Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 17 y 18)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 17
Me dolía profundamente leer aquello. Palabra a palabra sentía un desagrado agudo, que me iba punzando. Pero sabía que tenía que ser racional, que no podía permitirme ahogarme en la desazón por quedar mal con aquella chica, la cual no conocía apenas de nada. Si bien, no era menos cierto que la pobre no tenía culpa de nada, y que su enfado constituía el enésimo daño colateral de mis locuras.
Pensé que quizás lo mejor para mi propia subsistencia era hacer como si no hubiera leído nada. Al fin y al cabo estaba claro que iba a quedar mal con ella sí o sí, y no me veía yendo de nuevo a su casa, a recibir su rapapolvos, y más la noche en la que se abría de nuevo la posibilidad de que algo contundente pudiera añadirse a nuestra reciente historia con Carlos.
Pero después me di cuenta de que no podía mantener aquella bomba de relojería en el despacho de María sin desactivar. Si no lo zanjaba con Begoña las posibilidades de que ella hablase con María se multiplicarían… Así que parecía que no me iba a quedar más remedio, otra vez, que acceder a sus condiciones.
Pero esa noche, al contrario que las otras dos veces, no podía quedar con Begoña sin que María sospechase. Decidí entonces esperar a que María saliese del despacho para llamarla y conocer bien su plan para esa noche y así poder revelar lo de Begoña. Sin duda temía que si le confesaba sobre la información que manejaba la novia de Edu, María quisiera echar atrás lo de Carlos, pero no me quedaba otro remedio.
Le escribí pidiéndole que me llamara tan pronto saliese del trabajo y efectivamente así lo hizo. Le pregunté entonces por sus planes y me dijo que iría a casa, se cambiaría y que cenaría algo con su prima, la cual le acababa de llamar, que después iría para el hotel, y que nos podríamos ver allí sobre las once.
Mientras hablaba mi cerebro maquinaba sobre cómo y qué contarle de Begoña. Finalmente, cuando acabó de hablar, cogí aire, me armé de valor, y le dije que Begoña me acababa de llamar, diciéndome que le había cogido el teléfono a Edu y que, por lo visto allí, sospechaba que nuestras respectivas parejas se habían liado y que quería quedar conmigo para hablarlo.
Fue curioso porque, mientras ella me había estado contando, había estado escuchando de fondo el ruido de sus tacones por la calle, y de golpe dejé de escucharlos. Oía el ruido de la calle, al otro lado del teléfono, pero nada más.
—¿Y... qué le has dicho? —preguntó, tras un silencio, en un tono muy serio.
—Pues… que no me creía nada…
—Joder… —resopló, seguramente estudiando rápidamente hasta qué punto podría ser grave aquello.
—Ya…
—¿Para hablarlo dónde? Sé que estuvo en Madrid con Edu el fin de semana pasado, lo que no entiendo es que te llame ahora… ¿Apuntó tu número hace cinco días y te llama ahora? No entiendo nada, de verdad. Porque te llamó ahora mismo, ¿no?
—Sí, bueno, hace un rato. Para hablarlo en su casa, me dice.
—¿O sea que te acaba de llamar ahora, desde el despacho?
—Sí, no sé. Supongo. Y… creo que debería ir, María. Es mejor saber bien lo que sabe. Yo me hago el tonto y, a menos que venga con pruebas clarísimas, que no creo, pues si las tuviera habría contactado ya el domingo conmigo… yo me hago el tonto y a ver si la cosa queda ahí.
—Joder… qué lío, dios… Lo que faltaba… —resoplaba María, al otro lado del teléfono, de nuevo con aquel sonido de tacones de fondo que me indicaba que había reiniciado la marcha.
—Está bien —prosiguió— es verdad que lo mejor es cortar esto cuanto antes. Ve allí y a ver qué sabe. Me llamas tan pronto salgas… y… joder… puta chalada, de verdad. Que te llame a ti… La madre que la hizo…
—Vale…
—Y ten cuidado que esta de tonta no tiene un pelo —quiso advertirme.
