Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 35 y 36)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 35

Posó la copa en la mesa. Se colocó el pelo. Y lo repasó con la mirada, sin amilanarse.

—Siento decepcionarte pero no fui allí, cachonda perdida, a que me follaran esos dos críos. Acabó pasando y ya está.

—Entiendo. Bueno, y supongo que, además, a esas edades, con las hormonas descontroladas, te saltarían encima tan pronto como pudieron —dijo Carlos al tiempo que alargaba una mano hacia ella.

—¿Qué haces? —protestó.

—Nada que incumpla tus reglas —respondió, llevando aquella mano a su camisa azul, y maniobrando con habilidad hasta desabrocharle un botón.

María se dejó hacer. Incómoda. Y yo la veía más cerca de echarle de casa que de seguirle el juego.

No contento con eso quiso forzar otro botón más y también fue consentido. Y, una vez lo desabrochó, apartó un poco su camisa y yo no podía verlo bien, pero seguro ya no veía escote sino mucho más.

—¿Cómo ibas vestida esa noche? —preguntó.

—No me acuerdo. No lo veo relevante.

—Es para imaginarte.

—Ibas toda de negro —dije, por primera vez casi en toda la noche, y Carlos me miró, pero María no se giró.

—Es curioso que tu novio se acuerde y tú no —dijo incisivo, siempre queriendo desarmarla.

Tragué saliva. Nerviosísimo. Sin saber aún por qué me metía en aquella guerra de dos. Y dije:

—Me acuerdo porque llevabas las medias y el liguero negros, que en teoría eran un regalo para mí. Y después una camisa y una falda de cuero. Todo negro. —dije, harto de no existir, y también queriendo tensar a María, para que le echase o para que explotase todo.

—Vaya. Ibas guerrera entonces. A pesar de ir para no…

—No sé a donde vas con todo esto. ¿O tendría que decir vais? —dijo Maria, cubriéndose con la camisa, en un gesto agresivo y refugiándose posteriormente en su copa de vino.

—Bueno. Porque ya hemos hecho lo del tal Víctor… y quedaría, a menos que me quieras contar otros encuentros, lo de los universitarios y lo del chico de Madrid.

—Lo de vestirme como tu propia hija veo que no lo cuentas. Espero que no se haya enterado de tus juegos de enfermito.

—Pues no. Hasta donde yo sé no… No me ha pillado. Si bien no me siento muy cómodo con ese arnés en mi armario. En ese sentido vosotros tenéis más intimidad.

—¿Lo has probado?

—Perdona, no te he entendido.

— El arnés. Si te lo has probado. Si te lo has puesto en casa.

—No. ¿Por qué iba a hacerlo? —dijo Carlos y se hizo un silencio que él aprovechó para beber.

Yo les miraba y maldecía no poder saber cuanto de su sujetador y de sus pechos podía disfrutar aquel señor mientras hablaban.

Posó entonces él la copa y dijo:

—Veo que no recoges el guante de explicarme y representarme lo de esa noche con los universitarios.

—¿Representarte? ¿Quieres que me vista como esa noche?

—Pues sí. Eso pretendo desde hace un rato. Creo que este juego no puede tener mucho más recorrido que eso. Ya que no se puede tocar… pues que Pablo se ponga el arnés y que me expliques un poco…

—Esto es surrealista… —le interrumpió, diciéndolo incluso más para ella que para él.

No se decían más de cuatro frases seguidas sin que se produjera un vacío. Era tenso. Asfixiante. Cuando mi teléfono se iluminó. Miré fugazmente y lo que vi… no me lo podía creer.

Tuve que mirarlo varias veces. No entendía por qué. En ese momento…

Me sentí agobiado. Acosado. Sentí que era injusta aquella intromisión…

Y es que Edu me había escrito:

—Vamos, Pablito. Déjalos solos.

