Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 21 y 22)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 21

Me estudiaba, me escudriñaba, como si aún se preguntase si yo mandaba mucho, poco o nada. Y yo pensaba en qué responderle. No a su pregunta directamente, sino si decirle que lo sabía todo, si decirle que sabía que él estaba allí por Edu. Su chulería y su falsa nobleza podrían ser desactivadas si le dijera que era conocedor de sus tretas y, si se lo revelaba a María en su presencia, le dejaría aún más en evidencia. En mi mano estaba dejarle como a un presuntuoso impostor.

Dudé. Pero acabé descartando decir nada. Pensaba que podría usar aquella bala cuando quisiera, y que aún no era el momento. Y lo cierto es que no dudé demasiado sobre el otro tema, sobre si subir o no a su habitación.

Estuvimos como cinco minutos en el más absoluto silencio. Y es que, sin María presente, no hacía falta fingir cortesía. Aquello no era un pacto de caballeros, sino un compendio de intereses compartidos.

María acabó por volver del aseo. La pregunta estaba sobre la mesa, y no hacía falta articularla en voz alta. Sin sentarse, se inclinó, cogió su cocktail y bebió de él mientras me miraba. Los dos sentados ante ella. Mi mirada inquieta y encendida le confirmó, una vez más, que yo seguía queriendo todo. Separó sus labios de la copa y negó entonces con la cabeza, como mostrando una enésima decepción, aunque realmente mi actitud y mi decisión ya no podían cogerla por sorpresa.

Carlos se puso en pie, cogió su copa, y comenzaron a caminar hacia los ascensores. Yo cogí entonces la chaqueta de María y comencé a andar tras ellos. No sin antes echar una última mirada al chico del portátil, que abrió sus ojos y asintió, mirándome, en una especie de saludo que mostraba que seguía sin entender demasiado, pero que lamentaba no poder ser testigo de la continuación de aquello.

Nadie dijo nada esperando en el ascensor. Ni una vez en él. Ellos llevaban sus copas y yo su chaqueta. María se miró entonces en el espejo del ascensor, como siempre, y ahí conectó su mirada con la de él. Fue una conexión pura, física. Y yo me preguntaba si no pasaría nada, si jugaríamos al juego de María o si Carlos conseguiría disfrutar del juego original. Todo, como siempre, en manos de María. La cual jugaba una partida de ajedrez, en la distancia y sin saberlo, con Edu.

Salieron del ascensor. Yo quise ir tras ellos, pero no con ellos; y la pareja caminaba junta por el pasillo. A María se le transparentaba mínimamente el sujetador por detrás, y su culo me obnubilaba a cada paso. Él, con su gran porte y aquel traje. Y yo pensaba que, a pesar de su edad, le tenía que resultar tremendamente atrayente.

Recordé sus ojos conectando a través del espejo del ascensor. Aquella tensión inenarrable. Y yo pensaba que él le tenía que tener unas ganas insoportables, y que, si no fuera por mi existencia y por las normas de ella, le habría metido mano en el ascensor y no habría podido contener sus ganas de follarla… tantas que ni siquiera hubiera conseguido llegar a la habitación, tantas que a mitad del pasillo la hubiera detenido… la habría besado, habría caído sobre ella y la habría intentado penetrar, poseído, allí mismo, sobre la moqueta del pasillo.

Se detuvieron frente a una puerta y yo les alcancé. Sacó entonces él una tarjeta con una mano y cogió su móvil con la otra. Cuando me pude dar cuenta entrábamos en su habitación y él hablaba por teléfono con alguien, de algo de trabajo, como si tuviera que mostrar, hasta el final, que era un hombre de éxito y ocupado.

Una estancia amplia. Con un soporte para maletas donde ya estaba la suya, una mesa larga, una cama, donde posé su chaqueta, y en frente de esta dos sillones y una mesita, donde aterrizaron sus dos cocktails. Yo me preguntaba qué hacíamos allí, qué quería María, y qué conseguiría él mientras aquel hombre seguía con su llamada y su voz áspera y cargante me turbaba.

