Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 27 y 28)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 27

Toda la fuerza que había mostrado, o fingido, aquel viernes por la noche, desapareció por completo a la mañana siguiente.

María ya se había levantado y yo la oía trastear en la cocina desde nuestra cama. Entraba bastante luz por las ranuras de la persiana, como si la primavera mostrase unas ganas tremendas de convertirse en verano cuanto antes.

Comencé a sentir, sin previo aviso, de sopetón, un sentimiento de culpa avasallador. Mi cabeza solo veía un culpable, y un traidor: yo.

María no me había mentido. No había hecho nada malo. Solo seguía buscando la salvación de nuestra relación mediante aquella especie de juego intermedio. Yo, sin embargo, me había besado dos veces con Begoña, le había omitido que Carlos era un enviado de Edu y le había omitido que Edu había contactado conmigo.

Miré mi teléfono con una incertidumbre clara, y vi que Begoña no me había escrito. Me alegré. Aquello quedaba allí. Tenía que quedar allí.

Fui a la cocina. María había abierto varias ventanas y se había formado una corriente fresca y luminosa que daba ganas de vivir, de priorizar, de valorar, de no complicarse la vida. Ella hacía unas tostadas, con unos shorts vaqueros y una camiseta roja de tirantes, de chico, aunque era suya, que dejaba a la vista un perfil generosísimo, por el que se le veían respirar sus pechos libres, agradecidos por el albedrío y la confianza del hogar.

Me dio los buenos días, en un tono que mostraba una bandera blanca inequívoca. Y me sentí aún peor.

La abracé por detrás, y un “qué te pasa, melón”, salió gracioso y dulce de su boca, y yo besé su cabeza e inhalé de su pelo. Pensé en confesar todo lo de Begoña, pero sabía que aquello supondría una ruptura automática. Y después pensé que no debía sentirme tan mal, pues no había sentido nada al besarla, pero sabía que no era del todo cierto.

Comimos en casa y, a medida que avanzaba la tarde, el elefante en la habitación, es decir, la noche, se extendía como una enorme sombra sobre nuestros silencios.

A media tarde me llamó uno de mis jefes, proponiéndome ir con él a ver a su hijo de doce años jugar un partido de fútbol sala. Lo cierto era que no me cogía del todo de sorpresa, pues alguna vez habíamos hablado de ello. Si bien, justo aquel día, con la noche que podría darse… era lo que menos me apetecía.

Se lo hice saber a María y ella lo tuvo claro:

—¿Pero éste no tiene mano en tu posible cambio de puesto?

—Sí, algo podría hacer, sí.

—Pues está claro, ¿no? Ve, y no seas tonto, sácale el tema. La gente pide sin parar y sin vergüenza, que no te dé corte.

Era cierto que el asunto de mi ascenso llevaba un tiempo parado. Además pensaba volver a casa para cenar, a tiempo de decidir, con María, si iríamos los dos o si solo iría ella a la cita con Carlos. Lo que estaba totalmente descartado era lo de Begoña. Quise creer que lo de la noche anterior habían sido celos o ganas de discutir, que no quería realmente que yo pasara tiempo con Begoña.

Ya viendo el partido de su hijo, con aquel jefe al lado, pensé qué quería yo que pasara con Carlos. Y lo cierto era que, a pesar de ser un enviado de Edu, a pesar de caerme mal, a pesar de que le veía hasta con facultades de seducir y de enganchar a María hasta el punto de que ella pudiera llegar a sentir algo por él… A pesar de todo eso… quería que pasara todo, y cuando pensaba en “todo”, me refería al juego primario, no al creado por María. Pensaba en ellos dos, llevando a cabo lo que ya había visto con otros hombres… y una erección me sorprendía… sentado en aquella grada.

De aquel tiempo con mi jefe saqué un “te lo voy a mirar”, con respecto a mi ascenso, y él sacó de mí una cena en un restaurante de comida rápida, con su hijo y con un amigo del hijo. Aquello comenzó a desesperarme, pues trastocaba mis planes tremendamente… y pasaban los minutos y yo no era capaz de marcharme… hasta que un mensaje de María cayó sobre mi teléfono, en forma de nota de voz.

Pegué mi móvil al oído, y me encorvé para poder escuchar entre aquel griterío de local de comida rápida de sábado por la noche, y, más o menos, conseguí entenderla:

—He quedado a las diez y media. Así que me voy ya. En serio queda con Begoña si te cae bien o lo que sea. Si no vienes conmigo no va a pasar nada con Carlos, y aunque vengas seguramente tampoco. Lo veo muy lanzado últimamente, al final va a resultar ser como todos. Le vendría bien un buen freno hoy.

