Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 31 y 32)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 31
María, mirándome, puso una mano en el pecho de él, y yo pensaba que quería sentirle antes de ser penetrada. Su mirada era desesperación absoluta, casi angustia… y yo sentía que no era quién para pedirle nada, ni para detener nada.
Lo peor de todo era que yo, a pesar de saber del riesgo máximo que entrañaba, quería verla plena, agradecida. Quería ver a Carlos dejándose caer, hundiéndose en ella, quería verla cerrar los ojos, acogiéndole… Ver a aquel macho calmándola…
—Para… —susurró ella entonces, en un hilillo de voz, sin dejar de mirarme.
—¿Sí? —preguntó él, retirándose un poco.
—Sí. Para.
—¿No quieres? —se aferraba él.
—No. No quiero. Apártate —decía empujando un poco con su mano.
—Puede mirar él. Me da igual.
—No. Ni con él, ni sin él. Se nos ha ido la cabeza —le dijo, ahora sí, mirándole.
Carlos se retiró y María cubrió sus pechos rápidamente, cerrando de dos tirones su camisa y se recomponía, dispuesta a sentarse.
Él soltó el arnés que cayó sobre el sofá y se puso en pie, aún con su polla tiesa asomando.
—Tráeme mi ropa y algo para limpiarme —le ordenó ella, buscando recuperar su orgullo con aquella falsa autoridad.
Aquel hombre se daba la vuelta y le respondía con un “Claro, vengo ahora”, al tiempo que se abría el pantalón para guardarse bien aquel enorme miembro que había explotado sobre la cara de María.
Yo me vestía, mirando de reojo como María se quitaba la camisa, se secaba su torso y sus senos con ella, se la llevaba a la cara para limpiarse, y después la tiraba al suelo con desaire.
Una vez nos quedamos solos y yo ya estaba vestido, María me sorprendió, en un gesto contrario al que acababa de realizar, pues apartando su frustración y su evidente enfado, vino a mí y me abrazó. Yo sentí sus pechos desnudos en mi torso y ella susurró:
—Se nos ha ido de las manos.
—Ya…
—No sé cuántas veces van… —decía ella, pensativa, pero entera, siendo una colegiala de cintura para abajo y una hembra impresionante, desnuda, de cintura para arriba.
—Bueno… No te preocupes…
—No, si no me preocupo —casi sonrió ella, mostrando una María que no era la posterior a nuestras locuras anteriormente vividas. Más calmada… Frustrada por su derrota, su derrota total, de ego y de ausencia de orgasmo, peso sin su gesto consternado y abatido.
Carlos llegó y, en un tono completamente diferente al mostrado en aquel sofá, le decía casi con dulzura que le dejaba allí la ropa y una pequeña toalla, y le decía también que se iba al aseo.
Los brazos de María dejaron de rodearme y comencé a escuchar un ruido fuerte, que provenía de la terraza, en lo que parecía consistir en una lluvia enérgica, o incluso granizo.
Aquel hombre se ponía su camisa antes de perderse por el pasillo, y yo decidía acudir a la terraza, y dejar así que María tuviera un instante de intimidad para vestirse.
Efectivamente era granizo, y caía con fuerza, rebotando sobre la barandilla de cristal y cayendo dentro de la terraza, creando un olor atrayente por la mezcla del frío del hielo y el calor de una noche algo ventosa, pero cálida.
No sé el tiempo que estuve allí, observando el granizo rebotando y deshaciéndose, con la mente voluntariamente en blanco… hasta que acabé por voltearme y vi a María que terminaba de vestirse y a Carlos que parecía intentar limpiar el sofá con algo.
—¿Esto saldrá? —le preguntó entonces él, refiriéndose a aquellas manchas densas que él había vertido y creado sobre su propio sofá.
—Y a mí que me cuentas —respondía ella, cerrándose el chaleco.
—Pues creo que no va a salir —dijo él, ensimismado en su tarea, mostrando humanidad y preocupación por su problema, después de tanta locura.
—La verdad es que no sé qué tenéis ahí los hombres, que es terrible de limpiar, parece radiactivo —acabó diciendo ella, más destensada, contagiándose de nuevo del sosiego y templanza que daba el Carlos original.
