Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 39 y 40)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 39

El agua de la ducha caía por mi espalda. Era la mañana siguiente, jueves, y era mi penúltimo día en mi puesto de trabajo, ya que el lunes empezaría con mis nuevas funciones. Y María aún no lo sabía.

Me sentía cansado, soñoliento. El desgaste mental era tremendo, y además nos habíamos acostado tarde después de nuestra locura con Carlos.

Cogí mi esponja y comencé a enjabonarme, y no sé por qué pensé en que a María no le gustaba usar esponja, y me di cuenta de que unas cinco horas antes, mi novia había estado exactamente en el mismo sitio que yo, también enjabonándose el torso, aunque con sus manos. Y me excité. Me la imaginé, bajo el agua, acariciando sus pechos, su cuello y su vientre, para quitarse el semen de Carlos, y mi miembro apuntaba al frente. Me la imaginé lavando su coño… por lo que ella había soltado y por lo que yo había depositado, y mi miembro se endureció aun un poco más.

Mi mano fue automática a envolver mi sexo que se vigorizaba y pensé en qué pensar. En qué es lo que quería yo. Qué me excitaba a mí; pues el juego de María sin duda era morboso y potente, pero no era realmente lo que yo más ansiaba. Lo que sin duda más me excitaba a mí era ver como alguien la follaba… y pensaba que daría lo que fuera porque Carlos follara a María si algo, alguien, un ente superior o una verdad absoluta, me asegurase que sería solo sexo.

Y por qué no otra noche como la de Roberto. Eso sí, con otro amante, más normal. Era cierto que contactar por internet con alguien era quizás demasiado pactado y perdía morbo… pero por qué no, eso, lo de Roberto, pero con un chico que no resultara ser tan inestable.

Pensé entonces en irnos de fin de semana. No ya al día siguiente que era viernes, pero sí el viernes siguiente. Después de cenar ir a un pub, o a una discoteca… dejarla sola… verla atacada, y, si alguno de los pretendientes le gustase, ir los tres al hotel.

Sí, mi polla palpitaba bajo la ducha, y me decía que mi fantasía era esa; todo se había iniciado tras conocer a Edu, pero eso no podía ser… así que aquello era lo más parecido y deseado, para mí.

Desayunaba frente a María, que solo tomaba café y miraba su teléfono móvil, a tres metros de donde Carlos la había follado con el arnés… y de donde se la había chupado como si le fuera la vida en ello.

Yo estaba cansadísimo. Ojeroso. Y ella espléndida. Con un pantalón oscuro y una camisa de seda malva.

Dudé en soltar sin más lo de mi ascenso. Y es que siempre que la veía especialmente guapa me gustaba decirle, o bien una buena noticia, o bien algo gracioso; pues si a su esplendidez le acompañaba una sonrisa, yo ya me caía de la silla. Y me encantaba la sensación de esa caída.

Pero sabía que no podía decírselo así. Tenía que fingir que la noticia era de aquel mismo jueves. La llamaría por la tarde y haría como que acababa de saberlo.

—¿Bajas conmigo? —preguntó María, recogiendo su taza.

Miré el reloj y le dije que aún tardaría un poco, así que en un par de minutos María me dio un pequeño beso en los labios y se fue. Se marchaba con aquella conocida entereza post locura que a mí siempre me asustaba un poco.

Me ponía los zapatos y recordaba que ella, la noche anterior, había mencionado a Begoña… y comencé a pensar en cómo sabría ella de nuestra charla en la panadería. Y también pensé en aquello de que a María se le hacía sospechoso aquel súbito vínculo entre Carlos y Edu, y quizás, sobre todo, aquella puntería de llamarle dos veces estando él en nuestra casa.

Todo ello me obligaba, con la coartada perfecta de mi ascenso, a salir a cenar con ella aquella misma noche y así aclarar los máximos temas posibles.

En el trabajo tenía que cerrar algunas cosas, pero no era capaz de sacarme de la cabeza todo lo que estaba viviendo: tras la noche Roberto había venido lo de la canallada de Edu, la casi ruptura, la reconciliación y después todo lo de Carlos… los dos besos con Begoña… y todo en dos meses. Dos meses que estaban llamados al sosiego, a la paz tras la tormenta, a la tranquilidad tras el susto, a la justificación de la suspensión de la boda… y, sin embargo, no había descendido el ritmo de nuestras vivencias como consecuencia de nuestros juegos. Ritmo que se había acelerado en octubre, con la boda aquella, es decir, con la noche de Edu… y que no había parado hasta aquel día, treinta de mayo.

