Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 5 y 6)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 5
Cerró la puerta tras de sí. No traía nada más que el traje oscuro y camisa blanca con el que la había visto con Edu, y un rictus tremendamente serio.
No decía nada. Yo tampoco. Posé el teléfono, ni sé en donde, y me acerqué.
Su seriedad dio paso a una emoción súbita. Pero contenida. Sus ojos comenzaron a brillar, por la humedad. Pero las lágrimas no desbordaban sus párpados, se quedaban allí, retenidas, en un equilibrio imposible.
Me acerqué. La abracé. Y se dejó abrazar, pero de una manera algo distante, no correspondida del todo. Me separé... la miré... No dejaba de estar guapísima ni a punto de llorar, no dejaba de estar increíble ni a punto de dejarme. Y es que aquella era la sensación que yo tenía, que en cualquier momento daría su estocada, en forma de frase: "Pablo, no quiero seguir contigo".
Aquella frase, en mi cabeza, me hizo volver a abrazarla, y mi abrazo, de nuevo, fue sutilmente rechazado, por lo que fui reptando hacia abajo. Entregado. Ridículo.
Hasta que, ya arrodillado, abracé sus piernas. Y entonces sí que hablé en voz alta, y de mí salió un desesperadísimo "María, lo siento mucho, no me dejes, por favor".
Arrodillado, abrazado a sus piernas envueltas en aquel fino pantalón oscuro, esperaba su primera frase, pero no habló, lo que hizo fue bajar sus manos a mi cabeza y enredar sus dedos en mi pelo. Durante unos segundos eternos yo no alzaba la mirada y ella no hablaba, solo jugaba con mi pelo, los dos al borde del llanto.
Hasta que le volví a insistir en que no me dejara, y poco a poco me fui poniendo en pie, y fue entonces cuando me dijo:
—¿Cómo te voy a dejar? Si te quiero. No sé por qué. Pero te quiero.
María me salvaba, como siempre, y no sentí alegría, sino más bien culpa y, sobre todo, alivio.
Me volví a entregar a ella, en forma de abrazo, y entonces sí que una lágrima desbordó su párpado inferior, corriendo, a toda velocidad, mejilla abajo. María se llevó la mano a la cara, matando aquella gota, como no queriendo mostrar tanta emoción.
—Pablo, déjame hablar a mí. ¿Vale? Hay muchas cosas que te tengo que decir antes de que me cuentes todo. Porque me vas a contar todo de una vez —dijo, seria, apartándome un poco.
—Vale, está bien —dije, dándole su espacio. Los dos, de pie, en el medio del salón.
—Lo primero que te quiero decir es que quiero posponer la boda.
—Vale —le interrumpí aliviado por haber escuchado posponer y no suspender.
—Déjame hablar, Pablo, por favor —dijo y yo asentí— La quiero posponer porque esto es una locura y no nos podemos casar así. Edu se va. Se va en un mes, definitivamente, y, ya hablaremos de Edu después, pero te lo digo porque su puesto seguramente vaya a ser para mí, así que le diremos a todo el mundo que me viene fatal la boda, y el viaje y el permiso por matrimonio y todo el rollo. Y si alguien no se lo cree me da lo mismo.
—Vale. ¿Quieres agua o algo? —pregunté.
—¿Me estás invitando a agua en mi propia casa? —preguntó, regalándome una pequeña sonrisa que me abrió el corazón incluso más que el tácito perdón que estaba exponiendo.
—En fin, he hablado con Edu —prosiguió— He esperado unos días para aclararme un poco y hoy he quedado con él y lo hemos hablado. Le pedí que me lo contara todo y, de una manera bastante extraña, ha pretendido defenderte, queriendo quitarle hierro a todo; me ha dicho que contactaste con él el año pasado, que le dijiste que querías que se acostara conmigo... y que solo le mandaste aquella foto... y que se arrepintió al momento de enviármela y que no la tiene nadie más. Yo no me creo nada. Se quiso como... quiso como cargar él con la culpa... Pero mira, su rollito ese que se trae o que se trajo me da igual, porque nunca sé de qué va. Pero mira, en tres cuatro semanas se va a un despacho de Madrid y no lo volveré a ver nunca más en mi vida.
