Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 41 y 42)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 41
Escuchaba desde la cama el pitido de la cafetera italiana que me anunciaba que María ya estaba en la cocina. Miré el reloj y eran las siete y cuarto, faltaban cinco minutos para que sonara el despertador, pero a ella no le había hecho falta, casi nunca le hacía falta.
Sentía un nudo en el estómago, y sabía que era por algo que había soñado. Así que hice lo que solía hacer en esos casos, indagar en mi mente rápidamente, pues sabía que o lo averiguaba en aquel preciso instante o el recuerdo se desvanecería.
Primero me vino una imagen, y después una frase, y otra, y otra. Y yo tiraba del hilo y el recuerdo se hacía más complejo y elaborado y el malestar se acentuaba. Hacía esfuerzos por no perderlo, y, una vez supe que no podría sacar más, lo estructuré y lo repasé
En el sueño iba caminando solo por la calle. Una calle desierta, pero a plena luz, como si fuera muy temprano. Y me encontraba con Edu. Pero no sentía el impacto de su intimidación, sino que era casi como un amigo. Nos parábamos, nos saludábamos y él me preguntaba por María. Yo le contaba que le iba bien en su nuevo puesto, el que había sido suyo, y él se alegraba. Era todo tremendamente real.
Y, después, manteniendo la buena sintonía, como quién le habla a un amigo, le preguntaba yo:
—Bueno, a ver, dime. ¿Realmente cuantas veces lo has hecho con María?
Y sentí, tumbado en la cama, en el mundo real, como mi yo del sueño sí se había tensado al pronunciar aquello.
—Pues, a ver… —respondía él, haciendo memoria, sin buscar sadismo, sosegado —pues la noche de la boda, claro. Y una vez en el despacho que nos dio un calentón. Y uno de despedida, que vino a mi casa para hablar sobre qué nos traíamos entre manos tú y yo.
—Ese de despedida me lo había contado Begoña. El del despacho no lo sabía —respondía yo, alterado, pero haciendo como que no me afectaba.
—Sí. Pues esas tres veces. Y, por cierto, Pablo. Perdona por lo de Víctor y por lo de Marcos. Pero con Carlos estáis contentos, ¿no? —preguntaba, hasta preocupado. Implicado. Protector.
—Sí, sí. Tiene sus cosas, pero bien. Además a María yo creo que le atrae bastante.
—Eso pensé yo. Que le iba a gustar más.
Después no recordaba qué sucedía, y lo siguiente era yo caminando solo, por aquella calle desierta, con muy mal cuerpo, pero a la vez asumiendo que aquello era lo que había; una sensación de inamovilidad y de hechos consumados que no me permitía la auto flagelación.
Sonó entonces el despertador. Me giré. Las siete y veinte. Y lo apagué.
Me puse en pie, y, alterando el orden del ritual automático, pues lo primero que hacía siempre era pasar por el cuarto de baño, fui hacia la cocina. Y allí estaba María con un camisón azul claro, peleándose, taciturna, con las alacenas.
—¿No quedan galletas? —preguntaba y yo me acercaba por detrás.
—Si solo tomas café.
—Ya. No sé. Pero me ha dado antojo —decía, de puntillas, y yo la abrazaba por detrás.
Ella se dejaba abrazar y yo me aferraba. Notando su espalda en mi pecho y su melena en mi nariz.
—¿Qué te pasa...? —rio levemente.
—Nada. Creo que un mal sueño.
—¿Ah, sí? El otro día soñé que te mataban unos terroristas —decía ella y yo la soltaba lentamente.
—Vaya. Gracias —le decía yo, también sonriendo.
—Sí, sí. Lo pasaba fatal… Una masacre —rio encantadora —¿Pero crees que tuviste un mal sueño o es seguro? ¿Te acuerdas de cómo era?
—No… No me acuerdo.
—Vaya… —respondía ella, que ya descartaba encontrar las galletas.
