Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 47 y 48)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 47
Parado en un semáforo, con el sonido del parabrisas martilleándome, sentía que la excitación llegaba a sobreponerse por encima del dolor; recordaba a Edu follándola, de aquella manera tan sucia, sobre la tierra mojada de aquella explanada… y aquella frase de María... aquel “¿Qué me haces?” ¡Me matas!” que mostraba asombro y admiración… y mi mano bajó y se coló por mi pantalón y mis calzoncillos, que me recibieron con un charco viscoso y frío.
En apenas dos minutos de penetración la hacía correrse de una manera tan brutal que me confirmaba que con Edu todo cobraba otra dimensión para ella. Y que era algo a lo que ya no podría seguir renunciando.
Mi teléfono móvil vibró entonces, y supe que no era por María, pues la acababa de ver, imparable, entregada, desatada, y disfrutando de una rendición que seguro continuaría durante en horas.
Vi que era Begoña la que me había escrito un escueto “Está ya Eduardo con ella, ¿verdad?”. Y yo me preguntaba qué le importaba y cómo es que suponía que no jugábamos los tres, sino que María me abandonaba.
Detenido en otro semáforo le respondí afirmativamente y ella replicó con un “Ven a mi casa, si quieres”.
Miré el reloj, eran casi las dos de la madrugada, y me dije que no debía, al tiempo que me visionaba en mi casa, en nuestra casa, en nuestra cama, esperando su llegada… desvelado, excitado y abatido, imaginando cómo la follaban Carlos y Edu, o solo Edu, en su coche, en un hotel o donde fuera... y sabía que no quería pasar por aquello. Me la imaginaba llegando al amanecer, oliendo a sexo, deshecha… y diciéndome que ya no me quería… y me desgarraba tanto… que me vi conduciendo hacia casa de Begoña.
No quería nada. Ni siquiera sabía si le contaría algo. Solo quería escapar del suplicio de la espera en nuestro dormitorio.
Sabía que María no tenía llaves de casa, pues su bolso estaba en el coche, pero estaba seguro de que yo volvería antes que ella.
Todo era como un sueño: la lluvia, el resplandor, el olor espeso… Aparqué cerca de su casa, timbré, subí en el ascensor, y me recibió con una sudadera larga rosa, con el pelo alborotado, como si ya hubiera echado una cabezada en el sofá, y con sus piernas casi desnudas, pues un camisón, también rosado, asomaba un poco por debajo de la sudadera cubriendo con suavidad parte de sus muslos.
Yo no estaba allí porque quisiera estar allí, solo estaba huyendo. Y ella debió de ver en mi cara que algo muy grave había sucedido y que mis ojos lo habían visto, ya que sacó, madura y comprensiva, una botella de ginebra casi sin que hubiéramos pronunciado palabra.
—No tengo refresco… ni mezcla ni nada —me dijo, dulcemente, y yo ya no tenía fuerzas para desconfiar de su dulzura.
—Me da igual —le dije, y me servía el alcohol yo mismo, en un vaso, cada uno sentado en un sofá.
Ella no me preguntó nada. Dejaba que yo bebiera, y me llegaba a dar tanta paz que no solo no me molestaba el silencio sino que me abrigaba, y, al rato, me vi reflexionando en voz alta, y, después, me vi confesándole lo que había pasado.
Yo no daba detalles explícitamente sexuales, sino que incidía en la más absoluta desaparición de mi existencia y del resto del mundo una vez Edu había aparecido en el hotel. Y ella escuchaba y yo agradecía que no me juzgara a mí, ni criticara a María, ni me interrumpiera con un “te lo dije”.
Bebía y ambos respetábamos los silencios, y mi mente volaba a lo que acababa de vivir: la entrega total y humillante de María, y me daba cuenta de que había una cosa que la excitaba más que que la vieran follar y gustarse, como habíamos hecho con Carlos, y era su propia y estrepitosa caída; que si a mí me parecía morbosa su entrega hasta la sumisión y su degradación más absoluta… más le excitaba eso a ella. Humillarse ante Edu, obedecerle… sentirse una puta para él… era realmente el fin último, y dejaba el resto de ramificaciones de nuestro juego en meras banalidades superfluas.
Yo sabía que ella no podía renunciar ya a ese clímax máximo de sentirse así. Que ni el amor que pudiera sentir por mí la haría desistir de Edu.
—Te vas a acabar la media botella que quedaba en veinte minutos… —sonrió Begoña.
Yo la miré entonces; con sus ojos grandes, afable, adorable, y le dije:
—¿Tú crees que Edu querrá seguir? Si te digo la verdad la esperanza pasa porque él… la folle esta noche, se vuelva a Madrid y… pase de ella.
