Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 29 y 30)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 29

—Está bien. Yo sola —dijo María, y él reinició su paja al tiempo que ella se llevaba las manos a sus pechos, sobre su sujetador.

Carlos la miraba, queriendo mantenerse noble, pero su mirada distaba ya mucho de ser limpia. Quería mantener un estilo, una pose distinguida, en su masturbación, pero en eso no podía competir con María, la cual bajaba su sujetador, con destreza, haciendo algo de fuerza, exigiéndole a las copas de aquel encaje blanco hasta volcar sus pechos sobre dicho sujetador, haciéndolo prácticamente desaparecer. Sus pechos, allí expuestos, grandes, con sus areolas extensas, le hicieron murmurar algo ininteligible a un Carlos que aceleró su paja y entendí entonces el plan de María.

Su plan consistía en mostrar una feminidad y un poder que lo arrollara por completo. Su plan era verle masturbarse hasta el clímax, y verle eyacular sobre el suelo de su propia casa, de su propia terraza. Como si ella hubiera descartado satisfacer su cuerpo, pero al menos le quedase su juego de satisfacer su ego, y no su ego en sí, como persona, sino como mujer, una especie de ego sexual, que la reconfortaba y la satisfacía casi tanto como la satisfacción física de un sexo sublime con un amante a su altura.

María bajó entonces una de sus manos y la coló bajo su tanga. Carlos la miraba embobado, y yo, ya empalmadísimo, me abrí los pantalones, infartado, tenso, excitado, y sabedor de que nadie repararía en mí.

Yo tampoco obtendría mi premio máximo, que era el juego original, pero ver a María mostrando aquel erotismo, aquel poder, delante de aquel farsante, me excitaba muchísimo y además hacía que la reverenciase, de nuevo no solo como ella en sí, sino como ella sexual.

Ella se masturbaba, cerraba un poco los ojos y se acariciaba un pecho con la otra mano. Una mano en su coño. La otra en su teta. Haciendo que su sexo se fundiese y haciendo que aquel pezón se erizase…

—¿No me vas a dar lo que le diste a aquel chico de Madrid? —preguntó él, en un jadeo tembloroso, dando un paso hacia ella, y alternando masturbaciones más rápidas con otras más lentas.

—¿El qué? —preguntó ella, en otro jadeo, pero me parecía que ella estaba más entera que él.

—Aquello de escupirte en las tetas…

—¿Eso te pone?

—Me pone todo lo que hagas… —respiró agitadamente, y ella, mirándole, dejó brotar un hilillo de saliva de su boca, que cayó sobre la teta que acariciaba y fue discurriendo hacia aquel pezón punzante… y con su dedo pulgar extendió aquella espuma transparente por su areola, mientras Carlos parecía que iba a explotar en cualquier momento.

Los dedos de María frotaban bajo su tanga con destreza y ella seguía aferrada a su teta, que ya brillaba, y flexionaba un poco las piernas… y parecía incluso que se podría correr antes que él. Yo me masturbaba, sin apenas tocarme, con dos dedos, pues no quería ser el primero en sucumbir.

Carlos dio entonces otro paso, cosa que sulfuró a María, que esbozó un rapidísimo “no te acerques, no me toques”, y pude ver como estaban ya cerca, al alcance de poder tocarse.

—Tranquila… — sonrió— No te toco… Cuéntame… cómo te follaron aquellos universitarios. Que el otro día te quedaste a medias…

—Échate para atrás. Hoy no me manches —replicó ella, quizás errando, demasiado entregada a su sexo, demasiado cerca de estallar.

Carlos obedeció y María dijo:

—¿Qué quieres saber? —le miraba, con ojos llorosos.

—¿Cómo te follaron?

—Me follaron muy bien…

—¿Por turnos? ¿A la vez? —jadeaba él… pajeándose ahora rápidamente.

—Por turnos… Y a la vez…

—Qué afortunados, ¿no? —sonrió en una mueca desagradable— ¿Pudiste con los dos?

—Sí… ¿Acaso lo dudas? —gemía ella, sintiendo su teta hincharse bajo su mano y moviendo eléctricamente la mano que la pajeaba. Y Carlos no perdía detalle de aquel tanga blanco, estirado, que tapaba aquel coño que tenía que tener ya sus labios totalmente separados.

—¿Y a la vez cómo es? —preguntó él.

