Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 25 y 26)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 25

Insistí lo que pude, o más bien hasta donde siempre, hasta aquel “Estoy cansada, Pablo” que era una bandera a cuadros en mis intentos de indagar.

Nos acostamos y en el dormitorio aún se respiraba aquel “nada” constante: Nada a que hubiera pasado nada con él, y nada a que alguien les hubiera mirado, inquieto, en alerta y reprobador.

Los días siguientes continuaron con aquella falsa naturalidad de escribirse con él por las noches; como durante el fin de semana, tampoco mucho, quizás cinco minutos, no más, pero lo suficiente como para intranquilizarme. Lo cierto era que yo también me escribía algo con Begoña, yo sí ocultándome, pero lo mío me parecía más lícito, más inocente, más por ocupar un tiempo que María ocupaba antes que yo.

Fue la noche del viernes cuando aquella falsa naturalizad desembocó en calma tensa:

Estábamos en el sofá viendo una película, como hacíamos muchas veces después de cenar, no serían mucho más allá de las diez de la noche, y volví a vislumbrar, por el rabillo del ojo, cómo se escribía con Carlos, y comencé a captar cierta incomodidad en ella. Y, no mucho más tarde, leí que él la quería llamar, y pude ver un nítido “no me llames, estoy con Pablo”.

Me daba la sensación de que ella no sabía que yo lo lo había leído y, lo que era más importante, me daba la impresión de que mi presencia en aquel momento era un lastre, que desearía mi desaparición para poder recibir esa llamada, que seguramente no pretendía ser para hablar de trabajo ni de trivialidades, y lo sabía por su lenguaje corporal, por aquella súbita intranquilidad. Por lo que decidí entonces trazar un plan, o más bien una trampa, y, una vez tuve el boceto en mi cabeza, me lancé:

—María, te tengo que decir una cosa —dije, y ella sin duda se sorprendió un poco. Pero no dijo nada. Esperó a que yo continuara.

—Esta tarde me ha vuelto a llamar Begoña.

—¿En serio? ¿Cuando?

—No sé, esta tarde —respondí, nervioso, pues sabía que si ella me pedía mi teléfono para confirmarlo estaba perdido.

—¿Y para qué? Creí que estaba zanjado.

Me quedé un instante callado, pensando en cómo contarlo bien, sin que se notara que era todo un truco, y entonces ella dijo:

—A ver si es que le gustas… —y lo dijo con cierta sorna, queriendo suavizar el ambiente, pero a mí me sentó un poco mal.

—Pues… —comencé, sin entrar al trapo de aquello que me había parecido inapropiado —parece ser que una amiga suya le estuvo calentando la cabeza con que, conociendo a Edu, era seguro que había hecho algo contigo, y que si ella en persona no había visto que tuvierais trato, pero que después por mensajes sí, era que aquello tenía muchas trazas de ser verdad. Y eso, que la chica me dijo de volver a quedar, esta noche, para hablarlo. Y yo le dije que no, claro. Aunque me insistió bastante.

María dudó un instante, hasta que dijo:

—Qué pasa, ¿que porque Edu sea Edu yo tengo que caer rendida? Qué cansina la niña. De verdad. Si ya le has dicho que no.

—Ya…

—Aunque la verdad es que nos conviene que la calmes y que no se monte películas. Como me venga con el dramita al despacho me puede meter en un buen lío.

—¿Entonces? —pregunté, porque quería que me dijera, con todas las letras, que me quería fuera de casa para poder hablar tranquila con Carlos.

—No lo sé. No te voy a decir ahora que… ¿quedar en su casa te ha dicho?

—Sí…

—Pues eso, no te voy a pedir ahora que cojas el coche… y vayas a su casa, pero puede que, en el fondo, que la tranquilices sea lo mejor para todos.

—A mí no me importa. Me visto y en media hora estoy allí, y casi no ha acabado la peli y estoy de vuelta.

—Como veas. Igual es lo mejor —dijo ella, sin más pega, cayendo en la trampa con una facilidad tan inequívoca que me dolió.

Fui al dormitorio, para vestirme, y de paso escribirle a Begoña, pues si ella no me cobijaba me veía dando vueltas a la manzana.

