Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 7 y 8)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 7

—Quién quiera que sea no lo tienes en la agenda —dije.

Ella detuvo entonces su sentida y sutil cabalgada, con cara de extrañeza.

—Qué raro. ¿Y qué dice? —preguntó, mostrándome que no tenía nada que ocultar, y yo, aún con mi miembro dentro de su cuerpo, los dos prácticamente quietos, alargué mi mano, cogí su teléfono y se lo di. Sin mirar la pantalla.

Su cara de no entender nada llegó incluso a acentuarse.

—Pues no sé quién es.

—¿Pero qué dice?

—Dice: Perdona que te moleste a estas horas, pero podríamos quedar para comer mañana y me explicas lo de las tarifas.

—¿Qué tarifas? —pregunté.

—Ah, vale. Ostrás… Madre mía… lo de la secretaria esta es de coña, le da mi número a todo el mundo o qué. Ya sé quién es.

—¿Quién?

—Nadie. Un cliente. Un señor. Carlos… O Juan Carlos, no sé… Un pesado… Que primero vino con que igual no renovaba la marca… y ahora que viene con otra o que cambia el logo o yo qué sé. Ya le dije que yo no llevo propiedad industrial, pero dice que quién lo lleva no le gusta. Vamos, un pesado.

—¿Y esto de quedar?

—Pues alguna vez me ha dicho... Se planta por allí sobre la una y no es la primera vez que me dice… algo así como… “bajamos a comer y lo hablamos”, pero claro... es que no como con clientes porque sí, y para colmo que yo no llevo eso.

—Si no llevas esos temas entonces está claro por qué quiere quedar.

María no respondió a eso. No parecía interesada en seguir con el tema.

—¿Y qué le vas a responder? —pregunté.

—Nada, no son horas para escribirle a nadie. De escribirme él a mí, digo. Mañana hablaré con la chica de recepción.

Tras un breve silencio, le escuché decir:

—Se te está muriendo… ahí… tu cosa… —dijo dejando caer el teléfono sobre la cama.

—Normal… has parado.

Me miró entonces, desafiante, liberó uno de los tirantes de su camisón y lo dejó caer sutilmente. Su escote se hizo hipnóticamente obsceno… y alargué mi mano y liberé una de sus tetas, gracias al permiso que me daba aquel tirante caído. Solo por el hecho del tacto de su pecho, de acariciarlo y liberarlo, mi miembro recobró su máxima dureza y María pudo entonces montarlo de nuevo, reiniciando aquella cadencia de su cadera, adelante y atrás.

Me cabalgaba mirándome fijamente a los ojos y yo miraba su cara morbosa, su teta libre y su teta tapada, y, no contento con el festín que me proporcionaba mi vista, recogía a veces la parte baja de su camisón, como si buscara debajo de un mantel, y me deleitaba con la visión de su coño engullendo mi miembro por completo.

—Cierra los ojos —dije solapando mis voz con sus leves suspiros.

Ella dejó caer entonces sus párpados, dispuesta a entregarse a su placer, pero yo tenía otros planes:

—Ahora dime cómo es el tal Carlos, ese.

—Uff… ¿te lo tengo que decir ahora?

—Sí… mientras te mueves así… con los ojos cerrados…

—Eres muy listo, tú… —replicó, sabiendo seguramente desde el primer instante por dónde iba yo.

Quizás para cumplirme el capricho, quizás para no romper el aura tierna que habíamos creado, María, sin abrir los ojos y manteniendo de forma impecable aquel ritmo lento, dijo:

—Pues… es un hombre mayor… cincuenta y pico… tiene casi todo el pelo blanco… así… en plan engominado… algo para atrás… Se cuida… no sé… Está metido en algo de hoteles y algunos restaurantes… No sé si son suyos o es socio…

—¿Está casado?

—No sé… No creo… Me tiene pinta de divorciado…

—¿Y eso? ¿Cómo es esa pinta?

—No sé… actitudes…

—¿Y qué más?

—Mmm… pues está moreno….

—¿Está bueno?

—Es un... viejo.

—¿Pero está bueno?