—Imagínatelo… Y échate para atrás —exclamó ella, en un jadeo, cerrando sus ojos de golpe, y yo sentía que se corría ya.

—No… cuéntamelo tú…

—¡Ahhh…! —gimió ella, poniéndome los pelos de punta, y abriendo un poco su boca, y cerrándola, temblándole la cara. De golpe se deshacía, allí, aferrada a su teta y pajeándose entregada, con su chaleco abierto, con su sujetador bajado y con su pantalón casi en los muslos… con aquellos dedos que la traicionaban y la llevaban al clímax antes de tiempo.

—A la vez es con una polla bien metida en el coño… mientras su amigo te la metía en la boca… Deduzco… —susurró él.

—¡Mmmm…! ¡Sí…! —gimoteó, abriendo un poco los ojos… —¡Vamos… córrete…! —jadeó entonces María, rogándole a él que explotara ya, para poder venirse ella, la cual parecía ya solo poder aspirar a un empate… a correrse los dos a la vez.

Pero Carlos, de golpe, muy entero, y deteniendo su paja, le dijo:

—Vámonos dentro, mejor. Mírate, tienes la piel de gallina. Hace frío.

Aquella frase cayó hiriente y dramática sobre ella, matándola. Y María contenía su orgasmo, burlada, y yo me fijaba en sus brazos desnudos, con su piel erizada, si bien también sus pezones lucían tiesos y punzantes, así como el resto de su cuerpo se exponía alterado.

Ella detenía su mano, contenía su orgasmo, y salvaba la vergüenza máxima de correrse allí sola, con su chaleco abierto, con sus tetas enormes cubriendo su caro sujetador y con su pantalón refinado bajado hasta los muslos. Pero no salvaba el bochorno de aquel corte, de ver a Carlos yendo a por su copa, con su pollón asomando, sin prisa, dejándola semi desnuda, jadeante, ardiendo, con sus tetas hinchadas y con su coño desesperado.

Carlos bebía, fingiendo normalidad, y esperaba a que su erección bajara para poder guardar su miembro con mayor facilidad.

Miré a María y ella ya se subía el sujetador, herida en su orgullo, y se cerraba el chaleco. Yo metía mi mi miembro sin problemas en mis pantalones y entonces dijo María:

—Mejor nos vamos ya.

CAPÍTULO 30

Carlos se giró, y miró hacia ella, dando otro trago. Si estaba preocupado porque nuestra retirada fuera cierta lo disimulaba bien.

Posó su copa y consiguió entonces cerrar su pantalón y recomponerse hasta el punto de parecer que allí no había pasado nada, y María también acababa de adecentarse, aunque a ella no se la veía crecida como a él, sino con el orgullo herido.

Yo esperaba una insistencia de él o la frase confirmatoria de María, pero lo que escuché fue que alguien entraba en la casa.

Carlos nos abandonó de inmediato, con enorme celeridad, tan sorprendido o más que nosotros; y se iba de aquella terraza con la intención de descubrir quién era el sorpresivo visitante, y en seguida se le escuchó decir, ya a lo lejos, con suma templanza:

—Estoy con gente, Sandra.

María y yo le escuchábamos iniciar una conversación con una voz femenina, joven, y también con un chico.

Mi novia, aún acalorada, fingía que su orgullo estaba intacto, pero yo había visto perfectamente lo que acababa de suceder, y ella, más que bochorno porque yo la hubiera visto, lo sentía por ella misma. Me parecía hasta que negaba con la cabeza, como con sed de venganza.

—Venga, vámonos ya —dijo entonces María, pasando por delante de mí, al tiempo que se volvía escuchar la puerta de la casa.

Llegamos al espacioso salón, y un Carlos, ya solo, se giraba hacia nosotros.

—¿Era tu hija? —preguntó María.

—Sí.

—¿La de diecinueve? ¿La de la universidad?

—Sí.

—¿La del uniforme? —inquirió más, María. Decidida.

Carlos la miró fijamente, achinando los ojos, como si dudara de hasta dónde estaba dispuesta ella a llegar.

—Sabes que a éste… le pone su hija —dijo María, dirigiéndose a mí.

—No digas barbaridades —protestó Carlos, muy serio.

—Bueno, pues el otro día…

—El otro día —interrumpió Carlos— te dije que me excitaría verte con su uniforme del colegio. El que usaba hasta el año pasado. Eso no tiene nada que ver con lo que acabas de decir.