—Es verdad, María, fue una chorrada. Fue todo una estupidez —le dije al tiempo que intentaba entender por qué Edu no había optado por venderme.
—No, una chorrada no, Pablo. Contactaste con un compañero mío de trabajo. Actualmente mi jefe... para... para que... eso. Y, para colmo, le envías una foto, que era para ti, con una pinta de guarra... en fin... con una pinta de guarra increíble... ¿Para qué? ¿Para motivarle? —preguntó, calentándose— Pues sí, voy a por agua —dijo, yendo hacia la cocina.
Ya de nuevo los dos en el salón fui requerido para contarle todo, todo lo que tuviera que ver con Edu. Hablé sobre cómo contacté con él, cómo incluso había llegado a quedar con él, cosa que a María no le gustó oír. Le conté hasta cuando me decía qué bikinis llevaría ella a su casa de la playa... lo que hizo que María se llevara las manos a la cara... Conté todo o casi todo, pues no le conté que había estado en su casa, que había escuchado cómo se follaba a Alicia. Y no le conté nada de Víctor.
—En serio, Pablo. No sé cómo has podido...
—Ya... No sé ni qué decir... —respondía, los dos sentados en el sofá— pero bueno, se va en un mes... y ya está— dije, sabiendo del pragmatismo de María y queriendo tirar hacia él.
—Es que de verdad... y yo escribiéndome guarradas con él el sábado... Se me fue totalmente la cabeza... y eso... ya... En fin. Que eso ya va con otro tema... Del que también voy a hablar yo primero.
—¿Qué tema?
—Pues el tema de la locura en la que nos hemos metido. Es que... de verdad... No me reconozco, Pablo.
Se hizo un silencio. Bebíamos agua. María se quitó la chaqueta. Acalorada. Sonrojada. Como si estuviera repasando mentalmente todas las locuras sexuales de los últimos meses. Cogió un poco de aire, de forma sonora, y dijo:
—Mira... yo no soy una ingenua ni soy una cría... sé lo que ha pasado y por qué ha pasado... y no te voy a culpar ahora a ti de todo, y, mira, si esto pasó pasó seguramente porque algo no iba bien. Igual sí que estábamos algo estancados en... en el sexo... no sé. Y hay cosas que, controladas, pues han estado bien... pero se nos fue completamente, Pablo.
—Ya...
—Y es que te lo dije muchas veces... Nunca debió salir de nuestra habitación. Los juegos... lo de fantasear... incluso los... juguetes sexuales, o cómo se llamen... están bien. Pero de puertas para dentro, Pablo. Se nos ha ido completamente de las manos. Qué locura... de verdad... lo de Álvaro y el otro... aquellos críos... ¿A qué fuimos allí? Y la locura de Roberto... Ir a... Ir no. Llamarle para... para que viniera a... a follarme... Es que no me lo puedo ni creer. Y lo de Marcos, en un portal de mierda, es que te juro que si llego a haber.... Es que dios... —hablaba María, nerviosa, casi temblando, sin querer si quiera verbalizar que Marcos no la había follado de milagro.
—Mira —incidió en su muletilla— como decía no soy tan tonta como para no saber que no podemos volver a un año atrás. Porque no. Porque sería engañarnos. Pero hay cosas intermedias. Siempre de puertas para dentro. Yo qué sé... por ejemplo... gracias a esto... pues hemos descubierto otras cosas... digamos, eso, intermedias... más normales... como cuando estaba con Marcos, en aquel pub... y tú me mirabas... y la gente me miraba... rollo... qué hace ese... con esa.
—Qué hace ese feo con ese pibón —interrumpí.