María vino detrás, por lo que en un principio no pude, pero en seguida volvía al salón vestida simplemente con una chaqueta de pijama blanca, de botones, de aquellos conjuntos que tenía como de chico. Y no perdí detalle de que esta vez no se había puesto los pantalones de dicho pijama, y se iba al sofá vestida solo con las bragas y la chaqueta del pijama… Y entonces, yo, enfadándome, pero a la vez excitándome… deduje que quería ponerse realmente cómoda… para recibir aquella llamada.

Le escribí entonces a Begoña un escueto:

—¿Me acoges un momento en tu casa, ahora?

Ella no me respondía, así que volví al salón y María se puso en pie, como si quisiera implicarse en mi excursión, cuando yo tenía la sensación de que estaba deseando estar a solas con su teléfono.

—Mientras tú la vayas calmando no me montará ningún numerito en el despacho, que es lo que me da miedo —dijo, repitiéndose, y nos dimos un pico en los labios.

Leí la respuesta de Begoña cuando ya estaba en el portal:

—¿Ahora? ¿Es que te han echado de casa o qué? Ok. Ven.

—Gracias. Te cuento ahora —respondí.

No quise pensar demasiado mientras conducía. Realmente estaba hastiado de darle tantas vueltas a todo. Ni siquiera sabía qué contarle a Begoña. Lo que hacía era sentir, sentir aquella mezcla de enfado con María y a la vez morbo… Parado en un semáforo me la imaginaba diciéndose todo tipo de guarradas con Carlos, en nuestro sofá, y me excitaba.

A pesar de la indudable intriga que le tenía que suponer mi súbita visita, no me encontré con una Begoña acelerada, sino todo lo contrario. Tampoco me preguntó de primeras por el motivo de mi huida. De hecho, su primera pregunta fue si me gustaban los mojitos.

Me hizo pasar a la cocina y yo la seguí, ciertamente encandilado, viendo sus piernas desnudas y su camisa azul celeste, que, como la otra vez con la malva, parecía quedarle grande, y de la cual no había abrochado más de unos tres botones.

No supe que aparte de la camisa llevaba también una especie de pantalón cortísimo de pijama, color crema, sedoso, hasta que no la vi estirarse, para intentar coger, de lo alto de una alacena, una botella de ron blanco. Parecía no llevar más de aquellas dos prendas, pues me había parecido ver sus pechos bailando bastante libres bajo la camisa, pero quise hacer mención a otra cosa más insustancial:

—¿No tienes frio en los pies?

—No, nunca —respondió mientras colocaba una tabla de madera sobre la encimera y se hacía con una lima y con unas ramas de menta.

Me dio una cerveza y, mientras preparaba los mojitos, yo la veía, de espaldas, con aquellas piernas delgadas de libélula y aquella melena joven y sana cayendo sobre su camisa azul estilosamente descolocada. Me magnetizaba, remangando su camisa y preparando aquello con calma, pero a la vez con su nervio inherente.

Fue entonces cuando, hechizado por sus movimientos, comencé a hablar.

Le conté que efectivamente no sabía que Carlos era un enviado de Edu hasta que ella no me lo había dicho. Le conté que no le había dicho a María que yo lo sabía. También le dije que María prácticamente me había echado de casa para poder hablar con él tranquila… y le conté nuestra nueva norma, o más bien la norma de María, le de no tocar… Y le conté, un poco por encima, el encuentro que habíamos tenido en el hotel con Carlos.

Me veía abriéndome a ella, en lo que me parecía una confesión inocente, de chico algo superado a chica que, por no ser realmente amiga, escuchaba mejor. Curiosamente me abría como María se había abierto a Carlos, como si ambos hubiéramos buscado fuera un amparo: pero lo de mi novia me parecían confesiones que formaban parte del juego, no con inocencia, sino con carga sexual, para mostrar poder y para exteriorizar su propia e impactante sexualidad.

—Menudo entramado tenéis montado —sonrió ella, girándose y dándome un mojito. Siempre con aquella levedad.

Me ofreció entonces salir al balcón al que se accedía desde la propia cocina. Y eso hicimos, y nos atacó el olor y la temperatura de una noche de primavera que olía tanto a nuevo como ella. Y seguimos hablando, iluminados tenuemente por la luz de una farola cercana, pero que no parecía funcionar en plenitud, y yo la escuchaba pensando que el blanco de sus ojos y de sus dientes, bajo aquella imperfecta luminiscencia, parecían aún más puros.