Carlos se explicaba y yo entendía entonces algo más de la captura de pantalla que me había enviado Edu.

—¿Ah, sí? ¿Te pondría verme con su uniforme? —preguntó mi novia, en un tono ciertamente impertinente.

—Eso ya te lo he dicho.

—¿Cuéntame… cómo es eso? —dijo María, soberbia, creyendo estar retomando el control.

—No hay mucho que contar. Me parece bastante simple —dijo Carlos, en un asfixiante reto, allí de pie, los tres, en el amplio espacio que había entre una enorme pantalla plana y unos sofás.

—¿Está aquí? ¿Lo tiene aquí? —preguntó ella.

—¿El uniforme? Sí, claro. En su habitación. En su armario.

Se hizo entonces un silencio que asfixiaba incluso más que cuando discutían.

—¿En cuanto tiempo te corres si me lo pongo?

—¿Es un reto para ti? ¿Que me corra cuanto antes? —preguntó él, exageradamente acertado, tanto que me pregunté si habría escuchado lo que María me había susurrado en la terraza.

María no dijo nada. Seguramente esperaba que le implorase que se vistiera como a él le excitaba.

—Me corro en un minuto… si te tocas… con eso puesto —acabó confesando Carlos. Bastante tenso. Dándole el gusto.

—Bueno, no te avergüences. Todos tenemos nuestras debilidades.

—¿Y cual es la tuya?

—La mía… —dudó— pues… eso de una buena polla saliendo de un pantalón de traje no está mal.

—¿Quieres que te reciba así cuando vuelvas de ponértelo?

—Ah, ¿ya me estás mandando ir?

De nuevo aquel silencio infartante. La tensión sexual se podía palpar tanto como la arrogancia de ambos. Y yo me preguntaba cuál era mi función en todo aquello.

—Por ahora voy al baño —dijo ella y, sin permitir, que le guiara, continuó:

—Sé donde está todo, gracias.

María me dejaba a solas con él. Y yo me preguntaba si ella sería capaz de hacer aquello tan sumamente estrambótico con tal de llevarse aquella partida de egos. Pero lo cierto era que, una vez había renunciado al máximo placer físico, aquellas victorias… ególatra sexuales… por decirlo de alguna manera, eran lo que le quedaba, lo que la satisfacían.

Carlos no me hablaba y yo me senté en uno de los sofás. Pasaban los minutos. Y después él posó su teléfono cerca del televisor.

Yo me sentía incómodo, pero no intimidado como aquellas veces en las que me había quedado a solas con Edu.

Aquel razonamiento me llevó de nuevo al amante original. Y a lo que yo sabía de Carlos, de su fraude. Y, quizás para dejar de sentirme como un paria absoluto, quise mostrar que yo manejaba información, y por ende, poder.

—Sé que vienes en mayor o menor medida enviado por Edu. Que él te dijo lo que hacíamos —dije en voz baja, asegurándome de que María no pudiera oírme.

Carlos se giró. Por fin captaba su atención. Me sentí extrañamente bien.

—¿Ah, sí? ¿Lo sabes?

—Sí.

—Y deduzco que obviamente ella no.

—No, ella no lo sabe.

—Entonces también deduzco que si no se lo has dicho es porque quieres… que nos dejemos de historias… Vamos, que quieres pasar de su idiotez esa de no tocar… y… que me la folle… mientras miras.

Iba a decirle que yo no quería nada más que lo que María quisiera, pero apenas pude pronunciar una sílaba y él me interrumpió:

—Pues si estamos en el mismo bando, vamos a ver si conseguimos que ocurra —dijo y se empezaron a escuchar unos pasos que se acercaban.

Yo maldije en mi interior que aquella conversación quedara medias, y hasta llegué a arrepentirme de haberle dicho nada, y entonces, cuando los pasos se hicieron más sonoros, alcé la vista, y él se giró y María apareció: vestida con una camisa blanca de manga larga, unos calcetines azul marino subidos hasta casi las rodillas, una falda tableada y una corbata, ambas del mismo color que los calcetines, y unos mocasines negros.

—Esto es ridículo. Ya puedes acabar pronto —protestó ella, y yo vi que la ropa se le ajustaba bastante bien. Pero no parecía una colegiala, sino una mujer plena, caracterizada para satisfacer un sospechoso fetichismo.

