Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 15 y 16)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 15

No me entendía a mí mismo. No entendía mi mal cuerpo. Si no creía nada de lo que Edu le había dicho a Begoña sobre María, no alcanzaba a comprender el por qué de mis malas sensaciones.

La creía a ella. Completamente. No me la imaginaba suplicando un polvo de despedida como me había contado Begoña pero, sin embargo, sentía algo en mi pecho que me oprimía.

Tampoco me había gustado la forma de irme de la casa de Begoña. Si bien sus intenciones no eran puras, pues lo que quería era delatar a María más que hacerme un favor, había sido bastante afable y cercana en su revelación. Nada le había impedido verbalizarlo haciendo más saña, pero me lo había contado prácticamente como alguien se lo contaría a un amigo.

Aquella noche de sábado, después de cenar, solo en nuestra casa, tracé por fin el plan sobre Begoña: tan pronto volviese María, le diría que Begoña me acababa de llamar para decirme que sospechaba que ella y Edu se habían acostado, que quería quedar conmigo para hablarlo y que yo le había dicho que no la creía y que lo dejase estar. No sabía si era una verdad a medias o casi una mentira completa, pero sentía la necesidad de no ocultarlo del todo, y no le podía decir que la había visto hasta dos veces ya, sin habérselo contado. Sabía que María entraría en cólera, pero mi idea pasaría por calmarla, diciéndole que al fin y al cabo Begoña solo sospechaba y que esa sospecha era menos peligrosa que que Víctor lo supiera y ésto último, sin gustarnos, nunca había merecido un enfado o una angustia mayor.

Tras trazar mi estrategia fui hacia el armario, para ponerme el pijama, y acabé, sin querer, encontrándome con los calzoncillos de Roberto, aquellos que le había metido a María en la boca, para que no gritara, mientras… la enculaba… en aquella habitación de hotel de Madrid. Fue curioso como mi mente volaba hacia aquella imagen: yo volviendo de la calle e infartándome al ver como aquel animal desvirgaba su culo sin saberlo… mientras que mi cuerpo buscaba pruebas en aquel armario que en cierta forma la incriminasen, entendiendo por incriminar descubrir que ella no había querido sepultar lo ocurrido, lo que indicaría que su mente volvía a aquellos sucísimos actos de vez en cuando.

Por allí estaban el arnés y nuestra primera polla de goma. También la camisa rosa que habíamos comprado para excitar a Víctor. Obviamente aquello no la imputaba, pero sí lo hacía más que no hubiera tirado los calzoncillos de Roberto, los cuales tenía que haber visto a pesar de haberlos guardado yo, y, sobre todo, sí la incriminaba lo que vi después:

Doblado, en un cajón, no solo estaba el conjunto de medias y liguero, inicialmente comprado para mí y mancillado después por Álvaro y Guille, sino que había también un pantalón de cuero negro. Lo saqué del cajón y lo miré con detenimiento, y en seguida pude ver que estaba deshilachado y agujereado en la zona que debería tapar su sexo y su ano. Era el pantalón de cuero que Roberto había roto lo justo para penetrarla sin quitárselo. Allí estaba. Formando parte de una especie de cajón de la vergüenza o de santuario del morbo; no lo sabía, pero allí estaba.

Siempre que, durante aquellos meses, empezaba a culparla por algo relacionado con el juego, se despertaban dos resortes en mí: uno que me quería hacer ver que no estaba siendo justo y otro que reportaba un sentimiento de morbo incontrolable.

Me excité inmediatamente. Y me empalmé hasta lo máximo. Las imágenes de Roberto follándola me golpeaban la mente, y, comportándome de una forma obscena como solo se es en la sucia soledad, acabé por desnudarme por completo y, de pie, introduje mi miembro, duro, por el orificio de aquel pantalón. Y fui Roberto, por un instante, follando por el culo a aquel pibón que se me había resistido en aquel bar, pero que me había escrito después, arrepentida y pidiendo polla… Yo sostenía aquel pantalón de cuero, en una enajenación grotesca, como si la cintura del pantalón fuera la cadera de María. Y así fingía follarla… Sintiendo como la conciencia de mi propia depravación y la excitación desbordada caminaban de la mano, obligándome a masturbarme.