—No sé… igual fue guapo, sí.

—Y tiene pasta.

—Tiene dinero, sí…

María me montaba, desprendiendo un erotismo inenarrable. Con aquella teta cubierta por el camisón, pero reventando la seda con su pezón, y con su otra teta libre, pura, desnuda, con aquella areola majestuosa.

Yo hacía esfuerzos casi inhumanos por no correrme, a pesar de que el roce era mínimo.

—Vamos, respóndele —proseguí— queda con él. Solo es una comida de trabajo. Habrás tenido unas cuantas.

—Ya sé por donde vas… Y vas un poco rápido, ¿no?

—No…

—Sí… vas un poco rápido para retomar este tipo de cosas… hace no mucho estabas llorando para que no te dejase… —dijo, abriendo los ojos, burlona.

—No seas mala…

—Es que es pronto, Pablo. Vamos a dejarlo estar. Hasta el verano, o así.

—Venga, no es ni pronto ni tarde. Ha surgido así.

—No ha surgido nada… —dijo, recogiendo aquel tirante caído, cubriendo su pecho, pero manteniendo aquel ritmo sentido.

—Bueno, ya me entiendes, es justo lo que habíamos hablado de dejarte ver con alguien, que la gente alucine. Es morboso…

—No sé…

—Vamos… es una comida de trabajo. No tiene más. En el fondo sabes que es una tontería enorme… Sobre todo después de las cosas que…

—Vale… —interrumpió— es una chorrada comer con él, sí —dijo deteniendo su cabalgada, mostrando algo de hastío, como si quisiera contentarme solo para seguir con el acto sexual, tranquila.

—¿Le escribes? —dije buscando su teléfono, que yacía a mi lado.

—Escríbele tú ya… Ponle… vale, comemos mañana. Ah, no, espera. Mañana no puedo. Tenemos reunión a la una. Dile que pasado mañana. Que, por cierto, es la despedida de Edu.

—¿Ah, sí? ¿Donde? ¿Vas a ir?

—En una cervecería. Por supuesto que no voy a ir. El viernes por la tarde en el despacho será la última vez que le vea.

—¿Entonces qué le pongo?

—Ponle: mañana no puedo, comemos el viernes.

Escribí exactamente eso y, mientras María reiniciaba la marcha, leí en voz alta la respuesta de aquel señor:

—El viernes como con mi hija, es mi cumpleaños. Y tengo cena también. Pero podemos tomar un cocktail sobre las once. Solo te robaría una horita.

—¿En serio ha puesto eso? —preguntó, sorprendida, deteniéndose de nuevo.

—Literal.

—Madre mía.

—Dile que sí. Es perfecto. Además cuadra bien.

—¿Qué cuadra bien?

—Pues que justo en el momento en que Edu está en su fiesta, o lo que sea, tú estás haciendo un juego pero inofensivo y controlado… para ti y para mí… Es hasta justicia poética.

—¿Justicia poética eso? Se te va…

—Venga…

Se hizo un silencio. Esperaba su respuesta, pero no se producía. Ella volvió a cerrar los ojos y volvió a cabalgarme, sin embargo pronto aumentó el ritmo e, instantes más tarde, cambió su movimiento de adelante y atrás por el de arriba y abajo, cosa que me extrañó pues ella siempre había preferido el otro recorrido.

Yo llevaba mis manos a su culo, para ayudarla en aquel sube y baja, pero era inevitable que cada poco tiempo su cuerpo se saliera por el reducido tamaño de mi miembro. Cada vez que se salía, yo miraba hacia abajo y veía aquel coño, colosal, abierto, que no entendía por qué tenía que enfrentarse de nuevo a aquel rival exiguo e insuficiente.

Ni con la ayuda de sus dedos rozando su clítoris parecía cerca de alcanzar su orgasmo. Su sexo se movía ya en unas dimensiones que a mí me impedían notar absolutamente nada, así que le pedí que se tumbara boca arriba, recogí un poco su camisón y recordé nuestra primera noche de sexo, aquella en la que me afané durante bastante tiempo, con mi cara entre sus piernas.