—De verdad… tienes que estar muy enfermo… para que te ponga esto —se recreaba María en su reprobación y yo podía ver que, no solo habían quedado en el dormitorio de la hija de Carlos sus sandalias, su chaleco y su pantalón, sino también su sujetador.

Carlos le hizo un gesto, formal, distendido, como para que se dirigiera al sofá, y ella, tentada de seguir con su crítica, se acercaba a mí, y yo me preguntaba si no estaba jugando demasiado fuerte, pues su estampa era ciertamente estrafalaria.

—Perdona, no te he recibido como habíamos hablado —dijo, reapareciendo el Carlos falsamente cortés, y se llevó sus manos, de nuevo, a la cremallera de su pantalón. Para mostrar, con falsa modestia, y con diligencia, otra vez, aquel miembro denso, contundente, que cambiaba todo tan pronto salía a la luz.

María miró aquel miembro oscuro y disimuló una impresión que yo percibía que ella sentía cada vez que era obsequiada con aquella parte de él; honrada por aquella abrupta masculinidad que él presentaba.

Y lo que vino después fue la continuación de su guerra de egos, pero ya no de palabra, sino de acción: María se recostó un poco, a lo largo del sofá, dejando una pierna en el suelo y posando el otro pie, con aquel zapato que no era suyo, sobre el propio sofá. Carlos se acercó entonces, y, en apenas diez o quince segundos, su polla ya apuntaba al techo y su glande ya se mostraba totalmente descubierto. Apenas dos ágiles sacudidas y la punta ya se veía húmeda… Mientras, ella le miraba, seria, deseando que su corrida fuera inmediata, para que quedara claro que la sensualidad pura que ella encarnaba llevaba todas las de ganar una vez nos metíamos en juegos de semejante altura.

Yo, sentado, veía a María recostada, cerca de mí, pero su cara estaba girada hacia un Carlos que se masturbaba lentamente, con su capricho cumplido de ver a mi novia así expuesta, con aquel ridículo uniforme, y con el premio extra de unos pezones, que marcaban la camisa blanca, traicionándola a ella y matándole a él.

María quería su victoria, en aquel minuto que se iba alargando, cuando un “tócate…” tembloroso, salió de la boca de Carlos, y ella no sonrió por fuera, manteniendo su rictus tan morboso como serio, con sus ojos entrecerrados, pero sí sonrió por dentro, y comenzó a recoger su falda, mostrando unos muslos que no acababan nunca, y, cuando esperábamos su tanga blanco, nos dimos de bruces con la realidad de que esa ropa interior también había sido descartada.

Conteníamos la respiración cuando fuimos deleitados, poco a poco, centímetro a centímetro, por la visión brutal de un coño majestuoso, con su vello perfectamente recortado… un coño delicado, pero a la vez feroz, precioso, con unos labios que brotaban solapando su vellosidad oscura, cuando un “Joder…” salió jadeado de la boca de Carlos, el cual parecía que estaba a una sorpresa más de deshacerse sobre el suelo de su salón, haciendo ganadora a María.

Mi novia, con su falda recogida, y con aquellos pezones marcando aún más su camisa prestada, bajó una de sus manos, y deslizó sus dedos largos por entre aquellos labios tiernos. Con calma. Mostrando más morbo y más poder del que yo le había visto nunca exhibir. Y la paja de Carlos se aceleraba y él jadeaba, cerca de nosotros, allí de pie, sin importarle lo extravagante de su respiración agitada. María seguía martirizándole, premiándole con aquellos dedos que jugaban con sus labios y que, a veces, fugazmente, pulsaban el botón de su clítoris, lo cual constituía el premio para ella.

—¿Te corres? ¿Eh? —gimoteó María, confiada, al tiempo que su dedo corazón se daba el lujo de dejar de acariciar… para entrar... hasta la mitad, en su coño, y después lo retiraba, y Carlos y yo pudimos ver aquella oquedad que dejaba... aquel agujero que llamaba a ser cubierto… y después separaba los labios de su coño con dos dedos, con exasperante lentitud, como si fueran dos enormes y pesadas compuertas.

Carlos jadeaba. Abría su boca. Ya sin su gesto imperturbable. Quizás María podría ganar, después de todo, y a pesar de su ridículo disfraz. Y yo, allí sentado, me giraba hacia ella y me abría el pantalón, hasta sacar por completo mi miembro, totalmente erecto, e irrisorio en comparación con el de aquel señor, que, vestido completamente de azul, y a pesar de su mirada sucia y su paja obstinada, mantenía cierto poso de elegancia… Mantenía aún cierto garbo gestual, y pensé que quizás aquello era lo que más le atraía a María de él; mantenía su estilo elegante a pesar de estar masturbándose compulsivamente, casi encima de ella, casi encima de aquella mujer que llevaba puesto el uniforme de su hija.