Acabé por posar el pantalón sobre la cama y, cuando iba a pajearme, de pie, frente a él, decidí coger mi teléfono y confesarle a María mi excitación, como hacíamos un año atrás, antes de la locura, antes del juego, cuando ella estaba en casa sus padres y no podíamos vernos. Le escribí para hacerle saber, de una forma bastante directa, que no me parecía precisamente mala idea que nos escribiéramos “cosas subidas de tono”, como lo llamaba Begoña.

Esperé su respuesta. Pero no llegaba. Y me tumbé sobre la cama y esperé un poco más, nervioso, y siendo consciente de mi infantil impaciencia, y, como no me respondía, la llamé.

Una voz electrónica me explicó entonces que su teléfono comunicaba, cosa que me extrañó, y esperé un poco más.

Mi ansia sexual descendió un poco, lo justo como para volver en mí, por lo que terminé por colocar su pantalón de cuero agujereado en su sitio.

La volví a llamar y seguía comunicando, hasta que, unos minutos más tarde por fin me escribió, cambiando de tema sutilmente, indicándome con su evasiva que no le apetecía ningún tipo de conversación erótica por escrito.

—¿Con quién hablabas? —le escribí.

—Pues, con Carlos —leí, desconcertado, allí, sobre la cama, medio empalmado, desnudo.

—¿Qué?

—Sí. Nada. De trabajo. Para que aparte de lo de propiedad industrial le mire una cosa de licencias que le han parado.

—Venga, María.

—¿Qué?

—Seguro que te llamó para eso, claro.

—Lo que tú digas, Pablo.

—¿Me estás diciendo que te llama por trabajo después de que le hicieras una paja en un aparcamiento?

—Créete lo que quieras. Carlos sabe diferenciar.

—¿Diferenciar qué?

—Pues jugar una noche con cosas de trabajo.

—Claro…

—Si la conversación va a ir por aquí me voy a acostar. Así te lo digo —escribió ella.

—¿De verdad no habéis hablado de nada relacionado con lo de anoche?

—Ya te lo he dicho.

Esperé un poco. A ver si se explicaba algo más. Pero no lo hacía.

Yo ni la creía ni la dejaba de creer. Simplemente me parecía extrañísimo que no hubieran hablado de ese tema, y además, no me creía que la intención de Carlos fuera inocente, sino que, como mínimo, deducía que la había llamado para escuchar su voz… o ganarse su confianza… Y sí, no me podía creer que María, que de ingenua tenía poco, no fuera consciente de eso.

Me puse el pijama y me metí en la cama. Miraba los chats en el móvil y ella seguía sin dar más explicaciones. Pensé en escribir yo, pero saqué el orgullo suficiente como para contenerme.

Vi entonces mi chat con Begoña y decidí agregar su nombre a la agenda, y de paso ver así su foto. No es que esperase una foto en bikini, pero me sorprendió ver su foto, que más parecía la que alguien se pondría para una red social corporativa que para un móvil personal, por lo que deduje que quizás daría ese número también a clientes.

Sentí de golpe un impulso de venganza por el rechazo de María a mi propuesta de sexo por escrito. Y tenía frente a mí material suficiente para llevar a cabo mi desquite: una foto de Begoña, que no daba mucho de sí, en la que aparecía de cintura para arriba, en traje de chaqueta gris y camisa blanca, cruzada de brazos, sonriendo, para la foto, no de una manera demasiado natural, pero, sobre todo, tenía aquel audio que Edu le había enviado a María… Un audio en el que Begoña gemía entregada y se deshacía del gusto ante los poderosos envites de Edu.