Me puse tensísimo. Mis pulsaciones, ya de por sí alteradas hasta casi el extremo, se dispararon aún más. Era como tenerlo presente otra vez. Me sudaban las manos, me temblaban… hasta que casi se me cae el teléfono… y le di rápidamente la vuelta… como si estuviera haciendo algo malo. Y me puse en pie, casi como un acto reflejo. De nuevo sentía que no podía con todo.

—Creo sinceramente que esto no tiene más recorrido. Que representes lo de los universitarios, quizás otro día lo del chico de Madrid, y fin de la historia.

—No te divierte esto, entonces. Qué pena —dijo María, sarcástica, sin mirarme a pesar de que me había levantado. Siempre más entera que yo.

—No es cuestión de diversión. Ya te he dicho que lo que es es frustrante —matizaba él, y yo, de pie, veía como ella, al haberse cubierto con la camisa enseñaba un canalillo, estrecho pero profundísimo y un poco de su sujetador.

Sin saber muy bien por qué, me di la vuelta y obedecí a ese Edu ausente pero omnipresente. Salí sin decir nada del salón y caminaba por el pasillo hacia nuestro dormitorio. Pensé entonces que quizás yo era lo que entorpecía todo. Quizás Edu tenía razón y quizás aquellos silencios no eran sino tensión sexual sin resolver porque María no quería que yo viera su sucumbir definitivo.

Llegué al dormitorio y me faltaba el aire. Y no cerré la puerta porque quería escuchar, ¿pero escuchar qué?

Me senté sobre la cama y en seguida imaginé que Carlos volvía a abrirle la camisa y que María, sin mi aliento en su nuca, sin mis ojos en su espalda, se dejaba hacer. Excitada. Tensa. Y en cierto modo dubitativa. Pero sabiendo que no podía seguir negando aquello. Que no podía, otra vez, cargar con todo el peso.

Me tapaba las manos con la cara y ya veía a Carlos acercándose a ella, volcándose sobre ella en aquel sofá, y ella recostándose hacia atrás, venciéndose, dejando que aquel hombre, mayor pero atractivo, cayera sobre ella… y… la besara…

Era ciertamente merecido. Lógico. Justo.

Y mientras mi corazón explotaba, mi piel se erizaba y mi polla crecía. Y, además, mi oído se agudizaba, queriendo y no queriendo escuchar el sonido de unos besos que yo creía tan inminentes como necesarios.

Miraba mi teléfono. Aquel mensaje de Edu. El cual sabía seguro por Carlos cual era la situación exacta. Y lo releía. Aquel “Pablito” que me llevaba a un año atrás, y no sabía si había cambiado todo o apenas había cambiado nada.

Dos, tres, cuatro minutos. Y me ponía de pie, e intentaba escuchar algo, pero no oía nada. Y me volvía a sentar en la cama.

Me tumbé boca arriba. Cerré los ojos, como en otro mundo y me abandoné a intentar escuchar. Y pensé que quizás los besos no pudiera oírlos. Que seguramente lo primero que escucharía sería un gemido… de María… penetrada por aquel impostor al que yo no delataba…

Cuando escuché un sonido, que me sobresaltó sobremanera, despertándome de aquella nirvana, de aquel trance onírico… Era una vibración en la cama, era mi teléfono moviéndose. Pensé en un Edu insistente y me encontré a una María sorprendente: “¿Por qué te has ido? Trae el arnés”.

Bloqueado. Sorprendido. Superado… Siempre a merced de ella…

Acabé por incorporarme y por buscar lo que me pedía. Y una vez me hice con él, y, nerviosísimo, caminé por el pasillo, y, como tantas otras veces no sabía si quería todo o no quería nada. Si quería la destrucción o la salvación.

El silencio era impactante y tragando saliva entré en el salón, con aquello en la mano, y vi que mantenían las mismas ubicaciones. Me acerqué a ellos y los botones desabrochados eran los mismos.

Harto de tanta tensión me situé de pie frente a ellos, sin importarme lo vergonzoso de aparecer, obediente, con el arnés en la mano.