A media mañana, en el trabajo, culpaba a Begoña de mi pesadilla. Al fin y al cabo ella había plantado la idea de la infidelidad de María en mi cabeza.
Y, no mucho después de que estuviera pensando en ella, de casualidad y para mi sorpresa, aquella impredecible chica me escribió al móvil.
Me llamaba la atención cómo escribía, pues lo hacía tal cual hablaba, de tal forma que me sucedía algo con ella que me pasaba con muy poca gente, y es que leía lo que me escribía, pero con su voz. Plasmaba en el texto su propio tono, con su dulzura, su agitación y su jovialidad habitual, y, ya refiriéndome al fondo de su mensaje, vi que me hablaba sobre un amigo suyo que estaba buscando trabajo:
—Venga. Ahora que eres jefe podrás mover su curriculum. Siempre ha trabajado en logística. Si te digo la verdad no sé muy bien lo que es. Lo que es logística sí, jolín, pero no lo que hace él, jeje —leía yo y me frotaba los ojos, un poco incrédulo por el asalto.
—Sí, vamos, súper jefe soy ahora. Está el CEO temblando —le respondía yo.
—Venga… ¿te lo paso?
Accedí a darle mi email y no sé por qué le pregunté si había coincidido con María esa mañana.
—Está en el juzgado con Amparo, creo —y yo entendí entonces por qué aquella llamada recién habíamos aterrizado en la terraza la noche anterior. Y mi mente se fue inmediatamente después a que María había estado vestida como ella, y a aquello tan raro de mi novia en el momento en el que mi clímax era inminente.
De golpe me moría por preguntarle sobre su implicación en su juego con Edu… en eso de fingir ser María, pero sin duda no era el momento ni el canal.
—Por cierto. ¿Hubo trío por tu ascenso al final? —preguntó.
—Tú qué crees —me hice el interesante.
—Si te digo lo que creo harás como que no te lo he dicho.
—Puede ser.
—No me lo cuentas, entonces. Menuda shit… —decía ella, con aquel vocabulario tan pijo como delirante.
—Eres muy cotilla. Aunque igual te lo cambio algún día. Información por información —me enredaba yo, sin motivo, sabiendo que me estaba metiendo en un lío.
Ella respondió entonces con un emoticono de una cabeza pensando, y me llegó la lucidez suficiente como para apartar el teléfono y bloquearlo.
Intenté centrarme en el trabajo y unos minutos más tarde comprobé que no me había insistido más. La conversación tenía como final aquella cara pensante. Lo cierto era que nuestra relación, o más bien nuestro trato, era extrañísimo.
Y de hecho mi teléfono no tuvo más movimiento hasta por la tarde, cuando recibí una captura de pantalla de María. Me sobresalté un poco cuando vi que plasmaba una conversación suya con Carlos, que se acababa de producir.
Me recosté hacia atrás y cogí aire, sabiendo que si ella me lo enviaba era porque debía de tener sustancia. Y leí:
—Esta noche estaré en mi casa. Por si quieres o queréis venir al pub de aquella vez —había escrito Carlos.
—La vez en la que me vestí como tu hija, dices —le respondía María.
—Sí. Esa vez.
—Ya te expliqué que estaré cansadísima. Ya hablaremos.
—No hace falta que te pongas los pantalones que te dije. Entiendo que te intimide o te dé reparo.
—No es por eso. Estoy cansada.
—Vale. Ya me avisarás cuando quieras entonces —finalizaba él y no había nada más escrito.
Lo releí otra vez y después le escribí a María:
—Pobre. Lo tienes desesperado.
Me quedé un momento a la espera, pues ella estaba en línea, pero no respondió más. Al menos no respecto a eso, ya que una hora más tarde me llamó para decirme que cenaría un par de tapas con Paula, al lado de su despacho. Yo aproveché entonces para proponerle a un compañero de trabajo, al que mejor me caía, tomar algo rápido, cerca de nuestra empresa, a modo de pseudo despedida.
