Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 33 y 34)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 33

No me paré a reflexionar siquiera un poco sobre aquella teoría de Begoña. Simplemente le dije que mis maquinaciones iniciales individuales, y posteriores con Edu, la estaban contagiando… y ella me respondió:

—Todo lo que no te conviene para ti no existe. Metes la cabeza bajo tierra como un avestruz.

No quise seguir la charla por ahí y la sentí más seca el poco tiempo que nos seguimos escribiendo, tanto que me planteé sino enfocaría sus conversaciones conmigo como meras oportunidades para colocar su mensaje. Me parecía más plausible ese posible plan suyo de malmeter para que yo dejara a María, que el que planteaba ella de que mi novia pretendiese empujarme hacia ella para así poder tener vía libre con Carlos. Si bien no eran planes incompatibles.

No estuve tentado de contactar con Begoña al día siguiente, y pensaba que, aunque no creyera su teoría, no dejaba de parecerme ciertamente difícil de entender que María me insistiera en quedar con ella.

Era innegable que estaba un poco inquieto por los últimos comportamientos de María, pero todo se tranquilizó cuando ella volvió el domingo, y no el lunes, y, sobre todo, por no escribirse con nadie esa noche, ni la noche del lunes, ni la del martes. Y, como mi mente era una montaña rusa de culpabilidades, tan pronto Maria volvía a ser más ella, el pecado caía exclusivamente sobre mí, pues los dos besos en secreto habían sido míos.

Pero todo dio un giro radical el miércoles.

A lo largo de mi vida las mejores noticias siempre me han llegado de golpe, sin tiempo siquiera a que pudiera ponerme nervioso, y así fue como, sin romperse esa dinámica, recibí una llamada de mi jefe, corta, técnica, en la que me decía que el puesto vacante era mío. No era el mismo jefe con el que había compartido la tarde viendo a su hijo jugar al fútbol diez días atrás, pero sin duda había habido tráfico de información y de favores.

Sentí la imperiosa necesidad de llamar a María, pero preferí ir a su encuentro a la salida del trabajo para decírselo en persona.

La tarde se hacía eterna, como eterna era la luz en aquellos atardeceres del agonizante mes de mayo. Finalmente, a la hora aproximada que yo sabía ella saldría, me ubiqué cerca del portal de su despacho. Estaba casi pletórico. Me sentía además extrañamente tranquilo frente aquel edificio, pues Edu ya no existía y el intermitente Víctor no era temible en sí mismo.

Cuando la vi salir se me iluminó la cara, pero en seguida todo se truncó cuando descubrí que no salía sola, sino con Carlos.

Una incomodidad disimulada, en aquella chica en falda azul oscura y camisa azul clara, se tornó en desagradable de inmediato, ya que su primera frase fue un “¿Pero, qué haces aquí?”.

—No sé. Salí antes —alcancé a responder al tiempo que me veía obligado a estrecharle la mano a un Carlos siempre impecable.

Y la situación no hizo sino empeorar cuando, tras cruzar tres o cuatro frases intrascendentes, María dijo:

—Voy a tomar algo rápido con él, ¿nos vemos en casa? Hablaremos de trabajo. Te aburrirías. No creo que tarde mucho.

María no daba ni la opción a crear la cita a tres.

Nos dimos un pico, ellos desaparecían, y yo ni entendía qué acababa de pasar.

Me quedé tan bloqueado como decepcionado. Y no sé el tiempo que me quedé allí parado, sintiendo que salía gente y que atravesaban a un fantasma, hasta que una voz conocida me abordó:

—Ey, ¿tú por aquí? María saldrá ahora.

Enfoqué mi mirada por primera vez en dos minutos y vi a Begoña, en falda de tubo y chaqueta gris y camisa blanca, parada ante mí, pero exteriorizando cierta prisa.

—No, no… Acaba de salir —respondí, aún en una nube.

—¿Ah, sí? Bueno… —dijo, seguramente sin entender qué hacía yo todavía allí.

—Sí… oye… ¿Qué haces ahora? —le pregunté.

—Pues voy a la panadería un momento, que tengo gym a las diez y si no me desmayo antes de empezar.

Supe que Begoña sabía que yo había visto a María salir con Carlos, pero le agradecí por dentro que no dijera nada.

Antes de que me pudiera dar cuenta la acompañaba unos treinta metros, y ella se pedía un cruasán enorme y yo, sin pensarlo, le dije: “¿Pero dónde metes eso?” y ambos supimos que aquello recordaba a lo que yo le había confesado que le había dicho a María el primer día que la había visto con Edu; pero en este caso “eso” era el cruasán y no el miembro de Edu.