María se colocó toda la melena a un lado del cuello, en un alarde de calma, y me arrebató el arnés con sutileza y lo posó a su lado, entre ella y él.

—La vuestra me gusta más —dijo Carlos, serio – y parece más grande, ¿no?

María no dijo nada y él seguía agresivo:

—¿Quién la tenía más grande, por cierto? ¿El tal Álvaro o el tal Guillermo? ¿O en la vorágine no te dio tiempo a valorar?

María le miró, desafiante o con odio, y, para mi sorpresa, llevó las manos a mí, a mi cinturón.

Sentí miedo. Una vergüenza infinita. No entendía nada.

Abrió el cinturón y desabrochó el botón. Yo, de pie frente a los dos, iba a ser expuesto, con crueldad, y no entendía qué ganaba María con aquello.

—Qué… haces —pregunté, en un susurro, al tiempo que mis pantalones caían bruscamente y mi miembro palpitaba duro, oculto bajo mis calzoncillos rosados.

María se retiró entonces, se echó hacia atrás, y suspiró, contrariada:

—Perdona. Pablo...

—¿Qué pasa? —pregunté y ella se giró hacia él y dijo:

—No se la voy a comer aquí a mi novio para ponerte cachondo a ti.

—Está bien —replicó Carlos—no me hace falta.

Yo, allí plantado, agobiado, incrédulo, cada vez entendía menos, y menos entendí cuando él se llevó las manos a su cinturón y comenzó a desabrocharlo con sosiego y seguridad.

—Me llega con tu cara… y con lo poco que me quieras contar de tu noche con esos… críos, como tú los llamas.

Cuando me pude dar cuenta Carlos se desabrochaba el botón, se abría la cremallera, se bajaba un poco los pantalones y los calzoncillos, y brotaba imponente su polla madura, curtida y generosa. Y él mostraba con orgullo, en contraposición con mi vergüenza, su glande rosado y ancho, parcialmente descubierto como consecuencia de que su miembro estaba semi erecto. Por la humedad que brillaba sobre la punta parecía que llevaba un tiempo excitado.

—¿Me llega con tu cara? Estás majísimo esta noche. Con esa bordería da gusto —protestaba ella, fingiendo no verse afectada porque aquel hombre se sacara la polla y no dejase de mirarla fijamente.

—No es bordería. Es frustración.

—Pues lo siento en el alma —dijo al tiempo que Carlos se llevaba la mano a la polla y se echaba ahora sí toda la piel hacia atrás.

—No lo sientas. Solo habla. Ya que no quieres representar nada, ni vestirte, ni tocar, ni hacer nada.

María le miraba a la cara. Y a veces bajaba la vista y veía aquel miembro, masturbado lentamente por él.

Ruborizada, acalorada… sonrojada… No solo no se exhibía ni hablaba, sino que se tocaba el pelo y se cerraba la camisa, como con un tic incómodo. Como si por tapar compulsivamente un escote que no existía, pudiera ser más inmune a lo que frente a ella se mostraba.

Yo me subía los pantalones y veía a María arder y de nuevo me preguntaba por qué no olvidaba su juego.

—Vamos. Cuéntame. ¿Quién te folló mejor? —preguntaba Carlos. Sobrio. Seco. Mientras seguía con su implacable paja.

María no respondía. Se echaba el pelo hacia atrás y le miraba a los ojos. Fingiendo que no le tentaba mirar más abajo.

—No sé por qué hoy no quieres hacer las cosas bien. Con la confianza que hay ya.

Ella aguantaba estoicamente aquel tono que, en cierto modo, cada vez me recordaba más al de Edu. Y, yo, mientras, me sentaba de nuevo en el que ya era mi sofá.

—Si es que además sabes que si te pones el liguero ese de guarra… y demás atuendo de aquella noche, esto no va a...

—Está bien —interrumpió ella —y se puso de pie.

