Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 11 y 12)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 11

Gracias a una mirada que exteriorizaba no solo mi conformidad, sino mi interés, María supo que no tenía ni por qué preguntarme. Accedió entonces a la propuesta de ese hombre, y yo di la vuelta con el coche. En diez minutos estaríamos donde Carlos le había indicado.

Quizás no fuera a pasar realmente nada. Quizás íbamos allí a charlar con él. Sin más. A charlar con un cliente del despacho de María porque le había caído suficientemente bien. O quizás fuera todo un auto engaño y no sabíamos ya como abandonar nuestro juego sin abandonarlo.

Mientras conducía pensaba en que había pasado un mes desde la catarsis, pero que se estaba produciendo una purga parcial, ya que todo esto con Carlos estaba fluyendo de una manera sorprendentemente simple; como si siguiéramos un camino evidente, sin negativas extremas ni embaucamientos descarados.

Entonces mi mente reparó en mi otro frente abierto, y comenzó a advertirme de que cuanto más postergara mi confesión sobre Begoña más difícil me sería justificar mi retraso.

Finalmente el mundo real me sacó de mis barruntes, y atisbé una gran explanada, con un edificio detrás y no demasiados coches aparcados. Todo muy deslavazado. A medias. Con una urbanización al lado, a medio construir, y el sonido de fondo de un avión que recién despegaba.

—Ahí. Aparca ahí si quieres. Ese es su coche —dijo María señalándome una berlina oscura.

Aparqué donde me indicó, bajamos del coche y caminamos por la explanada de tierra hacia el hotel, que se hallaba unos treinta metros más atrás. En seguida vi que toda la planta baja estaba iluminada y casi completamente envuelta por una gran cristalera, en lo que parecía ser un vestíbulo amplio con un salón aún más espacioso. Una vez entramos ya no tuve tiempo a adivinar qué hacíamos exactamente allí, pasadas las dos de la madrugada de aquel viernes, pues sentí que María era abordada por alguien.

De estatura solvente, con buen ancho de hombros, pero a la vez estilizado, con pelo canoso y piel algo arrugada, en surcos de expresión concretos y machacada por el sol; aquel hombre, en traje de chaqueta de un tono tostado y camisa blanca, se me presentaba alargando su mano con una sonrisa abundante y unos ojos tan claros como pequeños.

No es que me lo hubiera imaginado de otra manera, pues no me lo había imaginado, pero no vi a un hombre caduco sino a un señor con aplomo y maduro, que nos invitaba a caminar con él, pasando la barra, y a sentarnos en un sofá blanco, sobradamente grande, frente a una mesa de cristal. Había bastante gente, muchos con maletas, lo cual me extrañó a aquellas horas, y sonaba una melodía instrumental, de las que pretenden sedar, pero que a mí me suelen poner nervioso.

No optó por el sillón, sino que también se unió al sofá, quedando María en el medio, y pronto nos explicaba las posibilidades urbanísticas de la zona, gesticulando casi más con sus pequeños ojos, donde parecía no haber pupila sino una masa uniforme de iris azul, que con sus manos. Los tres conversábamos distendidos, pero conscientes del elefante en la habitación: la confesión de María del por qué había quedado con él horas antes.

—Mejor vamos a pedir. ¿Os parece? Que aquí solo atienden en la barra, seas quién seas —acabó por decir, algo petulante, y yo hice ademán de levantarme, al igual que María.

—Con cuatro manos llegará —aseguró, haciéndome un gesto con la mano, para que me volviera a sentar, eligiendo así a su acompañante, de una manera tan sutil como capciosa.

—Te iba a preguntar qué quieres, pero seguro que ella ya lo sabe —volvió a hablar él, al tiempo que ella protestaba por el exceso de calor y se quitaba la chaqueta, la cual cogí y la coloqué en el sofá, detrás de mí.