—Toma, explícaselo tú, hazme el favor, que él no me quiere entender —le dijo entonces a María, dándole el teléfono.

Ella cogió su móvil, sorprendida, y comenzó a hablar con alguien, de algo de urbanismo, o algo así, mientras Carlos se sentaba en un sillón y me hacía un gesto para que me sentase en el otro.

María en seguida se enfrascó en aquella conversación telefónica, caminando alrededor de la cama, lenta y erráticamente, mientras él y yo la mirábamos.

—Más claro no te lo puedo decir... —replicó María, rápidamente hastiada, en una conversación que se exaltaba súbitamente, y entonces miró a Carlos.

Parecía que ella y yo nos dábamos cuenta, al mismo tiempo, de que allí se estaba representando aquella vez en la que se habían conocido, con María discutiendo acaloradamente por teléfono mientras él la miraba con sucio deseo.

La conversación continuó y María, desesperada, acabó por soltar su camisa del pantalón, cayendo ya suelta y, tapando el teléfono, se acercó a Carlos, y le susurró:

—¿Esto te pone?

Y él respondió:

—Siéntate con él. Delante de él.

Ella se extrañó, y yo separé las piernas. María obedeció y se sentó delante de mí, con su espalda en mi pecho; mientras le miraba y escuchaba lo que una voz de hombre le decía al otro lado del teléfono.

Se miraban fijamente. María se apartaba el pelo de la cara. Yo me excitaba aunque realmente no estuviera pasando nada.

Ella pegó entonces más su cuerpo al mío, como empujando su culo hacia mi entrepierna.

Y entonces Carlos, dirigiéndose a mí, dijo:

—A ver, Víctor. Haz algo. ¿No?

CAPÍTULO 22

Refugiado tras ella recibía el impacto del olor proveniente de su melena y de su nuca, y también el evidente impacto de aquella frase de Carlos. Ella apenas hablaba con su interlocutor y, mientras yo aún no reaccionaba, dijo:

—Si total no me escucha —y alargó la mano para darle el teléfono, y Carlos lo recibió.

—Si tiene razón la chica, te lo acabo de decir —le habló entonces él al móvil.

María se echó hacia atrás y yo, que seguía escuchando aquel “haz algo”, en mi cabeza, llevé las manos a los muslos de ella, y después a su vientre, y fui subiendo.

—Escuch… Escúchame… —decía Carlos, intentando imponerse a su socio o lo que fuera— te lo acaba de decir la abogada. No seas pesado. Que, por cierto, está buena que te cagas —tras un breve silencio, continuó— No, joder. No me oye. Ya se ha ido.

En ese momento Víctor, o yo, subió más sus manos y llegaron a la zona del pecho de María, y comencé a desabrochar el primer botón. Ella se echó el pelo hacia un lado y se recostó, pero sin presionarme. Y otro botón, y otro. Y yo miraba a Carlos, pero él la miraba a ella, al escote que se creaba y a los ojos, como tantas veces.

Poco a poco fui abriendo todos los botones, mientras él decía:

—Está muy muy buena. Por eso quiero que nos lo lleve ella. Tiene unas tetas de infarto.

María asumía aquella descripción que rozaba lo soez, mientras yo abría del todo su camisa, sin quitarla, y un sujetador oscuro, sin tiras, hacía acto de presencia, haciendo que aquella habitación subiera considerablemente su temperatura.

Miré hacia abajo y vi las tetas hinchadas de María, allí contenidas, moviéndose al compás de su respiración, mínimamente, mostrando inquietud y deseando ser liberadas.

—Espera, espera, que sé que estas cosas te gustan, escúchame —hablaba él a su amigo— escucha, mira que hacía años que no tenía un sueño guarro con nadie, pero la otra noche… con esta… —le contaba con énfasis, algo encendido, ya más chabacano, menos caballeroso, mientras yo, o Víctor, acariciaba su escote, con una mano que temblaba, y pasaba las yemas de mis dedos por aquel encaje negro— la otra noche… con esta… soñé que le metía un polvo de campeonato. Además, en el sueño, ella venía a mi casa, caliente como una puerca… y yo al principio me sorprendía… pero ella me dejaba claro que venía a lo que venía.

