Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 23 y 24)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 23

La imagen de Carlos, allí de pie, imponente, corpulento, con la polla semi erecta saliendo por el hueco del pantalón, con toda la punta embadurnada, con la camisa blanca abierta, con sus ojos claros e intimidantes… impactaba. Y tan impactante o más era ver a María, a cuatro patas, sin moverse, alzando la vista hacia mí y susurrando: “Joder… estoy empapada”.

Yo me guardaba la polla y Carlos hacía lo propio mientras María, tras limpiarse los labios con una mano, me dijo:

—Pablo, joder, tráeme algo, una toalla o lo que sea. No sé a qué esperas.

Me levanté como un resorte, me crucé con Carlos, que se abotonaba la camisa, y fui hacia el cuarto de baño. Al volver vi que María, de espaldas a nosotros, ya se había puesto en pie e, intentando no mancharse más, pretendía quitarse aquella seda calada y pegada a su cuerpo.

Le di una toalla y ella se quitó entonces aquel fetiche rosa de Víctor, sin girarse, y posó sobre el sillón la camisa, y comenzó a limpiarse la espalda desnuda, por lo que entendí que el semen se había filtrado por la seda, y se limpiaba el pantalón, el culo, donde yacían impactos blancuzcos extremadamente densos.

Carlos y yo contemplábamos en silencio cómo se limpiaba y se secaba, después de habernos vaciado, de diferentes maneras, a los dos.

—Dame el sujetador, anda —me dijo, y yo obedecí, y, siempre dándonos la espalda, comenzó a ponérselo.

—¿Eso es que no seguimos? —preguntó Carlos.

—¿No te ha llegado? —preguntó ella, con el sujetador ya bien colocado y comenzando a cerrarse el pantalón.

—Lo digo más que nada por ti.

—Por mí no te preocupes —dijo soberbia, dirigiéndose a la cama, haciéndose entonces con su chaqueta.

Carlos no insistió más. No había más que hablar. Nos íbamos.

Salí de allí, delante de María, con el calzoncillo aún empapado, pero con ningún signo externo que delatara lo que acababa de suceder. No así en el caso de María, que salía vestida con la chaqueta en contacto directo con su sujetador, con su pantalón de traje impregnado aún de lamparones enormes y con la camisa rosa calada, hecha burruño, en su mano.

Ya en el pasillo comencé a andar hacia el ascensor y supe que él, bajo el umbral de la puerta de su habitación, la había parado. Yo continué, sin girarme, y les escuchaba hablar en voz baja.

Llamé al ascensor y, mientras esperaba, ella acabó por llegar a mí. Le pregunté qué le había dicho, y me dijo:

—Nada. Me pidió disculpas.

—¿Por?

—Hombre, ¿tú qué crees? No creo que el plan de esta noche fuera que se corriera así.

—Ya… —respondía yo, y bajábamos en el ascensor mientras yo le daba vueltas a aquel “plan de esta noche” pronunciado por ella, y me preguntaba cual era el plan para aquella noche, es decir, qué era lo que María hubiera querido que sucediera.

María cruzó el vestíbulo de la planta baja con altivez extrema, incluso más recta y erguida de lo habitual, con aquella camisa arrugada en su mano, empapada del semen de Carlos, y yo dudaba si, junto al reguero de olor que dejaba la fragancia de la propia María, se podría detectar también el hedor solapado de algo más.

Ya fuera, caminando, en silencio, por aquella inhóspita y oscura explanada, maldije no haberme acordado de fijarme en si el chico del portátil seguía allí, y si nos habría visto salir.

Y, de repente, una vez ya estábamos cerca de nuestro coche, escuché:

—¡Mierda! —exclamó María.

—¿Qué pasa?

—Mi bolso. Está en su coche. Joder, le tengo que llamar. Me tiene que abrir —decía sacando su teléfono del bolsillo interior de su americana, y yo no entendía qué hacía su bolso allí.

Le llamó y Carlos no tardó en responder, y, una vez colgó, dijo:

—Dice que viene ahora.

—¿Pero qué hace tu bolso ahí? ¿No habías venido en taxi?

—Sí, ¿qué pasa?, ¿no me crees?

—Sí, te creo, pero no entiendo cómo llegó tu bolso ahí.