—No creo que lo que quiera Edu te tenga que importar —respondió Begoña.
Me quedé pensativo un rato. Y también le daba vueltas a todo lo sucedido con Carlos y le pregunté a Begoña por su opinión.
—Pues yo diría que Carlos algo le gustaba, y como te decía, me daba la impresión de que María te empujaba hacia mí para tener vía libre con él, pero parece que apareció Edu y se le cayeron las bragas…
—No, las bragas no se le cayeron… —dije, refiriéndome a que ni llevaba, y ella no lo entendió, pues no le había contado lo de los pantalones agujereados, pero tampoco pidió una aclaración.
—No me quiero meter en lo vuestro, que es súper… loco y súper retorcido, ¿vale? Pero… si dices que algo pasó en ese aparcamiento, algo muy guarro, y que ni te miró… y que después quiso irse con ellos y no contigo, pues eso ya de juego de pareja tiene poco… Vamos, que no tiene nada.
Se hizo un silencio, y cuando me pude dar cuenta apenas quedaba un fondo de botella, y ella me decía que se iba a acostar, pero que me cedía el sofá, y se despedía con un “y no te comas mucho la olla...”, serio, pero que, dicho por ella, siempre sonaba vaporoso y extrañamente leve.
CAPÍTULO 48
Todo me daba vueltas, como si la suavidad y mullidez de la superficie que yacía bajo mi cuerpo se hubiera aliado con la ginebra para destrozarme. Abrí los ojos y no vi más que oscuridad. Noté un cuerpo a mi lado y no entendía cómo había llegado allí. Hasta que supe que aquella no era mi cama, sino la de Begoña.
El mareo era tal que dudaba incluso en si levantarme a vomitar. Me asfixiaba por el calor. Y mis ojos se acostumbraban a la oscuridad y me daba cuenta de que ella dormía bajo las sábanas y yo sobre ellas.
Me incorporé un poco y un golpe seco atizó mi cabeza en forma de resaca prematura, pues no debía de llevar allí tumbado más de una hora. La camisa me ahogaba y me la quité, así como los pantalones y los zapatos que cayeron, ruidosos, al suelo. Y mi borrachera me permitía intentar dormir en calzoncillos junto a Begoña, como si aquello fuera no solo lo normal, sino lo lógico.
Me dormí.
Noté movimiento. Y calor. Me moría de sed. Y un pitido insoportable atravesaba mi cráneo. Y supe el motivo de mi despertar, pues mi compañera de cama me abandonaba. Escuchaba el sonido de sus pies descalzos alejarse y el impacto de la realidad me despejó, cruel, recordándome que María estaría en aquel preciso momento follando, o durmiendo, con Edu, o con Edu y Carlos. Me incorporé un poco, en busca de mi teléfono, pero mi vista fue a un despertador que había sobre una mesilla que me anunciaba que pasaban un poco de las 6 de la madrugada.
Begoña volvía al dormitorio, con una botella de agua, al tiempo que yo encontraba mi teléfono, que estaba en el bolsillo de mis pantalones, que yacían arrugados sobre la cama, y descubría que María no me había llamado ni escrito. Y Begoña alargaba su mano que portaba la botella, salvándome de la sed, y yo le daba las gracias mientras no podía evitar fijarme en lo bien que le sentaba aquel camisón rosado y en cómo se le marcaban los pezones sutilmente, coronando unos pechos medianos, que yo había supuesto alzados, pero que tenían una caída mínima que los hacía no solo menos pueriles sino hasta tremendamente sexuales.
Ella supo por mi cara que María no había contactado conmigo, y no quiso incidir. Y yo me recosté y me metí bajo las sábanas y cerré los ojos y notaba como ella también volvía a acostarse. Y nos quedamos dormidos.
Calor asfixiante. Un mareo horrible. Y un tacto en mi mano. Dejé discurrir las yemas de mis dedos. Un muslo, que descubrí casi sin querer, o queriendo, hasta que mis manos toparon con la seda de un camisón. Y noté presencia cerca de mi cara. Abrí los ojos, y no vi nada. Solo sentí. Algo muy cerca. Cara a cara. Una caricia en mi pelo, sutil, lenta, y una mano que se posaba en mi mejilla. Lo deseé justo en el momento en el que lo sentí. Unos labios, desconocidos pero conocidos, sorprendentemente frescos, o al menos así contrastaban con los míos. Y nuestras bocas se abrieron, con una sincronización inusual, y sentí su boca húmeda, tranquila y segura, que me decía que aquello no estaba ni bien ni mal.
