Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 13 y 14)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 13

Conduciendo hacia casa la miraba de reojo y me sorprendía su súbita seriedad. Pensé en esperar a que ella iniciase la conversación, pero hacerlo sería volver a caer en errores del pasado, así que opté por hablar yo, no hasta el punto de hablarle de Begoña, pues ya estaba decidido que se lo tendría que contar otro día, fingiendo que ella acababa de contactar conmigo, pero sí quise intentar indagar sobre lo que acabábamos de vivir, sobre qué era lo que había sucedido y sobre por qué nos habíamos abierto así a él.

Sobre esta segunda cuestión ni me contestó. Y es que no se la veía con ganas de hablar, pero yo insistía:

—No sé qué ha pasado María… No sé si quieres esto… Si esto nos llega… Es verdad que parece un tío serio, con el que se podría jugar… pero no sé. Al fin y al cabo con esto de no tocar es… como si hubiéramos cambiado los roles, ¿no? Quiero decir…

—Ya está. Pablo.

—No, a ver. Si hubiera acabado en nuestra casa y yo hago… como que soy él… y él mira… Estaría bien… pero… no es eso el juego…

—¿Todo o nada entonces?

—No sé…

—Al menos lo intento, Pablo. Intento salvar esto buscando soluciones que no sean peligrosas.

—¿Pero a ti te llegaría con esto?

—¿Con qué exactamente?

—Pues con que… No te toque nadie.

—No entiendo por qué le das tantas vueltas. Ha sido morboso y sin necesidad de desembocar en una locura. Si no lo vemos más, pues chao. Y si otra noche surge algo parecido pues ya está. De verdad que me llama la atención que tú precisamente pretendas tener a estas horas, las… casi cuatro de la madrugada… todo clarísimo.

No le quise rebatir más. Aquel “salvar esto” que había pronunciado, flotaba en el ambiente y había sido sin duda un toque de atención. María no decía nada porque sí. Además yo estaba excitado y temía que con tanto choque desapareciera la tensión sexual que se había creado, y yo quería que pasaran cosas al llegar a casa.

Efectivamente, subiendo ya en el ascensor, maldije la confrontación del coche, pues me di cuenta de que difícilmente jugaríamos con la fantasía de que yo fuera Carlos. Y es que, mientras ella se miraba en el espejo, yo posé una de mis manos en su cintura y ella me apartó sutilmente. Cuando rechazaba un beso era un buen indicio, pero que rechazase un simple toque era una señal preocupante.

Una vez en el dormitorio María se quitó la chaqueta, los zapatos de tacón y la falda. No hablábamos. Yo temía un letal “estoy cansada”, lo temía en cualquier momento. En ropa interior y camisa revisó su teléfono, leyó algo allí y yo estuve tentado de preguntarle quién le había escrito, al tiempo que posaba su móvil sobre la mesilla.

En vilo, por su teléfono y por si allí ya solo quedaba dormir o si me esperaba mucho más, no pude evitar preguntar:

—Bueno… ¿qué hacemos?

—Hablar, ¿no? que estás muy hablador.

Me quedé callado un instante. María se echaba el pelo hacia atrás. Imperturbable. Y yo no sabía si lo estaba diciendo en serio.

—No hace falta que te pongas ningún traje. Ponte la cosa esa y ya está —dijo seca.

Intenté no exteriorizar una satisfacción evidente, y comencé a desnudarme. Me dirigí al armario y me colocaba aquello sin problema alguno, pues con mi semi erección casi permanente me era sencillo. Mientras lo hacía miraba de soslayo como ella volvía a revisar su teléfono, pero no parecía teclear, por lo que pensé que quizás solo estaba revisando algunas notificaciones.

Completamente desnudo, con aquel artilugio color carne bien ajustado, me giré hacia ella, la cual colocaba su móvil otra vez sobre la mesilla y se remangaba la camisa hasta casi los codos. Apagó entonces la luz, por lo que quedamos solo iluminados por una mezcla entre las luces de la ciudad y un casi onírico crepúsculo, y se acercó a mí.