Busqué aquella nota de voz y volví a entrar en el chat para ver su foto, ampliarla y hacer un pantallazo, cuando me di cuenta de que estaba en línea, y recordé que mi salida de su casa no había sido del todo elegante. Y entonces algo me impulsó a escribirle. Por algún motivo quería, digamos, acabar bien con ella. Después, sí, me entregaría al placer.

Tecleé:

—Oye, perdona por irme así. No era fácil de digerir lo que me decías.

—No pasa nada. ¿Estás bien? —preguntó en seguida.

Y pronto nos enredamos en una conversación, bastante banal, pero que fluía, haciéndonos saber que ambos teníamos la atención plena del otro.

Hasta que acabé por escribir:

—En la despedida te dejé con la palabra en la boca. ¿Me cuentas por qué discutiste con Edu?

—Es normal que pensases que no te interesaba.

—No te entiendo —respondí.

—Que mi bronca con él, fue por algo que tiene que ver con María, así que también tiene que ver contigo.

—Uf, explícame eso.

—¿Te envío un audio?

—Sí, ya que supongo que la alternativa es ir a tu casa, como me has hecho hacer esta mañana —quise ser gracioso.

—Es que me iba a llamar mi madre…

—Ya.

—¿Y acaso no era como para hablarlo en persona?

—Sí. Está claro que sí. Era broma. Envíame el audio.

Tuve que esperar un par de minutos hasta poder ver que lo recibía. Pulsé play:

—A ver como te cuento esto, ¿vale? Resulta que una noche, no sé cómo, empezamos a hablar Eduardo y yo de las chicas del despacho, porque hay rumores de que estuvo liado con una tal Patricia… ¿vale? Que él eso lo niega, y después hablamos de María. Esto pudo ser… No sé… Por diciembre o así. Y la cosa quedó ahí, pero otro día María y yo fuimos vestidas de forma parecida al despacho, de casualidad, claro, y esa noche lo hablamos, él y yo, y, más en broma que en serio, le dije que ya le gustaría que yo fuera María. Y… otra noche, no sé tampoco cómo, Eduardo me llamó “María”, mientras teníamos sexo. Que lo dijo de broma. Riéndose. Y yo me lo tomé así, ¿sabes? Y… bueno, mientras seguíamos teniendo sexo, me dijo: “Mañana te vistes como ella, y cenamos” y… es que no sé sinónimos suaves, pero me dijo: “te vistes como ella, cenamos, y te follo”. Yo me lo tomé a broma. Pero al día siguiente, en el trabajo, me lo volvió a decir. Que no tenía nada, que es un pantalón oscuro de traje y una camisa de seda malva, pero claro, vi que me lo decía en serio. Y… eso, que… digamos que se fue convirtiendo en una fantasía, o sea, una fantasía recurrente. Lo hicimos algunas veces más así, con la historia esa. Y claro, imagínate mi cabreo. Porque claro, una vez me entero de que han follado, me doy cuenta de que el cabrón no es que estuviera fantaseando, es que seguro que estaba recordando. Por eso le dije que era un cerdo de mucho cuidado.

El audio terminaba así, y yo ataba cabos rápidamente, y mi mente volaba a aquella noche en Madrid en la que Edu y María se escribían guarradas, construyéndose finalmente una especie de mini argumento que habíamos representado en el hotel, antes de salir y conocer a Roberto. En aquella conversación Edu le decía que se imaginase que se estaba follando a Begoña, y que María lo veía, y que mandaba a Begoña a que se vistiera como María, y que entonces aparecía Víctor, y que Edu se planteaba no follar a Begoña disfrazada de María, sino a la María verdadera, pero Víctor se le adelantaba. Por tanto, Edu, aquella noche, en aquellos mensajes, le estaba confesando a María, de forma indirecta, un juego que se traía con la propia Begoña.

—¿Qué te parece? —preguntó Begoña— ¿Te parece mal?

—No, no. Me sorprende, nada más.