—Es muy agradable que hagas ese tipo de preguntas… —dijo irónica— llegué en el taxi a la vez que llegaba él, hablamos aquí un minuto y me dijo que dejara el bolso aquí si quería. ¿Te vale o no te vale?

Lo cierto era que no me valía. No le veía sentido a nada de aquello.

María me pidió que abriera el maletero y extendió allí la camisa, y no tardó en aparecer Carlos, vestido con la misma ropa, con su traje azul oscuro y su camisa blanca. Elegante. Tranquilo. Y, para mí, repulsivo.

A mí no me apetecía interactuar con él, así que me metí en el coche y esperé a que le diera su dichoso bolso.

Abrió su oscura berlina, se lo dio, y, cuando María iba a bordear nuestro coche para llegar a la puerta del acompañante, Carlos la detuvo. Cuando me pude dar cuenta cuchicheaban algo y yo no les veía, tendría que girarme para verles.

Me preguntaba qué se podrían estar diciendo y si incluso él intentaría algo. Lo cierto era que María tenía que tener un calentón impresionante… y Carlos tenía que saberlo.

Acabé por voltearme, desde mi asiento, y vi como ella estaba apoyada contra su coche y él le hablaba cerca, inclinado sobre ella, y ella se apartaba el pelo de la cara con una mano, y le ponía la otra mano en su pecho, para apartarle un poco.

De nuevo aquella sensación de que Carlos estaba a un beso de que todo saltara por los aires. Y yo no sabía qué quería, y hasta pensaba que lo justo era que aquel beso se produjera… y que follaran… en su coche o de vuelta en el hotel… aunque yo no lo viera… Sí, pensaba que lo justo era que María se olvidara de mí, incluso de nosotros, y recibiera un polvazo, o los que fueran. Un polvazo que yo nunca podría darle.

Él se inclinó más. Le dijo algo al oído. Pensé que ya estaba… Que estaba hecho… Que María no podía luchar eternamente contra su propio cuerpo… Y María hizo entonces un poco de fuerza con su mano, empujando aquel pecho, y él se retiró, y un “buenas noches” se pudo escuchar, pronunciado por María, que iniciaba el camino para entrar en nuestro coche.

Nos íbamos de allí… y no sabía si ella era consciente, como yo, de que habíamos estado a prácticamente nada de que todo cambiase… Y después dudé si preguntarle sobre aquella última conversación, sobre el último acoso, pero no lo hice. Al fin y al cabo parecía obvio lo que había sucedido: un intento de él porque ella abandonara el juego y pasara la noche con él.

Paramos en un semáforo, en silencio, y la miré de reojo. No se la veía afectada, no negativamente. Al fin y al cabo ella se había ceñido a sus normas, todos lo habíamos hecho. Pero lo que sí exteriorizaba era un sofoco y un calentón brutales.

Y pronto confirmaría que yo la había leído bien, pues, tan pronto entramos en nuestra casa, dijo:

—Déjame veinte minutos el dormitorio para mí, ¿te parece? —preguntó, enfilando el pasillo, con su bolso en una mano y con la camisa en la otra.

—Claro… —respondí, aunque ella ya desaparecía sin esperar mi respuesta.

Me tumbé entonces en el sofá. Algo mareado. Revisé mi teléfono y vi que Begoña me había escrito. Leí:

—No sabias nada de Carlos, ¿no? Se te notó en la cara.

Me salió así. Seguramente porque era algo que llevaba dentro casi desde el primer momento en el que Begoña había contactado conmigo. Y es que le escribí:

—No sé por qué te interesa tanto mi vida. Parece que todo lo que me cuentas, y también lo del beso que me diste, es para que la deje.

Apagué el teléfono. No quería saber nada de nadie. Y me acabé levantando para ir hacia el cuarto de baño, pero, mientras avanzaba por el pasillo, me daba cuenta de que la puerta de nuestro dormitorio no estaba cerrada, sino que la puerta estaba simplemente arrimada. Llegué hasta el aseo y volví a mirar hacia el fondo del pasillo. Sabía que no debía, que no era lo correcto… pero no pude evitar caminar, sigilosamente, hasta el final… Y empujé un poco la puerta, nervioso… y lo vi… la vi.