—No sé... dilo como quieras. Pues eso. Por ejemplo. Sé que a ti eso te gusta... y mira... pues tiene su punto. Yo qué sé. Quedar con alguien, no hacer nada. No hacer nada. Pero después contártelo y de puertas para dentro usar eso. Yo qué sé. Algo así. O... mira... si a ti te gusta que me miren... pues yo qué sé... pues un día... en una playa... dejar que me mire un chico, yo qué sé... Insinuarme o algo, que el chico crea que puede tener algo conmigo... y yo le corte... pues eso... algo así... algo... light... no sé. Algo que nos guste a los dos, pero que sea inofensivo. No estas locuras Pablo, y todo de puertas para dentro, no estas locuras... ¿Tú crees que...? ¿Tú crees que... no sé cómo decirlo... que lo del sexo... con Roberto... fue normal? ¿Tú crees que es normal que se nos vaya así la cabeza? Que creí que... creí que se la acababas... pues eso... y a mí casi... eso... ya lo viste... me da vergüenza hasta decirlo... que casi me rompe el culo, Pablo... un tío que no conocemos de nada... Por no hablar de que con ese tío pasamos miedo, Pablo. Después lo negamos, pero pasamos miedo.
A María le temblaban las manos y aquello era más visible aun cuando se las llevaba a la cara. Continuó:
—Mira, para mí es muy fácil decir que se acabó y que a partir de ahora solo tendremos sexo normal. Pero no me voy a engañar. Y tú sabes que tengo razón. Por eso te digo que, de vez en cuando, podemos hacer algo... no sé cómo llamarlo, como un algo intermedio.
En ese momento, mi móvil, situado sobre la mesita de centro, se iluminó, y un enorme "Víctor" fue visto por los dos.
—Es del trabajo —dije, medio trabándome, cogiendo el móvil y rechazando la llamada. Ella no dijo nada.
—Ahora quiero que hables tú —prosiguió— que me digas qué opinas, y una cosa está clara. Nunca. Jamás. Voy a tocar a nadie que no seas tú. Te planteo esos juegos, pero que entiendas que son para nosotros, para nuestro dormitorio. Nunca voy a tocar nadie. Esa locura se acabó.
Tras un breve silencio comencé a contestarle, primero pidiéndole perdón, una vez más, y después lo que hice fue darle la razón, reconocerle que se nos había ido de las manos y aceptando completamente esa especie de propuesta intermedia. No me detuve a pensar en si en uno o en seis meses iba a querer más e iba a volver a querer caer en aquella bendita locura. No. No después de llevar tres días aterrorizado porque me dejara.
Y, finalmente, acabamos llorando. Acabamos riendo y llorando, allí, en el sofá. Y nos dijimos que nos queríamos más veces de las que nos lo habíamos dicho en el último año.
Y la conversación no quedó allí, pues seguimos hablando, hasta la madrugada, en unos bucles en los que ella acababa culpándose y avergonzándose de todo lo sucedido. Se avergonzaba de sus mensajes con Edu... de Marcos... de todo. Y después volvía a culparme por lo de la foto, por la traición y por no haber querido dejar nuestros juegos para la intimidad de nuestra cama. Y yo volvía a pedirle perdón y de nuevo volvía a salir el tema de aquella huída hacia adelante de buscar el morbo de forma más controlada.
Me contó que el domingo pasado se había quedado a dormir en Madrid, en casa de una amiga, a la que simplemente le había dicho que había discutido conmigo y que al día siguiente había llegado a media mañana al trabajo, que había pasado por casa a por cosas y algo de ropa y que había llorado.
Hablamos también de llevar la boda a junio del año siguiente y repasamos la gente que sabía de nuestro juego. Ella decía confiar en Paula, si bien tampoco le había contado todo. Sobre Edu decía que suponía un enorme alivio que se fuera. Y, sobre Víctor, dijo: "Ese es un friki, todos se ríen de él, nadie le va a creer nada aunque se vaya de la lengua".
Ya en nuestra cama, con la luz pagada, con los ojos hinchados de llorar, y el estómago alterado por habernos reído y por haberla recuperado, sentía que me quedaba dormido, abrazado a ella, pero alcancé a decir, en voz baja:
—Estos días he estado pensando en cuando nos conocimos, en aquellas semanas.