La cena no dio mucho de sí. Nada daba mucho de sí excepto mis locuras con María. Y, ya conduciendo hacia casa, mi mente volaba a lo de siempre, y pensaba en lo que disfrutaba María con aquellos desplantes a Carlos por mensaje, y me preguntaba si con ello acabaría haciendo que él abandonase, o si por el contrario estaría creando en él un deseo mayor.
Una vez aparqué el coche fui hacia nuestro apartamento y vi a Maria frente al portal, caminando y hablando por teléfono, en un recorrido corto y medido, como una centinela.
Vestía un traje gris de falda y chaqueta y una camisa azul, y recordé que Begoña me había dicho que María había ido al juzgado por la mañana; así que pensé entonces en la alegría que se habría llevado el juez, de ser hombre, y en cualquier caso los abogados, procuradores y demás, que seguro habrían revoloteado, todos nerviosos y algunos chabacanos, a su alrededor.
Me acerqué después a ella y tapó su móvil con la mano, para que no la oyera su interlocutor, y me susurró con una sonrisa:
—¿Has recogido tu planta y mi foto?
Me quedé un instante pensativo y, mientras ella colgaba el teléfono, yo entendía su broma, por lo que finalmente, le dije:
—No tengo ninguna planta. Ni foto… Mis escritorios son parcos y sobrios…
—Bueno, mejor, así menos cosas que tienes que mover.
—Total sigo en el mismo pasillo —le respondía y entrábamos en el edificio.
La veía especialmente animada, alegre y despejada, y recordé que le había dicho a Carlos varias veces que renunciaba a su plan porque estaría cansada. Y pensé en aprovechar su buen humor para plantearle irnos de fin de semana, a la semana siguiente. Pero después me di cuenta de que si le había dado largas a Carlos, quizás su intención era la de aceptar un encuentro para el siguiente fin de semana… Y yo no quería estropear esa posible cita… ya fuera de dos o de tres… así que no sabía qué proponer.
Entrábamos en casa, y después en el dormitorio, y María allí se quitaba los tacones… Estaba radiante, espléndida, y yo sabía que tenía que aprovechar aquella corriente, que ya habría otros viernes por la noche para quedarse en casa viendo la televisión. Y de golpe mi mente maquinó, de la nada, una proposición arriesgada:
—Oye, María.
—Dime… —respondió, y yo no estaba seguro de cómo decir aquello.
—Esto… A mí me pareció una locura cuando Carlos lo dijo ayer… Pero, yo qué sé. Por probar… —yo titubeaba y veía que María, de pie frente al armario, me miraba de reojo, frunciendo el ceño —Eso… que... ¿por qué no pruebas lo de los pantalones? Igual no se nota.
Ella, allí de pie, acababa de recoger sus zapatos, se soltaba la camisa de la falda, y me respondía, sorprendida, pero en un tono neutro:
—¿Cómo no se va a notar?
—Bueno. Prueba...
—¿Para qué quieres que pruebe? —preguntaba ella, ya con otra inflexión de voz, y yo empezaba a pensar que no había sido buena idea.
—Bueno, si no quieres no pasa nada.
—No. Si me da igual probar. Si te quedas más tranquilo. Pero ya te digo que se tiene que notar. Cómo no se va a notar —repetía.
María bajaba la cremallera de su falda y yo me iba hacia el cuarto de baño sin haber recibido una respuesta explícita. Algo tenso. Moderadamente optimista. Dándole tiempo y espacio.
Me miré en el espejo. Me lavé la cara. Y cada sonido que sentía que provenía del armario me angustiaba y me intranquilizaba, pero de una manera extrañamente positiva.
Me lavaba los dientes. Hacía tiempo hasta lo imposible. Me enjuagué la boca. Y acabé saliendo cuando ya llevaba tiempo sin escuchar ningún ruido.