Volví mi mirada hacia la terraza y comencé a escuchar los pasos de María, acercándose. Llegó a mi lado y dije:
—No daban ni lluvia. Y mira —y nuestras conversaciones se hacían banales… como si diez minutos atrás no hubiéramos estado envueltos en unas locuras sexuales, del todo menos banales.
Carlos vino a nosotros, comentamos un instante otra trivialidad, y dijo:
—Os quería pedir disculpas. Ha sido todo un poco… No sé cómo explicarlo. Además he dicho muchas cosas que no debería haber dicho.
María le dejaba explicarse, y yo no iba a ser menos. Él prosiguió:
—Que me hubieras dicho que te gustaba duro no es excusa para las barbaridades que he dicho. No tengo por qué juzgarte, juzgaros. Solo faltaba.
Yo no sabía si estaba haciendo el papelón de su vida. Lo cierto era que sonaba sincero.
—Si he dicho o hecho algo que os haya molestado especialmente, por favor decídmelo. Y, por supuesto, por descontado, no debí decir lo de hacerlo sin ti, sin Pablo —dijo mirándome— presente. Eso fue una estupidez. Totalmente fuera de lugar.
María se giró entonces hacia él y dijo:
—Tampoco te pongas tan… melodramático. No se te ha ido más que a nosotros.
Carlos cogió aire, hinchó el pecho, y dijo:
—Bueno, si me disculpáis voy a guardar el uniforme ese, o a la echarlo a lavar o lo que sea, que además mi hija puede volver en cualquier momento.
—¿En serio? —preguntó rápidamente María. Tan alucinada como yo.
—Sí, bueno. Suele tardar, está con su novio. He metido la llave por dentro, lo cual nos permitiría… parar y poner todo más o menos en orden, pero sí.
—A tus cincuenta y pico y nervioso porque te pille tu hija… con una pareja… con su ropa… —María no sabía si reír o impactarse por el bochorno que vislumbraba.
—Ya. Cosas de ser padre. En teoría venía para estudiar... pero no se suelta del chico ese. En fin. Tomaos algo, por favor. Parece que ya no llueve. Aunque sea un refresco o algo. Voy a borrar las pruebas de nuestro… episodio… y en seguida vuelvo con vosotros.
Carlos se fue entonces hacia la puerta y se pudo escuchar el sonido de sacar una llave, y después iba a recoger el uniforme, que había dejado María en el suelo, y le daba una última revisión al sofá antes de irse de nuevo por el pasillo.
Yo me sorprendía de su súbita naturalidad y, María, confirmándome que también estaba pensando en él, dijo:
—Al menos no es un imbécil como todos los que llevamos.
Y yo, tras escuchar aquello, no sabía si preocuparme porque realmente le gustara o si alegrarme porque pudiera ser lo que buscábamos.
Fui hacia la nevera y cogí dos refrescos de cola y salí a la terraza con ella. Pensaba en que quizás pudiéramos hablar las cosas los tres. Aunque no fuera esa noche, sí otro día. Plantear el juego original con él. El deseo era obvio. Solo había una duda y consistía en si María temía realizar el juego primario con él por temor a engancharse.
Carlos acabó por unirse a nosotros poco después de que María me preguntase sobre mi conversación con mi jefe, por lo que decidimos cambiar de tema, e iniciamos una charla agradable los tres, en la que fui, por fin, uno más. O casi. Y después nos despedimos, amistosamente, como adultos, en un tono y en un ambiente normal. Benditamente normal. Haciéndome pensar de nuevo si podríamos, con él, compatibilizar el juego y la normalidad.
Abandonábamos su edificio y me sentía bien, y es que por fin salíamos de un encuentro sexual derivado del juego sin dramas, ni lloros, ni reproches.
Y nos encontramos entonces con una pareja que se besaba en el portal: él bastante alto y delgado, ella una chica rubia, de complexión similar a la de María, que se besaba casi tórridamente con el chico y que nos acabó mirando, con los ojos de su padre, ajena, ingenua, muy lejos de saber por lo que acababa de pasar su uniforme del colegio.