María, tumbada sobre la cama, boca abajo, vestida solo con la camisa rosa empapada, se masturbaba, enérgicamente, con sus dos manos… y yo veía sus ojos cerrados, y su cara contra la cama, jadeando, entregada, sintiendo la seda calada en su espalda, y seguro oliendo de la camisa el aroma del semen de Carlos. Se destrozaba el coño, recordando, o imaginando que Carlos finalmente se había saltado todas las normas y le había bajado los pantalones, y las bragas, y la había acabado follando…

…Y me retiré… dejando que se corriera, que jadeara y que gimiera desvergonzada… Mientras me preguntaba si aquel juego, con aquella norma de no dejarse tocar, tenía realmente demasiado sentido, o si, por el contrario, iba a acabar resultando tremendamente contraproducente.

CAPÍTULO 24

Mostrar naturalidad, cuando nada era normal, era algo que María y yo llevábamos perfeccionando durante meses. Y me daba la impresión de que hasta en eso ella iba un paso por delante de mí.

Y fue precisamente esa naturalidad la que plasmó una y otra vez, María, durante el fin de semana, no cortándose de escribirse con Carlos. No continuamente, no hasta ser exagerado, pero sí con cierta frecuencia y sin ocultar la pantalla ni intentar disimular ante mí.

Yo sentía que ella ya llevaba unos días queriendo exteriorizar o queriendo hacerme entender que podía mantener una relación cordial con él, porque le parecía interesante y porque le atraía su elocuencia, para, después, cuando se pactase, cambiar elocuencia por labia y conversación interesante por conversación tensa… y… acabar desembocando... en desmanes sexuales; Sin tocar, con sus reglas, pero con una carga sexual asfixiante, fuera de lo normal.

Sin duda, aparte de por aquella naturalidad extrañamente intrínseca, ella permitía mis miradas furtivas a su teléfono porque le convenía que yo viera que allí no se hablaba de nada pecaminoso, lo cual refrendaba su versión y su teoría de que aquello era no solo posible, sino positivo.

Algunas veces que, durante aquel fin de semana, ella se escribía con él, yo revisaba, en mi caso sí ocultándome un poco, mi conversación con Begoña, y sentía que mi último mensaje, sin constituir mentira alguna, había sido grosero. Era curioso lo que me sucedía con ella, pues, a pesar de casi no conocerla, y de que cada vez que la veía apuntaba que sería la última, tenía la permanente necesidad de estar a buenas con ella.

Oculté lo del beso, a María y a mí mismo. Pues bastante tenía con analizar qué le estaba pasando a mi novia con aquel hombre como para intentar analizarme también mí.

Pero el fingimiento de naturalidad tenía un límite, y ese límite llegó al día siguiente, el lunes por la tarde, cuando María me escribió para decirme que cenaría con Carlos aquella noche.

—¿Pero no estaba de viaje? —pregunté.

—Volvió hoy y se va otra vez mañana. Ya lo contó la otra noche —contestó.

—Los dos solos, entiendo que me estás diciendo.

—Sí, lo que te digo. Para hablar de cosas normales.

Lo de “para hablar de cosas normales” se estaba convirtiendo en una frase recurrente, que parecía legitimarla para que yo me quedara en casa esperándola. Pero pensé que, al menos esta vez, había tenido la decencia de no soltar aquel “si alguien nos mira raro después te lo cuento”, que resultaba hiriente, como una especie de favor que se le hace a un niño cansino.

Aquella noche de lunes, cenando solo en casa, pensé en escribirle a Begoña, en pedirle perdón por el tono de mi mensaje, pero no lo hice, pues algo me decía que no debía abrir ese frente. Y, entonces, en el preciso momento en el que yo descartaba liar más las cosas, María me escribió:

—Me quiere enseñar su apartamento de la playa. Igual está su hija. No creo que tarde mucho, en seguida estoy en casa.

Solté el teléfono sobre la mesa, produciéndose más ruido del esperado, y me pregunté a mí mismo qué estaba pasando. Además, aquello que decía de la hija sonaba a un “tranquilo, no me va a follar, que va a haber más gente” como si estuviéramos ante una cuestión de oportunidad y no de querencia.

No le respondí. Me enfadé y, cogiéndome siempre por sorpresa, por incomprensible, por inoportuno, por inadecuado… aunque no porque no me sucediera siempre en contextos similares… me excité.