María llevó entonces una mano a uno de sus pechos, sobre aquella camisa que ya no podía evitar que se transparentasen un poco sus areolas. Ella disfrutaba de aquella voluptuosidad hinchada, sobándose por encima de la tela blanca, a la vez que volvía a introducirse un dedo, hasta la mitad, y después se premiaba otra vez con el clítoris… y yo no podía más…

—¡Córrete… vamos…! —le volvió a insistir ella, que, obnubilada, no dejaba de mirar a aquella polla que ya goteaba pre seminal en un hilo que se balanceaba junto y al compás de su mano. Siempre sin perder detalle de la mirada afilada y morbosa de aquel hombre que veneraba su cuerpo a la vez que seguro la juzgaba, y que llevaba semanas haciéndolo.

Entonces María metió dos dedos en su coño y los retiró, obsequiándonos otra vez con aquella cavidad hipnótica… Y yo no pude más y me acerqué a ella, volcándome, lentamente, sabiendo que ella me pararía, pues mi improvisación no formaba parte de su plan.

—Eso es… fóllatela… —jadeó Carlos, echando su cabeza hacia atrás, masturbándose con más vehemencia. Y María le miraba… y apartó sus manos… y permitió que mi cuerpo fuera aterrizando sobre ella, cubriéndola… y, sin apartar la vista de él, buscó con sus manos mi miembro, y las noté frías en mi polla que ardía… y separaba sus piernas para acogerme, siempre sin dejar de mirarle, y apuntó, y me permitía enterrarme… y comencé a sentir un placer inmenso y un calor inhumano al tiempo que me iba deslizando por su interior… y yo bufaba, casi babeaba su cuello, mientras la penetraba y ella llevaba sus manos a mi culo desnudo, con calma, protectora, y no emitía sonido alguno a pesar de que se la metía hasta el fondo, y su silencio chocaba con mis bramidos groseros que comencé a resoplar junto a su oreja.

Yo, allí, sobre aquel sofá, con mis pantalones bajados hasta las rodillas, me follaba a María y ella acariciaba mi culo, y sabía que le miraba a él, que miraba su paja y su gesto alienado, y su silencio era su victoria parcial, que no sería total hasta que Carlos claudicara y se derramara allí mismo.

No quise buscar su boca, pues sería injusto, y seguí con mis metidas sentidas en aquel coño tan extenso que mi polla flotaba en su humedad caliente. Uno, dos, tres minutos, follándola y ella acabó por rodearme con sus piernas y marcarme el ritmo de las metidas con ellas. Y entonces, así, sí ronroneaba un poco con cada metida, unos ronroneos guturales, animales, unos “¡Humm!” “¡Humm!” con cada embestida, que me mataban del morbo y que le tenían que estar matando a él, que recibía además su mirada, pero aguantaba, no se corría. Y más “¡Hummm!” “¡Hummm!”, secos, ásperos, duros… y yo sentía que me corría, cuando escuché:

—Vamos. Dale la vuelta.

La voz de Carlos era ahora más seria. Más entera. Y aquello tenía que frustrarla.

Me retiré un poco. Vi a María acalorada. Con sus pezones ya rasgando la camisa. Con la corbata hacia un lado… Saqué mi miembro… lo saqué completamente blancuzco de su interior, como no lo había sacado nunca… Y María se incorporó un poco y, mirándole… comenzó a desabrocharse los botones de la camisa, empezando por abajo, hasta llegar hasta el último, que fijaba la corbata y que no desabrochó, mostrándole a Carlos sus tetas desnudas e imponentes, y dejando respirar aquellos pezones y areolas y aquellos pechos sudados…

Aquel hombre la veía allí, en su sofá, con su coño hinchado y con sus tetas excelsas… y no detenía su paja y María accedía a darse la vuelta, colocándose a cuatro patas, ofreciéndome sus nalgas desnudas y su coño abierto. Y un “fóllatela así… Vamos… fóllatela así y me corro” fue gemido por Carlos.