—Es curioso. Yo también —respondió.
—En el vestido amarillo —dije.
—Mostaza.
—Y en el naranja.
—Coral —rio.
—Y en...
—Y en el camisón crema, ¿no?
—Sí. ¿Aún lo tienes?
—Pues sí, por ahí andará.
Tras un silencio, ella dijo:
—Yo sigo siendo la misma, Pablo. ¿Y tú?
—Yo también— Mentí.
CAPÍTULO 6
Pasaron unas semanas que constituyeron un oasis necesario. No pasaba nada y aquella nada era vida. Además, tuve la sensación de que nuestra casa se había convertido en nuestra guarida. Un refugio en el que estábamos a salvo, pues era donde había pasado todo lo controlado de nuestro juego. Todo lo inofensivo y también positivo. Las locuras habían sucedido fuera. Además, aquella sensación de abrigo venía acentuada porque era donde yo había llorado, solo, y donde María había llorado cuando había venido, sola, aquel lunes por la mañana, y donde habíamos llorado juntos el día del perdón.
Las noches correspondientes de aquellas semanas dormimos abrazados. Supongo que ella me abrazaba por amor. Yo la abrazaba incluso más por alivio. Había una latente voluntad mutua, no solo de salir adelante, sino de llegar a un punto superior que recordase al pasado.
No es que el sexo fuera un tema tabú, pero tampoco surgía, ni hablar de él, ni tenerlo. Sí, semanas sin sexo. Siendo inevitable que, cuando María estaba fuera o cuando yo quedaba con amigos y me quedaba algo absorto, o cuando ella ya dormía, mi imaginación volase. Me culpaba un poco por ello, pero era inevitable recordar lo sucedido, sobre todo, en el hotel con Roberto. Las vivencias con Edu, Álvaro o Guille resultaban ya difuminadas y sabía que estaban aderezadas ya por elementos quizás imaginados, pero la noche con Roberto era aún nitidez pura.
Una tarde, unos veinte días tras la reconciliación, recordé que había guardado los calzoncillos de Roberto en el cajón de mi propia ropa interior. Los había guardado allí, en su momento, apesadumbrado, como una reliquia culpable de un juego que iba a hacer que María me dejase. Tras su perdón, aquella reliquia ya no era responsable, sino únicamente morbosa. Aquella misma noche, sin saber a ciencia cierta si María dormía o no, no pude evitar excitarme al recordar como la había follado, cómo le había hecho el amor en la ducha, con más dulzura, y cómo la había enculado… con aquellos pantalones de cuero agujereados; recordé cómo gemía y gritaba… ida… y aquella cara de placer puro, de aquella otra María.
No quise buscarla en aquel momento, y me contuve de masturbarme. En cierto modo, aparte de morbo, también me sentía culpable, pues el cadáver de la casiruptura estaba aún caliente.
Durante esos días María ni fue al juzgado en falda ni fue al despacho vestida como le gustaba a Víctor. Sin duda para ella todo había terminado. Tampoco su teléfono tenía ningún movimiento y yo no descartaba que hubiera bloqueado absolutamente a todos sus posibles… a todos los que seguro guardaban ansias de repetir.
El miércoles siguiente le dijeron a María, ya oficialmente, que se quedaba como jefa del departamento, en el puesto de Edu. Quiso salir a cenar, algo rápido, aquella misma noche, a un restaurante al que solíamos ir los fines de semana. Allí primero quiso que yo le contase sobre mi trabajo, pues se abría una ranura por la que yo podría colarme; un puesto de una responsabilidad más parecida a la que había tenido en mi empresa anterior. María siempre quería que hablase más sobre mí, que me pusiera más en valor, incluso el día que habíamos quedado para celebrar un éxito suyo.