A media tarde decidí que era el momento de llamar a María. Me levanté de mi asiento y tuve que pasar por delante del departamento de marketing para alcanzar la zona de la ventana, donde la máquina de café, para allí conseguir intimidad, y fue casualidad que una de las chicas de ese departamento le dijo a una compañera:

—Haz como siempre. Busca patrones de clientes.

Aquella frase se quedó rebotando en mi cabeza y yo no sabía por qué.

Llamé entonces a María para contarle mi promoción y su alegría fue inmensa. Más que cuando ella ascendió hasta el puesto de Edu. Y me llegó a reñir porque yo no mostrase mucha alegría, pero me costaba fingir que aquella noticia tenía diez minutos de vida.

Le dije que quería invitarla a cenar y me preguntó si quería pasar a recogerla a su despacho. Ante esa propuesta mentí, y le dije que seguramente saldría tarde, que era mejor vernos en el restaurante. Pero lo cierto era que quería evitar la posibilidad de encontrarme con Carlos, pues me imponía ya casi tanto como lo había hecho Edu... Y también quería evitar a Begoña, ya que me imaginaba hablando con ella, o simplemente saludándola, estando María presente, con los dos besos y con mis confesiones con aquella niña pija por medio… y no podía concebir una situación más incómoda.

Llegamos a la terraza del restaurante prácticamente a la vez. El sol había caído, pero la temperatura se mantenía uniforme; ni reverberaba el calor de la tarde ni refrescaba, por lo que era tan obvio que no había ni que votar: cenaríamos allí, al aire libre.

Dos besos. Un abrazo sentido. Y un oler de su pelo y de su nuca que me puso los pelos de punta.

María quería que le desarrollara la versión larga de lo que le había contado por teléfono y, ante mi síntesis, protestaba con varios “pero cuéntamelo bien”. Y lo cierto era que me abrumaba su exceso de atención.

Se pidió sus habituales espaguetis con gambas. Y yo, siempre que lo hacía, le preguntaba que cómo era posible que no se quedase con hambre, pues la cantidad que hacían allí de ese plato era escuálida. Y ella ni se lo solía terminar, alegando que estaba llena, y yo le decía que tenía el estómago de un gorrión. Esa era la liturgia cada vez que íbamos a aquel restaurante y así sería también aquella noche.

Aún no nos habían traído la comida y la llamaron por teléfono. Se disculpó y susurró un: “Es Amparo, es por una cosa que estaba terminando. Es un minuto”. Y se levantó de la silla y comenzó a hablar con ella, a tres o cuatro metros de nuestra mesa, en paseos desordenados.

Alcé la mirada y la escudriñé: con sus tacones, su pantalón negro de traje, y la camisa malva sedosa que delineaba su busto, en un contorno fabuloso, bien metida por el pantalón; lo cual permitía ver su trasero despejado y compacto. La consecuencia era que no te dejaba coger aire, ni de frente, ni de lado, ni de espaldas.

Y a mi mente le llegó una señal de que allí había algo. Y ese algo era Begoña diciéndome que un día ella y María habían ido al despacho con ropa similar y que desde aquel día Edu le pedía a veces que se vistiera así… y fantaseaban con que ella era María. La ropa era precisamente la que María vestía mientras paseaba y hablaba. Pensé que ni en aquella noche íntima podría tener descanso.

María caminaba y daba la vuelta. Se tocaba el pelo. Miraba hacia abajo. Se metía una mano en el bolsillo, y vuelta a empezar. Y yo le daba la razón a Begoña en que todo era como un oscuro juego de roles y de ropas, como si esas representaciones aderezadas fueran la regla primera, obligatoria y turbia, de un club privado.

Y me preguntaba si Begoña habría disfrutado de aquella fantasía con Edu o si solo lo habría hecho por complacerle. Al fin y al cabo la relación de las dos mujeres no parecía demasiado buena y Begoña sin duda tenía su carácter. Me preguntaba si era posible que a Begoña le gustase ser María para sobreexcitar a Edu o para sobreexcitarse a ella misma… y de golpe me pareció un error no habérselo preguntado, pues podría haberlo ofuscado en aquellas charlas informales. También, antes de que María se volviese a sentar, me dio tiempo a imaginar cómo Edu le clavaría su miembro impresionante en aquel liviano cuerpo, cómo aquella cintura de avispa podría resistir las embestidas de un Edu desatado. Y me excitaba imaginando que la follaba con vehemencia, llamándola María, vestida tal cual mi novia me mostraba en aquellos paseos inocentes.