Mientras caminaban hacia la barra miré a mi alrededor en busca de caras de incredulidad y de desaprobación. Caras de reproche hacia ella y de envidia hacia él, por ver a un pibón de treinta y cinco con un viejo cincuentón, pero lo cierto era que no desentonaban tantísimo. No era como verla con un Marcos o un Víctor. Y, además, aquel salón no era un funesto y oscuro pub, por lo que más parecían un jefe experto y una jefa de ascenso meteórico en un viaje de negocios que una sucia cadena de favores. Descubrí entonces la importancia del contexto.

Les veía alejarse y la camisa de seda azul de María parecía ondear a cada paso, produciendo una imagen de finura y delicadeza que contrastaba con el empaque recio, pero espigado, de un Carlos contundente, que sin duda se cuidaba.

Antes de que me pudiera dar cuenta hablaban con otra pareja, allí, en la barra. Y me era imposible saber si se acababan de conocer o si eran conocidos de Carlos, pues se le veía con un don de gentes suficiente como para llevar a ese tipo de dudas.

Me preguntaba por qué él había accedido a quedar, estando yo presente y sabiendo de los dos mantras de María, y no era capaz de adivinarlo. Y me preguntaba por qué lo había hecho María, y podía sospechar en ella el motivo: quizás una segunda oportunidad para intentar lo que con Carlos aún no había conseguido y conseguía con todos: Ese traspiés nervioso. Esa frase precipitada. Esa mirada sucia. Ese “te quiero follar”, dicho con la mirada. “Educado sí, pero deséame como el que más”.

Abandonaron a la otra pareja, girándose entonces hacia la barra, y en ese giro no hubo gesto cercano, ni mano en la cintura, quizás por ser conocedor de la regla de prohibición, ni intento de nada. Después caminaron de vuelta hacia mí y se sentaban en el mismo orden y de nuevo la charla se hizo contenida. Él, correcto, nos miraba tanto a mí como a ella al hablarnos, pero la sensación era de que la buscaba más a ella. Así que pronto pedí permiso para ausentarme y me puse en pie, y me alejé un poco, hasta llegar a la gran cristalera, por esa necesidad de verla atacada, pero, sobre todo, por sospechar que quizás fuera mi presencia la que estaba enquistando el devenir adecuado de la conversación.

El Pablo de un año atrás habría seguido en aquel sofá. Nervioso. Imaginando barbaridades. Y quizás sacando él mismo temas verdaderamente escabrosos. Pero allí estaba yo, contemplando las luces de la ciudad, con mi copa. Tenso, sí, pero a la vez con una experiencia que me ayudaba a no acelerar cuando no tocaba.

Tras esperar un tiempo prudencial me volví y les vi, tal cual les había dejado: él sentado, con la espalda muy recta, mirándola y asintiendo con serenidad, y María con las piernas cruzadas, girada hacia él, pero sin un giro de torso que manifestara una dedicación exclusiva, y, a medida que me acercaba y podía empezar a entender lo que decían, supe que había acertado. Sí, el tema del que hablaban era el que debía ser. Mi ausencia había ayudado. Seguramente Carlos había supuesto que yo tenía más poder y peso del que realmente tenía y le había costado sacar el tema estando yo presente. Eso sí, parecía inteligente de sobra como para no tardar demasiado en darse cuenta de que mía solo era la idea original y los intentos de manipulación, todo lo demás era gestionado y estaba bajo la competencia de María.

—Sí, básicamente es eso. Fantasear con eso después en casa —dijo ella.

—¿Y lo habéis hecho muchas veces? —preguntó Carlos, mientras me sentaba.

—No. Pocas.

—Bueno, todos tenemos nuestras cosas, si la policía pudiera leer mi mente, seguro que ya estaría en la cárcel —dijo, como queriéndole quitar peso al juego que le volvía a confesar María.

—¿Ah, sí? ¿Cómo qué? —preguntó ella.

—¿Que qué pienso…?

—Sí… qué es eso… o esas cosas… tan… punibles... —dijo María, metida en la conversación a la vez que entonaba sus palabras con una apatía cínica.