—Entonces soy Carlos —dije, excitado y también algo nervioso, mientras ella se atusaba de nuevo el pelo.

No respondió y llevó una de sus manos a aquella polla, que era la de él, y la apretó con fuerza mientras con su otra mano se abría los botones de su camisa con tanta parsimonia como destreza.

—Que… no estaba mal, ¿no? Su polla… —insistí.

Ella terminaba de abrirse los botones y se separaba la camisa a ambos lados de unos pechos tapados por un contundente sujetador azul marino.

—Tenía una buena polla… para ser un hombre mayor… —perseveré.

María parecía obnubilada, mirando con fijación aquella polla, llegando a acariciarla con las dos manos.

—Quién nos iba a decir que iba a ir… así de cargado… a esa edad… —reiteré.

—¿Le tiene que encoger por pasar de los cincuenta o qué? —preguntó en un susurro.

—No… pero… —comencé a responder al tiempo que, sorprendido, veía como María se arrodillaba. Frente a mí. Frente a él.

Acariciaba aquel tronco inerte con una mano, mientras la otra era posaba sobre uno de sus muslos y comenzaba a dar pequeños besos sobre aquella goma. La imagen era tremendamente impactante. María pasaba de la desgana por escucharme, a mí, al más asfixiante erotismo, por él, y por ella misma, en décimas de segundo.

Yo era consciente de que tenía que ser Carlos, que tenía que dejar de hablar en tercera persona, pero cuando María se mostraba así de erótica me llegaba a bloquear.

Coloqué mis brazos en jarra, mientras mi miembro palpitaba dentro de aquel cilindro que recibía una especie de masaje afectuoso, por su mano y por sus pequeños besos, y pensaba en qué decir.

María bajó entonces la mano, quedando ambas inmóviles, sobre sus muslos, cerró los ojos, sacó la lengua, y dio un toque con ella, sutil pero prolongado, que hizo que aquella polla repuntara hacia arriba. Y lo hizo otra vez. Y otra vez. En unos lametazos sentidos, que hacían rebotar aquel falso miembro y que le harían lagrimear y hasta chorrear si aquella polla fuera de verdad.

—Mmm… Eso es… —dije, sonándome extraño a mí mismo.

Ella envolvió toda la punta con su lengua, haciendo un círculo, y yo susurré:

—Qué bien me la lames…

Miré hacia abajo y pude ver como había saliva que comenzaba a brotar, disimuladamente, de la comisura de los labios de María, impregnando aquella punta que recibía aquella friega húmeda de su lengua, pero no acababa de recibir el premio de ser acogida en su boca.

—Te quedaste con ganas allí… mientras meabas entre los dos coches…

María se llevó las manos a sus pechos y así, mientras los abarcaba, engulló por primera vez aquel glande que ya brillaba, haciendo un movimiento exagerado con su cuello. Y otra vez. Movía su cuello, adelante y atrás. Haciendo una mamada impresionante e implicada.

—Joder… Eso es… Me la querías comer mientras meabas… Eh…

Estuvo haciendo aquello durante unos segundos, ensimismada, en su mundo. Con aquel movimiento de cuello y con sus manos, suaves, pero firmes, colmando las copas de su sujetador, y sin duda imaginando que, tras mear frente a él, había accedido a metérsela en la boca. La sentí tan ida que podía casi sentir como ella estaba allí y yo era él.

Acabó por retirarse un poco y dejó que un hilo de saliva creara un puente entre sus labios y aquella polla. Abrió los ojos y miró ese reguero, y se echó más hacia atrás, y acabó rompiéndolo con la mano.

—Te gusta comer… pollas… en… aparcamientos… de madrugada…

—Pablo —dijo entonces.

—Qué.

—Ya me lo imagino yo. ¿Te parece? —me cortó.

Me quedé un instante callado, mientras ella se incorporaba un poco, sin dejar de estar de rodillas, se sacaba la camisa y la posaba sobre la cama.

—Creí que querías que hablara.

—Vamos a hacer una cosa, ¿vale? Me voy a tocar, imaginando yo, y, cuando esté a punto. A punto de… irme… Te quitas eso.