—Sí, vale.
—¿Pero te dijo de ir ahora ya?
—No sé… Le escribiré a ver. Que de todas formas me tendrá que decir su dirección.
—Tampoco entiendo que te llame, te maree, y no te lo cuente ya, y que quiera que vayas a su casa. Igual es que quiere que le des vueltas… que hagas memoria a ver si tú sospechabas algo… Bueno, tú ve contándome. Dios… de verdad… —murmuraba María, entre la preocupación y el enfado.
La conversación había ido mejor de lo esperado. Todo el follón con Begoña podría acabar aquella misma noche, pero para ello sabía que seguramente tendría que acabar pidiéndole el favor de que no le contara nada a nadie del despacho, y que no le dijera nada a María.
Le escribí entonces a Begoña un escueto “Está bien. Dime la hora a la que quieres que me pase” y pronto me contestó diciéndome que sobre las nueve y media.
Al rato salí del trabajo, llegué a casa y María ya no estaba, cené algo y fui al encuentro con Begoña.
Conducía sin querer darle demasiadas vueltas a qué versión me contaría esta vez y maldiciendo que se me juntara todo precisamente aquella noche.
A pesar de mis intentos de no visionar su reprimenda me fui poniendo nervioso, más y más tenso, a medida que aparcaba, caminaba por su calle, timbraba en su portal, subía en el ascensor y llamaba a su puerta.
Antes de que me abriera revisé mi teléfono y María me había escrito:
—Cuéntame tan pronto puedas qué sabe la criaja esa.
Guardé mi móvil en el preciso momento en el que la puerta se abría y aquella criaja, como decía María, en sus ya conocidas mallas oscuras, una camisa blanca, tan blanca como las perlas de sus pendientes, con la que quizás había ido a trabajar aquel mismo día, y una chaqueta de punto rosa bastante gruesa y amplia, aparecía y se apartaba, dejándome paso, seria.
—Hoy no hay cerveza. Y por favor siéntate —dijo tan pronto llegué al salón.
Tomé asiento y ella se recogía el pelo en una cola. Notoriamente enfadada.
—¿Vas a hablar tú o lo hago yo? —preguntó.
—Tú, mejor —respondí.
—Sí, será mejor que hable yo. Total, tú ibas a mentir…
—Bueno…
—Bueno, qué —alzó la voz.
—Que tampoco te pases, que yo… tampoco te conozco de nada… ni te debo nada.
—No. No. Está claro. Y si tú estás satisfecho con cómo eres… no estoy yo aquí para cambiarte.
Nos quedamos un instante en silencio y ella fue a la cocina. Volvió con un vaso de agua. Para ella.
—Está bien. Hablaré yo. Y solo quiero que, cuando acabe, me lo confirmes. Tampoco te pido más.
Asentí con la cabeza.
Dio un trago, posó el vaso sobre la mesa de centro y allí, de pie frente a mí, descalza, guapa y todo lo seria que podía ser, comenzó:
—Pues resulta que, el domingo por la mañana, le dije a Eduardo que todo lo que me había contado sobre lo suyo con María era realmente… no sé como decirlo, como muy inconsistente, ¿vale? Y mira, no soy idiota, quizás ya estaba con otra en Madrid, y por eso cantó tan fácilmente, pues lo que quería era deshacerse de mí, pero me dijo que me había puesto los cuernos con María, y muchas cosas más.
Tragué saliva y me incliné un poco hacia adelante.