Y pasó entonces por delante de mí, y embocó el pasillo una María altiva… y seguramente también desencantada con aquel Carlos repentinamente chulesco hasta lo desagradable. Pero también la sentí encendida. En todos los sentidos.

Conocía ya a aquella María. La conocía como para saber que podría explotar por un lado o por otro.

CAPÍTULO 36

Mientras escuchaba el sonido de los tacones de María alejarse, y sin tiempo a recapacitar siquiera sobre qué hacía allí aquel hombre con la polla erecta en nuestro salón, le escuché decir con voz seria:

—No sé cómo la soportas.

Y automáticamente entendí que Carlos solo tenía un objetivo para con María, que sus quedadas para hablar de trabajo y de otras cosas no eran más que otra farsa. Y ante mi silencio lo confirmó:

—Vale, pregunta absurda —prosiguió— La soportas porque está muy buena. Y porque, claro, a ti te la deja meter. A ti, y a Edu y a esos universitarios, y al de Madrid, y seguramente al informático ese también.

Aquel hombre se sujetaba la polla por la base, con la camisa blanquísima y seguramente cara, con sus barba perfilada y canosa, con sus vaqueros abiertos… con su mirada azul… injustamente imponente. Y yo comprendí que ya no había duda alguna de que bajo aquella máscara de distinguido, formal y educado hombre de negocios... tras aquel papelón de las últimas semanas, no había más que un chuleta cincuentón, soberbio y presuntuoso. Tuvo que aparecer “la frustración” como lo llamaba él, para que el verdadero Carlos asomase.

Alargó entonces su mano y se hizo con el arnés que María había dejado en el sofá, y lo escudriñó con detenimiento, y dijo mientras lo examinaba:

—Me contó María que al chico de Madrid se la chupaste.

Carlos soltaba aquello, sin siquiera mirarme, y yo me quedé helado.

—Eso es mentira —protesté.

—Vamos. No pasa nada. Sois raritos de cojones. Cosas más raras habréis hecho y habrás hecho —decía con desidia, jugueteando con las cintas del arnés. Y después comenzó a desabotonarse la camisa, pues veía que ésta estaba cerca de ser manchada por su polla, que caía buscando reposo en su abdomen.

Me quedé callado contemplando cómo se gustaba al abrirse la camisa, fijándome en cómo se enorgullecía de su miembro y de todo su físico. Sentí envidia.

—¿Por qué no me la chupas a mí también? —preguntó y mis pulsaciones se dispararon.

Tragué saliva. Me intimidaba aquel nuevo Carlos. Me sentí engañado y a la vez sobrepasado.

Comenzó entonces a descalzarse… y yo esperaba, deseaba, que no me lo hubiera dicho en serio… Y, mientras dudaba de si era una burla, un farol, una idea pasajera o una petición real… él se ponía en pie, dejaba su móvil y su cartera sobre la mesa de centro, y se quitaba también los calcetines, los calzoncillos y los vaqueros, los cuales dobló con cuidado y posó sobre el sofá.

Tras toda aquella impecable y meticulosa rutina, a gusto, seguro, y de pie, con la camisa blanca abierta, y su semi erecto miembro apuntándome, solo separados por la mesita de centro, dijo:

—Hay que ver las cosas que os inventáis para suplir que no le pones… Porque sabes que todos estos juegos y subjuegos son porque no le pones ya una mierda, ¿no?

Él hablaba y no esperaba mi respuesta. Aunque yo tampoco sabía muy bien qué decir.

Se inclinó entonces y volvió a recoger el arnés, y, para mi sorpresa, parecía hacer ademán de intentar colocárselo.

—Joder, esto es raro de cojones —dijo, hablando extrañamente mal, y ya intentando introducírselo, y yo dudaba si le cabría, sobre todo por el grosor.

—¿Sientes algo cuando la follas así? —preguntó, mientras se ajustaba aquello que sí le cupo, si bien hizo caso omiso a las cintas y se lo colocaba sin hacer uso de ellas.