Mientras mi miembro palpitaba y mi novia seguía errante, unos chicos que portaban con ellos unas carpetas, quizás viniendo de estudiar de una biblioteca próxima, pasaban cerca de María, y realizaban un escáner, individual y descarado, con escorzo de cuello incluido. Y entonces, uno de ellos, cuando parecía que pasaban de largo, se acercó a María y obligó a ésta a tapar su teléfono con una mano, y a responderle. Dos observaban agazapados y uno hablaba, y ella le indicaba, y el chico, con las mejillas sonrojadas, le miraba a la cara cuando seguro quería mirar mucho más y muchos sitios más, nervioso e impactado, y se daba la vuelta y se iba, cuchicheando con sus amigos, y yo sabía que la pregunta había sido una excusa, y me preguntaba por qué no era todo más fácil: Por qué no un chico así, o mayor, pero así de outsider, no podría entrar en nuestro juego, follarla, que María se desahogase, y seguir con nuestras vidas, y estabilizarlo, y programarlo, y disfrutarlo...

—¿Qué quería? —le pregunté cuando por fin se sentaba.

—¿Amparo?

—No, el chico ese.

—Ah, nada, el bar ese de tapas, ese que siempre decimos de los camareros gritones, que dónde estaba.

—Y no lo sabía…

—Pues digo yo que no —decía María, como si tal cosa, metiendo el teléfono en el bolso.

Nos trajeron la comida. María, con las piernas cruzadas, mostraba un sutil canalillo cada vez que se inclinaba un poco hacia adelante y bebía con estilo de la copa de vino. La conversación era tan agradable como la noche. Era todo un impasse de calma que yo, tan pronto se hizo un pequeño silencio, hice saltar por los aires.

—¿Sabes algo de Carlos? —pregunté.

—Pues… No.

—Igual se ha cansado de nosotros —dije y la miré, y vi que no respondía de palabra, pero de su gesto facial se desprendía que ella creía que no.

Tras otro breve silencio le espeté:

—¿Qué te pone de él?

María no alzó la mirada, pero si con mi primera pregunta sobre él su semblante relajado no se había alterado, ahora sí sucedía. Y es que ella entendía que se cambiaba definitivamente de tema.

—¿Es necesario hablarlo aquí?

—No nos oye nadie —respondí, y era cierto, no había nadie tan cerca como para escucharnos si hablábamos en un tono normal.

—El olor.

—¿Qué?

—Cómo huele… Y las manos.

—¿En serio? ¿Qué le pasa a cómo huele?

—No lo sé. No sé si es la colonia o cómo huele él. O la mezcla. Pero es… No sé… Sobre todo cerca, claro.

Me quedé en silencio un instante. Desde luego no esperaba algo así.

—¿Y qué le pasa a las manos?

—Pues son… no sé. Son bonitas. Son masculinas pero a la vez… eso, son bonitas, y cómo las mueve no sé. No es amanerado. O casi sí. Es como, sí, como amanerado pero masculino, no sé, una cosa rara.

—Vaya…

—Qué.

—No sé. Creí que dirías otras cosas.

—¿Como qué?

—No sé. La polla.

—Shh. Hala. Animal —dijo María, sin sonreír, pero graciosa.

—Qué. Es verdad. De eso está bien.

—Sí. No sé.

—¿Cómo que no sabes? Yo le veo… por encima de la media.

—Pues no sé. Igual es normal. Tampoco es solo cuestión de tamaño, pero si hablas de eso... creo que… bien armados… Álvaro y sobre todo Edu. Los demás, bien, normal. A ti te parecen todas grandes —dijo, queriendo sonar distendida, pero me hirió un poco.

—Quizás me parecen todas grandes porque todos los días veo la mía —dije, y lo pensaba tal cual, no era por hacerme la víctima.

María me miró, cogió un poco de aire, y finalmente dijo:

—Vaya conversación… Por cierto, Paula te vio con Begoña, al lado del despacho, ayer.

—Ya supuse. En la panadería. Qué rápido te lo dijo.

—Sí. Ya ves. Así somos.

—No sé por qué me has dicho varias veces de quedar con ella. Al principio, para que le sonsacara qué andaba contando Edu, pues aun, pero…

—Edu… qué pesadilla, de verdad, está en todas partes —interrumpió— Yo alucino. ¿A qué vino lo de ayer? Esas llamadas. ¿Te imaginas que Carlos le haya dicho que tiene trato conmigo o con nosotros y que Edu le haya contado algo de lo que pasó?

—Le veo capaz.

—No sé. Me parecería ya saña —decía María, pensativa —aunque en ese caso Carlos habría cambiado su actitud y yo le vi como siempre.

—¿Como siempre? —pregunté— Yo ayer le vi algo gilipollas.

—¿Sí? —levantó María la vista, extrañada, y bebió de su copa.

—Sí. Bastante chulo.