—¿Me quito eso… y? ¿Pero entonces?

—Te quitas eso… y… eyaculas… ¿vale? Lo que puedas. Es decir. Encima de mí. Lo que puedas.

—No… No sé si me va a dar tiempo… —dije, pero ambos sabíamos que una vez mi miembro quedara libre, en apenas cuatro o cinco sacudidas… explotaría.

Por si había alguna duda de que aquello sucedería, María se llevó las manos atrás, al broche de su sujetador y brotaron, preciosas, sus tetas, que bailaron por la liberación, y se bambolearon pesadas e hipnóticas cuando alargó su brazo para posarlo sobre la cama, junto a la camisa.

Ella se colocó de nuevo. Cerró los ojos. Sujetó aquel pollón con un mano. Y bajó la otra, que se perdió bajo sus bragas.

Escupió, casi sin hacer ruido, sobre la punta, sacó de nuevo la lengua, y otra vez la metió en la boca, y otra vez aquel movimiento de cuello, pero esta vez acompañaba todo con aquella mano furtiva que frotaba su clítoris con maestría. Yo miraba hacia abajo y veía como aquellos dos dedos se perdían bajo la seda azul marina y como aquel codo, que se movía con vehemencia, producía en todo su torso un contoneo que hacía que sus pechos se agitaran.

Me quise aventurar a tocarla, y me atreví a llevar una de mis manos a su cabeza, y enredar mis dedos en su melena, acompañando, sin acompasar, aquel movimiento rítmico de cabeza de una María que se enfrascaba en mamar aquella polla inerte, imaginando que se la comía a aquel señor. María volvía a aquella explanada, clavaba sus rodillas en la tierra húmeda de su propia orina y se la comía con tanta clase como ansia a aquel viejo. Y mientras se la mamaba, su mano erosionaba su clítoris hasta hacerla respirar agitadamente y conseguir que su coño se abriera, hambriento y deseoso de que pronto pudiera llegar su turno.

María relevaba su respiración agitada por jadeos y yo podía ver como caía saliva por la comisura de sus labios, hasta caer sobre su escote. Y unos desvergonzados “¡Hmmm!” “¡Hmmmmm!” ahogados, se comenzaron a escuchar, mientras sus tetas se sacudían, su cuello seguía con el vaivén y su mano alteraba su sexo hasta abrirlo de par en par. Y más “¡Hmmmm!” se escucharon y un “¡Ahhmmm!” se le escapó un instante en el que separó un poco su boca, mientras ella se imaginaba que aquella polla era la de Carlos, que le mataba del gusto, arrodillada en el barro, pero poderosa a la vez.

—Ahora… —gimoteó ella, separándose un poco y sorprendiéndome por su prontitud.

Y yo me retiré entonces, rápidamente, temblando, excitado, nervioso; me quitaba aquello a toda prisa, mientras no podía dejar de mirar como ella se masturbaba, con aquella mano bajo sus bragas, con los ojos cerrados y con sus tetas bailando… Me quitaba aquello y ella abría la boca y jadeaba, casi ida: “¡Hmmmm!”, “¡Ahhmmmm!” y yo dejaba caer aquel arnés y me llevaba la mano a la polla, que durísima, llevaba tiempo esperando… y ella abrió los ojos y jadeó:

