Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 19 y 20)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 19

Ella tenía que saber que yo, en el preciso momento en el que la viera así vestida, sabría con precisión el motivo. Pero eso no hizo que su semblante serio y hasta chulesco variase un ápice durante aquel caminar que la llevó hasta nosotros. Y no solo no se incomodó, sino que le pidió permiso a Carlos para hacer un aparte conmigo.

Carlos aceptó y, mientras ella y yo nos alejábamos, oí como él le decía al camarero:

—Esta noche no voy a estar yendo de aquí para allá, a nosotros nos atendéis allí, donde aquel sofá. ¿Correcto? —aclaró, en un tono que rozaba la impertinencia.

Ya suficientemente apartados como para que Carlos no pudiera oírnos, María dijo:

—A ver, en serio. Dime. ¿No sabe absolutamente nada?

Yo la observaba, su pecho se marcaba, su pelo brillante, su semblante fresco, como si no llevara toda el día y toda la semana trabajando… Estaba muy potente. Estaba muy buena. Yo venía de la lindeza casi naïf y angelical de Begoña y me chocaba la belleza sexual de María; esbelta, sí, casi delgada, pero con una contundencia superior.

—Ya te dije que no sabe nada. ¿Y tú? ¿Me vas a explicar… esto? —le dije refiriéndome a su atuendo. Lo cierto era que no era necesario mencionarlo con todas las letras.

—¿Seguro? Pero estuviste allí un buen rato, ¿no?

No quise caer en la trampa. Me callé hasta que ella prosiguió:

—Bueno, ya me contarás… Lo de esto es una chorrada. Le conté de pasada lo de jugar a calentar a Víctor y se le ocurrió esto. Nada más.

Siempre que algo me alarmaba, y no necesariamente porque me pareciera mal, ella lo acababa definiendo como “una chorrada” y a mí no me lo parecía, cosa que le hice saber, y le inquirí también sobre el peligro que pudiera conllevar que él conociera a Víctor, y me dijo:

—No le conoce. En fin. Me mareas, Pablo. Nunca sé qué quieres y qué no. Parece que si no es idea tuya no te vale. Que te molesta que la chorrada ésta del asqueroso de Víctor haya sido idea de él.

Le iba a preguntar que si tan asqueroso le parecía, que me explicara por qué había accedido, pero en ese preciso momento Carlos nos interrumpió, con su diligencia habitual, diciéndonos que nos llevarían la bebida a la mesa, y que fuéramos hacia allí.

Si María hubiera querido le habría cortado, le habría dicho que iríamos en seguida, y habría continuado hasta el final la conversación conmigo, pero como no le interesaba, iniciamos el camino hacia el mismo sitio que la otra noche. Y, cuando me pude dar cuenta, él ya me la robaba, pues hablaba con ella durante ese corto trayecto, caminando yo detrás.

Antes de tomar asiento María se quitó la chaqueta y me la dio, remangó las mangas de la camisa rosa y nos sentamos, como la otra vez, con ella en medio de los dos, y yo posé su chaqueta detrás de mí.

Pronto descubrí que solo el sofá era igual que la otra vez, pues todo lo demás era diferente. Su conexión era mayor. Su conversación era más fluida. La atención que le profería ella a él era total. Incluso temas intrascendentes parecían interesarle de manera plena.

Yo no existía.

Bebíamos y sus conversaciones saltaban de temas de trabajo a viajes por hacer y yo escuchaba “Maldivas” y “Plan general de ordenación urbana” con la misma distancia y desinterés.

Nos contó entonces que esa noche se hospedaba en ese mismo hotel, ya que al día siguiente tenía un vuelo muy temprano, por un viaje de trabajo, y que su vida no entendía de lunes, ni de jueves, ni de fines de semana.

—Me ahorro conducir cuarenta minutos desde la casa de la playa y así de paso se la dejo libre a la de 19, que se ha echado novio —medio rio, queriendo representar la suma expresión del padre moderno y comprensivo.

Nadie le replicó y él continuó:

—Hasta que no tienes una edad es complicado buscarse la vida en ese sentido. Qué menos que facilitarle las cosas —dijo él, con su sobriedad habitual, como si no estuviera hablando de que su propia hija estuviera seguramente follando con su novio en su casa en aquel preciso instante— ¿Y tú, María? ¿Te buscabas la vida en ese sentido? —preguntó, de una forma un tanto forzada.

—Como todos, supongo.

—¿Con quién? —preguntó.