Llegué al dormitorio y María llevaba puesta la camisa azul, con la que había ido a trabajar, y los pantalones de cuero negros, agujereados por Roberto.
—No se nota… —susurré, excitado, pero convencido.
—No. Bueno. De frente no.
Me acerqué a ella y me dispuse a alzar un poco su camisa, para ver la zona de su entrepierna.
—¿Qué haces?
—Es para ver lo que se ve.
—Hombre, si la levantas claro que se verá —protestaba ella, incómoda y ruborizada, a pesar de ser yo.
Pero me decidí a apartarle la camisa… recogiéndola hacia arriba… y vi de golpe... sin más preámbulo y sin ropa de por medio… su impresionante y carnal coño… contundente y expuesto, con sus labios gruesos y su vello púbico arreglado, oscuro, denso y rizado. Y sentí aquel impacto. De golpe. Con tanta fuerza que mis manos soltaron su camisa inmediatamente… y ésta cayó, tapando aquella imperial maravilla.
María no se percató del impacto que me había producido, y se dio la vuelta con calma. Y pude ver como la camisa le tapaba completamente el culo.
—¿Y si salimos tú y yo esta noche así? —le pregunté, en un tartamudeo excitado.
María se giró y dijo:
—Estás fatal…
—¿Por qué?
—Y además, ¿a dónde? Imagina que nos encontramos con alguien conocido.
Pensé entonces en decirle de irnos a otra ciudad al día siguiente, posponerlo a la noche de sábado, pero estaba inquieto, ansioso. Lo quería todo en aquel preciso momento.
—Pues… Mira. Es que es perfecto. Carlos estará en su casa, como te dijo. Por lo que tenemos libre el hotel ese al que fuimos con él un par de veces. Y en la barra, allí de pie, se está bien. Y es todo gente de paso. Es todo gente que va o viene al aeropuerto. No va a haber nadie conocido.
Se hizo un silencio. Yo deseaba que María estuviera valorándolo.
Ni de frente ni de espaldas se notaba. Tendría que tirarse uno al suelo para ver algo, casi de igual forma que si llevara falda.
—¿Y una vez allí, qué? —dijo por fin —Es que estamos en lo de siempre, Pablo.
—Pues sería morbosísimo. ¿Cuanto hace que no jugamos los dos solos?
—Pero estamos con lo mismo… Una vez allí… ¿qué querrías que pasase?
—Nada. Lo que tú quieras… No sé… Vamos allí. Dos copas. Nos calentamos… Con que hablases con uno… con solo un chico… sería tremendo.
—Yo no lo veo tan tremendo.
—Imagínatelo… con eso… así… al aire… pero solo tú y yo lo sabríamos.
—Ah, sin bragas, además —replicaba ella.
—Claro… ¿no? Tal cual así.
Me imaginaba a María, de pie junto a la barra, hablando con cualquier hombre de negocios de los que frecuentaban aquel hotel… sabiendo que ella iba así… con su coño así de expuesto… y mi corazón se me salía del pecho.
—Bueno. A ver... —dijo, y aquel “a ver” me sonó celestial —Voy a ver si tengo una camisa un poco más larga que esta —murmuró, y abrió de nuevo su armario, lo ojeó un poco, y dijo:
—Tengo esta… así marfil… y esta esmeralda.
—¿Qué?
—Que… tengo esta blanca y esta verde.
—Mmm… No sé. Me da igual —le dije, sin saber realmente si me estaba preguntando o no.
—Uf, no sé. Pablo. Me parece una locura. Pero ya una locura hasta para nosotros… si es que eso es posible…
Yo la miraba. Ella dudaba.
—¿No se notará? —insistía —¿Y si se abre más? Porque igual se deshilacha más. Imagínate el espectáculo.
—Si se abre más nos vamos. Venga. Te juro que no se nota. Que no es para tanto.