Finalmente su avance laboral se puso sobre la mesa y María dijo:
—No te lo pierdas. Es que odio hablar de él. El innombrable...Y gracias a dios se va en dos días. Pero, en fin. Que hoy vino a mi despacho… como a venderme que me había recomendado para su puesto… Vamos… me quedé… ¿Te parece normal?
Yo no supe muy bien qué decirle, y ella prosiguió:
—O sea… llevo allí más años que él… Era obvio que ya hacía tiempo que eso era para mí… y me lo viene a vender como favor.
Ella hablaba, indignada, y yo recordaba aquellas primeras veces, en las que me ponía nervioso la mera idea de que Edu y ella estuvieran a solas. Lo cierto era que no había dejado de tensarme, si bien era una tensión ya más dominada. Además, al estar él a punto de irse, sentía un no-sé-qué nostálgico extraño.
María seguía hablando. Elegante. Delicada. Con aquel traje gris… y yo me preguntaba cómo era que Edu, una vez había conseguido que cayera… no se había vuelto loco intentando que volviera a suceder.
A la salida del restaurante pasé la mano por su cintura y acabé haciendo que se detuviera. Nos dimos un beso, que yo quise hacer algo largo, pero que ella cortó disimuladamente.
—¿En qué punto estás? —le pregunté.
—¿Qué?
—Eso… ya sabes… —le dije, refiriéndome a aquello de sus niveles de excitación, aquello de que cuando estaba tranquila le bastaba con disfrutar conmigo, pero si estaba muy excitada yo no le bastaba hasta el punto de que yo le podría llegar a producir rechazo.
—Pues, tú qué crees… Estoy muy bien, y tranquilísima. En el punto en el que tenemos que estar. Y si subiera de punto… todo lo que fuera... sería… ya sabes… de puertas para dentro… A mí ya no me toca nadie más que tú —dijo besándome en la mejilla, pícara, pero a la vez algo seria.
Aquello de “puertas para dentro” y “nadie me toca más que tú” se había convertido en dos mantras absolutos.
Ya entrando en casa me dijo que había pensado en algo, “una chorrada”, pero me pidió que nos fuéramos al dormitorio, “a hacer una cosa”.
—¿Qué cosa? —pregunté sonriendo.
María, algo cohibida, me pedía que me desnudara, que me tumbase sobre la cama y que cerrase los ojos.
—¿Te vendo los ojos o me fío?
—No, no. Fíate. No los abro.
Obedecí sin miramientos y en seguida me encontraba cómo me había pedido mientras la escuchaba trastear en el armario. Mi miembro ya estaba erecto pues mi imaginación volaba a posibles situaciones y, además, llevábamos casi un mes sin hacerlo, desde la locura de la noche con Roberto.
Pronto sentí movimiento en la cama. María se sentaba a horcajadas sobre mí. Abrí un poco los ojos y comprobé que estábamos iluminados por la luz de la mesilla.
—Está bien. Ya está. Es que es una chorrada. Abre los ojos.
Hice lo que me ordenó y la vi, allí, sobre mí, con aquel camisón color crema. El de nuestra primera vez.
—Me dijiste la noche que… volví… que... habías estado pensando en nuestras primeras veces, ¿no? —dijo, algo ruborizada.
Estaba guapísima. Increíble. Con una timidez coqueta, ya difícil incluso de creer después de todo lo vivido, con parte de su pelo cayendo por delante de su cara. Sentía una tremenda conexión y también un extraño bienestar, pues pensaba que yo era la única parte de la pareja que se acordaba de todo. La parte candorosa. Pero ella me demostraba con su ocurrencia que no se quedaba atrás.
—Lo lavé el otro día —continuó— mira que amarillento está.
—Eres increíble, María —dije, al tiempo que ella se inclinaba para besarme.
Nos besamos en los labios, nos acariciamos la cara… Su melena caía por mi pecho, haciéndome estremecer. Nuestras lenguas jugaban… mis manos iban a su culo y yo sentía como ella iba rozando su sexo contra mi miembro… aplastándolo… como si quisiera montarme, metérsela… por mero roce, buscando que fuera sorpresivo.