—Pues con un novio, en la universidad.

Carlos bebió de su copa, como esperando a que ella desarrollara aquello, y efectivamente acabó haciéndolo:

—Lo normal. Coche. Hotel cutre. Nada especial. Lo curioso, o lo gracioso, era que el chico medía como dos metros.

—Con un chico de dos metros en el coche —dijo él.

—Sí. Imagínate.

—Intento imaginarlo —soltó serio, y María bebió, y yo sentía, aún más, que sobraba.

—¿Todo grande? —preguntó Carlos.

—Todo grande. Menos el coche —respondió ella, tan seria como él. Y yo no sabía si la seriedad era una cortina de humo de otra cosa. Tampoco tenía ni idea de quién era aquel chico del que hablaba.

—¿Y tú? ¿Te… buscabas la vida? —preguntó María.

—Me la buscaba y me la sigo buscando, ¿no?

Se hizo un silencio. Miré a mi alrededor. Había bastante gente. Bastante luz. Después sabría que no era el único que reparaba en aquello.

—¿Sabes? —dijo Carlos— la otra noche me preguntabas por aquellos pensamientos que me llevarían a la cárcel si… la policía pudiera leerme la mente.

—Sí, ¿te vas a lanzar con uno? ¿O sacas el tema para hacerte el interesante? —dijo ella.

—Diré uno… en el que fuiste protagonista.

Él esperaba que ella manifestase su interés. Pero ella no dijo nada. Y no le quedó más remedio que proseguir:

—Pues, la primera vez que me mandaron a tu despacho, me hiciste sentar, porque estabas hablando por teléfono. Estabas de pie, paseando mientras hablabas por el móvil. De hecho le estabas echando la bronca a alguien.

—¿Y?

—Nada, que pensé de todo en ese momento.

—No sé si me estás diciendo que eso te puso como para imaginar algo punible.

—Más o menos.

—Tienes él… ¿fetichismo de chicas echando broncas por teléfono a colegas o clientes?

—Igual es fetichismo de mujeres que saben lo que quieren.

—No te creas que tengo muy claro lo que quiero —dijo ella.

—Yo ahora mismo sí. Algo que querría que pasara ahora mismo. Pero no quiero estropearlo.

—No hay nada que estropear, si quieres algo puedes decirlo.

—Pues me gustaría que os besarais, aquí, como la otra noche, con calma, y que me dediques ese beso, si puede ser. Pero entiendo que hay mucha gente. Debí haberte propuesto otro sitio.

—¿Y cómo se dedica un beso? —preguntó ella, con su permanente seriedad.

—Me miras. Le buscas. Cierras los ojos. Lo sientes. Acabas. Y me vuelves a mirar.

—No parece muy difícil. Creí que ibas a pedir algo más fuerte. Teniendo en cuenta lo que… hicimos la otra noche.

—¿Te refieres a lo de que prácticamente me mearas encima o a lo de la paja que me hiciste? —preguntó Carlos, imperturbable, pero alterándome, y seguro alterándola a ella. Si bien ella parecía disimularlo bien.

—Me refería a lo de la paja, si te soy sincera.

—Buena… paja… por cierto…

—No tiene mucha ciencia —respondió María.

—Me han hecho pajas terribles, créeme —soltó él.

Se hizo entonces un silencio. Se miraron. Y él acabó por decir:

—Bueno. El beso. Dedicado. ¿Recuerdas el orden para que pueda considerarse dedicado?

—¿Qué dices, Pablo? ¿le hacemos el favor? —preguntó, girándose hacia mí, incluyéndome casi por primera vez.

Yo llevaba un rato pensando qué hacíamos allí, cuales eran las intenciones de cada uno, y, durante el tiempo en el que ellos se habían enzarzado, había concluido que Carlos se la quería follar, que quería protagonizar el juego original: follarla él y yo mirar, o sin mí. Pero que no iba a forzar nada, que respetaría las normas de María y de su nuevo juego, que prefería pecar de contenido antes que dar un paso en falso; así que, como consuelo, quería que le mostráramos lo que hacíamos…

… Y también concluí que ella tenía muy claro que sus nuevas reglas eran inalterables, tan claro como que ella sentía una mal disimulada atracción por él, pero que mostrarse poderosa, exhibirse y enseñarle cómo fantaseábamos, constituía una exposición controlada que la excitaba tremendamente.