Dejó que volviera a repetirme y yo acababa mi confidencia remarcando siempre que confiaba en María.

—Te la está pegando… —dijo, con cierto rubor, sabiendo que no me gustaba escuchar aquello, antes de ocultarse bajo un sorbo que dio mirándome.

—No creo. Bueno. Perdona por largarte el rollo. El mojito está muy bueno —respondí, y nos quedamos en silencio, y nos apoyamos en la barandilla, muy pegados, mirando hacia una calle desierta.

—¿Y tú con Edu, entonces? ¿Le has dejado del todo? —pregunté.

—Del todo. Como si se hubiera muerto —respondió.

—Le echarás de menos, aunque para mí era, y es, un idiota.

—No es un idiota. Es como es. Sobre echar de menos… Le he estado dando vueltas y creo que yo no estaba enamorada de él. No como lo estuve del anterior. Que, de todas formas, cuando dejé al anterior por Edu, ya me había desenamorado… En fin, que lo de Edu era más…

—¿Qué? —pregunté y se encogió de hombros.

—No sé...

—¿Sexual? —inquirí.

—Mmm… Físico. Sí. Como un cuelgue físico.

—O sea… que lo que echas de menos… es…

—¿Follar? Sí. Bueno, tú lo viste… en acción, digamos… —rio— Es que estáis fatal, de verdad. María es guapísima, es un pibón, no sé cómo se te ocurrió… no sé cómo decirlo, regalársela. Además a Edu, que anda que se lo iba a pensar.

—Ya… no sé… Me dio con él tan pronto le vi. Por cierto que vosotros también teníais vuestros jueguecitos, porque lo jugar a que tú eras María tampoco es muy normal.

—No me compares… que, por cierto, parece que va de roles todo esto, ¿no? ¿Y no te impresiona la que has montado?

Me quedé un instante callado. Era cierto que una fantasía mía había producido una vorágine de acontecimientos y de juegos en los que había ya implicadas no sé cuantas personas.

—¿Y lo de mi audio… follando? —preguntó, sorprendiéndome, como también lo hacía que esa noche utilizaba, sin medias tintas, palabras que otros días parecía más reacia a utilizar.

—¿Qué le pasa?

—¿Os pusisteis cachondos María y tú escuchándolo?

—¿Hace falta que confiese eso?

—Hace falta.

—Pues… sí.

—¿Muchas veces?

—No sé. Una o dos.

—¿Y tú solo? —preguntó, otra vez algo cohibida, soltándolo, girada a mí, antes de refugiarse en su vaso.

—También. Una o dos veces.

—Pásamelo.

—¿Qué? —pregunté.

—Pásamelo. Trae, que ya te lo has acabado. Mientras, te echo más y voy a por mi móvil —dijo, dejándome allí, sin vaso y sin ella. Y la vi desaparecer.

Cogí mi teléfono. María no me había escrito. Pensé que estaría ocupada. Y busqué aquella nota de audio que en su día había pasado de los chats a una carpeta de notas de voz.

Sin saber muy bien a donde nos llevaría aquello, le envié el audio a Begoña, la cual apareció con sus auriculares blancos inalámbricos, su móvil y un vaso con más mojito. Me dio el vaso y, con su bebida en una mano, su teléfono en la otra, sus auriculares puestos, y con la silueta de sus pechos desnudos delineando la camisa azul, indagó en su teléfono… y, sin dudar demasiado, pulsó play.

Se giró de nuevo hacia la calle, algo cohibida, y yo la miraba de soslayo. Sabía que lo estaba escuchando, pues se notaba en su expresión. Se echaba el pelo hacia atrás, colocándolo detrás de sus orejas, y de vez en cuando abría más los ojos, seguramente cuando sus gemidos se hacían más sonoros.

Acabó por girarse de nuevo hacia mí, y yo recordé aquellos jadeos y gritos, e incluso algunas frases suyas… Quizás en aquel momento ella estaba reviviendo aquel polvo, o cualquiera de ellos. Aquellos polvazos que Edu le echaba. Y yo recordaba sus “¡Ohhh, Eduuu!” y sus “¡Mmm Eduuu, me mataas…!!” y aquellos “¡¡Ahmmmm!!” y miraba hacia su torso y pude saber, ya con certeza, que allí no había sujetador, pues unos pezones imponentes, más de mujer que de chica, marcaban la camisa azul, coronando unos pechos que supuse tersos, y que supe no necesitaban sujetador para mantenerse firmes.