Él narraba aquel sueño o aquella invención y yo colé entonces mis manos por la espalda de María, llegué al broche trasero de su sujetador, y lo solté. De golpe la tensión de aquella tela desapareció y sus pechos respiraron. Y llevé mis manos hacia adelante, y tiré de aquel sujetador hacia abajo y florecieron dos tetas grandes, imponentes, colosales, con unas areolas extensas y con unos pezones crecidos que le apuntaban a aquel hombre directamente. Carlos, impactado, escuchaba a su amigo, mientras quedaba afectado por aquellas tetas que caían un poco y repuntaban hacia arriba, amplias, excelsas, puras… impresionantes.

Ella tapó entonces un poco sus pechos, de forma casi instintiva, no con sus manos, sino con aquella camisa rosa abierta, queriendo ocultar lo inocultable, y yo llevé mis manos hacia adelante: primero a su vientre y después subí, y recogí su pecho derecho con mi mano derecha y su pecho izquierdo con mi mano izquierda, con dulzura, casi sin tocarlas, como sabía le excitaba a ella, y acariciaba con aquella finura mínima, sin intentar abarcarlas, pues era imposible, y después dejaba que las yemas de mis dedos se encontrasen casual y desordenadamente con aquellos pezones durísimos, deleitándome con aquella dureza puntiaguda que parecía irreal.

—Y en el sueño —continuó él, que quería mantenerse firme, pero al que casi le temblaba la voz— ella me contaba que jugaba con su novio a calentar a la gente, a clientes y demás, pero que su novio tenía la polla muy pequeña y que por eso venía a mi casa… Sí, sí… ya ves… bueno… un sueño… ya sabes… —casi reía él, que no perdía detalle de aquellas caricias que yo realizaba sobre aquellas tetas perfectas.

María se giró entonces hacia mí, y creí que iba a besarme, como habíamos hecho en el sofá, pero me susurró:

—Baja… Baja la mano…

En ese momento Carlos se puso en pie. Yo no sabía qué iba a hacer. Y, con una mano comenzó a apartar la pequeña mesa que se interponía entre nosotros, con cuidado de que no cayeran las copas.

Obedecí entonces y mis manos bajaron al cinturón de María y comencé a abrirlo, simultáneamente a que Carlos, que escuchaba a su colega, se las apañaba para aprisionar su teléfono entre su hombro y su oreja y se llevaba las manos a la cremallera de su pantalón. Y yo le abrí el cinturón a ella y él nos miraba, y yo bajé la cremallera del pantalón gris de María, al tiempo que él hacía lo propio con el suyo oscuro. Y yo colaba mis manos sobre las bragas de ella, a la vez que él maniobraba para sacarse la polla por el hueco del calzoncillo y por la cremallera del pantalón de traje.

María se dejaba hacer y llevaba una de sus manos a mi nuca, mientras aquel hombre, que reía con su amigo, se sacaba su oscura y húmeda polla, sin desabrochar ningún botón ni abrirse el cinturón.

Mi miembro palpitaba aprisionado y mis manos acariciaban aquellas bragas oscuras y sedosas, con todo su pantalón abierto, al tiempo que Carlos tomaba asiento, nuevamente, con su polla apuntando casi al techo.

—No, no te voy a contar cómo me la follé en el sueño, joder… —reía él, que ya se acariciaba la polla, sin perder detalle de aquellas tetas, ahora parcialmente tapadas por su camisa, y de cómo mis dedos frotaban su coño sobre las bragas.

—No, no tiene cara de guarra. Bueno, sí, depende del día —decía él, con toda su polla y sus huevos fuera del pantalón, iniciando una paja lenta, mostrando aquel miembro con el glande completamente descubierto, y embadurnado de una gran cantidad de líquido transparente, en una imagen que yo sabía tenía que estar impactando a María.