Ella continuó:
—Es que, de verdad. Es increíble. Me dijo que lo habían hecho en la boda y que tú estabas allí presente. Que eres de los que les pone que se lo hagan a su novia y mirar. Me dijo que tú habías montado todo para que eso pasase y que se lo habías pedido a él a espaldas de María. Pero que ella sabía que tú querías eso, pero que no sabía que habías… cómo decirlo… que lo habías hablado con él antes. Que estabas jugando a dos bandas, vamos. Hasta que al final insististe tanto en la boda que acabó sucediendo. Me dijo que quisisteis repetir pero que él no quiso y que, una vez dejó a Nati, María en el despacho se lo quiso montar con él sin que tú lo supieras pero que él no quiso, que solo accedió a lo de escribirse esas cosas, pero que nunca lo quiso volver a hacer realmente, y entonces yo le pregunté por esa vez de hace como un mes y pico en la que María estuvo en su casa y me dijo que sí, que María quiso hacerlo de despedida, y que le acabó… entrando… o sea, María a él, y que lo acabaron haciendo. Que… follaron, vamos. O sea que a mí también me puso los cuernos. Y a ti también. Porque si tú no te enteras sí son cuernos. A menos que María te lo haya dicho, claro, y a ti te parezca bien.
A mí se me salía el corazón del pecho a medida que, ella, desordenada pero implacable, narraba aquello que contenía muchas verdades, y esperaba que contuviera también varias mentiras.
—Pero… —alcancé a decir— Vamos a ver… ¿Para que iba a ir a casa de Edu el mes pasado si a él aún le quedaba casi un mes en el despacho? ¿Qué clase de despedida es esa?
—Porque Eduardo le envió una foto que tú le habías enviado. Porque María no sabía que tú habías convencido a Eduardo para hacer… esa especie de trío… Y él se quiso vengar de ti… y le envió la foto. Y entonces María se enfadó contigo y lo quiso hablar con él. Él le explicó lo que había pasado, ella le dijo que el enfado lo tenía contigo y no con él… y lo acabaron haciendo.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza —protesté.
—¿El qué?
—Que lo hicieran ese día.
—Claro, todo tiene sentido menos lo que te jodería que hubiera sucedido, ¿no? Lo que pasa es que te estás dando cuenta de que eres un… ¿cómo se llama…?
—Un… cornudo… —dije.
—Sí, vamos, que… no eres un cornudo… buscado, sino que lo eres de verdad.
Negué con la cabeza.
—A ver. Pues dime qué es verdad. Cuéntame tú.
—Está bien —dije llevándome por un instante las manos a la cara— la verdad es que sí es cierto que contacté con él para que lo hiciera con María y yo mirar. Sí es cierto que en la boda eso sucedió. Pero después de eso María dijo que con alguien del despacho era una locura, así que rompimos toda relación en ese sentido con Edu y nos buscamos la vida por otro lado. Y eso... que… hace como un mes y medio, él se enfadó y le envió la foto a María para delatarme, y entonces María fue a su casa la semana siguiente para zanjar el tema, y, obviamente, no se pusieron a follar sin más.
—Mira. Me es suficiente con eso.
Se hizo un silencio. Yo no sabía qué más decir. Y seguramente ella tampoco.
Le hice un gesto como indicándole que eso era todo.
—Bueno, pues si eso es lo que hay, quiero que te vayas ya —dijo.
Me puse entonces en pie y ella continuó:
—Si lo hicieron hace un mes y medio y por lo tanto a mí me ha sido infiel solo lo saben ellos. Pero ya me dirás tú para qué se lo iba a inventar, sabiendo que tan pronto confesara eso yo le dejaría, cosa que hice.
—Pues tú misma lo dijiste antes. Que igual ya está con alguien en Madrid y te quería sacar de en medio. ¿Acaso peleó mucho cuando le dejaste? —pregunté, confiando en que aquel farol me saliera bien.
Begoña no quiso mentir, y no dijo nada.
—¿Sabes qué es lo peor? —prosiguió entonces— que el viernes pasado llegué a su casa y no se le ocurre otra cosa, como habíamos dicho en broma tú y yo, que hacérmelo con la fantasía esa de que yo fuera María. Hay que ser hijo de… En fin...
—Pues… —dudé si decirlo o no, pero me acabé lanzando, en un afán ciertamente kamikaze, pero queriendo, por encima de todo, dejar mal a Edu y que ella ni se plantease volver con él.