—Vale. A ver. Dame un momento. Que me estoy agobiando —intentaba ordenar la situación y ordenarse a ella misma —Dos copas allí. Y si se nota me avisas. Y si me viene un plasta me socorres.
Yo me alegraba por dentro, pues no quería mostrar emoción, y mi miembro palpitaba excitado. Mientras, ella seguía dándole vueltas, queriendo visualizarse bien, queriendo buscar una organización y un control. Y siguió haciendo preguntas:
—¿Y qué hacemos allí? ¿Qué hago allí? Es que no lo veo… ¿Me pongo en la barra y espero a que alguien me hable? Nadie me va a hablar. Es un bar de hotel. No un pub, ni un bar de copas.
—Podemos fingir que trabajamos juntos y si vemos a alguien... solo o lo que sea, inicio una conversación con ese alguien… y después ya veré cómo te dejo solas con él.
María me miraba y no me miraba. Tensa, dudosa. Y yo sabía que nerviosa… Lo sabía por su mirada quebradiza y por sus mejillas sonrojadas; pero no eran unos nervios cándidos, sino unos nervios vinculados a un ardor.
—Madre mía… —susurró, negando con la cabeza, y se giró de nuevo hacia el armario, y pronto desenganchaba una percha de la que colgaba una camisa de seda blanca. O más bien marfil.
CAPÍTULO 42
Un “Uf, venga, me voy a arreglar” de María, marcaba el inicio de la noche y me decía indirectamente que me fuera al salón; pues ella nunca quería distracciones ni bultos sospechosos que entorpecieran su ritual pre salida.
Una vez la deje sola saqué una cerveza de la nevera y comencé a intentar presagiar qué podría pasar, y lo cierto era que veía prácticamente imposible que María hablase con un nombre, le gustase, le explicásemos cual era nuestro juego, el creado por mí, y la cosa fuera a mayores. María tenía claro que el juego en vigor era el suyo, y que lo atrayente de aquella noche era aquella ramificación light que nunca había sido derogada, y que consistía en ella gustarse y en verse deseada, con el morbo añadido de la exposición de su sexo que solo ella y yo sabíamos, pero nada más. También ella sabía de sobra que yo, bajo la mascarada del juego light, anhelaba, iluso, que aquella noche se pudiera aspirar al juego original.
En esas cavilaciones estaba cuando mi teléfono vibró en mi bolsillo. Era María quién me había escrito, y leí:
—Es verdad que hace tiempo que no jugamos solo nosotros y el juego es nuestro.
Y me llamó especialmente la atención ese mensaje, pues siempre que había una clarificación por su parte de que el juego era nuestro, sonaba más a excusa para justificar su atrevimiento que a búsqueda de complicidad. Cuando era yo quién lo aclaraba, lo que había era miedo al tercero.
María aparecía finalmente en el salón y yo di mi último trago al botellín. Los zapatos de tacón negros, aquellos pantalones de cuero, la camisa sedosa color marfil y su bolso. Todo parecía tan elegante y potente como impecable, pero ella me miraba buscando la enésima confirmación de que no se notaba el secreto, y yo lo que miraba era que se había pintado un poco los labios, de un color suave, rosa claro, lo cual no era común, y también un poco los ojos.
Estaba más agresiva, menos dócil, pero de gesto, pues seguramente por la incomodidad de tener su sexo libre, y por la tensión de poder ser descubierta, no se la veía tan altiva.
Se sentó entonces el sofá, de manera forzada, cruzó sus piernas, y me miró, esperando veredicto.
—Sentada tampoco se nota. Por si me estás preguntando eso —le dije, y era cierto, además ni había tenido que echar su camisa hacia adelante para tapar nada.
Me fui a echar colonia y cuando volví ella estaba en el medio del salón, en silencio, revisando su móvil. Y estuve tentado de aproximarme por detrás y palpar aquel sexo descubierto… pero me cohibí. Sabía que debía esperar a que ella se fuera soltando, a que viera que no había peligro de ridículo y a que bebiera una o dos copas.