—No. No. Hoy no es mi noche —respondió él, ya siempre hacia ella.

—Algo suave habrá que puedas… testificar tú también.

—Lo suave no le interesa a nadie. Y a ti, menos —dijo Carlos, bebiendo de su copa y posándola de nuevo sobre la mesa de cristal, a escaso medio metro de ella.

—Bueno, supón que me interesa… Igual tres o cuatro suaves hacen una fuerte —dijo María, sin querer soltarle.

Carlos se quedó un instante pensativo y dijo:

—Cuatro suaves no te voy a decir. Más que nada porque no quiero aburrirte, pero… bueno… una podría ser… tus tacones.

—¿Qué les pasa?

—No los zapatos en sí. Sino cómo los llevas. Cómo caminas con ellos.

—Sí… Es suave… sí —rio ella, poderosa pero a la vez algo ruborizada.

—Y… —prosiguió— otro suave podría ser… Mirar. A todo el mundo le gusta mirar.

María se acomodó un poco mejor en el sofá, con sus piernas permanentemente cruzadas, y, como consecuencia de su movimiento, su espalda casi llegó a contactar con mi torso.

Giró entonces su cara. Cerca de mí. Cerca de la mía. Y me miró. Y, recostada casi sobre mi pecho, que, erguido, no se movía un ápice, la entendí dispuesta a darle una limosna. Bajé un poco mi cara y nuestros labios se juntaron. Ella abrió su boca mínimamente y nuestras bocas se fundieron. De golpe nos besábamos. Delante de él. Su lengua era humedad pura y se me erizaba la piel cada vez que rozaba la mía. Sus labios fríos me hacían estremecer y el beso se alargaba unos segundos en los que yo pude pensar que aquel beso no la excitaba nada a ella, por mí, pero quizás sí por él, o por lo que podría despertar y hacer crecer en él.

Ella inició el beso cuando quiso y lo cortó cuando quiso. Volvió entonces su cara hacia adelante y, algo bebida o pudorosa, o las dos cosas, o fingiendo la segunda, llevó su mano hacia la copa que yacía sobre la mesa.

María dio entonces un trago, pero era un sorbo diferente a los anteriores, pues ahora le miraba mientras bebía. Y él, no solo no se amilanó, sino que dijo:

—Otra vez.

CAPÍTULO 12

Yo no entendía a donde nos llevaba aquello. María me utilizaba para armarse de poder y para cargarle a él de deseo, pero él demostraba con cada gesto y con su voz ponderada que no era como los demás.

María negó con la cabeza, con displicencia, y se hizo un silencio espeso. Miré a mi alrededor y descubrí que había cada vez menos gente, y me preguntaba si la barra cerraría y si la música cesaría.

—Mejor cuéntame tú otra de tus cosas suaves —dijo por fin ella.

—Déjate de cosas suaves… Cuéntame del chico ese de Madrid —soltó Carlos.

Alcé la vista hacia él. Mantenía la misma serenidad, sin aparente intención de sobresaltarla. Pero revelaba con su frase que, durante mi estancia frente a la cristalera, les había dado tiempo no solo a retomar una confesión sino a plantar la semilla de otra.

Me llamaba la atención como ahora solo le hablaba a ella y me pregunté entonces para qué había solicitado mi presencia. Tardaría aún algún tiempo en conocer el por qué.

—No hay mucho que contar. Eso fue hace tiempo. Eso ya no lo hacemos.

—¿Por qué?

—Pues porque… se volvió peligroso.

—¿Peligroso de que te empiece a gustar más el… amante que el novio…? —preguntó, duro, pero de nuevo sin la sensación de provocar, sino simplemente maduro, llamándole a las cosas por su nombre.

—No, no… —quiso esclarecer María— peligroso porque… por ejemplo… precisamente ese de Madrid se puso un poco loco. Al fin y al cabo acabas… en un espacio cerrado, con un desconocido… que puede ser… un… no sé, eso, un loco, y… además, digamos… alcohol mediante… No sé…

—¿Pero qué hizo para que sintieras peligro?