En ese momento, Carlos apartó un poco el teléfono, para que su colega no pudiera escucharle, y dijo en voz baja:

—Métele el dedo, joder.

Pude sentir como María tembló en aquel preciso momento. Y me dispuse a obedecer. Una de mis manos se posó en su vientre y comenzó a reptar, hacia abajo, y comencé a notar su vello púbico recortado y en seguida unos labios sorpresivamente hinchados y hacia fuera. Sentí la humedad de su coño en la punta de mi dedo, y llevé otro allí, para ayudar al primero a separar aquellos labios, pero solo exploró uno, que comenzó a deslizarse por su interior, y comencé a sentir como María me apretaba un poco la nuca, el cuello, al tiempo que aquel dedo fluía, sin ninguna resistencia, por el interior de aquel coño calentísimo.

María jadeó, echó un poco su cabeza hacia atrás, cerró los ojos y llevó sus manos a sus pechos. Y se dejaba hacer, allí, expuesta, acariciando sus tetas, mientras mi dedo se deslizaba por dentro de su coño, con cuidado, con lentitud, y él, sin dejar de pajearse, colgó el teléfono, sin despedirse, y lo lanzó sobre la cama, y susurró, en una orden para cada uno:

—Métele un dedo en la boca. María, no cierres los ojos, mírame.

Yo llevé mi otra mano a sus labios y, mientras ella abría los ojos y le miraba, y yo seguía metiendo y sacando aquel dedo de dentro de su cuerpo, empapándome, noté como ella abría la boca, y le metí entonces no un dedo, sino dos. Y él se pajeaba mientras mis dedos ultrajaban el coño y la boca de mi novia en presencia de aquel señor que, empalmadísimo, pretendía seguir manteniendo la compostura.

—Eso es, Víctor. ¿Te llama Víctor cuando se viste así, no?

—Sí… —dije en un hilillo de voz, sin dejar de meterle dos dedos en la boca a María y uno en el coño.

—Qué —preguntó, poniéndose en pie.

Me aclaré la voz y dije de nuevo:

—Sí.

Carlos, de pie, pajeándose, se acercó entonces a ella, y se detuvo frente a María, con su polla cerca de su cara. Y yo retiré la mano de su boca, y la bajé a sus bragas, para apartarlas un poco y así ayudarme a seguir masturbándola mejor.

Las reglas estaban claras, pero aquella polla erecta la amenazaba a pocos centímetros. No descartaba que quisiera metérsela en la boca. María seguía aferrada a sus pechos y jadeando por el dedo que yo le hacía, firme, duro, y yo no sabía qué quería. Abandonó entonces él su paja y se quitó la chaqueta, en un alarde, sin prisa, con su polla permanentemente cerca la cara de María, y después comenzó a abrirse su camisa blanca, mostrando parcialmente un torso agraciado y cuidado, y llevó entonces una mano a su cadera y reinició su paja con la otra, y María entonces dijo, al tiempo que bajaba sus manos a sus muslos.

—No me toques con eso.

—Claro que no.

—Ni con eso ni con tu corrida. Como me manches te mato.

Carlos bajó entonces una de sus manos, sin dejar de masturbase, a la camisa de María, que abrió, como si descorriera unas cortinas, a un lado y a otro, para deleitarse de nuevo con el impacto frontal de sus tetas desnudas. Y siguió masturbándose, cerca de ella, durante unos instantes asfixiantes en los que María llegó a cerrar los ojos de nuevo y a mirar hacia arriba, hacia él, otra vez, varias veces, mientras jadeaba unos “’Ahh…!” “¡Umm…!” “¡Ohhh…!” tremendamente eróticos, y yo sentía como su coño se fundía en mi dedo, ansiando un dedo más, y su cintura se movía sobre aquel sillón, aprisionando mi miembro y buscando con el movimiento un mayor placer, un placer que se le iba haciendo cada vez más insuficiente; pues insuficiente era mi exiguo dedo en la enormidad de aquel coño que se desparramaba, que se deshacía en humedad, extensión y temperatura.

