo relacionado con nuestros juegos morbosos cayera de nuevo en el saco de lo nocivo y peligroso.
La observaba, con su cruce de piernas y su lenguaje gestual tan característico, y comencé a pensar en que me llamaba la atención el nuevo matiz de que le resultara atrayente, y a mí también, no solo el morbo del contraste físico, de ella con alguien feo o mayor, sino con el añadido de ser alguien con dinero o poder.
—¿Quieres volver a quedar con él? ¿Conmigo…? ¿Sin mí…? ¿Cómo sea…? —pregunté.
—No sé, Pablo. No le veo demasiado sentido una vez sabe el motivo por el cual quedé con él. No tendría demasiado punto ya, ¿no?
—No, no sé… si dices que te cayó bien…
—Sí… también me cae gente bien que no me lleva veinte años y no es cliente del despacho. Aguanta, voy al aseo —dijo dándome su bolso.
—Espera, ¿tienes foto?
—¿De qué?
—Pues de él.
—¿Cómo voy a tener foto? Bueno, igual la del contacto en el móvil. Está en el bolso. Guarda el contacto a ver si tiene foto —dijo mientras se marchaba hacia el baño.
Me hice con su teléfono y recordé a Begoña y su interés porque rebuscase ahí. No pude evitar echar una mirada rápida a sus conversaciones. Nada de Edu… Nada de Roberto, Nada de Álvaro… Nada de nadie. Había borrado todo. Sí estaba la conversación con Carlos, con su contacto aún sin agregar. Lo agregué, llamándole “Carlos cita”, pues supuse que tendría varios nombres como el suyo, y para mi desgracia, su foto consistía en el logo y el nombre de algún local o restaurante.
María volvió del cuarto de baño y pude contemplar cómo varios cuellos se giraron. Estaba radiante. No dejaba de ser curiosa aquella especie de liberación suya por haber confesado superficialmente aquello a un desconocido. Si bien, si no tenía pensado volver a quedar con él… no tenía ya excusa para no contarle lo de Begoña.
En ese momento su móvil se iluminó y leí, casi como acto reflejo:
Carlos cita: “Lo he pasado muy bien. Además, tienes unos secretos muy curiosos. En serio me gustaría volver a quedar. Sin tocar, claro.”
Se lo di a leer a María y estudié su reacción. A medio camino entre la extrañeza y la complacencia. Desde luego aquel mensaje no la había molestado.
—¿Qué le respondes?
—Ya le responderé mañana. ¿Carlos cita? Estás fatal...
—¿Y qué le vas a decir?
—No sé. Ya veré. ¿Nos vamos a casa? —dijo, bajándose del taburete.
—Vale… ¿Y una vez allí qué? —pregunté, inclinándome hacia ella.
—Pues… no lo sé…
Me bajé también de mi asiento, me acerqué un poco… miré su escote… el nacimiento de sus pechos… Si miraba fijamente podía vislumbrar sus pezones… No me contuve… y busqué su boca con la mía… Nuestros labios se tocaron. Noté los suyos muy fríos, y ella cortó el beso en seguida, como hacía cuando yo le producía algo de rechazo. Y de golpe sentí felicidad. Aquella alegría sórdida y masoquista del rechazo. María me rechazaba porque otra cosa la excitaba más y eso la frustraba.
—Allí, en casa, me pongo el arnés y soy Carlos… ¿Qué te parece?
—No sé…
—¿No sabes?
—No sé… esa… polla de goma es muy grande y muy dura para un hombre mayor, ¿no? —replicó, jugando, en mi oído, los dos de pie.
—Seguro que se la pusiste tan dura o más esta noche. Ahora se estará haciendo una paja increíble mientras espera tu respuesta. Solo dime si está bueno o no. ¿Cómo iba vestido?
—De traje.
—¿En serio?
—Sí. ¿Sabes qué?
—¿Qué?
—Nada.
—No, dime.
—Pues que… le… quedaba muy bien… el traje…. En casa te puedes poner un traje, ¿no?
—¿Traje y arnés?
—Sí, no sé, no es tan difícil, ¿no? Te… sacas… eso… del arnés por la cremallera del pantalón. ¿Te parece? —preguntó, no ruborizada, sino más bien algo incómoda, como si no le gustara descubrirse, pero yo casi la obligaba a que plasmara con precisión sus pretensiones.