—Qué fuerte… —suspiró entonces ella, para sí misma… avergonzada pero a la vez graciosa, y mordía su labio inferior y negaba con la cabeza.

—No sé si excitarme conmigo misma o llorar —decía, casi payasa, sonriendo, a la vez que volvía a abrir más los ojos cuando seguro una de sus frases se escuchaba con nitidez.

El minuto y pico que duraba el audio llegó entonces a su fin y ella dijo:

—Estáis mal de la cabeza —pero lo expresó de nuevo en una especie de paz que contagiaba.

Me miró. La vi guapísima. Con sus ojos grandes y sus facciones de niña pija perfecta. Miré sus labios que dibujaban un arco de ángel tan apolíneo que no parecía real, y recordé el beso que nos habíamos dado.

—Ponlo otra vez —le dije, y ella sonrió, e hizo lo que le propuse, y tan pronto supe que aquel audio comenzaba de nuevo, alargué mi mano, temblorosa hasta el punto de casi delatarme, y me hice con uno de sus auriculares, y lo coloqué en mi oído.

—Eres muy listo, tú… —dijo la Begoña tangible, al tiempo que la Begoña del auricular me suspiraba unos gemidos morbosísimos.

En silencio, escuchábamos aquellos “¡¡Hummm” y aquellos “¡¡Edu… me matas!!” y el sonido de sus cuerpos chocar…

—¿Te pone? —preguntó ella.

Escapé entonces de su peligrosa pregunta, y pregunté yo, mientras sus jadeos nos bombardeaban:

—¿Sabes una cosa que le dije a María de ti después de verte de lejos y de saber que estabas saliendo con Edu?

—Qué…

—Que no sabía cómo podía caber su… pollón… en tu… en ese cuerpecillo... que tienes.

—Pues… cabía…

—¿Sí? ¿Cabía bien? —pregunté, cerca ella.

—Cabía muy bien, de hecho. Hasta el fondo… —dijo ella, al tiempo que una Begoña, al borde del clímax, nos gritaba al oído: “¡Eduu! ¡Mmmmm! ¡¡Ahhmmm, cabrón..!! ¡¡Qué bien me follas…!” chillado todo ello en un sollozo de gratitud excelso… Y entonces bajé un poco la mirada, como si algo me llamase más abajo, y vi sus pezones marcando su camisa azul… y mi mano fue allí, temblorosa, pero a la vez decidida, y rocé uno de aquellos pezones, sobre la camisa, con mi dedo pulgar, y ella se acercó a mí, apartándose el pelo, y Begoña se corría en aquellos auriculares y noté sus labios, atacándome, y yo la recibía… sintiendo sus labios helados… y nuestras bocas se abrieron y nuestras lenguas jugaron, y mi mano acarició su teta dura sobre la tela azul al tiempo que su lengua serpenteaba ágil, desvergonzada e implicada, y aquellos chillidos terminaban en un clímax brutal… que me hacía disfrutar aún más de su teta firme, de su pezón compacto y de su lengua húmeda que retozaba con la mía en un beso acuoso… sexual...

… y de golpe se hizo el más absoluto silencio… pero nuestro beso seguía, con una de sus manos en mi nuca… besándome, besándonos… con calma, sin el estrés de oír a Edu follándola, allí, en aquel balcón, ella casi de puntillas y yo excitado y acariciando a su teta. Y entonces yo me aparté, sabiendo que aquello estaba mal, que no era lo correcto… y la aparté, además, de una forma casi brusca, rompiendo de golpe toda la magia que se había creado, pero yo no sentía magia sino traición. La mía.

Ella se retiró como consecuencia de mi gesto poco sutil y se hizo un silencio eterno.

Seria, aunque no enfadada, quitó el auricular de mi oreja y dijo:

—A ver si lo entiendo: te sientes mal por este beso cuando María te ha puesto los cuernos hace dos meses, te ha mentido, y te acaba de echar de casa para poder decirse guarradas por teléfono con un viejo.