—No sé. Un poco encendido sí que iba. Chulo no sé. Igual es porque estaba… ¿cómo es que le llama él?

—No sé a qué te refieres.

—Eso que repitió varias veces… algo en plan… enfadado.

—Frustrado —dije.

—Eso.

Un camarero interrumpía aquella conversación que era una mezcla entre charla distendida y confesión de dudas, que yo no sabía si me ayudaba a sacar algo en claro y, tras pedirle la carta de postres, y una vez estuvimos solos de nuevo, le pregunté a María:

—¿Algo más que te ponga de él?

—Ya te lo he dicho.

—Pero algo sexual.

—No sé...

—Piensa. A ver —insistía yo y la convencía para que hiciera el esfuerzo, de recordar o de confesar.

—Pues… cómo mira… y… cómo… eso, cómo se corre.

—¿Cómo se corre?

—Sí... parece una fuente. Ya lo has visto. Nunca vi cosa igual. Lo de anoche no fue normal. Estuve pringosa hasta esta mañana.

—Ya… Es verdad —respondía yo, recordando aquella tremenda corrida que se había pegado sobre ella.

—Y… nada, eso. Y que sabe lo que hace… las caricias en las… en las tetas... que hay que saber hacerlas también. No es un… bruto. O sea es… agresivo cuando hay que serlo, pero no un torpón. No sé cómo decirlo.

—¿Torpón? —sonreí y nos reímos. Lo cierto era que nunca le había escuchado pronunciar aquella palabra y hasta ella se había sonado extraña al decirla.

Ya en los postres dudaba en preguntar algo que sí me importaba y me afectaba personalmente. María se hacía la loca, pero yo sabía que ella sabía que yo estaba rumiando algo.

Finalmente me lancé:

—María. Hubo un momento en el que… te lo estaba haciendo. Ya sabes, tú apoyada contra la mesa, ayer, cuando te estaba, bueno, simulando que era Álvaro, cuando lo de dar en el culo y tirar del pelo, y sí que gemías... ¿Estuviste cerca de correrte… en aquel momento… o durante…?

—No —interrumpió, tajante.

—¿Y por qué gemías?

—Era morboso.

—¿Porque él miraba?

María se calló entonces, pero su silencio me confirmaba que sus gemidos eran más por la mirada de Carlos, por obsequiarle y gustarse, que por tener mi polla dentro.

—Bueno. Creo que podemos cambiar ya de tema ¿no? —protestó María.

Pero mi cabeza seguía a pleno rendimiento, y entonces recordé aquel momento en el que Carlos me había dicho que si se la chupaba, ya que ya se la había chupado a Roberto. Aquello me tenía muy descolocado.

—Solo una cosa más. ¿Qué le contaste a Carlos de la noche con Roberto?

María resopló. Miró su reloj. Notaba como se cerraba.

—Poca cosa, Pablo.

Y recordé el momento en el que Carlos le había metido las bragas en la boca, lo cual recordaba mucho a cuando Roberto había hecho lo propio con sus calzoncillos… cuando le había metido sus calzoncillos en la boca… mientras… le daba por el culo…

María se fue al baño y me dejó allí, dándole vueltas, y ella sabía que me dejaba haciendo precisamente eso.

Y gracias a su ausencia me pude concentrar y concluir que aquello demostraba patrones de comportamiento de Carlos con respecto a Roberto. Patrones. Aquella palabra que había escuchado de casualidad aquella tarde en el trabajo. Y entonces pensé en los patrones de María y sí, los había, Roberto, Edu, Carlos, Álvaro… todos eran, cada uno en su estilo, agresivos, chulos, déspotas, dominantes…. Por el contrario, el señor de Estados Unidos o Marcos no habían tenido aquella fuerza y María los había descartado. Parecía que ella, consciente o inconscientemente, buscaba aquel amante provocador y arrogante, incluso cretino. Víctor era caso aparte, pues le desagradaba físicamente hasta el extremo.

Lo que sucedía era que Edu se comportaba como un cretino casi siempre, pero Carlos solo durante el acto. Por lo que quizás Carlos era el ideal, para todo, para follarla y para que ella se enganchase a él.

María volvió entonces. Se sentó. Algo contrariada. Sin aquel buen rollo del principio de la cena. Y le dije:

—Te quiero pedir un favor.

—¿Cuál? —resopló, temiendo que siguiera con el tema.

—Follar normal. Esta noche —le dije, y me di cuenta de que aquella frase era de María, de la María de unos meses atrás. Las tornas habían cambiado.

—¿Eres tonto? Solo faltaba que yo no quisiera eso —dijo ella, exagerando su indignación, y yo no la creí…

…Ni tampoco podía ella ya, creerse a sí misma.