Seguía sin entender su insistencia en Begoña, pero no quise perderme en ese camino, así que le escribí:

—Sí, quiero ir. En cuanto pueda escaparme de aquí. Y la verdad es que me encantaría que le frenaras.

Me la imaginé, poderosa, ante Carlos, y me subió entonces algo por el cuerpo. Amor, orgullo… o simplemente sentir que estábamos de nuevo en la misma sintonía después de unos últimos días tan convulsos. Era cierto que yo quería que pasara todo, pero a la vez quería que ella le diera un correctivo. Era realmente contradictorio, pero lo sentía irremediablemente así.

Una vez conseguí deshacerme de mi jefe me fui a casa, me cambié de ropa, le escribí a María preguntándole por el nombre del pub y conduje hasta allí.

Ya caminando por la acera, buscando aquel local que debía de estar en segunda línea de playa, me encontré con una terraza, con varias mesas y sillas vacías, y un bar alzado sobre una tarima, detrás de dicha terraza, con una barra circular en el medio. Y no tardé en localizarles, allí, de pie, cerca de dicha barra; él con un pantalón azul oscuro y una camisa azul clara, y ella con unos pantalones y un chaleco, todo de un color crema o un blanco hueso, que diría María.

Estaban realmente bien vestidos, más que el resto de los allí presentes, y también desentonaban un poco por la edad, sobre todo él. Ella lucía elegantísima. Conocía aquellos pantalones, le hacían un culo hipnótico, y más esa noche, alzado por aquellas sandalias de tacón. Y el conjunto que le hacía con el chaleco, del mismo tono, elevaba todo a un combo casi aristocrático.

Iba a cruzar aquel jardín de césped artificial, para llegar hasta ellos, cuando vi como él se giraba hacia la barra, para pedir otra copa u otras dos, y ella cogía su teléfono del bolso. Me quedé quieto, oculto tras una especie de barricada de mimbre de algo más de un metro que delimitaba el jardín con la acera, y descubrí que me estaba escribiendo a mí.

—¿Vienes o no? Ya le veo que quiere tomarse una más y que subamos a su casa…

—Estoy fuera. No mires —respondí, y ella se quedó mirando su teléfono, obedeciendo, sin alzar la mirada.

Entonces continué escribiendo:

—Puedes jugar con él, y ya entraré. No tengo prisa.

—¿Jugar cómo? —preguntaba ella. Tensa. Pues Carlos ya la miraba. Y yo sabía que tenía que teclear rápido.

—Pues... podías calentarle… ya sabes, dejar que te toque un poco como aquella noche del hotel, el culo... y después… tocarle tú a él… por delante…

—Lo primero no creo que tarde en intentarlo. Lo segundo no lo veo. Venga, ven. No seas tonto.

Carlos no permitió que la conversación durara más, ya que le ofreció una copa llena, en lo que parecía ser un un gin tonic, que la obligó a guardar su móvil en su bolso para sujetar el obsequio.

María no solo me hizo caso en lo de no alzar la vista para buscarme, sino que le dijo un par de cosas al oído de un Carlos que parecía agradecer aquel acercamiento, riéndose más y gesticulando más, seguro pensando que sin mí, y con ella tan afable, podría conseguir lo que su amigo Edu había conseguido, y, además, sin el estorbo de tenerme a mí presente.

Y María no falló en que Carlos tenía las intenciones claras, ya que, pronto la mano de él, libre de la copa, fue a la cintura de ella, y cada frase en el oído era respondida con un centímetro más que aquella mano descendía. Intercambiaban susurros por terreno. Ella se dejaba hacer, seductora, pero seria. Dejándose mecer, pero a la vez con aquella mirada y aquella tensión que no le permitían a Carlos confiarse del todo.

Cada frase en el oído era también una posibilidad, una duda de Carlos de si atacar o de si aguantar. Optó entonces por forzar más abajo, ya que vi como su mano se deslizaba sobre el culo de María, acariciando, como aquella otra noche, su trasero sobre el fino pantalón, y yo casi podía sentir, a través de él, lo que él estaba sintiendo.

Le acariciaba, con la yema de los dedos, le sobaba el culo, y se hablaban cerca. Y los que les rodeaban no parecían reparar en aquella cacería extraña. Y extraño me sentía yo allí, agazapado, teniendo que disimular cada vez que alguien pasaba por mi lado.