De hecho ya en el coche la notaba callada, casi apagada, obsesionada porque se notase. A mí no me faltaban ganas de preguntarle si sentía su sexo en contacto directo con el asiento, pero de nuevo sabía que debía esperar. Le acabé preguntando por Amparo, por el juicio que habían llevado ellas dos, para intentar esconder el elefante en la habitación. Pero creo que María supo de mis intenciones y no se explayó demasiado.
Había una especie de casi llovizna o de humedad persistente, que uno no sabía si estaba realmente lloviendo, pero no por ello la noche dejaba de ser cálida. Lo que sí sucedía era que aquella nubosidad provocaba que la noche fuera severamente oscura.
Llegamos al aparcamiento, a aquella gran explanada de tierra, y la miré de reojo y vi su camisa clara, que casi brillaba, alumbrándonos, y vi el cinturón de seguridad encajado entre sus pechos, que se veían enormes, remarcados en magnitud gracias a aquella división… y casi pude sentir una erección instantánea. Estaba guapísima, aún cohibida pero más potente de lo normal. E iba a aparcar cerca de la entrada, pero mi mente maquinó rápidamente que aquella oscuridad se podría aprovechar; y es que realmente todo apuntaba a que María y yo volveríamos solos a nuestra casa aquella noche, así que nuestras opciones de sexo pasaban por usar el arnés en casa, o porque yo le intentara proponer algo en el coche, al salir de allí. Algo que hacía mucho que no proponía.
Conducía despacio sobre aquella gravilla, pensando en que el coche era mi mejor oportunidad para poder hacerlo con ella sin la cárcel de aquel cilindro inerte, cuando ella preguntó:
—¿A dónde vas?
—Siempre aparcamos alejados cuando venimos aquí.
—Sí, y no sé por qué. Y menos si llueve —protestó.
—No llueve. O casi —le dije, haciéndome el loco, mientras llevaba el coche a la zona más remota.
Y ella me miró de soslayo, y negó con la cabeza, pero sonrió un poco, y supe que me había leído las intenciones; pero no dijo nada, por lo que dejaba que fuera la María de un par de horas más tarde la que tomara la decisión.
Salimos del coche y me dijo que dejaba el bolso en el maletero, que no sabía para qué lo había traído, y me dio su teléfono. Y recordé aquello que había sucedido unas semanas atrás, cuando su bolso había estado en el maletero del coche de Carlos sin un motivo claro y convincente.
—Una copa cada uno y después esperamos un poco por si hay algún control —dijo María, mientras caminábamos por aquella gravilla donde afortunadamente la humedad no había hecho mella y se mantenía consistente.
—Dos copas, María. Una apenas da para nada.
—¿Y para qué quieres que dé? —preguntó, esta vez sí cómplice.
—No sé…
Se hizo un silencio. Caminábamos contra una especie de denso y acuoso aire, y pensé que vendría su protesta, pero no se produjo, y alcé la vista y atisbé toda aquella planta baja iluminada, pero esta vez había bastante más gente.
Llegamos al vestíbulo y ciertamente había movimiento, quizás por un congreso o algún evento, y María se despegaba un poco la camisa humedecida del cuerpo mientras yo buscaba un hueco en la barra. Pero no fui yo quién lo consiguió, sino finalmente María, y yo me coloqué tras ella.
Pidió entonces dos copas y yo, sin querer, la empujé un poco con la pelvis, por detrás.
—Cómo me levantes la camisa te mato —susurró, súbitamente enfadada.
—¿Cómo te la voy a levantar?
—No sé. Te veo capaz.
Aquel repentino cambio de humor obedecía sin duda a su incomodidad por sentirse desnuda con tanta gente alrededor, y yo comencé a sopesar si realmente había ganado más que perdido con lo de la ocurrencia de los pantalones.