Se me hacía violento, invasivo y extraño verlo con aquello puesto. Y también parecía verse raro él, pues se miraba y se lo ajustaba y ladeaba la cabeza.

Comencé a escuchar unos tacones que se acercaban por el pasillo y él alzó la vista. María entraba en el salón, vestida como aquella noche en casa de Álvaro, con los zapatos de tacón, las medias, la falda de cuero y la camisa de seda negra. Pensé que haría algún comentario sobre la estampa llamativa de Carlos con aquella polla de goma ajustada, pero pretendió pasar por delante de él, caminando altiva pero ruborizada hacia el sofá.

En ese momento Carlos le echó la mano a una de sus muñecas para detenerla y ella se detuvo, no sin antes soltarse con brusquedad de aquella mano prohibida que pretendía sujetarla, y dijo:

—¿Qué haces? No me toques.

—Es verdad. Perdona. No te toco.

Los dos de pie, uno frente al otro. María completamente vestida y él completamente desnudo salvo por la camisa blanca abierta y aquella polla realista colocada… Sin embargo, la pudorosa y tensa parecía ser ella.

—Joder… —susurró Carlos, observándola.

—Qué pasa.

—Nada… Nada… —dijo él y yo los miraba, sentado, empequeñecido, y sabedor de que tenía que reaccionar, pero no sabía cómo.

—Bueno… —prosiguió —me reafirmo en que… ibas guerrera esa noche. Algo ibas buscando.

—No sé de qué hablas. Es una ropa normal. Si no fuera por el liguero. Y eso no se podía saber porque no se ve.

—Ya. Bueno. ¿Y esto? —dijo Carlos haciendo un gesto con la cara hacia ella y yo no sabía a qué se refería.

—Obviamente no fui así.

—¿Entonces?

—Me molestaba, y me lo quité —respondió María y yo me fijé en la silueta de los pechos bajo la fina camisa de seda. No llevaba sujetador.

—¿Te apretaba? —preguntó Carlos.

—Un poco.

—No me extraña.

—¿Y a ti? ¿No te aprieta esto? —reaccionó María, tan rápido como pudo, mirando hacia aquel pene de goma, perfectamente encajado.

—Me va un poco justo. ¿Se nota algo con esto? Pregunto desde la ignorancia. Tu novio no me quiso contestar.

—¿Si lo notas tú o si lo noto yo?

—Hombre. Tú lo notarás. Semejante aparato… Digo si lo nota él. Si lo notaría yo.

María alargó entonces su mano y tocó aquella polla inerte con desgana, como si no custodiase lo que custodiaba, y la abandonó casi inmediatamente.

—No me he enterado —dijo Carlos, instándole a que lo agarrara.

Ella le miró a la cara, queriendo ser más chula aun que él, y volvió a posar sus dedos allí, hasta que finalmente la agarró con toda la mano y cerró los dedos.

Frente a frente, María le agarraba la polla, si bien no tocaba carne sino plástico y Carlos insistió:

—A ver. Aprieta.

Y ella obedeció entonces, cerrando la mano con fuerza.

—Sí. Se nota un poco. Pero casi nada —precisó Carlos.

Yo, tan excitado como perplejo, no entendía qué sucedía, pues el plan era que me lo pusiera yo, lo hiciera con María, que ella se gustase y mostrase su sexualidad y que él mirara. Ese era el plan, el juego de María, el juego intermedio que estaba llamado a ser nuestra salvación.

María le retaba con la mirada y no soltaba aquella polla. Y él no solo no se amilanaba sino que terminó por alargar una de sus manos… hasta rozar con ella una de sus tetas… sobre la camisa.

—¿Qué haces? —protestó ella, pero no le apartó la mano.

—Tú tocas juguete sexual, que nunca me acuerdo como lo llamáis. Y yo toco camisa. Nadie toca carne.