María posó entonces una de sus manos en el pecho de él, y él dejaba su copa en la barra y le acariciaba la cara con el dorso de una mano, mientras la fijaba, magreando su culo, con la otra. María, entre sus brazos, parecía presa fácil. El beso era inminente. El beso que haría saltar todo por los aires.

Cuando, de repente, la mano de María abandonó el tacto del pecho de Carlos, sobre su camisa azul, y bajó, haciéndome caso, y la llevó a la entrepierna de él, trazando con su mano un movimiento vertical, acariciando su polla, sobre su pantalón, sutilmente… y otra vez, y lo hacía mirándole, y como si le pajeara despacio, en un masaje angustioso, sofocante y delicado, casi vaporoso, casi en el aire, que le mataba a él y que me mataba a mí. Y la mano de él se dejó de caricias sutiles y apretó el culo de María, y el beso se iba a dar, y María debió de recordar que tocar no estaba permitido, ni siquiera en la mejilla, pues le apartó la mano de su cara y se alejó un poco de él. Dejándole caliente, excitado, sin aire… y asfixiándome también a mí.

CAPÍTULO 28

Carlos cogió su copa y dio un trago largo, mirando a María, con sus ojos brillantes y pequeños; deseándola, juzgándola, queriendo intimidarla, o todo a la vez. Y toda la calma que había en su mirada se contraponía con aquel sorbo largo, para acabar la copa cuanto antes, evocando prisa, prisa por sacarla de allí, en busca de intimidad.

Sabedor del objetivo de Carlos me vi obligado a intervenir, para retrasar los tiempos. Crucé el jardín y saludé a María con un extraño beso en la mejilla. No supe por qué, pero nos había salido así, y Carlos me extendió su mano firme, sorprendido, y creo que sin saber si mi llegada era una buena o una mala noticia para él y para sus intenciones.

No hubo mucha charla, ni una invitación a una copa. En seguida propuso enseñarme su casa, lo cual le suponía la excusa para arrancar a María de un lugar público y llevarla a su terreno. Si era para proponer algo que le convenía, no tenía problema en dirigirse a mí.

La otra excusa era que su casa estaba justo en frente y, cuando me pude dar cuenta, ya cruzábamos la calle los tres. Miré a María, espléndida, radiante, con su pelo muy voluminoso, con sus brazos desnudos y con aquel culo, elegante pero a la vez provocativo. Le quise decir algo; que estaba guapa, o que cómo pretendía darle el correctivo una vez estuviéramos en su apartamento, pero él, con una atención intensa sobre ella, no me dio oportunidad.

En el portal hablaban de algo de política local, unas quejas de él, y ya en el ascensor, de pronto, dijo Carlos:

—Uno que se movía bien ahí era tu colega Eduardo. ¿Está en Madrid, no? Tengo que llamarle un día de estos.

—Sí… Está en Madrid —respondió María, fingiendo normalidad, y yo me preguntaba a qué estaba jugando aquel impostor.

Entramos en su apartamento, que llamaba la atención más por lo espacioso que por el presumible lujo, pues no había demasiados muebles, pero parecía haber tirado tirado algunos tabiques, convirtiendo lo que tendrían que ser dos viviendas en una. Desde la entrada se llegaba, sin vestíbulo previo, a un salón espacioso y a una cocina con barra americana.

Después nos llevó a una terraza, que comunicaba con aquella instancia, pero era una terraza cubierta, integrada en el propio edificio, poco que ver con la que yo había imaginado en aquella fantasía, en aquella paja sucia, en la que él la follaba a la vista de los vecinos.

Sacó unas bebidas y pronto las tomábamos allí de pie, en aquella terraza, al lado de una mesa con cuatro sillas que supuse serían nuestro inminente destino.

La charla se hizo amena, entre ellos, aunque no hasta el punto de que hubieran risas, pero sí se veía una cierta conexión. Hablaban de viajes por hacer, y él no pudo evitar decir que necesitaba ir a Bali una vez al año. Hablaron entonces de la India, destino al que María había ido años atrás con unas amigas, y yo les miraba y sentía qué, a pesar de su diferencia de edad, no sería tremendamente transgresor que… que follaran…

—¿Y tú qué opinas? —me preguntó él, acordándose de mi existencia, y, apenas había comenzado a responder, y ya se había dado la vuelta, y alejado un par de metros, para echarse más hielo de una cubitera que había sacado a la terraza.