—¿Qué? —preguntó, cerca de mí, los dos de pie.
—Que… No recuerdo cuando, igual hace dos o tres meses. Edu le envió una nota de audio a María en la que se te escuchaba a ti gimiendo. Vamos, que te grabó mientras… te… eso… mientras lo hacía contigo.
—No me lo estás diciendo en serio... —dijo, súbitamente desbordada, yendo hacia el sofá, y siendo ella ahora la que se llevaba las manos a la cara. Empecé a dudar si empezaría a llorar.
Me sentí mal. Me sentí injustamente cruel. Supe de inmediato que no debería habérselo dicho.
—Y María te lo enseñó, claro.
—No… le cogí yo el móvil un día y lo descubrí —mentí.
Tras un silencio, dijo:
—A ti también te han puesto los cuernos, Pablo. ¿Lo sabes, no? Otra cosa es lo que te importe, que eso ya no lo sé.
Me quedé callado y me senté junto a ella, que solo apartaba las manos de su cara cuando me hablaba. No sabía si consolarla o qué hacer. Aunque en el fondo se mantenía con bastante entereza.
—De verdad… Estáis mal de la cabeza —dijo, girándose hacia mí, con los ojos algo encendidos, pero lejos de estar húmedos— Me lo dicen de otra… pero de María… que se lo monte con Eduardo mientras su novio mira… y es que no me lo puedo ni creer… o sea… de otra aún… pero María… con lo… recta que parece… Alucino, de verdad. Es que no me lo creo.
Dejé que se desahogara. Estuvo un rato dándole vueltas a su incredulidad. Y yo solo quería que se acabara calmando e irme, no sin antes sacar de allí el compromiso de que no detonara una bomba en el despacho.
Me preguntó por qué le había mentido y le dije que no había tenido mucho más remedio, pero no supe si me creyó.
—¿La dejarás entonces, no? —volvió a insistir.
—No lo sé…
—Es que de verdad no crees que lo hicieran más allá de aquella vez en la boda de Alberto, ¿no?
—Es la palabra de Edu contra la de María… Y yo, obviamente, la creo a ella. Si tú le crees a él… hasta lo veo normal.
—O sea, que mis alternativas son, que o me ha puesto los cuernos y ha sido sincero finalmente, o no me los ha puesto y me ha dicho que sí para que yo le deje porque ya está con otra, ¿no?
Me encogí de hombros y ella sonrió.
—Qué bien, ¿no? —volvió a sonreír, con un impactante encanto. E impactante era también que no hubiera llorado, y que ni en el fondo hubiera estado cerca.
Acabó finalmente por ponerse en pie, indicándome que allí ya no había mucho más que hablar.
Ya bajo el marco de la puerta, estando yo en el rellano y ella justo dentro de sus dominios, me dijo:
—Por cierto… Me ha dicho Eduardo que la tienes pequeñísima.
Me sorprendió, pero no me pareció mal, pues lo dijo curiosa, sin ánimo de herir.
Yo volví a encogerme de hombros.
—Veo que a María no, y por eso acabó haciéndolo con Eduardo y con dios sabe cuantos más. Pero a mí me daría igual.
—¿Qué quieres decir?
—Que cuando estás enamorada de alguien eso no importa absolutamente nada. Si yo estuviera enamorada de ti, por mucho que hubieras insistido, nunca lo habría hecho con nadie más que contigo.
Me quedé callado. La vi más guapa que nunca, refugiándose en su chaqueta de punto rosa, toda una mujer, pero a la vez con una inocencia, un encanto y una coquetería involuntaria que dejaba sin aire.
—Somos los únicos tontos. Así te lo digo. Que tú eres un liante de cuidado, ya tenías pinta, —sonrió— pero que te la ha jugado no tengas ninguna duda.
—¿Y si somos los únicos tontos qué? —pregunté.