Aquella noche me acosté pensando en si de verdad podríamos hablar los tres. Como adultos. Pero no veía ya solo el problema de que María se enganchase a él si él la follaba, además, con una establecida o pactada asiduidad, sino si de verdad podría fiarme de él o si Carlos buscaría embaucarla para llevar sus actos a una intimidad de dos, sin mí. Y la tercera duda era el papel de Edu en todo aquello.
Necesitaba por tanto la renuncia de Carlos a Edu. Su compromiso de no buscar tretas para embaucarla y apartarla de mí. Y la confesión o aclaración palmaria de María de que no se engancharía a él.
No duraron mucho mis cábalas, pues, a la mañana siguiente, desayunando, después de que María me recordase que teníamos que ir al cumpleaños del hijo de uno de sus primos, le planteé mis dudas, empezando por la que más le concernía, la de su posible enganche físico, o algo más, a Carlos, si llegaban a tener sexo.
—No sé, Pablo. Es complicado.
—¿Qué es complicado?
—Creo que esto de no tocar está mejor que volver a lanzarnos a lo otro.
Yo recordé en ese momento a María, con aquel ridículo uniforme, con sus piernas abiertas, con aquella polla negra entrando y saliendo de su coño… y suplicándole a Carlos que la follara. También recordé que lo de no dejarse tocar ya había sido vulnerado; recordé aquellos segundos en los que María había estado chupando, entregada, y con su cara manchada, la punta del pollón de aquel hombre del que quizás aún seguían brotando, y por tanto vertiendo dentro de su boca, las últimas gotas de su orgasmo…
Pero no quise ir por ahí.
—Solo dime si lo de no tocar es por miedo a que… si lo hacéis realmente… te engancharías a él.
María no dijo nada y recogió su taza de café. Y yo insistí:
—Dímelo. Respóndeme. No pasa nada. Ya a estas alturas.
—¿De verdad quieres que te responda a eso? —dijo, sin querer ser hiriente, pero revelándome la cruda realidad.
CAPÍTULO 32
Realizando las tareas más cotidianas, y sufriendo los compromisos sociales más obligados, era cuando me sentía más consciente de que habíamos creado prácticamente dos vidas.
Eso era lo que pensaba, en aquel cumpleaños insustancial, al que habían acudido los amigos de la urbanización de aquel niño que cumplía nueve años. Me explicaron que la primera parte del cumpleaños ya la había celebrado el día anterior con los amigos del colegio, y yo maldecía haber sido niño, pero del siglo veinte.
Veía las parejas, madres y padres, de clase media, pero media muy solvente, y me preguntaba si vivían un absoluto tedio o si habría alguno, o alguna, que estuviera metido también en algún tipo de locura. Y después miré a María, que se desenvolvía mejor que yo en aquel small talk, y que llevaba unos vaqueros claros, de tiro alto, como de los noventa, y una camisa verde algo suelta. En un look de aquellos modernos que confrontaba, rebelde, a la ranciedad de su lunes a viernes.
Las dos vidas que teníamos ya asentadas, pues ya habían pasado casi quince meses desde que había comenzado todo, se entrecruzaban en momentos puntuales. Por ejemplo, aquella tarde, cuando ella se agachaba a hacerle alguna gracia a un niño, y entonces un padre vivía su mayor aventura del trimestre, ojeando por aquel escote que se le regalaba, casual, y rogaba a su suerte alcanzar a ver, aunque solo fuera un milímetro, de su sujetador. Yo sabía que aquella aura de fémina irresistible fabricaba momentos de encierro adolescente en los cuartos de baño de aquellos padres de familia, quizás tras varios “pues no es tan guapa” recientemente dichos por sus propias mujeres.
Aquel era el máximo entrecruzamiento de vidas que yo esperaba aquel domingo, pero Begoña quiso que no fuera así.
Mientras María cogía en el regazo a uno de los niños más pequeños de aquel evento, seguramente el hermano pequeño de algún amigo invitado, mi teléfono vibraba y me encontraba con un mensaje, bastante extenso, de aquella niña pija, que pretendía aclararme cosas como “no pienses que soy una lagarta”, con aquel lenguaje tan peculiar suyo que me hacía bastante gracia. En esencia se disculpaba, para mí sin tener por qué, de habernos besado, dos veces, cuando yo tenía novia. Me decía también que estaba en mi derecho de seguir con María y de sepultar la infidelidad de ella y que entendería que no le escribiera más. Su pulla de la infidelidad me incomodó y sabía que ella había buscado precisamente eso, como una despedida, pero adjuntando siempre su martilleante mensaje.