Begoña sonrió y dijo:

—Parece que no, pero me cabe. Me cabe todo.

Otra vez, ante la tensión y el drama que me ocasionaba el juego con María y la reciente existencia de Carlos, Begoña acababa suavizándolo todo.

De pie, al lado de la panadería, Begoña daba pequeños bocados e intentaba que nada de hojaldre le cayera sobre su ropa impoluta, mientras yo le acababa confesando qué había sucedido para que ella me hubiera encontrado solo en la acera.

Quizás aburrida de mostrarme sus sospechas, o por no querer hacer sangre, lo cierto era que me escuchaba comedida. El sol volaba bajo e iluminaba su cara y sobre todo sus ojos, frontalmente, haciéndolos casi transparentes, y yo no entendía qué hacía una chica guapísima, allí, soportándome.

—Tendría que ser yo quién te tendría que estar haciendo de paño de lagrimas por Edu, en vez de estar tú aguantándome… escuchándome rajar de Carlos… que ni te irá ni te vendrá… —le dije como colofón a mi discurso sobre que no entendía el reciente desplante de María.

—Lo tuyo es más interesante —sonrió.

—¿Tú crees?

—Hombre, lo mío es una ruptura de tantas. Lo tuyo… un locurón…

—La verdad es que sí —respondí, sintiéndome comprendido, acompañado, y la miré, con la chaqueta abierta, con su camisa blanca impecable, insinuando la silueta de unos pechos medianos y muy bien puestos, sus ojos grandes y su gesto puro y tranquilo, por naïf o por ser simplemente así.

—¿Y cómo pensabas celebrar el ascenso? ¿con un trío? —rio, sacándome de la revisión que le estaba haciendo.

—Pues no. Supongo que haciéndolo normal.

—¿Normal? Vosotros ya no lo podéis hacer normal —dijo, como si tal cosa, pero dando en el clavo. Tanto que me llegaba a preguntar cuando había sido la última vez.

—¿Los viste juntos, no? Por el despacho. A María y a Carlos.

—Sí. Por ahí andaban. Están a vueltas con un tema de urbanismo y con uno de propiedad industrial. La verdad es que María controla de todo.

Se hizo un silencio. Yo quería seguir hablando de ellos, si bien no quería abusar de su paciencia.

—El otro día me dijiste que pegaban —dije finalmente.

—¿Te quieres martirizar? —sonrió, apurando el cruasán.

—No. Bueno. Solo quería saber por qué.

—No sé. Son así… bueno ya los ves tú, jobá. No sé, son como muy respetados, ¿sabes? Y a los dos les gusta eso y a los dos les gusta que la otra parte también tenga así… rollito… “respect, que aquí estoy yo”. No sé si me explico.

—O sea que si va conmigo por ahí… van la respetada y el paria, y si va con él a un sitio, van los dos admirados y respetados.

—Tú no eres ningún paria, solo que la tienes en un pedestal. Que es espectacular María, eso lo entiendo, tengo ojos, pero no sé. En fin, algunos tíos sois así. Si veis que la pareja es más guapa, en vez de veniros arriba os venís abajo. Y otros son al revés. El Carlos éste aun se viene más arriba cuando está con ella.

Se hizo otro silencio. Hablaba rápido, y muy atenta al entorno. Me miraba y no me miraba. Y yo echaba de menos en cierto modo estar en su casa, y que ningún estímulo externo la hiciera despistarse de mí.

—Bueno, ¿y tú qué? —le dije.

—¿Yo qué de qué? —preguntó, con su merienda tardía terminada, sacudiendo sus manos.

—De chicos.

Me miró, inquisidora, y dijo:

—¿Qué tramas? ¿Me quieres meter en un trío… o en un cuarteto raro? —sonrió.

—No, no. Solo preguntaba.

—Ah, no sé… Viniendo de quien viene la pregunta… Igual querías que me vistiera de María, que Carlos mire… tú me lo haces… y María me graba… y le pasa mis gemidos a Edu —sonrió, casi riéndose, encantadora, con su gracia innata.

Negué tener tanta audacia y ella no soltó prenda sobre posibles candidatos, que seguro no le faltaban. Y estuvimos un rato más hablando, hasta que ella dijo:

—Bueno, chico. Tengo que ir a casa… cambiarme, coger la mochila e ir al gym.

Yo la miré, indudablemente decepcionado, pues podría seguir charlando más tiempo.