—¡Me corro….! ¡¡Ah…!! ¡¡Me corrooo!! —mientras su mano aceleraba aún más si cabe, y su codo se movía aún más rápido y sus pechos casi rebotaban, hinchados y contundentes y yo me acercaba a ella, volcándome sobre su escote, y ella gemía: “¡¡Me corro!! ¡¡Diooos!!” “¡¡Carlos!!” ¡¡Échamelo!! ¡¡¡¡Échamelo!!!! y mi paja se hizo brutal y sentí que explotaba, y detuve mi mano, y con los ojos entre cerrados, ya sintiendo la oleada de placer que iba a desembocar en la punta de mi polla… me dejé ir… me dejé estallar sobre ella… Y ella alzó su cuello, como queriendo no recibir en su cara mi semen, el de Carlos, sino en su escote y en sus tetas… esperando el impacto… y una gota densa se desprendió de aquella punta y se derramaba por mi mano y entonces sí, un disparo blancuzco, brotó violento de mí, y alcanzó su cuello, y abrí bien los ojos y contemplaba decepcionado como aquel disparo había sido mínimo y como lo que seguía brotando no salía despedido, sino que resbalaba, como una fuente sin presión, por todo mi tronco y mi mano, sin salpicarla… Y seguía sintiendo placer, pero un placer frustrado, mientras ella seguía jadeando, aún esperanzada por sentir un buen latigazo caliente que la colmara y con el que poder vivir que era Carlos quién la bañaba.

Pero no recibió ningún impacto más, y ella, aún con los ojos cerrados, acababa su orgasmo y se llevaba una mano a aquel irrisorio mancillamiento blancuzco, ilusionada con que hubiera caído lo suficiente como para esparcirlo... y así matarle gustándose... pero pronto se dio cuenta de que aquella exigua gota no daba para absolutamente nada.

Abrió los ojos. Retiró su mano de su sexo. Miró mi miembro, empequeñeciéndose y encharcado de una masa blanca y espesa y dijo, poniéndose en pie:

—No te preocupes. Ahora te limpio.

Y caminó entonces hacia el cuarto de baño, en busca de papel higiénico, sin preocuparse de que lo que había aterrizado en su cuello pudiera ir bajando por su escote, pues apenas había nada que pudiera dejar un reguero, mientras en mi cabeza rebotaba aquella última frase suya, que por protectora sonaba especialmente humillante.

Me dio papel, y mientras yo me limpiaba, veía como ella se ponía el pijama, físicamente satisfecha por su orgasmo, pero con una frustración en su interior, intangible y soterrada. La enésima.

Ya los dos en la cama, con la luz apagada, yo me preguntaba si de verdad íbamos a alguna parte con aquello. Me preguntaba si de verdad teníamos salvación o si realmente ya llevábamos meses condenados.

—¿Me llevas a la estación de tren mañana, entonces? —preguntó, desde el otro lado de la cama, sin acercarse.

—Sí. Claro. Siempre te llevo —respondí. Sin moverme.

CAPÍTULO 14

A la mañana siguiente, mientras desayunaba con María, mi teléfono, que yacía allí, inocentemente posado y a la vista de los dos, se iluminó, y se pudo ver claramente una retahíla de números y un escueto “¿Has averiguado algo”.

María se levantó casi simultáneamente, y no parecía haber reparado en que alguien me había escrito, y mucho menos en que ese alguien era Begoña. Mi novia desfilaba hacia el baño y yo, aún sobresaltado, le respondía que no.

—Pues Eduardo se acaba de marchar. Y yo sí he averiguado mucho, vamos, que lo he hablado con él. ¿Te puedo llamar?

—No, estoy con María. ¿Pero qué te ha contado él? —respondí, nervioso, sin dar crédito a que veinte segundos atrás estuviera desayunando tranquilamente.

—Pues cuando puedas llámame —respondió ella y yo solté el teléfono sobre la mesa, en un resoplido.

Oía cómo María seguía en el aseo y miré hacia su teléfono. Era demasiado tentador. Si bien mis intenciones no versaban sobre María y Edu sino sobre María y Carlos. Cogí su móvil y revisé rápidamente sus conversaciones y allí estaba lo último hablado con él, pero comprobé que no se habían escrito nada más una vez en casa, y lo cierto es que sentí que me hubiera gustado lo contrario.

María salió entonces del cuarto de baño, devolví su teléfono a su posición inicial y me dije a mí mismo que tenía que averiguar cuanto antes qué sabía Begoña, y después trazar un plan urgente sobre cuando y qué le diría a mi novia sobre esa niña pija y su reciente comunicación conmigo.