Yo, produciéndome Carlos cada vez más rechazo, no podía evitar sentir tanto morbo o más que María por lo que estábamos empezando a vivir con él, pero veía en aquel emisario de Edu, y en aquel nuevo juego, todo el peligro que ella no quería ver.

CAPÍTULO 20

Se clavaron la mirada y yo cogí aire. Ella posó la copa sobre la mesa, manteniendo las piernas cruzadas, girada hacia él y se recostó sobre mi pecho. Llevó entonces una de sus manos a mi nuca y nuestras bocas se buscaron. Y se encontraron. Sus besos fueron en un inicio algo diferentes, como pequeños picos, cortos, labio con labio, humedad con humedad.

Y después nuestras bocas se fundieron más y nuestras lenguas entraron en acción, en un morreo espeso y cargado de erotismo, pero que era como un erotismo trasladado, pues lo guarro de aquel beso provenía más de Carlos que de mí. No era que ella se imaginase que mi lengua era la suya, pero él estaba más presente que como mero voyeur. Había algo más. Y María apartó entonces un poco la boca, y lamió mi labio inferior con su lengua, en un alarde de impudicia y de maestría. Yo notaba que mi miembro crecía… y abrí los ojos mientras nuestras lenguas se volvían a fundir y vi la mirada de Carlos, frunciendo el ceño, achinando los ojos, deleitándose, contenido.

María finalizó el beso. Cogió su copa de nuevo y, mientras le miraba fijamente, dio un largo trago.

—Tenéis que perdonarme. Fue una torpeza venir aquí. Hay demasiada gente —dijo él, contrariado, buscando que esa aflicción disimulara su excitación.

Miré entonces a mi alrededor, y, ya me había dado cuenta antes, si bien no le había dado demasiada importancia, pero había un chico joven, sentado en un sillón cercano, el cual, agazapado tras su ordenador portátil, parecía no perder detalle de lo que sucedía.

María posó la copa y él dijo:

—Entonces… ¿Esto lo habéis hecho con ese Víctor? ¿Lo de vestirte de una forma que a él le gustara y besaros o tocaros delante de él?

—No. No. Con él no tenemos ningún trato.

—¿Entonces cómo supiste que a él le excitabas así vestida? —preguntó y yo tragué saliva.

—Pues… No lo sé. No me acuerdo.

Carlos jugaba al gato y al ratón. Él sabía que María sabía aquello por Edu. Sin duda. Y metía en un brete a María, a la cual cogía a contra pie por primera vez.

—Otra duda… —prosiguió, y yo sentía que María se incomodaba— es que… la otra noche, con la… paja que me hiciste… entiendo que se puede tocar mientras no se toque carne, o piel.

—Entiendo que sí —respondió ella, la cual empezaba a parecer desbordada, y también parecía no querer que aquello derivara en una batería de preguntas.

Carlos alargó entonces su mano, y la posó sobre el muslo de la pierna derecha de ella, que montaba la izquierda. En esencia, tocaba solo pantalón.

Estábamos realmente cerca los tres, y yo miré a aquel chico del portátil que cada vez tenía que estar entendiendo menos.

María le miraba. Él no retiraba la mano. Nadie decía nada. Yo podía sentir el corazón latiendo de María y su piel erizarse por el tocamiento de aquel hombre, que la iba cercando poco a poco.

—Pablo, ¿me permites que te la robe un momento? —preguntó, poniéndose en pie, muy dispuesto.

—La quiero invitar a un cocktail que hacen aquí que está espectacular. Pero si te parece mal que te abandonemos cinco minutos…

—No, no, está bien —dije, mientras María se incorporaba, sin mirarme, algo reacia y yo no sabía si el recelo obedecía a que no quería ir, o a que las formas habían consistido casi en una orden encubierta, y eso a ella no le gustaba.

Acabaron por posar sus copas casi vacías sobre la mesa y desfilaron esos quince metros hasta llegar a la barra. Durante la primera mitad del trayecto les miré, de nuevo parecían jefe y subordinada en viaje de trabajo, y durante la segunda mitad miré al chico del portátil, que no parecía perder detalle de los andares elegantes de María sobre aquellos tacones, de su camisa rosa de seda bien metida bajo el pantalón y de su culazo enfundado en aquella tela gris. Seguramente él, y muchos de los allí presentes, hubieran preferido aquel culo embutido en unos vaqueros, pues aquel pantalón que vestía te dejaba solo el cebo, dejando que fueras tú quien evocase el resto.