—Ya sé que querrías que fuéramos a cenar, para no pensar que María está con ese viejo… —aseveró entonces, cambiando un poco el tono.

—Sabes que no hablo contigo para utilizarte…

—Bueno. Vacíos sí que cubres —zanjó precisa y con algo parecido a un conato de recelo.

Negué con la cabeza y ella dijo:

—En fin. Date por despedido. Te lo digo así, en la distancia, para que no me entres hoy —sonrió, volviendo a ser la Begoña grácil.

—¿Entrarte yo? ¿La lagarta no eras tú?

—Precisamente te dije que no era ninguna lagarta. En fin. No me líes —dijo y se despidió con un gesto con la cara y con la mano. Y supe al instante que su adiós era el pistoletazo de mi vuelta a la realidad, aquella en la que mi propia novia se había desmarcado de mí para estar a solas con otro.

Llegué a casa y no había nadie. Cené y no vino nadie. Y no sabía qué sentir. Lo cierto era que si al Pablo de seis meses atrás le dijeran que María estaba con otro hombre se estaría muriendo de morbo. Y era así. Pero a la vez no era así. No sabía si era por el susto de la casi ruptura de dos meses atrás o por la semilla de la duda que no dejaba de plantarme Begoña. Pero lo cierto era que al morbo ya no se le añadían tanto los celos como el temor.

En esas cavilaciones estaba cuando, pasadas las diez y media, escuché desde el salón la voz de María y el sonido de sus llaves, que seguro sacaba de su bolso para entrar en casa.

Pensé que aparecería hablando por teléfono, como tantas otras veces, pero me encontré con que abría la puerta y con que Carlos venía detrás.

CAPÍTULO 34

Fue tan abrupto, tan sorpresivo, que no tuve tiempo siquiera a reaccionar y me ponía en pie mientras María le decía:

—Te enseñaría la casa, pero está un poco desastre.

Y yo pensaba que no era cierto, pero no tenía interés en desmentir aquello y en ver a Carlos haciendo el tour… y deduje entonces que María había pensado lo mismo.

Ella le ofrecía algo de beber, haciendo de anfitriona correcta, nada exagerado, incluso algo desganada, y Carlos le decía que no era necesario. Finalmente accedió a una copa de vino y yo les miraba, casi como testigo de excepción, y me daba tiempo a pensar sobre si aquello no rompía una de las dos normas creadas por ella la misma: la de “solo de puertas para adentro”.

—Gracias. Pero total me voy ya —le decía Carlos mientras recibía la copa de vino.

—Si te vas ya no sé para qué insististe en venir —le cortó María, que se sentaba en el mismo sofá que él, aunque a cierta distancia, mientras yo les observaba desde el otro sofá.

Desde luego no daba la sensación de que aquello comprendiera nada sexual. Era extraño. No era el ambiente vivido en aquel hotel, ni siquiera en su casa. Comenzaron a hablar de temas suyos, continuando conversaciones anteriores, y yo no daba crédito a aquella cortesía y relajación después de las cosas que habían vivido ya. Tanto me sorprendía que me planteaba que María hubiera tenido razón durante todo aquel tiempo sobre que eran capaces de crear aquellos compartimentos.

Carlos, en camisa y vaqueros, le hablaba, con aquella mirada afilada, casi achinada, y brillante, con las piernas cruzadas, como si fuera un dandi sacado de otra época, y ella le escuchaba atenta, pero siempre con un poso algo distante. Recordé entonces aquello que me había dicho Begoña de que pegaban, y tenía algo de cierto: un porte en el que nada era casual, aquella cordialidad un poco fría, la seriedad áspera, y hasta aquella especie de soberbia, por momentos molesta. Si bien esos eran rasgos de la María que se mostraba cuando no había confianza, no de la que era conmigo.

Según yo empezaba a discurrir, Carlos era amigo de la infancia del abogado del ayuntamiento, y aquello parecía darles un juego infinito.

Mientras hablaban yo trasteaba con el móvil, convencido de que tan pronto se terminasen la copa Carlos se marcharía. Sería entonces cuando le podría hablar, por fin, sobre mi ascenso. Antes pensaba reconocerle que sí, que parecía ser cierto que se podía jugar con Carlos a nuestras locuras sexuales, al juego creado por ella, a la vez que, otros días, en otros contextos, tener una relación correcta, una charla normal, incluso agradable.

Carlos acabó por disculparse y preguntar por el aseo y María le indicó, sin levantarse del sofá. Se perdió por el pasillo y justo se oyó el sonido de la melodía de su teléfono móvil, melodía que era ya conocida, y entraba en el cuarto de baño contestando a la llamada.