—Me parece. Y me parece que me estás diciendo indirectamente que el señor ese… está bueno —dije pegando mi cara a la suya. Buscando su rechazo y buscando acariciar primero su vientre, para ir subiendo después.
—Tú ponte eso… el traje y lo otro, ¿vale?
—Vale, ¿algo más? —dije forzando, acariciando un pecho sobre su camisa, buscando soltar un botón… notando el tacto de aquella seda azulada en las yemas de mis dedos y el poder subyacente de su teta férreamente oculta.
—¡Para! —protestó.
—¿Para, qué?
—Para, que no me toques aquí… No seas guarro... —replicó, apartando mi mano, fingiendo pudor por estar en un sitio público, pero era rechazo por mí, y quizás también su latente morbo por humillarme, el motivo real de su desplante
Me eché un poco hacia atrás. Había creído que no, pero sí había conseguido desabrochar aquel botón, por lo que su escote se hizo vertiginoso, lo cual cambiaba todo: de inaccesible e imposible ejecutiva a mujer fatal con la que se podría probar suerte. Además, María estaba sonrojada. Y sí, en aquel momento sus pezones marcaban su sujetador y su camisa, sutilmente, pero lo suficiente como para delatarla. Se había puesto cachonda imaginando aquel contexto en el que yo era Carlos y mi polla enorme y de goma, asomaba imponente por la cremallera del pantalón de traje.
—¿Te pone imaginarlo? —pregunté.
—¿El qué?
—Que te folla ese viejo. Por eso esos calores que te han entrado.
—No me ha entrado ningún calor.
—Te pone. Si no... no me hubieras dicho lo del traje. No pasa nada tampoco, ya a estas alturas.
—Ya veremos si me pone. Aún no lo sé —respondió, y llamó la atención del camarero para que nos cobrara.
Me fui entonces al aseo, pensando que nuestra noche, fuera de nuestra guarida, ya no daría más de sí, pero estaba muy equivocado.
CAPÍTULO 10
Una vez en el cuarto de baño pensaba en si lo que estaba sucediendo era lo que queríamos, lo que quería María, o si era una especie de arreglo o apaño para no complicarnos más la vida. Era difícil de saber, pues aún estaba latente el susto de sentir que la perdía y seguramente quedaba en ella aún un poso de desencanto por mi traición.
Salí del aseo, suponiendo una María, de pie, junto a la barra, esperando por mí, pero me encontré a una María, sí de pie y junto a la barra, pero acompañada de tres personas.
Tardé una décima de segundo en darme cuenta de que no eran gente conocida, que había sido literalmente asaltada, por dos chicos y una chica, los tres bien vestidos y aproximadamente de nuestra edad. Me puse alto tenso y no quise intervenir, quise estudiar la situación, quise intentar deducir qué sucedía: no podía saber si los tres eran amigos o si ella era pareja de uno de ellos, lo que estaba claro era que el más alto tomaba la iniciativa, hablándole cerca a María, lo cual no parecía demasiado necesario, pues tampoco la música obligaba a alzar la voz.
Yo, frente a ellos, apartado, a unos tres metros, contemplaba cómo ella, con su bolso colgado de su hombro izquierdo y con su chaqueta colgada de su brazo de derecho, recibía aquel acoso, por lo que se formaban dos parejas, y todo aquello sin haber cerrado ella aquel botón que yo había soltado.
María me miró fugazmente mientras aquel hombre espigado juntaba su cara con la de ella y le hablaba al oído. Y volví a sentir aquel cosquilleo de verla atacada. La rojez de sus mejillas no había descendido desde que la había abandonado allí, habiendo dejado en su imaginación la idea de ser follada aquella noche, no por mí, sino por el arnés, disfrazado de aquel viejo inmodesto y pudiente.
Miré a mi alrededor y fui consciente entonces de que el ambiente era extraño. Había grupos de amigos, vestidos como si vinieran directamente de sus oficinas, pero también había parejas que no parecían tener demasiada confianza. Primeras citas… segundas citas… y algo me decía que también parejas no del todo lícitas, que alguna casada o algún casado estaba allí, disfrutando, no del delito, sino de la preparación del mismo, lo cual podría llegar a ser incluso más ansiado que el delito en sí.