CAPÍTULO 40

El camarero depositaba la cuenta sobre la mesa, nos dejaba solos de nuevo, y yo sacaba la cartera, y escuché:

—Estás guapo hoy. Eres más guapo de lo que crees.

Alcé la vista, sin mover la cabeza y repliqué:

—¿No me digas?

Y ella sonrió, y yo me sonrojé, y de nuevo aquella sensación latente de que nos complicábamos la vida. Tan latente y tan obvia, que, una vez ya había pagado, le dije:

—Solo una cosa más.

—Dime.

—¿Has hecho sexo telefónico con Carlos?

—Pero si ya sabes que sí…

—¿En tú casa? —pregunté.

—¿Cómo que en mi casa? ¿En casa de mis padres? ¿Estás loco? Solo me faltaba eso.

—O sea... ¿que solo una vez?

—Sí, la que te dije, y no fue eso de… sexo telefónico. Él me decía lo que haría, con las normas o sin ellas… Yo qué sé, Pablo. Vamos a dejarlo, anda.

Me di por vencido. Entendí que estaba siendo cansino y no insistí más. Así que abandonamos aquella terraza y dimos un paseo antes de ir a por el coche. Cruzamos la zona de bares, bordeamos una plaza y volvíamos por la misma calle. Yo le pasaba el brazo por el hombro y ella a mí por la cintura. Nos habíamos tomado una botella de vino entre los dos y eso siempre incrementaba el contacto físico. Además, aquello de “hacerlo normal” planeaba en el ambiente, si bien yo tenía mis dudas de cómo saldría.

Una vez en casa no me pude contener. Y es que, tras cruzar el salón y María dejar su bolso sobre una silla, la sujeté por la muñeca pues pretendía ir hacia el pasillo y yo no quería retrasarlo más. Y ella se giró, tranquila. Y me pegué entonces a ella, la miré fijamente, llevé una mano a su mejilla y la besé en la cara, con una dulzura que escondía una lujuria que me costaba controlar, pero sabía que no podía meter quinta directamente, pues aquello era una cosa de dos.

El beso en la mejilla derivó en un beso en los labios. Posaba mis manos con delicadeza en su cara y en su cuello y ella llevaba las suyas a mi cintura. Y no me detenía a pensar si ella se dejaba besar por hacerme el favor o si de verdad lo ansiaba. Sentía que me merecía no darle vueltas a eso. Sentía sus labios húmedos y pronto nuestras bocas se abrieron. Disfrutaba de su lengua caliente, que hacía círculos con la mía, en besos que se iban encendiendo y se iban haciendo sonoros. Y, cuando me pude dar cuenta, yo sobaba uno de sus pechos sobre la camisa malva y ella palpaba mi miembro sobre mi pantalón.

—Uff… estoy muy… cachondo… —le susurré en el oído, en una confesión que yo no solía hacer, tras abandonar su boca y besar su cara.

—¿Sí? ¿Y eso...? —preguntó con voz tenue.

—No sé… Llevamos unas semanas… muy locas…

—Ya.

—Pero… es por ti, María —maticé, haciéndole ver, y era cierto, que muchas veces no necesitaba nada más que ella.

Desabroché un par de botones de su camisa y después fui a acariciar su sexo por encima de su fino pantalón negro. Una vez ella notó mi mano allí, susurró:

—Espera… Siéntate…

Obedecí, y me acomodé en el sofá. En el sitio exacto donde la noche anterior había sido testigo de cómo Carlos la había follado con el arnés puesto.

Yo sentado. Ella de pie. Frente a mí. Se desabrochaba los restantes botones de su camisa y se la soltaba del pantalón. Ante mí su camisa abierta, su vientre plano, y un sujetador negro, rotundo, pues tenía mucho que cubrir, y refinado, pues nada en la ropa de María podía ser vulgar.

Se inclinó hacia adelante, sobre mí, y llevó sus manos a mi entrepierna. Pronto abría mi cinturón y se arrodillaba entre mis piernas. Y entonces sí no pude evitar empezar a pensar que aquello era un favor.

Todo sucedió entonces muy rápido. Pronto vi mis pantalones y mis calzoncillos en mis tobillos, y mi miembro expuesto, semi erecto, palpitante y pequeño, que yacía volcado sobre mi vello púbico. Y después, nervioso, asistía a cómo su boca se acercaba a aquella zona, y entonces un “María, no tienes porqué hacerlo”, resonó en mi cabeza, pero no lo pronuncié en voz alta.