Mi novia bebía de su copa, con las piernas cruzadas, aún perfilada hacia un Carlos que ya no estaba, sin girarse hacia mí, como si yo no existiera. Me di cuenta entonces de que ni siquiera me había dirigido la palabra desde que había entrado.

El silencio era extrañísimo. Tanto que me llevó a intentar hacer memoria sobre si yo habría hecho algo que pudiera haberla enfadado. Pero pronto mi mente comenzó a darle la vuelta a todo. Y empecé a ver que el que otra vez era en cierto modo vilipendiado era yo. Todo sucedía de repente en mi mente, hasta el punto de que una incipiente irritación comenzaba a recorrer mis venas. Y es que, dándole otra vuelta, no acababa de entender a qué venía aquello de traer a Carlos a nuestra casa. Ciertamente, cada segundo que pasaba, en el que, chula, solo la veía de medio lado, sin dignarse a hablarme, me iba sulfurando cada vez más.

Toda aquella ebullición acabó desembocando en una frase contenida:

—Buenas noches, María, ¿todo bien? —pregunté, ciertamente borde.

—Sí, perfecto. ¿Por qué?

—No sé. Lo traes aquí… Creía que el juego era de puertas para adentro —dije, y ella se giraba un poco, por fin.

—Aquí no hay ningún juego, Pablo. Ya te dije que hay que saber diferenciar.

—Se ve que os gustáis. No pasa nada —dije, sorprendiéndome a mí mismo, y ella resopló, negando con la cabeza— Sí, no resoples, no pasa nada. Igual es mejor que lo hagáis. Las veces que tengan que ser. Y después decides —le espeté sin saber muy bien de dónde salía aquello, como si llevase días guardándolo sin saberlo.

—Tú no te estas escuchando —protestó ella, que aún tenía tiempo para sentarse mejor en el sofá y a colocarse el pelo.

—Estás muy guapa, María. No hace falta que te acicales.

—Bueno, Pablo. Ya está bien. Me estás cansando. ¿Qué tal con Begoña? ¿Bien? —preguntó, sorprendiéndome, en susurros pero agresiva.

Me quedé un instante en silencio. Dudando qué sabría. Mientras escuchaba a lo lejos el ruido de la cisterna.

—Está muy bien esa panadería. Un día te traigo algo —dijo seria.

—Vale. Un día me traes algo —replicaba yo, sin entender cómo había explotado aquello y ciertamente sobrepasado.

—Es monísima, ¿verdad? —preguntó, y yo no supe qué decir, pero por primera vez me planteé que lo que había de María respecto a Begoña no era otra cosa que celos.

—Solo dime qué te pone de él —dije, de modo inconexo, cambiando de tema, y ella negó con la cabeza y frunció el ceño.

—¿Qué…? ¿De éste? ¿Pero qué dices? —preguntaba extrañadísima.

—Solo dime eso.

—Pero de qué hablas. Si es un viejo. Si es para jugar tú y yo. No te enteras de nada.

—De qué hablas tú… Si no te folló de milagro —susurré al tiempo que Carlos entraba en el salón, disculpándose de nuevo, moviéndose siempre sobre aquella línea, entre lo cortés y lo falso.

Carlos tomaba asiento. María estaba sonrojada, pero de ira. Y dijo entonces él:

—Es curioso. ¿Sabes quién me acaba de llamar? Eduardo, o Edu, no sé cómo le llamáis. Me está gestionando unas cosas en Madrid.

María y yo apenas nos recuperábamos de nuestra propia bronca y Carlos soltaba aquello.

Ella no respondió. Bebió de su copa. De nuevo más girada hacia él que hacia mí.

—Es un chico muy válido. No sé cómo lo dejasteis ir —dijo él, y yo sabía de qué iba, y María, incómoda, no podía saberlo.

—Se fue porque quiso. Es un despacho… no una secta, ¿no? —dijo María, y yo no sabía si más enfadada conmigo o molesta por la conversación que iniciaba Carlos, pero sin duda alterada.

—Ya sé que un despacho no es una secta. Pero cuando se encuentra a alguien muy válido no se le puede dejar escapar —dijo él, y yo esperaba que me mirase a mí, que buscara mi mirada, cómplice o amenazante, pero que buscase esa conexión. Sin embargo no lo hacía, seguía mirándola a ella.

María se quedó en silencio y Carlos dijo:

—Pablo. ¿Me sirves otra copa, por favor?