Noté entonces el impacto de su lengua húmeda contactar la mía y presentí como bajaba su mano hacia mi polla… para lo obvio… para metérsela… y aquello producía en mí un ansia y un deseo que casi superaba el placer y el calor del momento en el que finalmente se enterraba en mí, y su coño envolvía mi miembro por completo.
Una vez plena, resopló en mi oído, un “Mmmm…” tranquilo, conocido, inofensivo.
Echó entonces su torso hacia atrás, posó sus manos en mi pecho, cerró, los ojos, y comenzó a mover su cadera, adelante y atrás. Dejaba caer su melena por sus espalda y sus pechos se bamboleaban mínimamente por el vaivén; yo llevé una de mis manos allí, a una de sus tetas, y mi mano fue sutilmente apartada.
—Qué rara eres…
—¿Qué…? —preguntó María, manteniendo el mismo ritmo, con aquel lento movimiento, pero abriendo un poco los ojos.
—Lo de tus tetas.
—¿Qué les pasa?
—Que… a veces… hasta te da reparo que te las toque.
—¿Qué? Qué chorrada.
—Si me acabas de apartar la mano.
—¿Sí? No sé… Sería sin querer —respondió, con una respiración algo agitada.
—¿Recuerdas cuanto tardé en vértelas? En verte totalmente desnuda.
—No sé de que hablas… Te lo estas inventando —sonrió.
—Eso y… lo de la postura… a cuatro patas… son dos cosas raras tuyas. ¿Cuanto tardamos en hacerlo en esa postura…?
—Hombre… es que es una postura un poco guarra… para hacerla con alguien con el que llevas saliendo unas semanas…
—Meses —dije, y ella sonrió.
Lo hacíamos. Me follaba. Lentamente. Respirábamos… Se movía adelante y atrás, pues arriba y abajo se saldría, por el pequeño tamaño de mi miembro. Yo estaba excitadísimo. Pero la enormidad de su sexo apenas proporcionaba roce, por lo que conseguía aguantar sin correrme.
Al poco tiempo, y aun a riesgo de ser recriminado, no pude evitar decir:
—Hablando de esa postura… No me has contado nada… de lo de Roberto… De que te lo hiciera por ahí.
—Bueno, Pablo… Me he puesto esto para… recordar… cosas nuestras, no para hablar de ese tío ahora.
—¿Otro día?
—Otro día —respondió.
María volvió a cerrar los ojos… y, con ellos cerrados, buscó una de mis manos, y la llevó a una de sus tetas. Yo acaricié un poco allí, sobre la seda del camisón y ella comenzó a dejar caer uno de sus tirantes.
—No… no te desnudes del todo —dije.
—¿Y eso…?
—Pues… Es que no me quiero correr aún.
—Me mareas… —dijo sonriendo, al tiempo que yo retiraba mi mano, embobado por cómo se le marcaban los pezones a través del camisón.
—Tienes unos pezones increíbles, María… Se te marcan… que es para morirse…
María se quedó callada, y después habló, pero como habiendo dudado en si decirlo o no:
—El otro día…
—¿Qué?
—Nada, una chorrada —dijo.
—No, dime.
—Pues… que el otro día… Iba a ir al despacho con un jersey, algo fino, sí, pero tuve que cambiarme porque se marcaba.
—¿Con sujetador y jersey?
—Sí…
—Joder… —suspiré.
—Ya…. —dijo ella justo antes de llevar una de sus manos hacia su sexo. Anunciándome que no tardaría en buscar su orgasmo.
Entonces algo nos sobresaltó, un sonido desagradabilísimo, que lo sentí como si saliera de mi propio oído. Miré a mi lado y descubrí al culpable de aquel estruendo: el teléfono móvil de María, vibrando con fuerza sobre la mesilla.
—Déjalo… —resopló, pero no pude evitar mirar de reojo a aquella pantalla y descubrir que, quién fuera que le escribía, no le tenía en la agenda. Además, pude leer algo sobre que le pedía comer con ella, y le preguntaba por unas tarifas.