Yo veía como Carlos, satisfecho con su respuesta, acariciaba sutilmente sobre la seda… sobre aquella teta… con una pericia inusual, experta… y el pezón de María la traicionaba a una velocidad vergonzante, en apenas unos pocos segundos… tras los cuales ella comenzó a mover su mano sobre aquella polla de goma, como si realmente le masturbara, en una paja lenta.

El juego estaba arriba, en aquella suave caricia sobre la camisa negra, sobre la teta, despertando el pezón, y abajo, sobre la polla de goma, y dijo él entonces:

—Apriétamela.

Y ella obedeció, apretando la goma, y él respondió apretando un poco su teta y entonces un tenue y casi inaudible “Auuu… qué... haces… ” salió susurrado de María, en lo que no era una queja normal, sino un ronroneo… que mostraba una mezcla de dolor y placer.

Y Carlos volvió a ordenar que apretase con fuerza aquel arnés y ella obedeció. Obedeció sabiendo que la contra réplica sería un apretón en su teta sobre la camisa, y esta vez un “¡Mmmm…! ¡Ahh…!” fue casi jadeado por ella, y adornó su morbosa protesta con un movimiento de cuello y toda su melena, que caía densa por su espalda, ondeó con una extraña sensualidad.

—¿Se la chupaste a los dos? —preguntó él. Y ella tardaba en responder. Los dos frente a frente. Ella pajeando aquello y él acariciando ahora su otro pecho, sin necesidad de provocar al pezón, pues los dos marcaban ya la camisa con tanta nitidez como deshonra.

—¿A Álvaro y a Guille...?

—Claro… Por ellos va todo este show ¿no? Por mí no va. Que yo no puedo tocar.

—Eso es. Por ti no va.

—Por mí no va, porque yo llegué tarde. Si te hubiera conocido antes… te habría follado… con tu novio mirando —le dijo, cerca de su cara, acariciando su teta sobre la seda, ahora con tanta sutileza que casi parecía inapetencia. O quizás no fuera desidia sino su famosa frustración, desengaño y fastidio por no estar tocando piel de verdad.

—Pues no me acuerdo de si se la chupé a los dos, si te digo la verdad —quiso huir María.

—Pero te follaron los dos.

—Sí…

—Y en algún momento uno te follaba mientras se la comías al otro.

—Sí… —respondía María, entrecerrando los ojos, dejándose mecer por aquel masaje sobre sus pechos.

—Y uno te dio por el culo.

—No… —resopló, moviendo su mano algo más deprisa. Quizás imaginando que no pajeaba goma sino carne.

—Me habías dicho que sí.

—Uno lo intentó.

—¿La punta? —preguntaba él con malicia, soltando ya un botón de aquella camisa negra, pero siempre sin tocar piel.

—Algo más. Algo más que la punta...

—Joder… Qué pena, ¿no? El que te folló bien el culo fue el de Madrid entonces.

—Eso es… —se entregaba María, omitiendo la existencia de Sofía, quizás porque aquello era demasiado, y llevando sus dos manos a aquella goma, y yo me puse entonces de pie, sin saber muy bien quién y por qué tomaba aquella decisión. Y, nerviosísimo, me coloqué tras ella.

María me notó detrás y dejó que su culo, enfundado en su falda de cuero, hiciera contacto con mi miembro, tan oculto como duro.

Yo me aventuré entonces, sin saber si estaba invitado, a llevar mi cara, mi nariz, a la nuca de María; cerré los ojos e inhalé de su melena un olor que me embriagó: caliente, espeso; mientras mi pelvis casi la empujaba por puro instinto.

—¿Y Pablo? ¿Qué hacía? —preguntó, sorprendiéndome, mientras yo me atrevía a llevar mis manos a la falda de ella.

—A veces miraba. A veces se iba.

—¿Y eso? ¿Por qué se iba?

—No sé. Celos. Supongo.