Ya en la estación de tren, María me dio un beso rápido y se bajó del coche. No sabía aún si volvería al día siguiente por la noche o ya el lunes para trabajar. Ella se alejaba y yo no arranqué, sino que esperé, esperanzado, por si se giraba, antes de desaparecer del todo, obsequiándome con cualquier gesto, pero acabó por perderse entre la gente.

No entendía qué me pasaba. Parecía tener una especie de mal pálpito, o quizás simplemente estaba más sensible de lo habitual, pero sentía que desde nuestro encuentro con Carlos, María estaba más distante.

Cogí mi teléfono y dudé en escribirle algo cariñoso, cuando se cruzó por mi mente la necesidad de solventar mi problema con Begoña. No quise retrasarlo, evitando que aquel antiguo yo reapareciera, y la llamé sin pensarlo más.

A los pocos segundos de que ella descolgara le pregunté directamente qué le había contado Edu y ella me dijo que él se había ido hacía un rato a Madrid, de manera definitiva, y que ella le había dicho que le había mirado el móvil y le había hecho confesar. Tras contarme eso me dijo que prefería contarme en persona todo aquello.

Le insistí en que me lo dijera por teléfono, por duro que fuera, siguiendo con mi papel de fingir ser un novio engañado, pero mi propuesta fue rechazada con un tajante “No voy a estar media hora colgada al teléfono, además me va a llamar mi madre, pásate por aquí. Te paso ahora mi ubicación y el piso. Lo tomas o lo dejas”.

No la conocía de apenas nada, pero me hablaba con cercanía, siempre con seriedad pero a la vez con un poso de levedad, de poca importancia, que seguramente fuera proporcionado por la juventud. También me sorprendía de ella como acababa dirigiendo las conversaciones hasta llevarme a callejones cuya única escapatoria pasaba por el acatamiento de sus condiciones.

Conduciendo hacia su casa no me sentía demasiado preocupado, pues estaba prácticamente seguro de que Edu le habría contado una media verdad, que no se habría puesto en peligro él, lo que producía que no habría puesto en peligro a María ni a mí. Descartaba completamente que hubiera mencionado nuestro juego.

Timbré en el telefonillo de un edificio antiguo pero reformado, mirando a izquierda y derecha como si fuera pecaminoso salirme de los barrios propios de mi radio de acción, y subí en el ascensor que desembocó en un rellano con una puerta entreabierta. Empujé esa puerta, sin ser recibido por nadie, encontrándome con un salón comedor, austero pero acogedor; y pronto escuché su voz tan agitada como de buena familia, que se acercaba con celeridad, hablando por teléfono, cosa que deduje, pues llevaba unos auriculares inalámbricos y no parecía haber nadie más en la casa.

Apareció entonces Begoña, sin pintar, demostrando que por guapa no le hacía falta, y con el pelo suelto y recién lavado. Venía descalza, en calcetines, en unas mallas oscuras y una camisa violeta bastante amplia, y, mientras escuchaba lo que le decía su interlocutor, me hacía un gesto con la mano, preguntándome con su movimiento si quería algo de beber.

Asentí con la cabeza y su respuesta fue un “ok” expresado con su mano y susurrado en tono bajo, que le quedó tan pijo y hasta repelente que rozó lo cómico.

Me quedé allí de pie, mirando unos cuadros prefabricados que presidían el salón, mientras me daba cuenta de que la calidez del espacio obedecía más a la luz, que entraba con fuerza por las ventanas, que a la gracia o distribución de las cosas. Y apareció otra vez ella, aún enredada en aquella conversación, con sus auriculares blancos, y con sus revoluciones habituales, y dejó una cerveza sobre la mesa de centro, y, ajetreada, volvió a desaparecer.

Yo me preguntaba qué hacía allí y si mis dotes interpretativas iban a ser muy exigidas, y me consolaba pensar que tan pronto Begoña tuviera a bien empezar, todo terminaría en cinco minutos y podría seguir con mi vida.

Finalmente, y tras ver de reojo como vaciaba una lavadora y ponía algo al fuego, se quitó los dichosos auriculares y me obsequió con su presencia.

—Perdona. Mi madre. Que no se calla.

—No pasa nada. Cuéntame.