Ella no rehuyó de mi maniobra, entendiendo que, sin fantasías, ni juguetes, seguramente era su única forma de explotar. Y me volqué, separando sus labios con mis dedos, lamiendo con dulzura sobre su sexo, golpeando su clítoris con mi lengua… succionando aquel punto y dejando brotar saliva por la entrada… hasta que comencé a notar cómo su respiración se agitaba y como una de sus manos bajaba a acariciar mi pelo.

Sus resoplidos me recompensaban, pero más lo hacía el sabor de su sexo en mi boca, así como el sonido encharcado de su coño. Me volvía loco y disfrutaba de aquel sabor, de aquel olor y de sus espasmos… y, cuando la sentí cerca de llegar a su clímax, me retiré un poco.

—Venga, escríbele —dije.

—Eres un idiota… —resopló… y cogió un poco de aire.

Nos miramos. Sus piernas abiertas. Su coño abierto. Su camisón recogido. Su cara acalorada.

—Venga…

Cogió entonces su móvil.

—¿Qué le pones? —pregunté.

—Le pongo: “vale, el viernes tomamos algo” —dijo al tiempo que tecleaba.

—¿Nada más? ¿No le pones que así celebráis bien el cumple?

—Vete a la mierda…

Volví a reptar hasta recuperar el sabor, el olor y el tacto de aquel sexo enrojecido. Separé más sus piernas, acaricié sus muslos y alargué mi lengua hasta llegar a límites a los que casi no llegaba mi miembro… Hasta que la hice explotar, en un orgasmo largo, sentido, cálido… adornado todo con suspiros que no llegaron a ser quejidos, en un sexo afable, otrora insuficiente, pero que la llegaba a colmar cuando era la María terrenal, no la diosa que sabíamos que se encontraba escondida.

Una vez ella había recibido su premio, yo, de rodillas frente a ella, comencé a masturbarme, cerca de su coño. Ella me miró entonces, de forma extraña, y recogió un poco la parte baja de su camisón para que no lo manchara, pero lo recogía muy poco, sabiendo que mis disparos no tendrían apenas alcance. Había en sus ojos un cierto desprecio y en aquel gesto un destello de su morbo por humillarme. Con su mirada y su gesto me decía: “Sé que tu corrida va a ser pobre, no como la de Roberto, no como la de Edu, no como la que tantos podrían darme.”

Yo, masturbándome casi con fiereza y contraatacando a su desprecio, dije:

—¿Tienes una cita entonces?

—Sí… Vamos, córrete…

—¿Está bueno el viejo? ¿Te pone?

De golpe el acto se nos hacía sucio. Yo lo ensuciaba, pero sentía que ella había empezado.

—Si consigues mancharme el camisón me visto como quieras para quedar con el viejo… —dijo, mirándome fijamente, con sus piernas abiertas, con su coño enrojecido, con su vello púbico apelmazado y húmedo… y lo dijo con soberbia, con chulería, casi impertinente.

—¿Estás segura…? Mira que puedo tener mucha imaginación —dije una vez me repuse un poco de su jactancia y aminorando mínimamente el ritmo de mi sacudida.

—Sí, segura.

—Además… llevo tiempo sin… descargar.

—¿Ah, sí? ¿No has hecho nada tú solito estas semanas?

—No… —mentí… pues algo sí había hecho, alguna mañana, en la ducha, de forma furtiva. Lo dije mientras resoplaba… masturbándome frente a ella, la cual no se movía, allí, expuesta, y con aquella soberbia de quien se sabe poderosa y, sobre todo, ganadora.

—¿No?

—No… la última vez fue… En el hotel, con Roberto… Ya sabes… Mientras me comías el culo, ¿Te gustó aquello? A mí sí…

—Venga, acaba ya —interrumpió.

Nos mirábamos fijamente. Ella con la parte baja de su camisón mínimamente recogido, con su coño abierto...Yo de rodillas, entre sus piernas.

—No hagas trampas. No te acerques.

—No hago trampas —respondí— mientras mis pensamientos iban precisamente a aquella locura con Roberto, a cómo nos había dirigido, a su antojo; a la imagen de yo, en cuclillas, con mi ano sobre la boca de María, y ella lamiendo allí… y yo eyaculando sobre ella.