Un beso lento, sentido, que se acompasaba con unas caricias que no tenían ninguna prisa, como si se hubiera parado el tiempo, o como si lo que allí pasase pasaba solo bajo el cobijo y repercusión de aquel mundo, que era su dormitorio. Y no fue mi desengaño lo que hizo que mi mano acariciara aquel muslo, pero ahora por el interior, sino un deseo puro, casi adolescente, como si ella me hubiera embrujado y llevado a otra época.
Cuando me pude dar cuenta nada importaba y mis dedos acariciaban con ternura sobre unas bragas finísimas… y esas caricias acabaron desembocando en el exceso de la presión, pues mis dedos pronto frotaban con más empuje sobre aquellas bragas que cubrían un sexo tan mullido y blando que sobrecogía… y ella respondía a aquel frotamiento furtivo con jadeos entrecortados en mi cara, y, entre beso y beso, y entregada, sencilla… me respondía con unas caricias sensuales, puras, sobre mi torso, que yo ni recordaba. Y mis manos bajaron a quitar aquellas bragas y ella me ayudó, y yo no tenía miedo de mi desnudez y apenas supe del momento exacto en el que ella bajó mis calzoncillos y comenzó a acariciar mi miembro que, pequeño, pero duro, no sintió vergüenza, y ella siguió jadeando por mis caricias, sin alteración ni impacto alguno por palpar un miembro sorprendentemente pequeño, caricias que ahora eran sobre un sexo húmedo y recogido, con un vello púbico que se palpaba recortado y ordenado.
Nos besábamos, nos acariciábamos, y nos masturbábamos, porque había deseo y porque quizás ambos pensábamos que era lo justo. Y ella rodó hasta colocarse sobre mí. Y me volvió a besar. Y besó mi pecho, sopló en mis pezones, lamió mi vientre y yo cerré los ojos mientras el tacto de su melena me hacia cosquillas sobre el torso.
Y noté que agarraba mi miembro… y pretendía sentarse a horcajadas sobre mí… y buscaba la entrada, para satisfacerse con mi polla, conmigo, y se sentó sobre ella… se hundía, se penetraba... y noté calor, y ella emitió un quejido que me sonó a gloria, como de otra vida… Y resopló, afectada, y sentí su coño estrecho, abrazándome, sincero, y abrí los ojos, al tiempo que ella se bajaba los tirantes del camisón, hasta que toda aquella seda rosada se arrugó en su cintura, y brotaron ante mí, iluminados por algo de luz que anunciaba el amanecer, unos pechos ni grandes ni pequeños, diligentes y puntiagudos, y con unas areolas más extensas de lo esperado, de un color suave, que casi se fundía con la tonalidad de sus tetas.
Y comenzó un balanceo sentido, como si pudiera sentir cada milímetro de su interior, y ella me miraba, guapísima, sonrojada, algo sudada, y mis manos fueron a su culo, para acompasar su movimiento, y sus suspiros se fundían con los míos en un placer lento y vívido… Y lo hacíamos… follábamos… de una manera normal, pero maravillosa, donde no podía haber amor pero sí algo, algo sin nombre, que era lo que no era normal, y quizás aquella ausencia de normalidad era lo que hacía que el sexo común fuera especial. Y ella cerraba los ojos y apoyaba sus manos en mi pecho y se movía con precisión, y mi polla no se salía de ella…
… y así estuvimos unos minutos en los que yo cerré los ojos y me abandoné a sentir un placer carnal, animal pero implicado, sin estrés emocional… en un disfrute plácido y puro, hasta que acabó echándose un poco hacia atrás y susurró un delicado y tenue “córrete… conmigo…” “córrete dentro”, y aquello hizo que mi miembro palpitase en su interior… y ella aceleró un poco, adelante y atrás y comenzó a jadear con más fuerza; y yo no pensaba más que en ella, en su belleza, en su cara dulce, en sus gestos morbosos, en su cuerpo juvenil y en sus tetas de mujer, y alargué una mano y acaricié una de aquellas tetas que repuntaban y sentí un tacto diferente… duro y a la vez blando… y aquel tacto me hizo tiritar y sentir que mi explosión era inminente y un “¡Ohhh! ¡Sssssí!” fue resollado por ella y yo supe que se corría… y ambos nos dejábamos ir, y jadeábamos, de forma pura, en espasmos exagerados, en tembleques extraños, y en gemidos honestos e inmaculados… y yo la llenaba y ella me recompensaba con los últimos “¡Ohhh! ¡Sssssí!” que notaba nuevos, diferentes y singulares...