—A ver, que María es guapísima, y súper elegante y tal, pero menudo cerdo, éste. ¿La has dejado, por cierto?

—No, ni siquiera la he visto. Está en casa de sus padres. ¿Y tú? ¿No le dejaste por la bronca?

—No…

—¿Y eso?

—Pues digamos que nos reconciliamos al momento —dijo, poniendo un emoticono de una cara mirando hacia arriba.

—¿Una reconciliación rápida… y física? —pregunté.

—Yes —respondió.

—Pero no te llamó “María” durante esa reconciliación, supongo —quise sonar distendido.

—Pues capaz sería…

Le escribí entonces que sabía que había estado mucho tiempo con un chico, pero que lo había dejado al poco tiempo de conocer a Edu, en una especie de cambio de cromos que en principio no parecía dejarla en muy buen lugar. Y ella se sorprendió de que yo lo supiera, y nos enredamos en una conversación distendida, durante casi media hora más.

Me acosté finalmente, sin masturbarme, sin hacer uso de su foto, ni de su audio gimiendo. Esperaba que eso no fuera la raíz de algo preocupante.

CAPÍTULO 16

María prolongó la estancia en casa de sus padres hasta el lunes por la mañana, yéndose directamente de allí al trabajo. Y yo, la noche de ese mismo lunes, estaba dispuesto a contarle lo de Begoña, pero lo cierto es que nos acostamos sin haber sido capaz. Sentía como si nunca fuera el momento. Pero también sentía que no me apetecía que me hiciera mil preguntas... o quizás simplemente sucedía que seguía siendo yo, el yo incapaz de afrontar los problemas.

Durante esa semana no sabía si María estaba distante o si me sentía así por una mayor sensibilidad, pero el caso era que ya no dormíamos tan abrazados como tras la crisis y que no había surgido tener sexo.

Fue ya el viernes cuando María, a media tarde, me escribió diciéndome que iba a tomar algo con Carlos aquella misma noche. Ellos dos solos. “Vamos a picar algo rápido aquí al lado, y a hablar de trabajo. No te enciendas porque no es en plan jugar a nada”.

Yo le pedí más explicaciones y me acabó diciendo que si me parecía mal que le diría que no, pero que era una tontería.

No entendía cómo, tras lo sucedido una semana antes, pudieran hablar de trabajo como si tal cosa, y tampoco me parecía que pudiera haber tanto de qué hablar, o que no se pudiera hablar de ello en el despacho.

—Me ha insistido. Y me cae bien. Y sabe cuando jugar y cuando no. Y hoy no va a ser. No sé por qué lo ves mal.

Le dije que no lo veía mal y que hiciera lo que quisiese.

—Si alguien nos mira en plan raro te lo cuento, ¿vale? —escribió ella, como si fuera un favor, y no un juego nuestro.

No le respondí.

Eran aproximadamente las diez de la noche y María llevaba una hora sin conectarse al móvil y empecé a sentirme bastante molesto. No era que sospechase, ni que pensara que pudiera empezar a gustarle. No. Simplemente no lo entendía. Y, como días antes, el rechazo de María me despertaba unas extrañas ganas de contactar con Begoña. Tras darle algunas vueltas, y sabiendo que seguramente era un error no romper absolutamente todo trato con ella, escribí:

—Habrás visto a María estos días en el despacho. No la he dejado. Estoy esperando a ver si confiesa ella. ¿Tú qué tal?

Begoña no tardó en responder:

—Si te ha puesto los cuernos en octubre y no te ha dicho nada no te lo va a confesar ahora sin venir a cuento. Igual es que no quieres dejarla.

—Puede ser. ¿Y tú?

—Que yo qué.

—No sé. Qué haces, qué vas a hacer.

—Estoy en el tren, llegando a Madrid. Voy a pasar el finde con Edu.

—Vaya. A ver si no lo hacéis representando a María —escribí, con una cercanía que ya sentía permitida, si bien la estaba notando algo seca.