Cuando me pude dar cuenta había ido al cuarto de baño, había cogido papel higiénico y había vuelto al salón. Como un autómata hice memoria hasta recordar cómo había salido de casa aquella mañana, con un traje de pantalón y chaqueta rosa palo y un top lencero blanco, y mi menté voló a lo que podría suceder en aquella casa.

Había tenido masturbaciones sucias imaginándomela con Edu y con alguno que otro más, pero aquella vez sabía, desde un principio, que mi mente iba a volar hacia cosas especialmente inmorales: Me imaginaba que la llevaba a la factible terraza de su casa de la playa, y allí le acariciaba el culo, siguiendo las normas, hasta que María le acababa pidiendo que aquellas caricias se hiciera más rudas. Él no tenía entonces problema en obedecer a aquello y las caricias se convertían en magreos ordinarios, con alguna palmada seca, similar a la que yo le había visto darle tres días atrás.

Me pajeaba en el sofá imaginando que mi novia le pedía ver su polla de nuevo y que, tan pronto se la mostraba… María se arrodillaba ante él y le decía que no podía más con aquel juego absurdo, que se la metiera en la boca. En mi imaginación María se la comía, entregada, y después se ponía en pie, se daba la vuelta y le rogaba que la penetrara, allí mismo, aunque la vieran los vecinos. Lo que venía después era una follada furibunda, con María agarrada a la barandilla y gimiendo desinhibida… gritando en un chillido agudo e impúdico con cada metida…

Yo, en aquel sofá comenzaba a sentir que me corría en el preciso momento en el que Carlos le tapaba la boca y la insultaba, y la penetraba aún más fuerte, aplastando sus tetas contra la barandilla… y me corría al tiempo que me imaginaba a algún mirón de otro balcón asistiendo a aquel polvazo tan escandaloso como denigrante… con la imagen de ella corriéndose, con su boca tapada, con sus ojos muy abiertos, sintiendo por fin una buena polla en su interior, sintiendo por fin un orgasmo inmenso sin necesidad de tocarse, sintiendo por fin el clímax proporcionado por un buen amante, sin trucos, sin juegos y sin nada más que sexo, duro, guarro… con alguien que te tiene tantas ganas como tú a él.

Apenas había empezado a brotar semen de la punta de mi miembro y ya comenzaba a sentirme culpable, y apenas sentí nada de placer durante los segundos siguientes. Y, mientras me limpiaba, me preguntaba si estábamos en aquella situación más por mi miembro mínimo o por mi mente enferma.

Pasaban de las once y media y dudé en escribirle a María, en decirle que confiaba en ella, pero que aun así no entendía aquellos encuentros, digamos, cordiales. Pero no lo hice. No le escribí. Y terminé por escribirle a Begoña.

Me disculpé por la impertinencia de mi último mensaje y no tardó en responderme, quitándole hierro. Y nos escribimos, de nada y de todo, de ella y de mí, pero no de ella con Edu, ni de yo con María. Conversábamos como entes individuales y yo me daba cuenta de que hacía mucho que no hablaba de mí ni escuchaba a alguien hablar de sí misma. Había algo en aquella chica, incluso por escrito, algo dócil, liviano, leve, despreocupado que me acababa contagiando.

Cuando ya llevábamos media hora escribiéndonos, leí:

—¿Sabes cómo te tengo guardado en el móvil?

—Sorpréndeme.

—Como farsante trolero mirón.

—¿Todo eso?

—Sí, todo el pack. ¿Es algo mentira? —preguntó poniendo el emoticono de una mujer con una toga y un martillo, el de una jueza, el cual yo nunca me había fijado que existía.

—No, no, la verdad es que no. Me tienes bien etiquetado —respondía yo y ella se despedía y yo no tuve tiempo a preguntarme qué hacía escribiéndome durante todo aquel tiempo con aquella chica, ex de Edu, a aquellas horas de un viernes, pues escuché la puerta de nuestra casa abrirse.

Sus tacones. Su vaso de agua. Su paso por el cuarto de baño. Y su entrada en nuestro dormitorio.

—¿Qué? ¿Algo que contar? —pregunté, desde la cama, mientras ella se quitaba la chaqueta.

—No. La verdad es que nada —respondió.