Me quedé un instante callado. Estaba hecho un lío, pero, sobre todo, me sentía mal y, finalmente, dije:

—Puede ser.

Di un trago entonces a mi bebida y, como consecuencia de que mi mente discurría a mucha velocidad, y no solo lo hacía sobre mí, o sobre María, sino también acerca de Begoña, dije:

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Sí. Sabes que sí.

—Bueno, no es una pregunta. Solo quiero que me confirmes una hipótesis… y es que… me da la sensación de que… este beso, y el otro, y… cómo eres conmigo… no obedece más que a que deje a María.

La miré fijamente, sabiendo que quizás podría sacar incluso más por su gesto tras escuchar aquello que por sus palabras.

—Pues, te soy sincera. Siempre lo soy. Y te digo que al principio sí.

—¿Al principio sí? ¿Entonces desde cuando no?

—No lo sé. Igual hace una semana. Con el primer beso, quizás.

—¿Antes o después?

—¿Que si antes o después del beso del otro día?

—Sí.

—Puede que durante —sonrió.

—¿Durante? Estás fatal —dije, en una frase que sentía suya, y que me había pegado.

Alucinaba con su capacidad de blanquear y suavizar toda situación que a mí me parecía casi dramática.

—Me voy a ir —acabé por decir, tajante. Aunque no estaba seguro de nada.

—Me parece bien —respondió, y yo esperaba alguna pulla de las suyas, refiriéndose a que tuviera cuidado de no interrumpir a María en lo que fuera que estuviera haciendo. Pero no dijo nada. Y tampoco en la despedida sucedió nada, porque nadie buscó a nadie. El paso ya había sido suficientemente largo.

Begoña cerró la puerta. Llamé al ascensor. Me sentía mal. Aquel beso no había sido como el primero. Lo había deseado de verdad. Y me preguntaba si aquel beso y aquella implicación obedecían a que no creía a María.

El ascensor abría sus puertas y quise saber si María me había escrito. Y, para mi sorpresa mayúscula, vi que ella no… pero que otra persona sí…

No daba crédito, esa persona era Edu.

Tembloroso, como las primeras veces, abrí rápidamente aquel chat… Se me salía el corazón del pecho, y leí una frase, y vi que además me enviaba una captura de pantalla que contenía una conversación.

Su frase decía: “Mi amigo va avanzando. No hace falta que me lo agradezcas”.

Miré entonces a aquel pantallazo, y no tardé en entender que era una conversación de María con Carlos, reciente, de hacía aproximadamente una hora.

Y entonces leí, con las pulsaciones disparadas y con mi mano temblando tanto que hasta me costaba leer:

—Su uniforme te quedaría bien —había escrito Carlos.

—Eso ya me lo dijiste el lunes —respondía ella al momento.

—Pues insisto.

—Y yo insisto en que estás enfermo.

—A ver, ¿puedo llamarte? Me has dicho que Pablo no está.

—Llamarme para qué.

—Para contarte como te follaría si no hubiera reglas.

—Las hay —respondía María, pero, tres minutos más tarde, matándome, y excitándome a la vez, ella misma escribía:

—Está bien, llámame, pero algo rápido, que Pablo no creo que tarde.

Aparté el teléfono de mi vista… Y miré al ascensor, allí, abierto para mí, y giré mi cuello, y vi la puerta cerrada de la casa de Begoña.

No sabía qué hacer.

CAPÍTULO 26

Luchando contra mis nervios releí lo que en aquella captura de pantalla se mostraba e intenté tranquilizarme. Pensé que, al fin y al cabo, simplemente se confirmaban mis sospechas, aquello que había deducido por el lenguaje no verbal de María mientras se escribía con Carlos, y por el verbal de cómo había accedido, presta, a que me fuera de casa.

Me iba del edificio de Begoña dándole vueltas a cómo Edu no podía evitar mostrar que él movía los hilos, incluso hasta el punto de querer desvelarme que Carlos era su emisario. Seguro él pretendía sorprenderme, pues no sabía que yo lo sabía por su ex. También pensaba que Edu jugaba sobre seguro, ya que me conocía lo suficiente como para saber que yo no se lo confesaría a María; que entre el juego y la franca confesión a la mujer que quería con locura, elegiría lo primero.