—Venga, cerdo, córrete ya. Sabes que desde ahí no llegas a mancharme —me provocó, y yo supe que no había vuelta atrás, ni en mi orgasmo, ni en aquella María a la que le excitaba humillarme, y brotó de mí una gota blanca que apenas descendía por el glande y otra gota que atropelló a la primera e hizo que se fusionasen y ambas descendiesen con rapidez por el tronco de mi miembro hasta caer sobre la cama, y un tercer impulso brotó de mí y lo sentí volar… y ese disparo aterrizó sobre su coño, sobre su vello púbico, a unos lejanos quince centímetros de su camisón. Los últimos coletazos de placer apenas contenían traducción tangible, pero me hicieron cerrar los ojos y disfrutarlos con una entrega y un placer inmensos.

Se hizo un silencio que solo se veía alterado por mi respiración agitada. Y sentí un poco de frío, como solo siento cuando el orgasmo es especialmente placentero.

—Voy a por papel —escuché de pronto, en un tono afable, drásticamente diferente. Ella cambiaba de una a otra María con una rapidez y una facilidad pasmosa.

Aquella noche me acosté pensando que su plan era lógico y meditado. Pensé que era más inteligente dominar nuestro juego, llevarlo por cauces privados e inofensivos, que luchar contra él. Y es que ni siquiera en aquella noche que apuntaba a melosa, con aquel camisón que nos tele transportaba a nuestros tiernos comienzos, se había completado el acto con inocencia de principio a fin.

Además había salido de allí una ramificación del juego, con el tal Carlos, que quizás pudiera tener, por fin, unas consecuencias morbosas, pero controladas.

Sentí que por primera vez yo no quería que pasase absolutamente todo y a la mayor celeridad posible.

Seguramente aquello obedecía a que aún me estaba recuperando del shock de sentir que la perdía.

CAPÍTULO 8

Casi cuarenta y ocho horas después me encontraba en un restaurante, con unos amigos, recientemente aficionados a las comidas, en este caso cenas, de menú degustación. Habría preferido cualquier otro viernes para aquello, pues era la noche de la cita de María con el tal Carlos, pero también era cierto que aquella cena con viejos amigos me ayudaba a desconectar y a desestresarme un poco.

Simultáneamente, María cenaba con Amparo, ya que Paula sí había ido a la despedida de Edu, por lo que había tenido que tirar de la segunda opción. Así que, en su último día, los tres integrantes de aquel juego nos encontrábamos en puntos dispersos de la ciudad.

Allí, con mis amigos, me preguntaba cómo habría sido la despedida entre ellos dos, en el despacho. ¿Dos besos? ¿Alguna frase? ¿María incómoda? También era posible que no hubiera pasado absolutamente nada, que ni se hubieran despedido. Sin duda era algo que tenía pendiente de preguntar.

No la quise atosigar por mensajes de móvil. Sabía lo justo. Sabía que, tras cenar con su amiga, llamaría a un taxi e iría a uno de los restaurantes de Carlos, propuesto por él y, en favor de María, algo apartado, donde era menos probable encontrarse con gente conocida; si bien ese riesgo, y por qué no decirlo, algo de morbo, también radicaba ahí. También jugaba a favor de María que no pasaría por casa, que iría vestida como había ido al trabajo, por lo que la imagen de "copa de negocios" podría ser creíble, tanto desde fuera, como, sobre todo, desde dentro.

Sin duda me daba morbo la situación: ella, dejándose querer por aquel señor, llamando la atención con su belleza joven en contraste con la decrepitud desesperada de aquel hombre. Y no solo el contraste físico, sino el sospechoso interés, el despertar en los voyeurs improvisados que el dinero y el poder tenían algo que ver en que aquella mujer aceptase aquel encuentro.