María me acercó la copa y dijo:
—Bueno. ¿Y ahora qué?
Su desagrado era evidente y temía que desembocara en prisa, y mi sospecha de que lo de los pantalones no había sido buena idea se acrecentó.
Le iba a responder, cuando un grupo bastante numeroso se apartaba, yendo hacía la zona de los sofás, y se nos abría un claro bastante extenso, que yo no sabía si la liberaría de presión o si haría que se sintiera más expuesta.
—Ahora nada. Tú y yo y ya veremos —le dije sereno, queriendo sonar convincente.
Tras decirlo me coloqué frente a ella. Con nadie a menos de dos metros de nosotros.
—¿Tú y yo? A ver lo que aguantas... —murmuró, tensa, antes de sorber de su bebida.
Esperaba que la primera copa fuera difícil, pero que con la segunda yo pudiera encender la conversación e ir buscando un candidato o un corrillo. Pero apenas habíamos dado tres sorbos y dos hombres corpulentos, con atuendos que contrastaban con la sobriedad de la mayoría, pasaban al lado de nosotros, y uno se daba la vuelta y miraba a María.
Pensé que diría algo, pues la parada era exagerada, y yo miraba sus pantalones cortos, su camiseta, sus mejillas sonrojadas, su pelo rubio, sus ojos claros y su barriga incipiente, sin saber qué tipo de frase esperar.
El hombre frunció el ceño, con su amigo al lado, y, dudoso, dijo:
—¿Vanesa?
Miré a María que negó con la cabeza, y el chico insistió:
—¿No?
—No. Va a ser que no —respondió ella, seca.
—Perdona…
—No pasa nada —dijo y se colocó un poco el pelo.
—Perdona, es que te pareces mucho. Pensé que eras.
—¿Y quién es Vanesa? —pregunté, buscando interacción.
—Mi prima —dijo, y pensé que estaba de vacile, y tuve de repente una sensación algo negativa.
—Pues sí que debes de ver mucho a tu prima —apostilló María y yo me situé a su lado.
—No, hace años que no la veo. Perdona si te he molestado.
—Ya me has dicho perdona tres veces.
—Vale. Vale…
Pensé que la cosa quedaría ahí, en un malentendido extraño y con un poso incómodo, pero María me dijo entonces, a mí, pero en tono audible para ellos:
—¿Esto qué es? ¿Una forma de ligar?
—¿Qué? ¿Qué has dicho? —dijo el chico, y su amigo le echó un poco la mano, y le susurró: “venga, vámonos”, con la clara intención de que la cosa no fuera a más.
—¿Que si ligas así? Con esa chorrada…
—¿Pero de qué vas? —protestó el rubio que se soltaba de la mano del amigo, no con ademán de encararse, ni mucho menos, pero sí visiblemente molesto.
Y yo me tensé un poco, y la miré, y creía que estaba forzando la máquina demasiado, y además sin motivo alguno; y en ese momento, otro hombre, que no parecía tener nada que ver con ellos, salió de la nada, poniéndose entre ellos y nosotros y comenzó a hablarle al chico, con gestos conciliadores y tono bajo.
Después vinieron dos chicos más, vestidos con pantalón, camisa y chaqueta, como el conciliador, y la cosa se calmó, y los dos primeros chicos comenzaron a alejarse, no sin antes echarle una mirada de incredulidad a María, mientras el rubio negaba con la cabeza, en una mezcla de indignación, sorpresa y repulsa.
Todo había sucedido en apenas dos minutos. No había llegado ni a pequeña trifulca. Realmente no había pasado nada, pero el sitio era tan tranquilo y sobrio, con una música de fondo hasta relajante, que hacía que lo sucedido resultara especialmente chocante y extraño, como fuera de contexto.
El hombre conciliador se giró entonces hacia nosotros y dijo:
—Perdonad que me haya metido, pero lo estaba escuchando y me estaba pareciendo desagradable.