Coloqué entonces mi exiguo miembro frente a aquel sublime sexo de María, que parecía salírsele ya del cuerpo… y, solo con apoyarme, mi polla entró sola. De una vez. Hasta el fondo. Y María miraba al frente. Sin mirarle, por primera vez. Y comencé a follarla, otra vez, en una follada lenta y sentida, y acariciaba su culo con las yemas de mis dedos y me enterraba en ella, sintiendo un placer inmenso. Y yo jadeaba y ella no, y entonces Carlos se puso a su lado, y ella giró su cara, y le dijo:

—No me toques…

—No te toco —dijo Carlos, aguantando la mirada inquieta que ella le clavaba. Y entonces él recogió un poco la camisa blanca de aquel uniforme, con cuidado, sin tocar piel, para poder ver aquellas tetas balanceándose adelante y atrás, como consecuencia de mi follada... Carlos levantaba aquella tela blanca, como si fuera el mantel de una mesa y quisiera mirar debajo. Y María aguantaba aquel intrusismo y exponía sus tetas enormes, colgantes, que casi chocaban una con la otra cuando yo aceleraba, y él mantenía aquel mantel en alto con una mano, mientras masajeaba su polla enrojecida con la otra.

María estaba desesperada porque él se corriera. Hacía ya tiempo que sus planes se estaban truncando… y aquello no hizo sino empeorar cuando él, en aquella pose chulesca, mirando sus pechos, le dijo:

—¿No gimes?

María no respondía y él insistió:

—¿Por eso ibais por ahí buscando pollas? A ver si no era para hacerle un favor y que él mirase, sino para que te follaran en condiciones. ¿No?

Yo seguía metiéndosela y el ruido de mi pelvis ya hacía ruido contra su culo, y su coño encharcado no le daba apenas placer, no le daba nada con lo que gemir, y ella seguía mirándole, permitiendo que aquel mantel siguiera levantado, y él insistió, hiriente:

—¿A cuantos te follaste estos meses, eh? ¿Cuantas pollas te metiste con la excusa de que a él le pone mirar? —preguntaba, afirmando… hasta que soltó su camisa y pasó por delante de ella, y ella bajó la cabeza, y permitía que la siguiera follando yo, cuando aquello ya no tenía demasiado sentido. Y yo, ya, aunque quisiera, sentía que no podía correrme, pues el coño de María me sobrepasaba tanto que no sentía absolutamente nada de roce con el que buscar mi clímax.

María claudicaba, bajaba la cabeza, y yo buscaba mi orgasmo en un último intento, feroz, agresivo, que disparaba los decibelios pues nuestros cuerpos chocaban con más vehemencia, pero que no arrancaba de ella ni un jadeo… Y me entregaba… perdiendo de vista a Carlos… y lo intentaba… y sudaba… con mi camisa pegada al cuerpo… y entonces dijo él:

—Toma. Ponte esto. Por lo menos así harás que se corra.

Descendí la velocidad, sin entender nada, hasta detenerme del todo. Vi entonces que él había dejado a mi lado un arnés, como el que le habíamos descrito que usábamos, pero en este caso era todo negro, las cintas y su extremidad enorme, brutal y realista, y vi también que aún tenía un plástico por encima.

María giró la cara. Yo me salí de ella. Miré aquel arnés. La volví a mirar a ella. Y María se dio la vuelta, quedando tumbada boca arriba… Sabiendo que ya había perdido… pero su rostro acalorado me obligaba a mí a ponerme aquello… me obligaba a que ella sacara de allí al menos un orgasmo.

Me bajé del sofá y Carlos soltó su polla que cayó grande y cansada. Y comenzó a desabrocharse la camisa azul al tiempo que yo me desnudaba por completo. Él miraba a María, retándola, mientras se abría la camisa azul, y ella le aguantaba la mirada, y se cerraba un poco la camisa blanca, ocultando sus pechos, pero mantenía su falda en la cintura, por lo que su coño rosado y salido hacia fuera seguía a la vista de todos.

Me ajustaba aquello con algo de dificultad, e introducía mi miembro en el agujero, mientras Carlos colocaba su camisa en un sillón cercano y volvía a nosotros.

—Vamos, métesela ya… que la pobre está ahí que se funde… —dijo Carlos, saboreando su victoria, y yo ya me volcaba sobre ella, y ella ya solo quería explotar cuanto antes y marcharse de allí.