Pero, a la vez, la marcha de Edu y todo lo vivido... lo de Álvaro y Guille... la absoluta locura con Roberto... me hacían sentir que dábamos un paso atrás... Entendía que sí, que lo adecuado era aquella cita y aquel morbo contenido, pero a la vez me fustigaba pensar que había estado muy cerca de haberlo conseguido todo, de conseguir la locura, el morbo máximo, y de no perderla a ella. Pues, al fin y al cabo, lo que más nos había puesto en peligro habían sido mis mentiras, no las locuras sexuales en sí mismas.

Llegué a casa pasadas las once y media. Ella ya llevaría por tanto un rato con él y, si todo iba según lo acordado, no tardaría mucho en llegar.

Apenas me dio tiempo a ponerme cómodo en el sofá y alguien me llamó por teléfono, un número desconocido.

—¿Sí? —pregunté sorprendido, y hasta casi asustado, con un pálpito extraño.

—¿Eres Pablo, no? —escuché una voz de mujer al otro lado del teléfono.

—Sí… Em… Sí, soy yo.

—Vale, escucha, soy Begoña, no sé si te das cuenta. Coincidimos… una vez, creo, tomando algo.

Me levanté del sofá de un salto. Nervioso. Mientras ella proseguía:

—Es que igual no te acuerdas. Estabas tú, María, Eduardo… una señora extranjera…

—Sí… sí… Me doy cuenta. Sí —respondí, sintiendo que me sudaban las manos e intentando averiguar el motivo de aquella llamada y el por qué de que la novia de Edu tuviera mi número.

—Pues… ¿No estás con María, no? Está en la despedida de Eduardo.

—Mmm… No, o sea no está allí…

—¿Pero está ahí? ¿Contigo? Es que no te oigo bien.

—No, no. A ver. No está en la fiesta esa, pero tampoco está conmigo. ¿Por qué? ¿Me oyes bien? Es que no sé por…

—Vale, vale —me interrumpía seria, aunque algo acelerada— ¿Estás en casa? ¿Estás solo en casa? ¿Puedo ir a tu casa?

—Mmm… sí… No sé. ¿Pero para qué? ¿Por qué? —preguntaba, cada vez más nervioso y siendo consciente de la inconsistencia de mi voz.

—Vale, escucha, estoy ahí en quince o veinte minutos, ¿te parece? ¿ella no aparecerá no?

—No… No… Pero… dime para qué vienes ¿Sabes donde es? —pregunté y escuché un sonido de intermitente de coche al otro lado del teléfono.

—Sí. Sí. Sé donde es. Escucha. Es sobre María y Eduardo, ¿vale? Ahora hablamos. Chao.

Las manos pasaron de sudar a temblar. Dejé caer el teléfono sobre el sofá.

No me lo podía creer. No entendía nada.

¿Y ahora qué? ¿Para qué? ¿Por qué? Intentaba adivinar qué pasaba. Qué sabría. ¿Por qué no estaba ella en la despedida? ¿Cómo sabía donde vivía? Mi número de teléfono… Además me había puesto tan nervioso que le había dicho que María no aparecería, pero podría hacerlo en cualquier momento… ¿Y si llegara María estando ella en casa?

Intenté tranquilizarme. Me senté. Miré el teléfono. María no me había escrito.

Intenté pensar. Algo me hacía sospechar que era la última treta de Edu. Pero Begoña se había referido a algo entre ellos dos, ¿y para qué necesitaba verme en persona?

Antes de que pudiera deducir nada convincente o lógico el sonido del telefonillo me sobresaltó. Tardaba menos de lo anunciado. Y, allí plantado, en el medio del salón, pude escuchar el ascensor subir y mi corazón palpitar.

Abrí la puerta y di un par de pasos atrás. Estaba muy nervioso. ¿Y si hubiera pasado algo entre ellos que yo no sabía? Confiaba en María… pero era todo extrañísimo… Me veía superado.

Escuché unos ruidosos y decididos tacones aproximándose desde el rellano y, antes de que me pudiera dar cuenta, una chica muy guapa, con el pelo recogido, con unos pantalones negros y un jersey negro remangado hasta los codos, y con un cinturón marrón que partía todo por la mitad, entraba en mi casa, en nuestra casa.