Ella cerró los ojos, y hundía su cabeza entre mis piernas. Sopló cerca de mis huevos y me hizo estremecer. Cogió mi miembro, con dos dedos, por la base, y lo hizo apuntar al techo, y ambos vimos como una gota blanca y espesa coronaba aquella columna caliente, que no tenía queja de dureza, pero sí un déficit de tamaño que lo estropeaba todo.

María sacó la lengua, yo cerré los ojos… y un sonido nos sobresaltó.

—¿En serio…? —suspiró María, al tiempo que escuchábamos la melodía de su teléfono móvil.

Abrí los ojos y, molesto por la martilleante estridencia, susurré:

—Cógelo… que como sea de tu trabajo sé que no paran.

—Si es Amparo lo apago —dijo ella, poniéndose en pie, y yendo hacia su bolso.

Escuché el sonido rotundo de sus tacones atronar hasta llegar a la silla. Metió su mano en el bolso. Miró su teléfono y volvió hacia mí. Me enseñó la pantalla y seguía sonando.

Le estaba llamando Carlos.

—Joder… —susurré.

—Ya ves. Qué puntería.

—Cógele.

—¿Sí? —preguntaba ella. De pie, frente a mí, con la camisa abierta, con su elegancia, con su lenguaje corporal estiloso. Espléndida.

—Sí, venga —dije y ella movió su dedo y se llevó el teléfono a la oreja.

Yo me sujeté el miembro por la base, como había hecho ella antes, y la miraba. Por las respuestas de María no parecía que hablasen de nada relevante y, de golpe, María pulsó algo en su teléfono y pude escuchar la voz de Carlos con nitidez.

—A ver. Repíteme eso —decía María, que se inclinaba de nuevo hacia mí, y ponía su teléfono sobre mi camisa azul, sobre mi pecho.

—Eso, lo que te acabo de decir —retumbaba la voz de aquel hombre desde mi tórax —que sé que habréis hecho cosas con más gente, pero, de lo que me has contado… lo de Víctor, lo de los universitarios… pues que quedaría lo del chico de Madrid por ver o hacer —decía Carlos y María se arrodillaba de nuevo entre mis piernas, apartaba mis manos y las relevaba por las suyas, cogiendo de nuevo mi polla por la base con una mano y bajaba la piel con la otra hasta despejar por completo mi glande.

—¿Y? —preguntó María y sacó la lengua, y le dio un golpe a mi miembro con ella. Mirándome. Seria.

—Que falta lo de Roberto —decía Carlos, al otro lado de la línea.

—Ya. Ya… Eso ya lo he entendido —decía ella, obligándole a hablar a él.

Y él, efectivamente, volvió a intentar explicarse, y aquello liberaba a María que me miró y bajó la cabeza, hacia mí, y yo supe lo que venía… y cerré los ojos y sentí un calor asfixiante y una humedad densa, que partía de la zona de mi sexo, pero que envolvía todo mi cuerpo. Me estremecía y una de mis piernas sufrió un espasmo involuntario… y miré hacia abajo… y María engullía toda mi polla, hasta la base, hasta tocar sus labios con mi vello púbico, y Carlos decía:

—Bueno, que me habías contado que había sido muy agresivo, y que hasta te había agujereado unos pantalones.

María abrió entonces los ojos y me miró, con su boca llena… y yo notaba su lengua golpeando con dureza mi miembro que se hallaba dentro de su boca, dichoso, como solo lo era allí y dentro de su sexo.

—¿Estás ahí? —preguntó Carlos.

—Sí. Sí... Ya sé que te he contado eso. Pero lo que no sé es a dónde quieres llegar —respondía María, que se echaba el pelo a un lado y me pajeaba, en silencio, sin apenas apretar, con tres dedos.

—Ah, vale. Creí que se había cortado. Pues… que he pensado que creo que podríamos salir mañana por la noche, y tomar algo así.

—¿Así? ¿Así cómo?

—Pues tú con esos pantalones… Y arriba lo que quie...

—¿Con unos pantalones agujereados? ¿Estás loco? —interrumpía María, sin dejarle terminar la frase, extrañada, pero calmada.

—¿Aún los tienes?

—Sí. Aún los tengo. Pero no voy a salir a la calle con eso. Me vería la gente… Estás fatal.

—Bueno. Sería una idea —decía él, y ella con una mano recogía mis huevos y la otra la ubicaba en la base de mi miembro, y volvió a asfixiarme… y volví a intentar no cerrar los ojos por el placer…. y bajaba y subía su cabeza, hasta tres o cuatro veces, y me mataba del gusto con aquella mamada lenta y silenciosa.

—¿Estás? —preguntó Carlos.

—Sí, sí. Parece que se corta —decía María, justo después de hacer un círculo con su lengua sobre un glande que tiritaba excitadísimo.