… y yo suspiré extasiado, vacío, y después ella resopló, indicándome que también había terminado, y se inclinó hacia adelante, hacia mí, y sentí sus pezones duros en mi pecho, y nos abrazamos, mientras yo sentía mi propio semen discurrir hacia abajo, por el tronco de mi miembro, y ella no se movía, y yo notaba su corazón bombear, pecho con pecho, y mi mano fue a su melena húmeda por el sudor, y la acaricié, y entonces algo me dijo que eso sí que no podía ser, y dejé de acariciarla.
Y nos quedamos dormidos.
Solo, en aquella cama ajena, miré hacia aquel despertador de la mesilla, y vi que eran casi las once.
Mi miembro desnudo me anunciaba que no había sido un sueño, y no me sentía mal como si hubiera sido infiel, ni bien como si hubiera hecho algo correcto.
Busqué mi teléfono y María no me había escrito. Y ella no tenía llaves de casa, por lo que seguía follando o yacía abrazada a Edu. Y yo no veía más opciones que esas dos.
Me puse los calzoncillos y busqué un cuarto de baño. Después busqué un salón y Begoña, con aquel camisón rosado y con sus pies siempre descalzos, me ofrecía un café. Y yo sentía que todo era muy simple a la vez que insoportablemente complicado, tanto que aquella noche y aquella mañana habían cambiado mi vida entera.
—¿Sabes algo de ella? —preguntó Begoña, y me seguía sin dar la sensación de que buscara ya desemascararla.
—No. Y no tiene llaves de casa.
Me vestí y apenas hablamos. Sí le pregunté por un tema concreto, al respecto de lo que habíamos hecho, y no aclaramos nada más allá de que tomaba la píldora y de que no me preocupase.
Y me despedí y nos topamos con un beso en la mejilla, que era más que dos y menos que uno en los labios. Y sentí que era lo adecuado y que tampoco había sido inadecuado el sexo, cosa que podría parecer una locura.
Había tanto en lo que pensar que no pensé en nada. Conduje hasta casa. Me duché, y, a la salida de la ducha, siendo ya la una de la tarde, vi que María me había escrito.
Caminé con el teléfono hasta el dormitorio, inevitablemente nervioso, hasta que leí:
—Voy a pasar el fin de semana con Edu.
Me impactaba su crudeza. Su sadismo. Y sentía como si de nuevo quisiera culparme por haber creado el juego, cuando ya hacía tiempo que habíamos sobrepasado todas las reglas iniciales. Además, sabía que con aquellos pantalones… sin bragas… con su camisa maltrecha… no podría salir de donde estuviera, por lo que me decía indirectamente que se pasaría el fin de semana follando con él, desnuda o vistiéndose con calzoncillos y camisetas suyas… para comer… quizás en la cama… y descansar… y volver a follar… Y yo me imaginaba eso, tenía la certeza de que su plan era ese, y era aquella intimidad y complicidad la que me mataba.
No lo pude soportar. Y la llamé.
Y escuché un sequísimo “dime” y yo supe que Edu estaba con ella, cerca, o no tan cerca, y, lo peor y más humillante, era que seguro a él no le importaba ni preocupaba demasiado.
Y lo solté. Sin filtro alguno. Me salió, desgarrador, desolador… de lo más profundo:
—María. Esto no tiene ya demasiado sentido.
Escuché entonces un silencio atronador al otro lado del teléfono. Cada segundo era un martillazo en nuestra vida juntos, en nuestra relación, en nuestro amor… que siempre creí infinito e invencible...
—Lo sé —respondió ella y me tuve que sentar sobre la cama.
—Hay una cosa que te tengo que decir —susurré al teléfono, llevándome una mano a la cara —y sabía que lo iba a decir, que le haría daño, pero que no podía acabar aquella conversación sin confesarlo.
—Dime.
—Esta noche, bueno, anoche, no vine a casa, pasé por casa de Begoña. Dormí con ella. Y lo acabamos haciendo.
Si el silencio anterior había sido insoportable, el que se hizo entonces fue el silencio más duro que escuché en toda mi vida.
Seguía sin respuesta. Nadie hablaba.
—Vale —escuché finalmente, en un hilillo de voz… y sonó afligido, aunque quisiera sonar entero.
—No lo digo para hacerte daño, ni para… joderte.
—Ya. Ya lo sé.
—¿Entonces esto se acabó? —pregunté y de mis ojos salieron lágrimas, silenciosas, que mostraban una tristeza infinita.
—Eso parece —respondió, con voz temblorosa.
Tras otro silencio ambos supimos que no había nada más que decir, y fui yo quién tomé la decisión de cerrar:
—Un beso, María —susurré, convulso, sin poder contener las lágrimas.
—Un beso, Pablo —terminó ella.
Continuará.