María estaba a mi lado, y él, más apartado, nos miraba, pero no atendía a lo que yo decía.

—¿Por qué no os besáis? —preguntó de golpe.

—¿Ya… ? —medio sonrió María.

—Ya hay confianza, ¿no? Y por fin estamos tranquilos. ¿Tú no estás tranquila?

—Tranquilísima.

Se hizo un silencio. Corría una brisa algo fresca, seguramente por estar cerca del mar, y yo posé una de mis manos en la cintura de María. Ella se giró entonces hacia mí. Me miró fijamente. Con ojos vidriosos, pues ya llevaba seguramente tres copas. Me rodeó con sus brazos, por el cuello, en un gesto no demasiado común en ella. Acerqué mi boca y le di un pico en los labios. Cerramos los ojos y nos dimos más picos, lentos, y nuestros labios comenzaron a frotarse, disfrutando ambos de ese tacto tierno y húmedo, y entonces alguien abrió más la boca, y la lengua del otro salió para invadir el espacio, y ambas lenguas comenzaron a tocarse. El beso se convertía en morreo y yo la atraía hacia mí, para que notara, si es que era posible, mi erección incipiente, atacando su entrepierna, a la altura de su sexo, pues gracias a sus sandalias ella casi alcanzaba mi estatura. Y ella volvió a hacer aquel alarde de sacar su lengua y dibujar con ella un trazo en mis labios semi abiertos, con un erotismo que no era por mí, sino dedicado a aquel voyeur que vivía en la incertidumbre de no saber qué le iba a dar mi novia aquella noche.

Un sonido nos sobresaltó entonces y supe que era la molesta melodía de un teléfono. No deteníamos el beso al tiempo que le escuchábamos a él hablar por su móvil, y comenzamos a oírle cada vez más a lo lejos.

El beso terminó. Nos había dejado solos en la terraza. La miré a los ojos. Era duro, a la vez que morboso, saber que su mirada encendida no obedecía exactamente a mi beso, sino a que mi beso se hubiera dado con aquel hombre mirándonos.

—No entiendo muy bien esto… —dije en voz baja y ella separó sus brazos de mí.

No dijo nada y posó su bebida en un soporte al lado de la barandilla de cristal. Yo hice entonces lo mismo, y proseguí:

—¿De verdad quieres esto? ¿Cumplir las órdenes de éste farsante?

—¿Farsante? ¿Por qué farsante? Ya sé que tú querrías que hiciera sabe dios qué barbaridades, como ha pasado con los demás.

—No sé lo que quiero, pero lo de este juego intermedio no lo entiendo. Ya te lo dije el otro día… ¿Y lo de darle un correctivo? ¿En qué quedó eso? —pregunté al tiempo que Carlos volvía a entrar en la terraza, guardando su teléfono en el bolsillo.

—Disculpad… —dijo Carlos.

—Sí que eres un hombre ocupado, sí —dijo María, con cierta sorna.

Mi novia se volvió hacia mí, y, mientras presentía que Carlos se acercaba a nosotros, el beso se reinició: otra vez los picos, después el roce de nuestros labios, después las lenguas y después aquel masaje en mis labios, casi soez, con la lengua de ella.

Yo sentía que ella me besaba, paraba, le miraba de reojo, y volvía a besarme… y, entonces, bajó una de sus manos, y palpó mi entrepierna, como había hecho con él minutos antes… Miré entonces a Carlos, y lo vi, estático, frente a nosotros, y también vi algo que seguro María llevaba ya un tiempo viendo, y es que no podía ocultar un bulto bajo sus finos pantalones azules. Y ella, despidiéndose de mi miembro con unos toques con sus dedos, no dejó pasar la oportunidad de referirse a su erección:

—¿Vas a por más hielo? —le preguntó.

—¿Para ti? ¿Quieres?

—No. No. Para ti —dijo seria, llevando su mirada a su entrepierna, para que él siguiera la proyección que ella le marcaba.

Y, al tiempo que Carlos entendía a qué se refería María, ésta dijo:

—Venga, sácatela.

Carlos, una vez entendió el juego, decidió no precipitarse, bebió de su copa, queriendo marcar los tiempos, en aquella batalla de egos, y dijo:

—¿Sí? ¿Por el hueco del pantalón, como te gusta?

—Exactamente —respondió ella.