—Pues mira… creo recordar que en un momento dado me dijo algo así como… como que me iba a mear encima, y que si me apartaba… me daba una hostia.

Me quedé petrificado. Pero Carlos no parecía alarmarse lo más mínimo.

—Eso de… mear encima… Es bastante potente. Tanto para un lado como para otro —dijo, de una forma un tanto enigmática, pero sin alterar el tono— Aunque, de todas formas, hay entraría Pablo, ¿no? —dijo, mencionándome, pero sin mirarme.

María bebió de nuevo de su copa, con sus piernas cruzadas y casi pegada a mí, manteniendo con él una distancia prudencial, si bien si él quisiera intentar romper la regla de la prohibición de tocar podría alcanzarla alargando el brazo.

Había una tensión que no sabía si era estrictamente sexual o más de dominio. María parecía disfrutar de la liberación de confesar aquello, a cuenta gotas y a su manera, a alguien que no era una amiga que la fuera a juzgar. Era como confesar una altura sexual que ella parecía querer lucir.

—¿Y cómo los elegís? —preguntó.

—Los elijo yo —respondió María con rapidez, queriendo dejar claro que aquella era su decisión, y me daba la sensación de que en aquella respuesta se encuadraba dejar claro, sobre todo a ella misma, que Edu no había elegido nunca, que Marcos y Víctor eran intentos absurdos y frustrados, que mandaba ella.

—También te aclaro que estamos muy bien —prosiguió— que una cosa no tiene que ver con la otra.

—No tengo duda —respondió él y anunció que iría al aseo y que volvería en seguida.

Nos quedamos entonces solos y en silencio hasta que escuché:

—¿Qué pasa? ¿Que no me cree que estamos bien? —preguntó ella, habiendo interpretado o sospechado que Carlos había contestado con ironía.

Bebíamos. Callados. Si yo empezaba a notar el alcohol, más lo tenía que estar notando ella, que llevaba más horas de recorrido que yo.

Me planteaba preguntarle qué estábamos haciendo, pero sabía que me iba a responder con un “nada, hablar” o alguna de sus evasivas habituales en aquellos contextos. Pero yo sabía que tramaba algo, y algo inminente, y no me equivocaba.

Marcando los tiempos, con calma precisa, esperó a que Carlos estuviera a punto de salir del baño y le quiso demostrar; quiso que, durante todo su camino, del aseo hasta nuestro sofá, le quedara claro que estábamos bien: Se recostó de nuevo sobre mi pecho, casi en mi hombro, buscando otro beso, beso que comenzaba… y se alargaba… mutando en un morreo sutilmente guarro en el que su lengua seguro se dejaba ver durante décimas de segundo para quien quisiera mirar. Yo presentí como Carlos tomaba asiento y el beso continuaba, más calmado, pero cada vez más húmedo. Mi mano fue a su cuello, para sujetar su cara y aferrarme a aquella lengua agresiva que buscaba aclarar que allí había deseo de sobra, sin necesidad de nada, en lo que era un engaño que, como mínimo, conocíamos dos de tres.

El beso terminó, ella volvió a su copa, y Carlos no quiso comentar sobre el beso, pero sí seguir averiguando:

—Quiero que me cuentes la noche con ese chico. O con cualquier otro. Una vez ya estabais juntos.

—¿Una vez juntos? ¿Qué quieres saber? ¿Las posturas? —se burló María.

—No. Los límites.

—No hay demasiados límites. Me folla. Pablo mira. Se va.

—¿Él solo mira?

—Bueno, en este último… y lejano caso… sí participó un poco.

Yo, por un lado, seguía sin entender a donde iba a parar todo aquello, y, por otro, deseaba que María desarrollase lo que reprimía, pues parecía que ella sentía que por explayarse pudiera perder algo; parecía querer tenerlo allí, mendigando información y buscando las preguntas precisas.