—Pues eso. Que sería una idea, que podrías probar, que igual no se nota. Y solo lo sabríamos tú y yo. Bueno, y tu novio, si quisiera venir. ¿Está ahí contigo?

—Está en el dormitorio y yo en el salón. Por cierto, no paras... ¿no?

—¿Por? ¿De qué?

—Pues porque hemos quedado ayer… y ya quieres quedar mañana —dijo antes de volver a refugiarse en mi sexo… y comenzó a lamer el tronco… y llevó sus manos al sofá, a ambos lados de mi cuerpo, y comenzó una mamada sentidísima y algo más rápida… sin manos… y yo miraba su cabeza subir y bajar, y sentía aquel calor que casi me quemaba, y los golpes de su lengua en un miembro que podría explotar ya casi en cualquier momento.

Mientras María me deshacía de aquella manera escuchábamos a Carlos decir:

—Cuando tengas más años verás la importancia de aprovechar el tiempo, y aprovechar sobre todo el momento. Creo que estamos en un buen momento. Los tres. Por eso para qué fingir que no queremos seguir… experimentando. O para qué retrasarlo. Por eso.

Se hizo un silencio. María seguía con su mamada y yo seguía temblando… por aquel placer inmenso... y Carlos prosiguió:

—¿Qué me dices entonces?

María llevo una de sus manos a mi miembro, retiró su boca, se limpió un poco de saliva de su mentón, y dijo:

—Pues te digo que no voy a salir de copas con unos pantalones agujereados... por ahí. Y que además mañana estaré cansada.

Ahora era Carlos quién no respondía. Seguramente decepcionado. Y María prosiguió:

—A pesar de que... agradezco tu consejo de… coach… de aprovechar el momento, pero vamos a parar, o frenar un poquito, ¿te parece?

—Está bien. Está bien —respondía un Carlos resignado.

—¿Algo más? —remataba María, encantada, seria y casi abusando.

—No. Era básicamente eso.

—Vale. Pues buenas noches entonces —zanjaba ella.

—Buenas noches —respondía Carlos, y la llamada se cortaba con una inmediatez que revelaba enfado.

No nos dijimos nada. No comentamos nada. Ni sobre la propuesta de él. Ni sobre la victoria de ella. Y María retiró su teléfono de mi pecho, lo puso a mi lado y se puso en pie.

Al sentir mi miembro abandonado fui a complacerlo con una mano y me masturbaba lentamente mientras veía como María se abría el botón de su pantalón y se bajaba la cremallera, mostrándome que su conjunto de ropa interior era todo negro. Después se quitó los tacones y dio un par de pasos, hasta el otro sofá, donde se quitó el pantalón, lo dobló y lo posó con cuidado.

Se quedó entonces quieta, como si dudase, y posteriormente se quitó también las bragas, y volvió hacia mí.

—¿Te estaba gustando? —preguntó y se colocó de nuevo de rodillas, entre mis piernas.

—¿Tú qué crees? —dije, soltando mi miembro, y ella volvió a recogerlo, a hacerlo apuntar al techo y a echar la piel hacia atrás. Y de nuevo abrió su boca, y sacó su lengua… y de nuevo aquel calor… pero esta vez yo veía como ella bajaba una de sus manos, que se perdía por entre sus piernas, y yo me preguntaba si buscaba con eso que su coño se abriera, en una maniobra que con otros no era necesaria.

Pero otra vez no quise darle vueltas a si aquello era cierto, a si todo era un favor… a si apenas había nada ya por su parte... y cerré los ojos y me dejé ir. Y miraba, a veces, con los ojos entrecerrados, aquella cabeza subir y bajar, y también aquel codo que se movía, marcándole el ritmo a una mano que acariciaba… que frotaba en círculos un clítoris que era un botón… un pulsador que hacia de detonador, el detonador de su humedad.

Ella sabía por donde sujetarme. Donde apretar. Donde lamer. Y a qué velocidad hacerlo todo. Y una vez me tuvo en el punto que quiso, soltó mi miembro, se puso en pie y se dio la vuelta.

—Aguanta lo que puedas.

—¿Cómo? ¿Por qué? —pregunté en un hilillo de voz, mientras ella me la cogía otra vez y se disponía a sentarse sobre ella, dándome la espalda.