No le respondí. No le quise dar el gusto. Tampoco pensé en la locura que acababa de suceder con Begoña. Llegué a casa en un estado de calma forzada, pues sentía tantas cosas, y tenía tantas dudas, que no había ninguna preponderante que me hiciera colapsar.

Nada más entrar vi a María, en la penumbra de nuestro salón, iluminada únicamente por la pantalla del televisor. Su teléfono yacía sobre la mesa que nos dividía. Lo que hubiera sucedido ya había sucedido.

Quise escudriñar si su expresión era de sueño, de cansancio, de sofoco… para adivinar la intensidad de su reciente conversación telefónica con Carlos, pero me encontré a una María entera, incluso espléndida para aquellas horas.

—¿Qué tal? ¿Sabía algo nuevo? —preguntó, al tiempo que se apartaba el pelo y se lo colocaba hacia un lado.

—Nada. Solo que su amiga le calentó la cabeza.

—Y entonces te la calentó ella a ti… casi dos horas… —dijo, inflando datos, contabilizando el tiempo de ir y volver, al tiempo que se inclinaba hacia adelante para mirar la hora en su teléfono.

—Ya ves… —respondí, sentándome en el sofá de al lado.

—¿Te gusta? —preguntó de repente, en un tono neutro, frío.

—¿Ella? No.

—No pasaría nada porque te lo hicieras con ella. Yo me lo he hecho con varios —espetó, sorprendiéndome sobremanera.

—Supongo que estás de broma… —alcancé a decir— Lo tuyo ha sido conmigo mirando y los dos sabiéndolo, ¿no? —pregunté nervioso, alucinado con su frialdad, y sintiendo que me ponía a prueba.

—Sí, eso es verdad. ¿Nada más de la criaja esa, entonces? ¿Sigue con Edu?

—¿Te importa?

—¿Que siga o no con Edu?

—Sí.

—Obvio que no me importa absolutamente nada.

—¿Y tú? —pregunté, mirándola, impactado por la silueta que, con su cuerpo de mujer en absoluta plenitud, exigía a la chaqueta de su pijama, y por su mirada lúcida, viva.

—¿Que yo qué?

—Te dejé escribiéndote con Carlos.

—Ya. Me llamó. Quería hacer una especie de sexo telefónico —dijo hierática.

—No me digas… ¿y?

—Nada. Le cumplí el capricho. Poca cosa. Se corrió pronto.

—Vaya… Con paja y todo —replicaba yo con distancia cínica.

—¿No está prohibido, no?

—No sé. Hace tiempo que las reglas las pones tú. ¿Y tú? ¿Te corriste?

—No.

—¿No? Qué pena. ¿Y qué te contaba?

—Pues me dijo que me quería comer el coño y le dije que eso estaba prohibido y me dijo que me lo haría por encima de las bragas.

—¿Y tú? ¿Qué le decías tú?

—Poca cosa. El tema era básicamente ese. No dio tiempo a mucho más.

—Si quieres lo represento —dije incorporándome un poco.

—Pues mira, es de lo que mejor haces —respondió, y yo me puse en pie, sin amilanarme, aunque sin saber qué estábamos haciendo, y aparté un poco la mesa, y me arrodillé delante de ella.

—¿Estás en serio? —preguntó.

—Claro —dije, apartándole con mimo las piernas, y acariciando sus muslos con ternura, como si nuestras lenguas mordaces fueran por un lado y nuestros cuerpos por otro.

Iba a besar sus muslos, pero tuve una idea mejor. Le separé un poco más las piernas y posé mi nariz sobre sus bragas sedosas, de color azul oscuro, e inhalé con fuerza, embriagándome de su olor a coño; un coño tan despierto o más que ella misma, que no habría llegado al clímax, pero seguro había recibido unas caricias, más o menos contundentes, minutos atrás.

Ella se dejó hacer, aunque sin abandonarse ni hundirse en el sofá.

—Te lo voy a comer por encima de las bragas. No te las aparto. Para que te puedas imaginar bien que soy él —dije, levantando mi torso para decírselo a los ojos, como en una despedida, antes de atrincherarme.

—Está bien. Tú si quieres piensa que se lo comes a Begoña ¿vale? —dijo seria, pero a la vez con sorna.