—¿No te quieres sentar? —preguntó.

—Está bien —respondí y tomé asiento en un sofá de cuero marrón y ella me secundó, sentándose cerca, de una manera informal.

—Te lo voy a soltar, ¿vale? —dijo, con sus ojos grandes y colocando su pelo tras las orejas.

—Está bien.

—Pues resulta que Eduardo se iba a ir, y yo no me aguantaba más, y si te digo la verdad no tenía muchas esperanzas en que tú averiguaras algo, y le dije que había visto su móvil y que había visto que tenía conversaciones con María que no eran precisamente de trabajo. Sabía que él iba a querer darle la vuelta, haciéndose el ofendido con que le hubiera cogido el móvil, así que no le entré al trapo en eso y dejé que él solito se fuera asustando con lo que yo podría saber, aunque ya sabes que lo que sé es poco, bueno, ahora sé más, porque su móvil se lo había visto de aquella manera.

Begoña hablaba a gran velocidad, con la camisa remangada y con pocos botones abrochados, por lo que insinuaba un escote que por casero y desenfadado no dejaba de ser atrayente, pero yo me quise concentrar en lo que decía.

—Y —prosiguió— le dije que había visto cosas muy subidas de tono en sus conversaciones. Muy muy subidas de tono, y le dije que quería que se explicara. Él al principio no decía mucho, hasta que me harté y le dije lo de la foto, que además él le mandaba a ella… y entonces ahí sí que no le quedó otra que confesar. Y me dijo que a veces se habían escrito ese tipo de cosas, pero que hacía como un mes que ya no lo hacían porque él le había dicho que no tenía interés en seguir con eso. Y, sobre todo, lo importante, ¿vale?, es que me dijo que a mí no me había sido infiel —dijo, haciendo una mueca extraña.

—¿Que quieres decir con “a ti”?

—Pues… que a Nati sí.

—O sea…

—Sí.

—Que a mí también.

—Sí. En la boda esa de octubre. En la de Alberto. Hace… seis o siete meses… Me dijo que… borrachos, esa noche… lo hicieron… que él ya estaba mal con Nati, que se lo contó al día siguiente y rompieron. Que él no quiso que volviera a pasar, por ser compañeros de trabajo, y que no volvió a pasar, pero que… aun sin volver a hacerlo, se empezaron a escribir las cosas esas subidas de tono… y que después me conoció a mí… y que él quiso dejar eso, pero lo veía sin importancia… Y entonces ella le envió la foto como para animarle, ya sabes, a seguir con eso.

—Ya… —dije, con un tono que pretendía exteriorizar que desaprobaba esas afirmaciones.

—Que yo me creo la mitad de la mitad —continuó— que no soy idiota. Pero vamos… que… que follaron en la boda no tiene demasiado sentido que se lo haya inventado. Y… claro, yo le dije que María tiene novio, que cómo es que no se enteró, vamos, que cómo no te enteraste, y me dijo que te habías emborrachado y que te habías ido antes. ¿Es verdad?

—Sí… me fui antes. Sí… —dije, poniéndome de pie, lo cierto es que nervioso, tenso, a pesar de no solo saberlo sino haber estado presente, pero dicho de su boca no solo me llegaba a impactar, sino que me llegaba a doler.

Begoña resopló, en un intento o en una demostración de empatizar conmigo, o siendo consciente de la gravedad de lo que me decía.

—¿Y qué más? —pregunté, girándome hacia ella, que permanecía sentada, con sus pies sobre el sofá.

—Pues que… unos días después de enviarle la foto…

—Espera —interrumpí— ¿si era él quién quería cortar lo de escribirse esas cosas sexuales por qué él le envió la foto a ella?

—Me dijo que estaba borracho, de despedida de soltero, y que ella se puso a calentarle y le acabó entrando al juego…

—Ya…

—No, no. Si ya te digo que yo tampoco te creas que me creo todo.

—Todo o ni la mitad —maticé.

—Que follaron en la boda sí, Pablo. Sé que te coge así… de sopetón… pero yo por vueltas que le dé… es que no gana nada inventándose eso… Y… lo que te iba a decir… aun a riesgo de que te suene ya… a crueldad…

—Qué.