Volví a mirarles. El botón seguía cruelmente desabrochado y el escote era una incitación abusiva. El chico gesticulaba, como si no quisiera darle a ella un respiro que pudiera desembocar en una despedida.
Ella se remangaba una camisa ya remangada, apuraba una copa ya acabada y ladeaba su cabeza para permitir que él llevara su boca a su oreja, con una mezcla de dejarse querer y de desidia que yo nunca alcanzaba a entender cómo podía moverse con aquella maestría sobre esa línea. Cada avance de él era una mirada a su escote y acompañaba la maniobra con sutiles movimientos de una de sus manos que aterrizaba sobre la cintura de ella. Y ella se dejaba. Se dejaba acosar. Se dejaba mirar… y yo entendí entonces lo que estaba pasando: y es que sin duda había estado a gusto con Carlos, sin duda había agradecido y había disfrutado de su galantería, de su corrección, de su cercanía y de su saber estar, pero se había quedado con las ganas de gustar de otra manera, de sentir el deseo sucio en los ojos de otra persona, de sentir la mirada indecente, de sentir el acoso más animal, más grosero, más torpe. De sentir la necesidad sexual en la otra parte, de sentir que su interlocutor la quería follar… de ver en los ojos del otro el apetito, el capricho, y la esperanza ingenua de lo que pudiera suceder. Y allí ella se movía mejor, se sentía más poderosa, mostrando aquel desdén y aquella inapetencia déspota, mostrando displicencia y chulería. Si para colmo había casualmente un escote que pudiera llevar a engaño al pretendiente, la emboscada era aún más perfecta.
Vi que tenía su teléfono móvil en la mano, por lo que le escribí:
—¿Quieres que me vaya?
Yo apenas tenía esperanzas y entonces me di cuenta de que no había avanzado nada. De que volvía a querer que pasara todo.
Ella miró su teléfono y, mientras el chico se servía su copa y le daba un respiro, respondió:
—Sal fuera. Voy en dos minutos.
Obedecí, nervioso, no sin antes echar una última mirada, y ver cómo volvía las mangas de su camisa hasta su sitio, se ponía la chaqueta y se llevaba las manos a la nuca para dejar caer hacia atrás, con un movimiento exagerado, toda su melena por la espalda. Su botón no lo tocaba, y el escote casi parecía aún más inapropiado y fuera de lugar al haberse tapado todo menos precisamente un canalillo que tenía poco de diminutivo.
Una vez fuera imaginé un intento de beso, desesperado, al ver que ella se le iba, y estuve tentado de volver a entrar. No sabía qué hacer. Aquel dichoso “y si” volvía a acosarme, y era dichoso tanto por intenso como por ansiado. No era capaz, otra vez, de mantener tantos frentes abiertos, de desear que aquel chico la besara, de desear llegar a casa para follarla fingiendo ser Carlos, y de tener a la vez que confesarle que Begoña sabía cosas que no debería saber.
En aquel caos especulativo me encontraba cuando me giré y la vi salir, sola, cerrándose ahora sí aquel botón, como si tal cosa, situándose, sin pretenderlo, o sí, por encima de todo el sexo masculino; como un todo, hombres débiles que, solo por aquella nimiedad, solo por un botón de más, se alborotan y excitan como animales en celo.
—Bueno… ¿Qué tal? —pregunté, acercándome con intenciones poco castas.
—Bien.
—¿Intentó besarte?
—¿Qué?
—Que si intentó besarte.
—¿Qué? ¿Qué dices? Estás loco… —dijo, apartándome un poco.
Acorté aquella distancia que ella había conseguido y la quise besar. Conseguí que nuestros labios se tocaran. Y de nuevo aquel rechazo.
—Para. Venga. No seas baboso. ¿Dónde está el coche?
—¿Has puesto a tono al chico…? Dime —casi le imploré que al menos me diera algo.
—Qué va. No digas chorradas —respondió, fustigándome, haciéndome sentir entonces pequeño, tan pequeño que yo lo disfrutaba.