Dirigí aquel contundente aparato negro a aquella entrada hambrienta y ella susurró un “ten cuidado” que hizo sonreír a Carlos.

María me ayudó entonces a dirigirla, apartó sus labios con sus dedos y comencé a dejarme caer sobre ella, cubriéndola de nuevo, pero esta vez yo no sentía nada, encerrado en aquel cilindro, y ella emitió un gemido áspero, rudo, larguísimo… un “¡Ooohhhhh…!” tremendo que hizo de nuevo sonreír a Carlos, que dijo: “Esta sí la sientes… eh”.

—Apártate un poco —me dijo María entonces, queriendo obviarle, y pretendiendo que le diera espacio para que pudiera tocar su clítoris mientras la follaba.

Me retiré para que ella bajara la mano y, en misionero, y con aquello enorme y oscuro, comencé a follarla, mientras Carlos volvía a colocarse, de pie, a su lado, pero ella ya no le miraba a él, ni a mí, sino que cerraba los ojos y se acariciaba una teta con una mano mientras frotaba su clítoris con la otra y emitía unos “¡Aahhh…!” “¡Aahhh…!“ “¡Uhmmm!” y yo me afanaba en darle placer, en follarla cada vez más rápido, y hundía aquel pollón enorme de goma en su coño, y ella acogía aquella monstruosidad, no solo con solvencia, sino con agradecimiento.

La follada se hacía dura, férrea, intensa. Yo miraba la cara sonrojada de María, su pelo pegado a la cara, sus senos sudados, su uniforme arrugado, su dedo frenético frotando su clítoris… y alucinaba cómo comenzaba a abrir su boca y unos “¡¡Aaahhhh!!”, “¡¡Diooos!!”, “¡¡Dame…!!”, ¡¡Damee…!!” desesperados salían de su boca, y entonces miré a Carlos, y todo había cambiado, estaba completamente fuera de sí… su cara desencajada, su paja brutal… Se corría… por fin se corría… su polla estaba enorme, durísima, con las venas marcadas… y miraba a María… que se deshacía… y Carlos esbozó un “¡Joder… fóllatela… fóllatela así…!”

… y María abrió los ojos… y se corría y él se acercó a ella, su polla cerca de su cara… la cara de ella girada hacia su polla... y una gota brotó de la punta de su miembro... y ella seguía tocándose… y apretando su teta, y dudó en protestar, pero era tarde, y Carlos echó la cabeza hacia atrás y se inclinó más sobre ella, y María cerró los ojos y dejó sus labios entre abiertos y un latigazo blanco salió entonces, potentísimo, de la polla de Carlos, cruzando la cara, de un lado a otro, de mi novia, y después otro latigazo que dibujaba un trazo blanco paralelo, al lado del primero, y hasta alcanzaba el respaldo del sofá, y otro que caía sobre su cuello y una gota espesísima cayó sobre sus labios, que ella cerró. Y yo me la follaba, me la seguía follando… y miraba aquella cara que se iba embadurnando de aquel líquido espeso, del esperma denso de Carlos, que vertía sobre ella todo lo que podía, pero ella solo cerraba los ojos y buscaba su orgasmo… y emitía gemidos ahogados pues no podía abrir la boca ya que sus labios estaban impregnados de aquel semen compacto… y él, entonces, posó su polla, en su cara, rompiendo todas las reglas posibles… y ella abrió la boca… y siguió frotando su clítoris… y acogió aquel pollón, toda la punta, empapadísma y dura, en su boca, y comenzaba a gritar allí, en su polla, su orgasmo… unos “¡¡Hmmmm!!”, “¡¡Hmmmmm!!”, chillados, ahogados, desvergonzados y casi ridículos, y él apartó la mano de ella, la mano que masajeaba su clítoris, matándola, dominándola, deteniendo su corrida… y ella siguió chupando su polla unos segundos más, hasta que un súbito destello de orgullo se apiadó de ella y le hizo retirar su cara… y liberar su boca.

Me detuve. Impactado. María tenía la cara manchada de su semen. Carlos se retiraba. Yo no entendía nada. Y entonces él me dijo:

—Apártate. Y sácate eso.

María se limpiaba un poco la cara con los puños de la camisa blanca del uniforme. Hecha un guiñapo. Incrustada en el sofá. Con su cara ultrajada. Y sin su orgasmo.

Yo, mientras la miraba, obedecía y me sacaba aquella goma oscura y mojada por ella, y entonces Carlos me apartó, se hizo con el arnés y se sentó junto a ella.