—Pues que unos días después de lo de la foto quedaron para hablarlo. En casa de Eduardo. Y él le dijo que quería cortar eso, y ella le dijo que le parecía bien, además que él se iba a Madrid en unas semanas, y… en esto que... María… quiso que volviera a pasar algo. De despedida. No sé.

—A ver, a ver. ¿Que follaron en la boda, no lo volvieron a hacer, y que María, seis meses más tarde, por arte de magia, quiso volver a follar de regalo de despedida? —pregunté tenso, indignado por las mentiras de Edu.

—Sí.

—Y claro… Edu se apartó… y le dijo “no, no, María, que tengo novia”, ¿no?

—No sé, Pablo. No la tomes conmigo. Además no sé qué te importa eso. Lo que te tiene que importar es que te puso los cuernos en octubre, no si casi te los puso otra vez en marzo. Déjala y ya está. Es lo que tienes que hacer.

Se hizo un silencio. Yo no me creía nada. Era todo una huida hacia adelante de Edu. Aquel día habían quedado porque María quería que le contara qué juego se traía él conmigo, no para cortar sus conversaciones guarras ni para echar un polvo de despedida.

—¿Y tú? ¿Le vas a dejar? —pregunté, sin saber muy bien por qué lo hacía.

—Pues… lo dejamos y volvimos en la misma conversación, creo. Estamos así, así.

—Bueno, técnicamente a ti no te pusieron los cuernos.

—No, a ver. De hecho nuestra bronca no fue tanto por lo de escribirse cosas medio pornográficas.

—¿Por qué, entonces?

—No te lo voy a decir.

—¿Por qué no?

—Porque es algo privado nuestro.

—¿Y por qué me cuentas todo esto? Si no nos conocemos de nada.

—Para que la dejes.

—¿Y qué más te da a ti? ¿Eres la… justiciera de las parejas?

—Vale. No me cae bien. Te lo reconozco, ¿vale? Si esperabas que esto fuera… altruista, pues no lo es.

—No, no. Si me da igual que sea altruista que que no.

Se hizo un silencio, y entonces ella se fue hacia la cocina y pude escuchar el sonido de los botones de la vitrocerámica y cómo apartaba algo seguramente del fuego. Y apareció otra vez, algo afligida, como si de verdad sintiera que me había hecho una putada, y dijo:

—¿Ojos que no ven corazón que no siente?

—¿Qué? —pregunté.

—Que si hubieras preferido que no te hubiera contado nada.

—No. No. Prefiero saberlo —respondí, siendo consciente de que llevaba unos minutos que no sabía si estaba fingiendo estar enfadado o si lo estaba de verdad.

Begoña abrió entonces los brazos, como con un gesto de “lo siento, es lo que hay”, y entonces dije:

—Mejor me voy.

Me acompañó a la puerta y una vez ya en el rellano, me dijo:

—Oye, Pablo.

Me di la vuelta, y la vi bajo el marco de la puerta, afectada y a la vez extrañamente sexy, con su cara de pija perfecta y aquel escote desenfadado que sugería unos pechos redondos más consistentes de lo inicialmente imaginados, aunque sin romper con el conjunto liviano.

—Qué.

—Que si te sirve de consuelo le pregunté a Eduardo sobre si lo sabía alguien más del despacho y me dijo que no.

—Ah, genial —dije irónico, aún sin entenderme a mí mismo y aquel extraño enfado que se tornaba real.

Nos despedimos con un mustio y mutuo “adiós” y llamé al ascensor, y, mientras esperaba a que viniera, veía que ella no cerraba la puerta. La miré, y entonces dijo:

—¿Puedes venir un momento?

—¿Para qué? Por qué?

—Porque creo que sí te quiero decir por qué discutí realmente con Eduardo. Y no se lo quiero contar a toda la escalera.

—Bueno. Es que ahora al que no le interesa es a mí —dije al tiempo que se abría la puerta del ascensor. Y me fui.