Supe que ella no iba a profundizar en las miradas sucias de aquel chico, pues tenía en mente un juego más potente. Su prisa revelaba que lo que haríamos en casa podría ser especialmente intenso.
Conduciendo hacia casa pensé en cómo había hablado de Carlos y aquella locura de confesarle nuestro juego. También cómo rápidamente había accedido a fantasear con él, y recordé aquel hombre, también mayor, de nuestro viaje a Estados Unidos. Pensé que quizás hubiera estado fallando el tiro con chicos jóvenes o de nuestra edad, cuando ella sentía una atracción extraña por hombres mayores. Para variar, no tardé en soltar mi inquietud de una manera algo obtusa.
—María… ¿Te acuerdas de aquel señor de Estados Unidos? ¿Era más atractivo que Carlos?
Se mantuvo en silencio. Yo miraba hacia la carretera y no sabía si me daba por imposible y no se iba a dignar a contestar o si estaba dudando qué responder.
—No lo sé, Pablo… Si te digo la verdad no recuerdo muy bien cómo era.
Cogió entonces su teléfono y dije:
—Venga. Respóndele a Carlos. Es más infantil tardar a propósito en responderle que hacerlo ahora.
—No es a propósito. Es que mira que horas son.
Le insistí entonces, hasta ser consciente yo mismo de estar resultando cansino.
Cuando creí que acabaría optando por ignorarme y dejarme hablando solo, escuché:
—Está bien… —casi resopló— y vi de reojo cómo tecleaba.
—¿Qué le pones?
—Le pongo… “yo también lo he pasado bien?” ¿Contento?
Me quedé un instante callado. Lo cierto era que no esperaba que le respondiera algo con mucho más contenido. Y comencé a imaginar qué sucedería al llegar a casa… Hasta qué punto ella se entregaría… Si me llamaría Carlos mientras la follase con el arnés… Cómo podría hacer yo para meterme en el papel… Si me permitiría besarla o si me daría la alegría de no permitírmelo.
—Me ha escrito otra vez —dijo entonces María.
—¿Ah, sí? ¿Qué te ha puesto?
—¿Te leo?
—Sí —respondí con un pequeño cosquilleo.
—Me dice: Ya he dejado a mi hijo con su madre. Que no te parezca mal si te digo que me ha sabido a poco la noche. Ojalá estuvieras aún por ahí. Aunque supongo que ya estarás con tu novio en casa.
Me pareció un poco extraño, algo precipitado, pues me daba la sensación de ser de los que marcan bien los tiempos. Si bien yo era consciente de lo que era María, sin duda alguien con quién hacer excepciones o cometer errores por impaciencia.
Le iba a preguntar a María sobre si le iba a responder cuando vi cómo le escribía.
—¿Qué le pones?
—Nada, le digo que ha acertado en que estoy contigo, pero no en que esté en casa.
María bloqueó el móvil, pero inmediatamente se iluminó. Lo desbloqueó y leyó en voz alta:
—Pues por qué no quedamos ahora los tres.
—¿En serio? —pregunté aún más sorprendido.
—Sí… Parece que tiene más ganas de conocerte a ti que de volver a quedar conmigo, ¿no? —dijo al tiempo que tecleaba.
—¿Qué le respondes?
—Buenas noches —respondió.
—¿Así? Tal cual.
—Sí.
Antes de que pudiera empezar a lamentarme, pues sin duda me atraía la idea de quedar los tres, el teléfono de María se volvió a iluminar. Carlos la estaba llamando. María descolgó y, tras varias evasivas, ella dejó de hablar, y después preguntó:
—A ver... No sé… Es un poco tarde. ¿Eso donde es?
La miré, con las piernas cruzadas, mostrando así bastante muslo, muslo que quizás hubiera visto Carlos en idéntica situación, quizás por eso aquella precipitación… Y con el cinturón de seguridad encajado entre sus pechos, y con un gesto que pretendía ser indolente, pero que solo conseguía hacerla más deseable. Y con un rubor en sus mejillas de quién se sabe codiciada y no le acaba de desagradar esa ambición, y no para sucumbir ante ella, sino para lidiarla con autoridad, poder y hasta sadismo.