Tan ansioso estaba por saber hasta dónde iba a llevar aquello que estaba creando, que no me llegó a molestar el retintín de su petición. Me puse en pie. Fui a por la botella. Y nadie hablaba. Yo dudaba de hasta dónde forzaría él aquel juego, aquel doble sentido en sus frases, y llegaba a dudar también si María no se estaría oliendo algo, y de ahí su silencio.

Posé la botella sobre la mesa de centro y Carlos se servía en su copa. A gusto. Con las piernas algo separadas, ocupando más espacio, más invasivo, más grande.

Antes de sentarme de nuevo en mi sitio, miré a María: con las piernas cruzadas, la melena densa cayendo hacia atrás, dejando libre la contundencia de su torso, de frente, con sus pechos marcando sutilmente la camisa y con un escote que apenas existía. Con una de sus piernas montada sobre la otra, enseñando algo de muslo, pero no lo suficiente, y con sus zapatos de tacón, elegantes pero discretos. Era como una bomba de relojería oculta bajo aquella ropa rancia. Una voluptuosidad y un feminidad encerrada bajo aquella camisa de seda azul y bajo su sujetador, sin duda de encaje y potente, del que seguro Carlos ya habría fantaseado sobre su forma y su color.

Miré más arriba, a su cara, dulce, pero a la vez agresiva, y vi que mantenía sus mejillas sonrojadas, por su enfado conmigo, o por las sospechas de Carlos, o por las dos cosas. Posó ella entonces la copa sobre la mesa y se arremangó la camisa hasta los codos. Y resopló sutilmente, exteriorizando una sensación súbita de calor. Todo en unos movimientos suaves y femeninos que te obligaban a mirar hasta que ella tuviera a bien terminar su show, que uno nunca sabía si era casual, si era para ella, o si era para los demás.

—Bueno. ¿Por dónde íbamos? Gracias, Pablo, por el vino. Ah, sí. Eduardo. Que no debisteis dejarlo escapar.

—No sé qué te ha dado con él —dijo entonces María, sirviéndose otra copa, con pulso firme.

—Sí. No sé. Yo tampoco… Pero bueno, que, por cierto, es un hombre muy atractivo, ¿no?

María le miró fijamente. Quizás queriendo entender qué pasaba. Y él prosiguió:

—Que no me cuesta decirlo. De la gente, de los hombres, quiero decir, que son atractivos. Que hay quién por ser hombre parece que le cuesta reconocerlo.

—Si quieres decir algo dilo. No hace falta que le des más vueltas —le interrumpió María.

—Pues no era mi intención al principio. Pero ahora es ya obvio a donde quiero llegar.

—No. No es obvio. Por eso te estoy diciendo que no le des más vueltas.

—Está bien. Pues que… para… lo que… Bueno, para vuestro juego, ¿no? Podría haber sido un chico que encajara bien.

—Edu trabajaba conmigo. De hecho después fue mi jefe. No encajaba por ninguna parte —replicaba María, incomodísima.

—Está bien. Está bien. Es cierto que siendo tu jefe, sobre todo, sería complicado. Perdona si me he metido donde nadie me llamaba. Pero bueno. Ahora no es jefe. Está en otro despacho. En otra ciudad.

—¿Qué quieres? ¿Quieres que le llamemos ahora para que nos amenice este fin de semana? ¿Eres su representante o algo?

—No, no. Para nada. Si bien creo que con él te costaría más no dejarte tocar.

—Sigo sin saber a dónde quieres llegar. De verdad.

—A ningún sitio. Solo que me frustra, lo reconozco, me frustra haber llegado tarde a vuestro juego. Y que me haya tocado el juego... malo. Hasta los universitarios esos tuvieron más suerte.

María bebió de su copa. La tensión se cortaba con un cuchillo. Pensaba que ella le enseñaría la puerta a no mucho tardar. Sin embargo, Carlos aprovechó el silencio:

—Que, por cierto, de los universitarios, me contaste pinceladas, pero no los detalles.

—Ya me dirás qué detalles puede haber. Eres mayor como para saber cómo se hacen esas cosas.

—No, si no me refiero a ese tipo de descripciones. Sino a cómo una pedazo de mujer como tú acaba follada por dos críos en un piso de estudiante. Sin acritud, eh, pero cómo de cachonda tenías que estar para acabar así.

María dio otro trago a su copa. Sus mejillas ardían, y su pulso ya no era tan firme. Y yo ya no sabía si allí había solo ira o algo más.