—Je, je… No descarto que lo plantee. En fin, tú verás que haces con María. Te dejo. Chao.

Aparté el móvil y no entendía qué hacía María ni tampoco qué estaba haciendo yo. Afortunadamente no me dio demasiado tiempo a darle vueltas, pues ella no tardó en volver a casa.

Su entrada fue discreta. Dejó el bolso y la chaqueta sobre una silla y se sentó en el sofá en el que no estaba yo. Me preguntó qué había cenado, y yo, tras responderle, le pregunté por si había sucedido algo interesante, alguna mirada de alguien, alguna mirada de él, o si habían hablado de algo sustancial.

—La verdad es que nada.

—No he entendido esa cita de hoy. Pero bueno —no pude evitar soltar.

—No ha sido una cita, Pablo. Me cae bien. Ya está. Es un tío interesante. No todo tío que aparece en nuestra vida tiene que ser un posible amante al cual… manipular… o lo que sea, para que me folle y tú mires —me espetó, de repente.

Yo la miré entonces, de sofá a sofá, en traje de chaqueta y pantalón verde oscuro y una camiseta blanca por debajo. Estaba muy guapa, y su pecho se le notaba prominente bajo aquella camiseta de cuello redondo.

—Vale, vale. Está bien. Igual tienes razón. Igual tienes razón y es normal quedar con un cliente veinte años mayor, después de haberle hecho una…

—Me voy a la cama, Pablo —me interrumpió— Te dejo con tus locuras y con tus paranoias, que son precisamente las que nos han llevado a casi dejarlo… a suspender la boda… y a mil historias —dijo, en un tono neutro, sin alterarse apenas, y poniéndose en pie, cogiendo su bolso y enfilando el pasillo.

Me quedé allí tirado mientras oía como ella se iba al baño. Cogí entonces mi teléfono, miré la hora, y pensé que, en aquel preciso momento, sin duda alguna Edu se estaría follando a Begoña, y quién sabe si tendría la cara dura él, y las tragaderas ella, de estarla follando jugando a que Begoña era María.

Esa misma noche quise dar yo el paso, no para el sexo, pero sí para el afecto, y rodé bajo las sábanas hasta abrazarla. Mi abrazo fue plenamente aceptado y, en cuchara, yo detrás de ella, de lado, mi mente se apagaba al tiempo que mi miembro, que iba por libre, palpitaba sabe dios por qué.

—Está muy inquieta tu pequeña… —susurró María, graciosa, dócil, notando aquellos rebotes en su culo. Y yo besé su pelo, sin bajar la intensidad del abrazo.

El fin de semana jugué un poco a buscar su cariño o su ternura, y lo cierto era que siempre que lo buscaba acababa recibiendo una respuesta plenamente positiva. Y pensé que quizás a ella no le pasara nada, sino que yo también tenía que dar, que buscar, sobre todo teniendo en cuenta que nuestra crisis obedecía a una traición mía.

Aquel fin de semana era una balsa de aceite, por fin, otra vez, pero el domingo por la noche, estando los dos viendo la tele, recibí, para mi sorpresa mayúscula, un mensaje de Begoña, que pude leer, con disimulo, sin que María se enterara.

—Es para matarte. Eres un mentiroso.

Alterado. Sobresaltado. Y suponiendo que ella en aquel momento ya estaría volviendo de Madrid, le respondí:

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Ella no contestaba y mi cabeza daba vueltas sin parar. Sin duda Edu le habría contado algo. Sin duda me había dejado en evidencia de alguna manera. No me acababa de creer que le contase toda la verdad, pero seguramente se las habría apañado para salvarse él y decirle cosas que echaban abajo mi papel de cornudo desinformado.

Cada poco tiempo revisaba el teléfono, pero ella no respondía nada. Y le volví a insistir, mientras María se lavaba los dientes. Pero no obtuve respuesta.