Yo quería que María protestase, que se rebelara, y seguro ella también, pero ya no era capaz.

Carlos se inclinó sobre ella y, con aquella polla negra de plástico en su mano, le dijo:

—Abre bien las piernas.

María obedeció y él comenzó a introducir aquello en su coño… María separaba sus labios…y cerró los ojos.

—¡Mírame…! Mira lo que te meto —dijo él, allí, volcado sobre ella, pero sin tocarla. Y ella claudicó, y le miró. Miraba su ojos intimidantes, y miraba más abajo, observando cómo le metía aquella polla negra… mientras su verdadera polla no se había llegado a recoger demasiado tras su orgasmo, sino que lucía casi tan grande como la que le introducía.

—Está empapado el instrumento este… —sonreía él y ella bajaba otra vez su mano a su clítoris… para correrse de una vez. Y él lo consentía.

De nuevo su mano en su teta y su otra mano frotando en la parte superior de su sexo… Y él implacable… le introducía aquella polla a un ritmo constante, ni demasiado lento ni demasiado rápido. Y así estuvo, durante un tiempo inexacto… y yo alucinaba con cómo su polla volvía a crecer… retomando una dimensión y una dureza casi máximas.

María no aguantó más. Se quiso abandonar. Cerró los ojos, con la cara aún manchada por él y comenzó a gemir… rendida, entregada… y sus “¡¡Ahhmmmm!!”, “¡¡Ahhmmnm!!“ sonaban extravagantes, casi esperpénticos, sobre todo porque los acompañaba con unos movimientos exagerados de su cadera, buscando meterse aquello más hasta el fondo. Hasta que un “¡¡Diooos…!!”, “¡¡Oohhh!!”, “¡¡Joo-deer!!”, ¡¡No puedo…!!” salió de su boca, sorprendiéndome, indicándonos que era incapaz de correrse así… Y entonces él se inclinó más sobre ella, posando su mano libre al lado de su cuerpo, y ella abrió los ojos y miró abajo, y vio aquella polla inerte y fría, insuficiente… que la taladraba y la polla espléndida y caliente de él, prácticamente al lado de la falsa; Aquel pollón tan húmedo como su coño… aquella carne real, con su olor, con su temperatura, la polla de aquel hombre… dispuesta, disponible… para ella… constituyendo lo único que podía calmarla... Y, tragándose lo último que le quedaba de orgullo, le jadeó:

—¡¡Joder…!! ¡¡Métemela…!! Fó… fóllame tú…

—¿Sí? ¿Es lo que quieres?

—¡¡Sííí…!! ¡¡Jo.. deeer…!! ¡¡Fóllame tú…!! ¡¡Diosss…!!

—No sé…

—Vamos… ¡Fóllame…! ¡Fóllame ya…! ¡¡Métemela!!— le rogaba ella, ya abandonado su clítoris y aferrada, cada mano a una de sus tetas… Ansiosa, deseosa de que sustituyera la polla inerte y fría por la caliente, por la suya...

Le lloraban los ojos. Sus piernas flexionadas le temblaban. Con aquellos calcetines y mocasines de colegiala. Mínima. Ridícula. Con su camisa completamente abierta menos donde el nudo de la corbata... No quedaba nada de la elegante mujer poderosa que había entrado en aquella casa un par de horas atrás. Mantenía semen en la comisura de sus labios y no se lo limpiaba. Y miraba hacia abajo. Miraba como la polla de goma seguía entrando y saliendo de su cuerpo, insuficiente y le volvía a rogar que la follara:

—¡Fóllame…! ¡Dios…! ¡Fóllame ya…! —le imploraba, con la boca entreabierta y serpenteando con su cadera. Y Carlos dijo entonces:

—Te follo… si se va él… No te quiero follar con él mirando…

María le miró, incrédula, y él sacó aquel aparato del interior de María, dejando al descubierto un agujero enorme, y que esta vez no se cerraba; se veían los labios de su sexo, machacados, completamente deshechos… y María me miró… enigmática… quizás pidiendo clemencia…

Pero yo temía, y tenía la sensación de que ella también tenía que temer, que si se dejaba follar, sin ser por nuestros juegos… si se dejaba follar otra vez por puro placer, y además por aquel hombre que verdaderamente le atraía, sería el fin, decisivo. El fin absoluto de todo.