María y yo mirábamos, casi pegados, como Carlos iniciaba la operación: posaba su copa en la mesa, volvía a su posición, se llevaba la mano a la cremallera de su pantalón, hurgaba para sacar su polla por el hueco del calzoncillo, y presentaba una polla semi erecta, con la punta mojada. Su miembro me impresionaba, ancho, contundente, oscuro, potente… y él se echaba la piel hacia atrás, una sola vez, y mostraba un glande rosado… y esparcía con su dedo pulgar aquel líquido transparente… mirando a María.

Yo busqué el beso de ella, pero giró un poco la cara, pues besarnos era cerrar los ojos y ella quería ver a Carlos, verlo con su polla, pajeándose, a dos metros de nosotros. Acaricié entonces su culo, con las yemas de los dedos, deleitándome con el tacto de su trasero bajo el fino pantalón blanco, pero aquello no llegaba, tenía que equilibrar la balanza del impacto sexual que mostraba aquel hombre, así que mi otra mano fue a delante, al sexo de María, sexo que comencé a frotar, sobre el pantalón.

Ella apoyaba su cabeza en mi pecho, flexionando un poco las piernas, y no perdía detalle de aquella paja tranquila de Carlos. Y yo hundía mi dedo sobre su pantalón y sus bragas, y ella entonces, tras besar mi mejilla y tras chupar el lóbulo de mi oreja, y pretendiendo que él no lo oyera, me susurró: “Hay que hacer que se corra ya”.

Me retiré un poco. La paja de Carlos era hipnótica. Su seriedad. Su deseo. Y yo pensaba cuál era el plan exacto de María, al tiempo que mis manos de aventuraban, espoleadas por su reto, a desabrochar su chaleco. Desabroché todos los botones y lo abrí, para que Carlos pudiera ver aquel sujetador blanco de encaje, espléndido, y refinado y contundente a la vez.

Le miré de reojo. Yo no existía para él. Solo era la llave que iría abriendo puertas. Y vi sus ojos prendados del torso de María.

Llevé mis manos a su pantalón, por delante, desabroché el botón y bajé la cremallera, y vi como el blanco de su tanga destacaba sobre el blanco más apagado de su pantalón. Me pegué a ella, posé mi mano en su vientre y mis dedos fueron reptando hacia abajo, centímetro a centímetro, hasta llegar al tanga, y colé la mano y noté el delicioso tacto del vello púbico de su sexo. María le miraba a él. A su cara y a su polla. Y él la miraba a ella, a su cara encendida, a su sujetador exigido y a la zona que podría quedar descubierta. Y comencé a notar los labios de su sexo en las yemas de mi dedo anular y de mi dedo corazón, y los posé allí, y mis dedos se empaparon, sorprendiéndome… Y, sin tiempo a sentir con calma aquel tacto, noté como uno de mis dedos cobraba vida propia y se deslizaba por entre aquellos labios, pero no lo hacía arriba y abajo, sino que penetraba, hacia dentro, invadiendo el cuerpo de María… la cual acogía aquel dedo en el interior ardiente de su coño.

Tenía mi dedo dentro de su cuerpo y la miré, con su cara girada hacia él, con los ojos llorosos de deseo, y me preguntaba por qué no lo dejaba todo, por qué no pasaba de mí, de mi dedo, del juego y de nuestra relación, y sustituía aquel dedo por el pollón imponente que Carlos masturbaba.

Metí el otro dedo, que entró con la misma facilidad. Masturbaba a María, allí de pie. Frente a él. Mis dedos entraban y salían, empapándose de ella, la cual ya respiraba agitadamente y ese sonido se solapaba con el sonido de la piel de la polla de Carlos que iba adelante y atrás; la piel de aquel pollón expuesto, brutal, que asomaba por su refinado pantalón azul.

—Apártate —dijo entonces, arisco, refiriéndose a mí— Tócate tú sola.

Yo detuve mi mano, casi como acto reflejo, y ella llevó su mano sobre la mía y dijo:

—Das muchas órdenes, ¿no?

—¿Y eso es malo? Además, la última la habías dado tú.

María retiró mi mano, sin hacer fuerza, y su tanga volvió a tapar su sexo. Yo me aparté y ella se colocó contra la barandilla de cristal, apoyándose allí, quedando frente a él.

Carlos detenía su paja y dejaba que su polla palpitase sola y yo miraba a María, con su chaleco abierto, con su sujetador imponente, con su cara sonrojada y con su pantalón blanco desabrochado.

Lo que haría María después no solo me dejaría sin aliento, sino que me haría comprender, ya con exactitud, cual era su plan para esa noche.