—A mí me llega con lo que tengo en casa. No me hace falta imaginar —respondí y volví a refugiarme entre sus piernas.

Esperaba una última respuesta de ella, pues no le gustaba perder, pero parecía que se cansaba de discutir y acabé por sacar mi lengua y lamer de abajo arriba sobre aquella seda azul oscura. Fui trazando un canal vertical, beso a beso, lametazo a lametazo, hasta que fueron brotando los labios de su coño, marcando las bragas, en una cordillera imponente y húmeda, que iba creciendo, sobresaliendo, hasta casi querer escapar de aquella seda azul. Y yo me sorprendía de aquel florecimiento y me deleitaba con aquel olor…

Ella se cuidaba de no llevar sus manos a mi cabeza, a mi pelo, para empujarme hacia su coño, pues quería seguir las reglas, y las reglas eran no tocar y Carlos comiéndoselo. Y entonces la oí respirar agitadamente, y miré hacia arriba y ella había llevado sus manos a sus pechos, sobre el pijama, para sentirse, para sentir su sexualidad, mientras se imaginaba que efectivamente aquel señor le comía el coño sin vulnerar regla alguna.

Llegué a escupir en sus bragas y después esparcí esa saliva, con la punta de mi lengua, como si fuera un filo que rajaba su braga, de abajo arriba, marcando y separando sus tiernos labios por la mitad, y ella comenzó a jadear más desinhibida, casi gimoteando y seguro deseando que aquellas bragas fueran apartadas…

Sabíamos que era imposible que se corriera así, pero no cejé en el esfuerzo de hacerlo bien, quizás espoleado por aquello que había dicho de que era lo que mejor hacía. Y le comí el coño, sobre sus bragas, durante minutos y minutos, hasta sentir como su coño se encharcaba y quería escapar de allí y hasta sentir dolor en mi propia boca, en mi mandíbula.

Me acabé echando hacia atrás. Excitado, pero agotado. Y me limpié un poco la boca de mi propia saliva, y pregunté.

—¿Qué hacemos?

Quizás esperaba que me pidiera hacerlo. Con arnés o sin él. O que le comiera el coño siendo yo. Pero, con sus tetas hinchadas marcando el pijama, preguntó:

—¿Has pensando en la criaja esa?

Su pregunta era flemática, con voz inexpresiva, como si mi tiempo lamiendo no le hubiera afectado.

—No —respondí.

—No sé si creerte —dijo, incorporándose y adecentándose un poco.

—Créete lo que quieras —respondí en una frase que me hacía sentir que intercambiábamos los papeles.

Me puse en pie, aun sin saber a dónde nos llevaba aquello, y ella, reincorporándose del todo, con la intención aparente de irse al dormitorio, dijo:

—Carlos me ha dicho de ir mañana a un pub cerca de su casa de la playa. Dice que ahora en mayo ya hay ambiente.

—¿Y? —pregunté, ya los dos de pie. Cerca. Casi en un encaramiento chulesco de ambos.

—Nada. Me ha dicho que prefería que fuera contigo… básicamente porque sabe que contigo pueden pasar cosas y si no estás, no. Pero bueno, como quieras tú.

—No me creo que si vas tú sola no pase nada, que ni siquiera habléis de nada. El lunes pasado, por ejemplo.

—El lunes algo me propuso. Algo bastante turbio, de hecho. Pero le dije que no. Tampoco es insistente, afortunadamente. En fin. Pues ya veremos entonces mañana si voy sola o si quieres venir.

—Que no vaya nadie no lo descartas.

—¿Acaso lo descartas tú? —me soltó, desafiante.

Tras un silencio, dije:

—Bueno, pues como quieras. Sola o conmigo. Como quieras.

—Si quieres yo quedo con él y tú con Begoña —quiso forzar, otra vez.

—Pues también podría ser —contesté, sin querer perder aquella batalla.

Ella, tras escuchar mi última frase, se colocó bien las bragas, con ostentación, con engreimiento, tirando de los laterales un poco hacia abajo y después hacia arriba, como queriendo ventilar aquella humedad y después volver a sentirla… dejándome inmediatamente sin aliento…

Y después se giró y embocó el pasillo, hacia el dormitorio. Dando por zanjada aquella locura de discusión y aquella locura de noche.