Después se presentó, junto a sus dos colegas. Nos dijo su nombre y no lo retuve, pero no sé por qué me fijé en que llevaba anillo de casado, y después busqué en las manos de sus compañeros y también lo llevaban. De cuarenta y pico años, alto, delgado, con el pelo muy corto y negro, con entradas y mucha nariz, algo draculiano… y con un color de piel que iba en sintonía. Y nos preguntaba si estábamos allí por trabajo y me di cuenta de que no habíamos planeado nada, y le dije rápidamente que sí, que éramos compañeros de trabajo, pues temía que María dijera la verdad.
Afortunadamente la conversación viró a si viajábamos mucho a esa ciudad, por lo que los derroteros fueron hacia aspectos en los cuales podíamos continuar la mentira.
Yo bebía rápido y uno de sus colegas le llamó Luís, y María le escuchaba sin demasiada implicación. Lo cierto era que pronto no había mucho más interés o esmero en la charla, que la atención, de palabra y de mirada, que Luís depositaba en María. De hecho hasta sus dos colegas ya habían creado una conversación aparte entre ellos.
Dejé evolucionar la situación, me fui ausentando y apartando disimuladamente, para ver si de verdad había un intento real de aquel casado sobre María.
Cuando acabé la bebida pasé por detrás de ella y dejé la copa vacía sobre la barra, y, aprovechando un silencio y un descuido de él, consiguió susurrarme:
—No me gusta nada.
—¿Qué?
—Que es horrible, que me lo voy a sacar de encima ya.
Yo pedía una nueva copa y le pedía otra a María, y me fijaba en que aquel hombre, que de hecho tenía unas cicatrices en la cara, como de una antigua acné o algo similar, efectivamente no era muy agraciado.
Le di la bebida a María y fui hacia el aseo, aun sabiendo que aquello no le haría demasiada gracia, y, una vez allí algo vibró en mi chaqueta. No era mi teléfono, pues este estaba en el bolsillo de mi pantalón, sino el de María.
Lo saqué, de forma automática, sin pensar en nada, y me sorprendí al comprobar que Carlos le había escrito.
Supuse que no sería nada importante, quizás una proposición para otra noche, pero mi curiosidad me pudo. Marqué el pin y leí:
—Mi propuesta sigue en pie. Aún estás o estáis a tiempo.
No le di más importancia. Aquel hombre, que cada vez parecía más ansioso, lo que quizás hacía que perdiera un poco su singularidad, tendría que esperar.
Guardé el teléfono de nuevo en la chaqueta y fui a orinar. Y entonces mi mente comenzó a considerar algo que supe desde el principio que no era buena idea.
Sabía que cuando volviera a la barra a María le quedaría media copa por acabar y que ya se habría deshecho del tal Luís, o le faltaría bastante poco. Así que tenía dos opciones, o encontrar a alguien con quién jugar en la media hora que me daría una María bastante a la defensiva, o… escribirle a Carlos.
Sí, sopesaba escribirle a Carlos, haciéndome pasar por María.
Miraba hacia abajo, mientras miccionaba, y veía mi diminuto miembro, y lo comparaba con la polla contundente, potente y masculina de Carlos. Y recordé las dos veces que había estado a punto de follar a María; La mirada de ella… aquella mirada de ansia… de necesidad…
… Y tuve de golpe una sensación de merecimiento, pero un merecimiento que ya hacía tiempo que no estaba vinculado a mí, sino de María.
Acabé de orinar. Me lavé las manos. Me miré en el espejo. Me las sequé. Cogí su móvil. Y de verdad pensaba que no lo hacía tanto por mí, sino por ella.
—Estoy con Pablo en el hotel ese del aeropuerto —le escribí a Carlos.
—Espero que no te importe que me lo tome como una proposición —escribió él inmediatamente.
—Tómatelo como quieras —respondí, fingiendo ser ella, y sabiendo que él no dejaría escapar aquella oportunidad.