No quise darle vueltas a si quería o no volver a verla, a si había sentido mucho o no tanto durante aquel segundo beso, pues tenía claro que no podía mantener aquel frente abierto. Concluí entonces, convencido, que el fin de eso era ahí, tanto que ni respondí a aquel mensaje.
Guardé mi teléfono y vi que el niño que colgaba de María, tiraba, quizás instintivamente, de su camisa verde, regalándole a su padre, que le hablaba a ella, nervioso, una visión de más carne de la soñada, y dándole material nítido y contundente para una desahogo solitario para aquella misma noche.
Durante los días siguientes yo esperaba poder disfrutar de los ecos o de la estela de lo vivido aquel sábado en casa de Carlos, pero María ponía cada noche sobre la mesa toda la colección de elementos tácitos que me advertían de que nada sexual pasaría. Lo hiriente y doloroso era que sus indirectas negativas venían muchas veces precedidas de varios mensajes con Carlos; otra vez sin cortarse demasiado porque yo viera su pantalla del teléfono, otra vez queriendo mostrar aquellos claros y maduros compartimentos estanco.
La noche del jueves le pregunté por él y ella me dijo que estaba otra vez de viaje. Y me dijo también que ella volvería a irse al día siguiente a pasar el fin de semana en casa de sus padres. En un principio me extrañó y sospeché, pues me parecía que no hacía mucho que les había visitado, y después eché cuentas y supe que había pasado un mes… No era común, pero tampoco extremadamente inusual, por lo que sospechar o no de que quería escribirse y hablar por teléfono con él, sin mi molesta presencia, quedaba entonces a mi elección.
El sábado por la noche tenía otra cena con amigos, de esas de menú degustación, que tanto les gustaba últimamente, y que a mí tampoco me volvían loco, pero se acabó posponiendo al sábado siguiente por producirse algunas bajas de última hora. Me encontré por tanto solo en casa y opté por llamar a María y una robótica voz asaltó entonces mi oído, anunciándome que ese número de teléfono estaba ocupado.
Sentí mi sospecha justificada y me la imaginé teniendo sexo telefónico con aquel hombre, el cual había estado a nada de follarla justo una semana atrás. Recordé aquel momento en el que ella le suplicaba que la penetrara, él decía que para ello no me quería a mí presente, y ella me miraba enigmática, quizás pidiendo permiso. Posteriormente ella le había rechazado, quién sabe si por sentido común o por orgullo… Pero yo comencé a imaginar qué hubiera pasado si hubiera forzado una caricia sobre una de sus tetas desnudas… O qué hubiera pasado si él hubiera llevado la punta de su miembro a la entrada de su coño... durante aquel impasse de duda.
Ya con mi miembro semi erecto, en el sofá, me imaginaba eso, que Carlos frotaba la punta de su polla sobre el coño deshecho y hambriento de ella… y que con ese roce María ya no era capaz de negarse. Su miembro se deslizaba entonces por el interior de su cuerpo, abriendo con decisión las paredes de su coño, y María cerraba los ojos y se dejaba penetrar, acompañando la masculina y firme penetración de su amante con un gemido de agradecimiento, y alivio, que me mataba, de celos y de morbo. Carlos me miraba entonces, mostrando su enorme polla entrando y saliendo del coño de ella, como diciéndome cómo se debía satisfacer a mi propia novia.
Me masturbaba en la soledad de mi casa imaginando a aquel señor hundirse en ella, follándola lentamente, besándola, susurrándole al oído y a ella llevando sus manos a su culo, sobre su pantalón de traje, como a ella le excitaba, pues su pollón seguía asomando de allí, sin desnudarse por completo. Y después ella le montaba, dándole la espalda, gimiendo entregada, con sus pechos botando exageradamente, frente a mí, pero sin verme, aún vestida con sus zapatos, calcetines, falda y camisa de colegiala. Ridícula. Casi patética. Entregada así de esperpéntica, disfrazada para él, pero volviéndome loco a mí… y yo me masturbaba, frente a ella, hipnotizado por aquella imagen, por verla así… jadeando, con la camisa abierta, agarrando sus pechos para que no rebotasen de aquella forma tan grotesca… y gritando unos “¡Joder!” , “¡Qué bien me follas!” que eran gratitud y reconocimiento para él y castigo para mí… Y así comencé eyacular, allí recostado, imaginando a María corriéndose, sin la necesidad de tocarse, subiendo y bajando de aquella polla potente, varonil y precisa, mientras Carlos se las apañaba para mirarme fijamente, diciéndome con sus ojos cómo se llevaba al orgasmo a una hembra como María.