No sé quién se acercó, si ella, si yo, o los dos. Y yo no quería. No quería pensar que ella tenía razón y no quería dejar que aquello sucediera. Pero cuando me quise dar cuenta fui yo quién, incomprensible pero inevitablemente, como en un impulso que me salía de lo más profundo, besé su mejilla, y sí que entonces no se quién puso más… no sé quién giró más la cara en busca del encuentro, pero nuestros ojos se acabaron cerrando y nuestros labios acabaron contactando… y sentí sus labios increíblemente suaves rozando los míos… y aquel tacto era tan atrayente que resultaba obligatorio… y nos besamos… Nuestros labios se fundieron, lentísimamente, sintiéndose como si fuera el primer beso en años y hubiera que deleitarse y recrearse con cada milímetro, hasta notar como aparecía la humedad… y mi mano fue a su cara… y su mano fue a mi mano… y el beso se extendía en el tiempo… y se hacía sonoro… y no sé tampoco si ella o yo, pero alguien impidió que nuestras bocas cometieran el error de abrirse, quedando todo en un beso prolongado, preciso y hasta bonito, pero sin alcanzar cotas de pecado extremas, pues nuestras lenguas habían rehusado participar.
Nos apartamos. Nos miramos.
—¿Qué haces… ? —susurró, poniendo una mano en mi pecho, como si ella no hubiera puesto por lo menos la mitad.
No dije nada. Todo había pasado, de la nada al todo, en unos diez o quince segundos, como si algo superior nos hubiera controlado y dirigido.
—Déjala… —dijo, apartando su mano.
Mi silencio no la impedía continuar:
—¿A dónde vas ahora? Con ella, supongo.
—Sí —respondí.
—¿No habréis… programado uno de esos encuentros con alguien, en los que ella se lo pasa en grande y tú miras?
No supe ya qué contestarle, allí plantado, sorprendido por tanta pregunta sobre María, aún afectado por el beso, y aún sin saber si me sentía mal o bien por lo que acababa de suceder.
—Que, por cierto, que eso no te lo he contado —prosiguió —me dijo también Eduardo que… a pesar de que él no había querido seguir con vuestra locura esa, le había propuesto a María que lo hiciera con el Víctor ese que nos descarga los programas, y con un tal Marcos. ¿Eso lo sabías?
—Sí…
—Por eso aquella vez que quedamos, el día que te conocí, que estaba Víctor, con una señora extranjera, en la terraza aquella… que yo me fui… O sea… Que aquello lo montó Eduardo para ver si María quería con Víctor… Vaya locura… de verdad… —decía ella, intentando atar cabos.
—Algo así, supongo —dije.
—O sea que el trato con Eduardo… en ese sentido, sí siguió después de la boda.
—De forma indirecta… se podría decir que sí —le aclaré.
—Y que ella no quiso con ellos ¿no? No quiso con Víctor ni con el Marcos ese.
—No, ella no quiso —dije.
—Vale. Entonces también sabrás que hace unas semanas Eduardo le ha contado la historia que os traéis a Carlos, un cliente nuestro, un señor que se pasea por el despacho como si fuera el jefe o algo, y que está a ver si se la tira, ¿no?
Me quedé completamente helado. De golpe. Mi corazón se detuvo. No me lo podía creer.
CAPÍTULO 18
Ante mi silencio, ella ladeó la cabeza, extrañada, y tuve que reaccionar, para que no sospechara.
—Sí… —titubeé— Carlos, sí… pero… no parece que quiera ella. Ni yo. Supongo… teniendo en cuenta… los últimos acontecimientos —dije, como un zombie, dirigiéndome hacia el ascensor, y despidiéndome con un desangelado gesto con la mano.
Pensé entonces que ya tendría tiempo para maldecir a aquel hombre de negocios, tan arrogante como impostado. Tenía que llamar a María cuanto antes, y lo hice mientras caminaba hacia el coche. Le dije que Begoña no sabía nada, que le había curioseado el teléfono, pero que Edu en seguida se había acercado a ella, y que lo había tenido que dejar. Que había visto lo justo como para saber que la conversación no era de trabajo, pero nada más.