Él acabó por sentarse y, otra vez con su polla apuntando al techo, dijo:

—¿Quién te está tocando, María? ¿Quién te está frotando el coño? ¿Pablo, Víctor o yo?

María, tapándose otra vez un poco los pechos, gimoteó:

—Él… Pablo…

—¿Seguro?

—Sí…

—Vaya… y… ¿Por qué no le comes la polla, eh? Que lo debes de tener al pobre…

Yo retiré el dedo de su coño. Y esperé. Y entonces ella se puso en pie, le dio la espalda y se arrodilló delante de mí.

—Pero que sea el Víctor ese, eh. Que me habías dicho que lo representabais bien.

María, con su pelo parcialmente sobre la cara, como dejaba caer cuando algo la abochornaba, pero a la vez encendida, maniobraba, de rodillas frente a mí, sobre mi pantalón, deshaciéndose de mi cinturón, abriendo el botón, bajando la cremallera, y bajando el pantalón hasta la mitad de mis muslos, hasta que salieron a la luz unos calzoncillos azules, empapados.

Sin sorprenderse por la tremenda cantidad de líquido, bajó también los calzoncillos, descubriendo una polla, que yacía dura y aplastada, hacia un lado, en un charco pringoso.

María la recogió con una mano al tiempo que Carlos descendía de su sillón y se arrodillaba tras ella. La cual, sin ser consciente de lo que sucedía a su espalda, y casi a cuatro patas frente a mí, con su culo hacia arriba, recogió mi miembro con dos dedos, echó la piel una vez hacia atrás, y una gota densa y enorme se desprendió desde la punta y cayó por todo el tronco.

—Métela en la boca… —dijo Carlos, y María tuvo que saber, gracias el origen de su voz, de su nueva ubicación, pero no se volteó para confirmarlo.

Yo no sabía si él había visto el irrisorio tamaño de mi miembro o si María le tapaba, pero no dijo nada. Y, al tiempo que María acercaba su boca a mi miembro, él, arrodillado tras ella, separó un poco sus piernas, sin tocar piel, y se acomodó entre ellas, como si fuera a follarla desde atrás, pero ambos estaban casi vestidos completamente.

Yo llevé una de mis manos a su melena, la acaricié un poco, y escuché:

—Eso es Víctor, guíala un poco, que igual no te la encuentra.

Alcé la mirada y vi como él acariciaba el culo de ella, sobre el pantalón, como había hecho en la barra, pero ahora todo era diferente, mientras se masturbaba con la otra. Con su camisa blanquísima abierta y sus dientes también blancos, en una mueca tensa constante.

Sentí de golpe un inmenso calor, y es que María se introducía toda mi polla en la boca. La acogía por completo y yo suspiré, echando mi cabeza hacia atrás. Notaba su lengua ardiente golpeando mi miembro durísimo, y como una de sus manos acariciaba mis huevos. Ella sabía que no me podía pajear o yo explotaría, que solo lo podía hacer con la boca. Y así lo hacía. En movimientos largos de su cuello, en un pavoneo algo exagerado, pues la longitud de mi miembro no daba tanto de sí, y yo acompañaba aquel vaivén con mi mano enredada en su pelo.

El sonido de aquella mamada se hacía húmeda y María ahogaba allí unos jadeos morbosísimos que los tres escuchábamos con una nitidez que dejaba sin aire. Ella cerraba los ojos. No quería mirarme. Y, como si él pudiera adivinar la pregunta que yo mismo me hacía, volvió a preguntar:

—¿A quién se la chupas? ¿A él, a Víctor o a mí?

María no respondía y me seguía matando con aquella mamada sin manos y con aquellas caricias en los huevos, y entonces le miré a él, que había posado su polla sobre el culo de ella, sobre el pantalón, y la sujetaba por la cadera, y se las arreglaba para masturbarse con su polla allí posada, acompasando el movimiento de la mamada de ella con el movimiento del cuerpo de él, adelante y atrás, como si de verdad la follara.