Una vez allí él no tardó en hacer uso de su reciente licencia, y es que posaba su mano sobre la cadera de ella, y se hablaban cerca. María se tocaba el pelo, algo incómoda, algo acosada, pues sin mí le era más difícil mostrar poder. Pero él parecía saber llevarla, seguro alternando momentos distendidos con frases y preguntas más hostigadoras.

Él le dijo entonces algo al oído y ella parecía que le pedía que lo repitiese. Estaban realmente pegados. Cara con cara. Con aquella mano furtiva sobre su cadera y con el culo de María a la vista de todos. También estaba a la vista de todos la diferencia de edad y hasta de mando. Yo miraba las caras de la gente de aquella parte del salón y casi podía presentir los cuchicheos de grupos de amigos de viaje, o de hombres de negocios… casi podía escucharles pensar cosas como: “Parece que el jefazo está echando el resto, a ver si la emborracha… y se la acaba follando”. Casi podía sentir la camaradería del sexo masculino deseando que aquel pibón cayera, en un: “Sigue intentándolo, insiste, ojalá te la folles”.

María bebió de su cocktail, que ya poseía, y, para mi sorpresa, posó su mano en el pecho de él, quizás por petición suya, reclamado por él por estar permitido, y entonces él bajó más su mano y recorrió el trasero de ella, de abajo arriba, con las yemas de sus dedos, sobre el fino pantalón de traje gris, tan fino que ella tenía que estar sintiéndolo. No era un magreo. Era una caricia. Suave. Que seguro la hacía estremecer.

Pensé entonces en ella, en una mujer, como ella, con toda la sexualidad que albergaba… que no follaba realmente desde hacía casi dos meses, desde Roberto, porque lo que vivía conmigo no era follar; acosada y acariciada por aquel hombre maduro, el cual daba la sensación plena de que sabría hacerla disfrutar… de que sabría hacerla correrse… de que sabría poseerla como ella merecía.

Y ella no apartaba la mano, que seguía con aquella caricia sobre una de sus nalgas. Y yo no podía ver bien la cara de María, pero la podía sentir ruborizada, y es que no hablaban. Solo se miraban. Ella con su mano en el pecho de él y él con aquella caricia en su culo.

Mi miembro palpitaba y yo volvía a mirar al chico que no perdía detalle, que acababa de ver como ella se había besado conmigo, en los morros de un señor que ahora le acariciaba el trasero con un cuidado que le hacía ansiar a él, a mí, a todos, y seguramente a ella, que desembocara en un contacto más vehemente.

Sentía una tremenda excitación y en cierta forma hasta pena por ella. Su vuelta de tuerca a nuestro juego podría valer si ella no deseara al tercero en discordia. Pero tener que guardarse todo aquello, para salvarme, para salvarnos, era su enésimo esfuerzo.

Carlos comenzó a hablarle al oído. Cara con cara. Sin tocarse… aún. Y es que estaban a un beso de que todo saltara por los aires. Un beso y ya no existiría el segundo juego, sería volver al primero y por tanto al peligro máximo. Y de golpe lo entendí todo. Entendí a María. No quería tocar, no quería piel con piel, porque aquello desembocaría en follar, y sabía que si lo hiciera con Carlos una vez, desembocaría en hacerlo tres o cuatro veces, y, si aquello sucedía, ya no podría volver a mí. Y quizás ese fuera el motivo por el que nunca había querido volver a hacerlo con Edu.

Aquel hombre, aquel emisario de Edu, posó su copa en la barra y llevó entonces sus dos manos a la cintura de ella. El ataque era inminente y el castillo de naipes de María estaba al borde del derrumbe.

Vi evidente que él lo había maquinado todo, quizás hasta con Edu. El hecho de hospedarse allí, el hecho de no referirse a mí prácticamente en toda la noche. El hecho de calentarla. De excitarla. Y pensé entonces que seguramente, en aquel preciso momento, le estaba haciendo ver, tácita o explícitamente, que ni el segundo juego ni el primero tenían ya demasiado sentido.

Pero el ataque no se produjo. Y se separaron.

Y, antes de que me pudiera dar cuenta, María se iba hacia el aseo y Carlos venía hacia mí, con aquellos dos cocktails de los que aún quedaba algo más de la mitad de bebida.

Los posó sobre la mesa. Con calma. Marcando los tiempos. Se sentó cerca de mí. Me miró fijamente. Se aclaró la voz, y me dijo:

—Le he dicho de acabarnos esto arriba, en mi habitación. Y me ha dicho que solo si vamos los tres, y que solo si tú quieres.