No me pareció tan menuda como la primera vez y alargó su mano en una señal de saludo extraño y apresurado. Antes de que pudiera ofrecerle algo de beber comenzó a hablar de manera desordenada.

No perdió el tiempo en más presentaciones ni cosas banales. No tardé por tanto en conocer el origen de todo: le había cogido el móvil a Edu. Y entonces lo soltó:

—No veas las guarradas que se escriben. Están liados. Estaba claro. Siento decírtelo así. Estarás flipando, claro. Como yo.

—Espera, espera. ¿Cuando? —pregunté. Los dos, allí, de pie, sin ganas de sentarnos.

—No sé la fecha, tuve que mirar rápido. Es que ni me lo creía… Joder… qué puto cerdo.

—¿Pero cuando? Más o menos.

—No sé. ¿Qué más da? Lo que leí fue de hace unos fines de semana, tres o cuatro. Sí. De la noche aquella que él estaba en una despedida. Pero vamos, que seguro que sigo para arriba y habría más. ¿Qué? ¿No te lo crees o qué?

Me di la vuelta. Pensativo. Como por un acto reflejo. Si bien confiaba en María, en cierto modo sentí alivio, pues Begoña no venía a desvelarme nada que yo no supiera. Pero aquello también tenía su parte tensa y negativa y es que yo me veía entonces en la obligación de hacer el papel de mi vida, y fingir que no sabía absolutamente nada.

—¿Y por qué me lo cuentas a mí? Si no me conoces.

—Primero para que sepas lo que tienes en casa. Y segundo por si ya sospechabas… para saber desde cuando.

Me di la vuelta y vi a una chica enfadada, pero orgullosa. No parecía haber llorado.

—No, no sospechaba nada. Y no me lo acabo de creer.

—¿No te lo acabas de creer? Pues lo último que había en la conversación. O sea, lo primero que vi, fue una foto de tu novia… que vamos… Además una foto que él le envió a ella. O sea que seguramente se la sacó él… Dios… Qué hijo de puta… y menuda zorra ella...

Tragué saliva… No pude fingir indiferencia, o incredulidad.

—¿Qué? ¿Qué te parece? —preguntó sospechando que ahí hacía daño.

—No… No sé… Tengo que hablar con ella.

—¿Pero tú qué crees? ¿Están liados o no? Igual esa foto se la había enviado ella en su momento y él se la reenvió otro día… porque estaba como sacada, o sea… enfocada… desde muy abajo… —barruntaba, como queriéndose agarrar a la posibilidad de que sí tuvieran una especie de sexo por mensajes, pero que no había una infidelidad… carnal… explícita.

—No… No lo sé… Estoy… Imagínate… —fingí un poco.

En ese momento miró, por primera vez, un poco a su alrededor, como siendo consciente de estar en el territorio de su enemiga.

—¿Pasó noches fuera?

—¿Qué? —pregunté.

—Que si pasó noches fuera de casa… diciéndote alguna excusa.

—Mmm… No.

—¿Y hace unos sábados dónde estaba? Porque aquello fue un sábado a las tantas.

—No sé… Tendría que pensar. ¿No puedes averiguar algo más? ¿Fechas concretas? —dije, como en una huida hacia adelante, sin estar muy seguro de estar cogiendo el camino correcto.

—Te enteras de menos que yo… Que ya es decir… —dijo, por primera vez, algo más distendida.

Acabó por sentarse y recordé que Edu le había enviado a María una nota de audio… con sus gemidos… con su orgasmo… Una nota de audio con un polvazo que aquel cabrón le había echado. Obviamente ella no había alcanzado a descubrir aquella parte de la conversación. Tenía, sentada en mi sofá, a la chica propietaria de aquellos jadeos y gritos… que yo había escuchado, en mi teléfono, en los lugares más insospechados, incluso en el trabajo.

—¿Y qué hacemos entonces? —pregunté— ¿Edu se va, no? ¿Vas a seguir con él?

Begoña alzó la mirada:

—Te agradezco tu interés por mi relación… Pero no sé si te estás dando de lo que te acabo de contar…. Vamos… que tu novia es una pe de cuidado. Creo que no te estás dando cuenta.