—Entiendo —respondía él, y yo me sentía extraño por cómo hablaban de mí en mi presencia, y osaba subirle aquella falda algo ajustada, poco a poco, descubriendo primero el encaje de las medias, después las tiras del liguero y después unas bragas negras. Me daba la sensación de que a María le temblaban un poco las piernas, si bien seguía mirando chulesca a aquel hombre imponente.

Mi excitación se disparó al descubrir su culo y aquel liguero, elegante, pero a la vez soez… refinado y a la vez burdo, perfectamente colocado, como aquella noche… y mi polla quiso salir de mi ropa, y la liberé hasta posarla sobre sus bragas. Bragas que después aparté en dirección a su raja del culo para así ganar espacio y posar mi miembro caliente y lagrimeante sobre una de sus nalgas desnudas.

—Te debiste de sentir muy guarra… sobre todo cuando te empezó a follar el segundo ¿no?

—Sí…

—Joder, es bonito el liguero —dijo entonces él, mirando hacia abajo, y prosiguió:

—Si yo con veintipocos me follo a una de treinta y pico como tú, con esta pinta…

—Qué… —preguntó María.

—Cómo que qué. Que los niñatos ni se lo creerían. Seguro que te follaron hasta que se hizo de día —le decía Carlos, casi en la boca, y ella, con la camisa abierta, seguía recibiendo aquellas caricias y yo ya no sabía si había más botones desabrochados, mientras ella seguía aferrada a aquella polla.

En un penúltimo atrevimiento me aparté un poco, despegando mi polla dura de su culo, y descubriendo que lo había humedecido… y llevé mis manos a sus bragas y comencé a tirar de ellas hacia abajo, y sucedió algo que no solo me dejó impactado sino que hizo que otra gota de preseminal brotara de mi miembro; y es que, llegado el momento en el que la seda se debía despegar de su coño, este se resistía a soltar las bragas, en una muestra de la pringosidad húmeda que brotaba de su sexo… Y después sí… sus bragas fueron descendiendo con facilidad, hasta acabar en sus tobillos.

Acaricié entonces sus nalgas desnudas, que sentí tan suaves como frías, y posteriormente liberé mi torso de ropa y me bajé los pantalones todo lo posible. María, allí de pie, entre los dos, mostraba su coño desnudo, custodiado por sus medias y su liguero, y seguía sin tocar carne, y seguía sin recibir caricias en su piel, en sus tetas erizadísimas, en un juego creado por ella, pero que llegaba a parecer macabro para con ella misma.

Carlos retrocedió entonces mínimamente, pero lo justo como para que María tuviera soltar aquella polla inerte, y, mientras se recogía con estilo los puños de la camisa blanca, le dijo:

—¿Quién te folló mejor de los dos… afortunados?

Una María aún aturdida por aquellas caricias insuficientes y por el súbito abandono, susurró:

—Álvaro…

—Bueno… Entonces Pablo será Álvaro hoy… ¿no? Así fantaseáis vosotros en esta casa ¿Es correcto? —preguntó con cierta burla.

María miró entonces hacia atrás, y me vio, desnudo salvo por los pantalones y calzoncillos que se amontonaban en mis tobillos, y miró a mi entrepierna y vio mi miembro, tan duro como mínimo… y ciertamente irrisorio en comparación con el pollón largo y enérgico de Álvaro.

Y Carlos dijo inmediatamente:

—María, pídele que te folle aquí, tal cual estáis, haciendo él del Álvaro ese. Venga.

Lo expresó con contundencia, tremendamente serio, mientras se abría un poco la camisa, mostrando un torso con el vello recortado y blanquecino. Gustándose.

Y María miró al frente de nuevo, hacia él, y no tanto por verle a él sino para así evitar seguir contemplando mi insignificante miembro…

…Y ambos nos dábamos cuenta de que no le estábamos mostrando nuestras fantasías, sino nuestras vergüenzas. Y también nos dábamos cuenta de que quizás siempre habían sido lo mismo.