Con bastante ruido de fondo, María me contestaba:
—Qué cosa más rara.
—¿Por qué?
—Pues… porque… lo último que he hablado con Edu por mensajes te puedes imaginar lo que es.
Me quedé pensativo. Era cierto. Lo último era la foto.
—Ya… no sé… igual Edu estaba revisando la conversación contigo, dejó el teléfono y ella vio una conversación anterior.
—Bueno, si dices que no sabe nada, no sabrá nada. No me voy a volver loca ahora. Ya me contarás bien. Puedes venir ya. Estamos en la barra, tomando algo.
—¿Cómo has llegado? —pregunté.
—En taxi, ¿por?
—Por nada —dije, de golpe extrañamente preocupado porque Carlos la hubiera recogido, como si aquello pudiera tener mayor importancia.
Colgamos, me subí al coche, y no paraba de pensar en que yo había tenido, desde un primer momento, una especie de sexto sentido que me indicaba que no debía fiarme de Carlos. Y es que había sido todo demasiado sencillo. Encontrarnos con un hombre discreto, formal, sereno, cercano, que quisiera saber de nuestro juego. El hombre perfecto para que jugásemos y que ese juego, más inofensivo y controlado, nos salvase. Efectivamente no había sido una bendita casualidad sino un enviado de Edu, el cual parecía no irse nunca.
Sobre la posible infidelidad de María yo seguía confiando en ella. No me la imaginaba en el despacho, suplicándole de vez en cuando que él se lo hiciese de nuevo. Ni tampoco aquel polvo de despedida. Quizás no quería creerlo.
Y también estaba el tema de qué hacer con Carlos, si revelarle a María que era un impostor. Deduje que no me tendría por qué ser difícil encajar que “Begoña me había dicho que Edu le había dicho…” Pero sabía que delatarle sería poner fin a cualquier posibilidad relacionada con nuestro juego durante semanas, y quién sabe si para siempre. Y lo peor no era eso, sino que en aquel momento, y por primera vez, veía más probable que María me dejase como consecuencia de no jugar que de jugar. Sabía que ella, a la octava vez, la décima o la que fuera, que nuestro acto sexual fuera insuficiente y hasta penoso, podría sopesar seriamente que no podíamos seguir así.
También estaba lo sucedido con Begoña. Aquel beso. Y pensé que sobre eso tendría que reflexionar más adelante. Solo sabía que no me sentía del todo culpable, aunque la lógica indicaba que debería.
Llegué al aparcamiento más o menos a la hora establecida, y vi el coche de Carlos, algo alejado con respecto a otros coches, y decidí aparcar junto a él. Caminé por aquella mezcla de gravilla y tierra, solo iluminado por la luna y poco más, pues la zona estaba tan desangelada como la recordaba, y no quise darle vueltas a qué hacía allí y a qué podría suceder.
Entré y había más o menos la misma cantidad de gente que la otra vez. Les busqué con la mirada y vi a Carlos, solo, en la barra, en un traje azul oscuro y camisa blanca. Me acerqué entonces y extendió su mano al verme. La estrechó con fuerza, en lo que sentí como un interés intimidatorio, y lo adornó con una amplia sonrisa.
—María está en el baño. ¿Qué tal todo? ¿Mucho curro? —preguntó, con una pretensión de hombre maduro enrollado que me resultó repulsiva.
Dijimos después tres o cuatro frases sueltas cada uno, y entonces algo a mi espalda captó su atención y él, mientras miraba por encima de mí, e interrumpiéndome, dijo:
—Bueno, Pablo, a ver si tenemos suerte y te acabo llamando Víctor esta noche.
Yo no entendía nada, y él me hizo un gesto con la cabeza para que mirase tras de mí. Me volteé entonces y vi a María, volviendo del aseo, en traje gris de chaqueta y pantalón, zapatos de tacón y camisa rosa… La camisa que habíamos comprado para excitar a Víctor.