—Bueno, tranquila —me rebelé, haciéndole un gesto —eso no lo sabemos. Igual se han enviado cosas. No sé… —yo me metía en un lío absurdo, cuando ya casi había salido.

—¿Enviado cosas? En fin. Que no sabes nada. Que no tienes ni puta idea de nada —dijo chulesca, poniéndose en pie, con la intención de marcharse— No sé para que vine —prosiguió.

—Mira… qué quieres que te diga… Es que aún estoy… en shock. No sé nada. Es cierto. Nunca le miro el móvil.

—Pues míraselo… ¿Se lo puedes mirar? Eduardo se va este fin de semana y no creo que pueda volver a tener la oportunidad. Y quiero saber si han quedado. Solo quiero saber si han follado —dijo, algo rabiosa, sorprendiéndome la inquina y la rudeza con la que, a pesar de su femenino timbre de voz, había pronunciado la palabra “follado”.

—Sí… Puede ser que se lo pueda mirar, sí —dije sin ser consciente de donde me estaba metiendo.

—Pues no le digas nada y a ver si ella no ha borrado nada ¿Vale? ¿Serás capaz? Ni le digas que estuve aquí. Nada. Porque lo negará, borrará las conversaciones y no tendríamos nada. ¿Te parece?

—No sé si voy a conseguir que no se me note… —fingí.

—Pues... es… la única forma que tenemos de tirar del hilo, Pablo. —dijo, y mi nombre en su voz me sonó extrañamente bien.

—Ya…

—¿Y esta noche? ¿Donde está María? En fin… Es increíble. No iba a ir a la despedida, porque entendí que debía estar con sus amigos, pero voy a tener que ir aunque solo sea para saber que no acaba… encontrándose a María. Encontrándose entre comillas, claro.

—María está con Amparo. La conoces.

—¿Amparo? A estas horas Amparo debe de llevar dos horas durmiendo. En fin… Que me voy. Mírale el móvil, anda, y me dices —me hablaba simultáneamente a que buscaba dos besos de despedida.

Y se marchó, curiosamente más templada, como si al menos hubiera resuelto que aquella visita sí le había servido de algo.

Apenas había estado quince minutos en casa. Miré el móvil y María seguía sin escribirme, si bien tampoco habíamos quedado en que me fuera narrando lo que fuera sucediendo.

Sabía que se lo contaría a María. Obviamente le diría que Begoña había estado en casa. Le contaría todo. Pero se lo contaría en persona, cuando llegara.

Me senté en el sofá. Intenté ordenar mis ideas. Aún tenía el olor de Begoña, y hasta llegué a temer que María lo notase nada más entrar. Era un olor cálido y juvenil, que había acentuado su potencia cuando nos habíamos despedido con aquellos dos besos.

Sentí envidia de Edu. Por follársela. La imaginé desnuda primero y la imaginé follando después… y me empalmé, en mi sofá… Era, sin duda, muy guapa, algo aniñada en la distancia, pero con más poder en las distancias cortas. Sus ojos grandes y vivos, su pelo castaño perfectamente estudiado y brillante, sus dientes blanquísimos… Su tez joven que desprendía una salubridad inquietante… A punto estuve de revisar aquella nota de audio, pero me contuve.

Miré el reloj y descubrí que ya había pasado la hora pactada para aquella cita de negocios. Y me alegré a la vez que me preocupé. Otra vez con aquellos sentimientos encontrados.

Sin pensarlo demasiado le escribí:

—¿Cómo vais?

Comprobé que llevaba mucho tiempo sin conectarse. Y entonces el ya conocido “¿y si…?” cobró una extraña fuerza.

Me sentía dividido en dos: mi cerebro estaba en cómo enfocar aquella confesión de Begoña, en cómo se lo tomaría María, en si me volvería a llamar preguntando por mis averiguaciones… Y mi morbo… mi inquietud… mi deseo… estaban en una María fingiendo que se dejaba seducir por aquel hombre… quizás ya no con una sino con dos copas encima.

Me tumbé en el sofá a esperarla.

No sabría nada de ella hasta pasada la una de la madrugada.