Aquel señor lucía imponente con la camisa abierta y con su pollón allí posado, sobre su culo, mientras María, que tenía que estar notando aquella dureza en su trasero, se afanaba en una mamada colosal, moviendo su lengua a toda velocidad, jadeando y cogiendo aire para seguir comiéndomela, mientras su coño, huérfano, abierto, tenía que estar goteando vertiendo sin parar más y más líquido sobre sus delicadas bragas, que apenas debían de ser capaces de contener aquella filtración incesante.

—¿Qué tal te la come, Victor? ¿Te la come bien? —me preguntó y yo jadeé un “sí…” casi inaudible, mientras él ya encajaba su polla entre sus nalgas, nalgas que apretaba, sobre el pantalón… y… volcándose sobre ella, bajó entonces una de sus manos hacia los pechos de María, pero para hacerlo, se ayudaba de la camisa rosa, que recogía para llevar su mano a sus enormes tetas que colgaban, sin tocar teta, sin tocar piel. Y después con la otra mano, dejando su polla allí encajada, y aún más volcado sobre ella, tocándole las tetas a través de la camisa de seda, pero sin tocarla, sin tocar piel, consiguiendo así que María se volviera prácticamente loca al notar sus pechos así acariciados y aquel pollón encajado en su culo…

... y su mamada se hizo entonces insoportable y llevó dos dedos a la base de mi polla y jadeó y gimió, mientras él fingía que la follaba, echando su cadera adelante y atrás, lanzándola hacia mí, y yo deseaba que le bajara los pantalones, las bragas y que la penetrara por fin, que calmara de una vez a aquella hembra que no podía más… y yo no sabía si ella lo quería… pero él no lo hacía, y llevó entonces el dedo pulgar de una de sus manos a la base de su polla, y presionó, fijando su miembro entre sus nalgas y comenzó a frotarse, como si la follara, allí, a cuatro patas, frente a mí, encajado entre sus nalgas, y echó su cabeza hacia atrás y gimió un “¡¡Dios!! ¡¡Me corro, joder!! mientras se rozaba... frenético, adelante y atrás…

… y María gimió en gritos ahogados, en mi polla, y entonces un disparo blanco, enorme, brotó de su polla rociando el pantalón de María y la parte baja de su camisa… Aquel hombre se venía, explotaba allí, y yo, simultáneamente, sentía un torrente de placer que surgía en lo más profundo, que llegaba a mi polla, y que estallaba en la boca de María, la cual asumía, con su coño desatendido y hambriento, como aquel señor eyaculaba sobre su ropa, mientras yo me venía sin parar dentro de su boca. Y dos, y tres y hasta siete y ocho chorros brotaban potentísimos de aquella polla en latigazos largos que manchaban una y otra vez su pantalón y su camisa, su culo y su espalda, y ella seguía acogiendo el placer de los dos, en su ropa y en su boca. Y su cabeza seguía, arriba y abajo, y arriba y abajo, engullendo mi polla y tragando mi semen que emergía sin parar…

… hasta que Carlos se detuvo, se retiró un poco, y, aún con los ojos cerrados, dio un azote, que sonó con fuerza, en el culo, en el pantalón mojado y pringoso de María. Y se echó hacia atrás, mostrando un torso que se hinchaba y se deshinchaba, en una respiración agitadísima.

María apartó entonces la boca de mi miembro. Se lo había tragado todo. Y apenas se podía mover como consecuencia de los enormes lamparones que yacían sobre su pantalón y sobre su camisa. Tan densos y espesos que hacían que su camisa se transparentase por toda la parte baja de su espalda, y hasta pude ver como algún latigazo casi le había alcanzado el cuello.

Yo. Exhausto. La veía allí, a cuatro patas, inmóvil. Y no podía creer lo que acababa de vivir y no sabía qué podría suceder. Y entonces, Carlos, poniéndose en pie, dijo.

—Joder, te he puesto fina. Quítate la camisa y ponte la chaqueta y vas así para casa… A menos que quieras seguir.