Durante los siguientes días María no dijo nada de Carlos y Begoña no me respondió. No me atraía el hecho de quedar mal con ella, sobre todo pensando en que trabajaba en el mismo despacho que María, pero no quise obsesionarme más. Y la idea de no decirle a María nada sobre ella fue cobrando fuerza.

El jueves por la mañana, en la ducha, comencé a sentir una irremediable necesidad de masturbarme. Lo cierto era que habían pasado dos semanas desde la última vez que lo habíamos hecho, y poco menos tiempo desde mi triste paja sobre ella en la que apenas había eyaculado.

Solo quería desahogarme, poner el contador a cero, sin necesidad de pensar demasiado, pero pronto mi mente optó por Carlos e imaginé que, seis días antes, la noche de viernes en la que habían quedado sin mí, en la que María vestía aquel traje verde oscuro y aquella camiseta blanca, habían acabado en los servicios de aquel local… y allí aquel señor la había follado con vehemencia. Sí, me masturbaba con aquella imagen, los dos de pie, en un sucio y pequeño aseo, frente al lavabo, con los pantalones de María en sus tobillos y aquel hombre dándole placer… y exteriorizando un gesto de triunfo que ella asumía, abochornada, pero a la vez agradecida, al cruzar la mirada con él gracias al implacable espejo que coronaba el lavabo. Pero, cuando estaba a punto de correrme, me detuve. Me controlé. No me quise correr así. Quería hacerlo con María. Aquella noche. Pensé que si estaba dando yo los pasos para que allí hubiera afecto, también los podría dar para que hubiera sexo.

Esa misma noche, estando los dos ya en la cama, y con la luz apagada, busqué el abrazo otra vez, en cuchara y desde atrás, y mi miembro volvió a llamar a su puerta, palpitando contra su trasero. Al cuarto o quinto envite bajé una de mis manos a sus bragas y con la otra acaricié uno de sus pechos sobre el camisón. Ella giró entonces su cara y nos besamos. En un beso calmado y aún algo seco. No tardé en seguir hurgando con mi mano, primero sobre sus bragas y después por debajo, hasta ir despertando un sexo que se resistía.

Acabé por tumbarme sobre ella. En misionero. Cubriéndola. Y ella me acogió. En silencio. Y la penetré. Con lentitud. Con dulzura. En unas metidas cortas y sentidas, mientras enterraba mis besos en su cuello y ella me abrazaba... El acto no duró mucho, y solo jadeé yo, y solo me corrí yo. Y en el fondo le agradecí que ella no fingiera.

Al día siguiente, por la tarde, pensaba que yo había hecho mi intento, y que quizás no había salido bien porque María estaba en un estado de excitación superior, y se estaba tragando su deseo. Aguantándolo, por nuestra propia seguridad. Aquella vieja conclusión de que nuestro sexo tranquilo solo prosperaba en sus noches o momentos de menor excitación.

Aquella sospecha cobró fuerza pocos minutos después, cuando, mientras aún barruntaba sobre aquello, en el trabajo, aquella tarde de viernes, recibí un mensaje suyo:

—Carlos me ha propuesto volver a quedar los tres en el hotel aquel, esta noche. ¿Te apetece?

No podía negar que la idea me atraía enormemente. Ni tampoco que me extrañaba con igual enormidad cómo ellos podían quedar a solas para hablar de trabajo o de nimiedades, y después quedar los tres y ser prácticamente personas diferentes, con necesidades o intenciones diferentes.

Estaba a punto de responderle afirmativamente, cuando me entró otro mensaje, esta vez de Begoña. Y, sin tiempo casi ni a asustarme ni a sorprenderme, leí:

—Creo que todo el mundo merece explicarse y yo también merezco que me expliques por qué me has mentido a la cara. Aunque no nos conozcamos creo que no merecía tus mentiras. Ven a mi casa esta noche y haces el favor de dar la cara. Te repito que eres un mentiroso y te añado que estás mal de la cabeza.