—No. Digo… porque te la he chupado un buen rato… Que entiendo que igual no aguantes mucho…

—Ah. Vale. No sé. A ver… —respondí, a duras penas, mientras me quedaba prendado de su movimiento, de cómo se recogía la parte baja de su camisa con una mano y yo podía ver entonces sus nalgas desnudas y su coño, y como apuntaba con su otra mano, para sentarse, para enterrarse…

Y en el momento en el que sentí que la punta tocaba el principio de su sexo quise seguir mirando, pero no pude, y un “¡Uffff!” resoplado por mí, resonó por todo el salón, y sentí como ella se sentaba, deslizando su sexo por todo el tronco, hasta el final, y yo soltaba más aire… y ella no dijo nada, pero yo me moría del gusto, sintiendo su coño, sus paredes ardientes y estrechas… y ella se la metía hasta el fondo, y coronaba su movimiento de descenso, en un alarde, gustándose, moviendo su cadera en un círculo completo una vez se sintió invadida.

—Joder… —jadeé desinhibido, y ella alzó un poco su cuerpo, su culo se elevó, y mi miembro salió a la luz un poco, y lo volvió a enterrar, indicándome que el movimiento sería el preferido por mí, de arriba abajo, y no el preferido por ella, adelante y atrás.

Ella se afanaba en follarme así, ella a mí. Arriba y abajo. Con mucho cuidado de no salirse. Levantándose apenas cinco centímetros, para volver a descender… Y yo llevaba mis manos a sus nalgas desnudas, bajo la camisa, nalgas que sentía frías, pero que en aquel momento no veía, por haber soltado ella la camisa.

María en un principio llevaba sus manos a sus rodillas, pero después posó las palmas sobre la mesa de centro, y así se ayudaba mejor a aquel sube baja. Y yo levantaba su camisa un poco, para ver mi polla aparecer y desaparecer de su cuerpo, de aquel coño estrecho para mí, y deshecho y extenso para tantos otros.

—¿Sabes? —dijo María, con los ojos entrecerrados, acalorada, pero sin gemir, y volteando su cabeza hacia atrás, aunque sin abandonar aquel sube baja.

—Qué… —jadeé, levantando la parte baja de su camisa con las dos manos, e hipnotizado por aquella visión de su coño absorbiéndome.

—Que… esta ropa… bueno, que un día Begoña fue tal cual así al trabajo. Íbamos las dos igual.

—¿Y…? —resoplé… extrañado, y cerquísima de correrme, y me daba la sensación de que ella sabía que yo estaba a punto.

—Nada… Eso… Pero no volvió a ir igual que yo. Menos mal… —susurró ella y llevó de nuevo su mirada hacia adelante… y aceleró un poco más y soltó entonces un ronroneo morbosísimo… un “¡Ummm…!” impactante… y yo no entendía a qué había venido aquello, pero me hizo pensar en aquella cría, y en cómo follaría… y levanté de nuevo aquella camisa sedosa malva, que también tenía Begoña, e imaginé por un instante que me follaba aquella niña pija… y sentía que me corría… Me iba… estallaba... y miraba hacia abajo y veía aquel culo subir y bajar y el sonido de nuestros cuerpos chocar, e imaginaba que era el culo de Begoña que caía sobre mí y que era su coño el que se deslizaba por mi polla... y jadeé un “joder, me corro…” dicho rapidísimo…

...y María ni respiraba agitadamente, y en mi mente se cruzó la cara de Begoña, su cara angelical sonrojada, sudada, empapada, con su melena, siempre impecable… pero esta vez alborotada... con los ojos cerrados y ansiando sexo… E imaginaba que ella no solo sí jadeaba, sino que gritaba, y sentí aún más calor, y cómo mis músculos se tensaban… y comenzaba a eyacular, a explotar con vehemencia, dentro de aquel coño que, implacable, seguía absorbiéndome y soltándome, y más espasmos me hacían tiritar, hasta temblarme hasta mis labios de mi boca entreabierta… y seguía jadeando… viendo la cara de aquella niña pija… que gritaba, que chillaba y que sí se corría conmigo…

Un último resoplido, y mis manos cayeron muertas, y María se detuvo. Sin reproches. Sin decir nada. Ni había intentado llegar al orgasmo. Lo había descartado antes de empezar.

Llevó entonces una mano a su sexo, y se ponía de pie con cuidado de que nada cayera sobre mi vientre ni sobre el sofá. Y, con la mano entre sus piernas, caminaba hacia el cuarto de baño, evitando que nada descendiese de su coño y manchase el suelo.

Yo, aún mareado, cabalgaba entre el recuerdo del éxtasis y el efecto sedante del orgasmo.

Y después escuché el sonido del agua de la ducha, como había escuchado la noche anterior, y, más lúcido, comencé a preguntarme por qué aquello de Begoña... Por qué justo cuando ella sabía que yo me iba a correr…

… Y empecé a darle vueltas a si aquella cría iría bien encaminada... con su teoría tan rocambolesca… con aquello de que María me quería empujar hacia ella, para así poder tener un camino más despejado y menos traumático hacia Carlos.