Mareado, con mi ombligo teñido de blanco, volví a la realidad…
Tras limpiarme en el cuarto de baño y regresar al salón, la volví a llamar, y esta vez sí estaba disponible y sí me cogió el teléfono. Yo buscaba pistas que me indicasen si se estaba reponiendo de un clímax telefónico, pero era imposible saberlo.
Pensé que la conversación no daría mucho de sí, y entonces le comenté sobre mi aburrimiento en fines de semana como en aquel y, para mi sorpresa mayúscula, me espetó:
—Puedes quedar mañana con Begoña, siempre será mejor que pasar el día solo.
—¿Qué? —dije sorprendidísimo.
—Si te cae bien y estás un poco tirado…
—Hombre, no sé…
—Te lo digo en serio. Si te cae bien. No sé por qué no.
No le quise responder sobre cuanto me extrañaba aquella propuesta, que no era del todo nueva, y le dije que tenía otra gente con la que entretenerme. Y entonces la conversación derivó en otros temas, y no duró mucho más, bajo la excusa o el razonamiento de ella de que ya era tarde. Y lo era y no lo era a la vez, por lo que me dejaba otra vez a mi elección si querer sospechar o no.
Tras colgar pensé en Begoña y en cómo llevaría su recién estrenada soltería. Deduje que seguro tenía aspiraciones mayores que mis dos besos, y con chicos de su edad. Pensé también en que no le faltarían candidatos, aunque quizás no como Edu, y recordé aquello del juego que habían tenido durante su corto noviazgo, aquel en el que Begoña simulaba ser María para él. Y reflexioné sobre que era verdad lo que ella había dicho, que mi juego original había derivado en un juego de roles que afectaba ya a varias personas.
Tras llevar un rato pensando en ella… y, quizás por hastío o por la perenne necesidad de no sepultar los terrenos minados, me encontré escribiéndole a aquella niña pija, faltando a aquella especie de pacto conmigo mismo. Le dije que no tenía por qué disculparse, lo cual me parecía cierto, y una Begoña, siempre disponible, me respondía, e iniciábamos una conversación de las nuestras, de todo y de nada, pero entretenida, suave, ligera, que se contraponía con tanto intangible asfixiante que llevaba meses sintiendo.
Pasábamos de la broma a la confesión, y de la confesión a la broma. Los nombres de Carlos, de Edu y de María, salpicaban nuestra pantalla, aunque de forma siempre ligera. Cuando, sin saber muy bien a cuento de qué, yo le decía que María me había planteado varias veces que quedara con ella.
—¿Que María te ha dicho de quedar conmigo varias veces? Anonadada me hallo —escribió con su vis cómica.
—Sí —respondí, y recibí entonces un emoticono de una cabeza pensando.
—Mmm… Parece claro.
—¿El qué? —pregunté.
—Me lo vas a negar. Me dirás que estoy siempre con lo mismo. Pero yo lo veo claro —escribió, haciéndose la interesante.
—No. Dime. Ya veré yo después la validez que le doy a tu reflexión...
—¿Te mando un audio, ok? Pero no van a ser gemidos.
—Vale, vale —escribí y sonreí.
Me quedé unos segundos mirando la pantalla, hasta que me llegó su nota de voz. Pulsé entonces play y escuché aquella voz, algo pija, pero ciertamente muy bonita:
“Pues me parece… claramente… muy claramente... ¿vale?, que le gusta bastante el viejo ese, que también te digo que algo pegan, pero ese es otro tema. Y que pretende que tú y yo empecemos algo, aunque solo sea una chispita tonta, para poder así dejarte por él con la conciencia más tranquila, y ahorrándose así grandes cantidades de drama”.