Se hizo un silencio y Carlos miró su reloj. Supe entonces que yo debía actuar:

—Puedes contárselo todo. Todo lo de esa noche.

—¿Ah, sí? ¿Todo? —preguntó ella.

—Sí… Lo del arnés también. Por ejemplo.

En ese momento fue la primera vez que Carlos manifestó un sutil gesto de extrañeza.

—¿Estás seguro? —preguntó María, manifestando con su tono que aquella información a quién podría dejar en mal lugar era a mí.

Le hice gesto como indicándole que tenía vía libre y ella comenzó:

—Está bien. A ver… —dijo incorporándose— Conocimos al chico por ahí. Pero no pasó nada. Me dio su número de teléfono y una vez volvimos al hotel, nos… apeteció jugar… Le escribí. Vino. Nos… besamos ya en la puerta… Y…. nada… el… el cabrón venía con ganas… y…

—¿No se sorprendió de que estuvieras con otro en la habitación? —interrumpió.

—Pues… Tampoco hizo muchas preguntas. Y… nada… Tampoco es que me acuerde muchísimo… El caso es que se puso a follarme. Bastante fuerte. Y… Pablo miraba. Como siempre. El chico estaba bastante bueno, tenía mucho pico, pero a mí me daba igual… Mientras me follara como me estaba follando… Buen cuerpo… Buena polla… Desconocido… La verdad es que era… como un regalo… Si no se hubiera puesto en plan agresivo habría sido perfecto.

Yo alucinaba con las palabras que utilizaba, pero entendía lo que buscaba. Y Carlos la miraba con atención, sin aparente alteración. Quise buscar entonces con mi mirada si María conseguía su propósito y si el hieratismo de él era impostado… y sí, encontré la turbación fuera de su rostro, y descubrí que su fino pantalón de traje tostado no era la mejor prenda para disimular los efectos de aquella narración.

—Me… me folló en la cama… En la ducha… Y… no sé en qué momento vio que teníamos en la maleta un arnés… que es como… son como unas cintas, atadas a una polla que la verdad es que parece real. Y preguntó qué era y le dije que eso se lo ponía Pablo a veces…

Esperaba que Carlos pidiera que matizara aquel extraño juguete, pero no lo hacía y yo ya podía vislumbrar una polla que palpitaba nerviosa bajo el pantalón de aquel hombre. Y pensaba que María, tanto o más observadora que yo, era imposible que fuera ajena a aquello.

—El caso es que Pablo se lo acabó poniendo. Porque… introduce su miembro por el hueco… y… eso, después, una vez lo tuvo puesto, pues... jugamos, los tres, bueno, para decirlo con todas las letras me follaron los dos a la vez —dijo, sin ceñirse estrictamente a la verdad.

—¿Y para qué se pone eso? ¿Por qué tú novio no te folla de manera normal? —preguntó, certero, con su tono uniforme, pero con su polla, alargada hacia un lado, totalmente insolente, desemascarándole.

—Bueno, digamos que… Es todo más… sucio así.

—Bueno, y digamos también que no la tengo demasiado grande —interrumpí.

—¿Ah, no?—preguntó Carlos. A ella.

—No —respondí mientras María bebía, seguramente disconforme con mi confesión, pues no quería que Carlos sospechara que buscábamos fuera lo que no podíamos tener en casa. Ella se mantenía obstinada en que Carlos pensara que era un juego absolutamente voluntario, no necesario.

—¿Entonces ahora, os iríais a casa, él se pondría eso… y haría como que soy yo? —preguntó, en tono afirmativo, en un diálogo, siempre con ella.

—Sí. No sé. Aunque esta noche estoy ya un poco cansada. Quizás otra noche. O nunca. O pensando en otro.

—Pues me gustaría.

—¿Que lo hiciéramos? ¿Haciendo él de ti?

—No solo que lo hicierais. Me gustaría verlo.

—Ya te he dicho que eso ya no lo hacemos. Ni él mirando… ni nadie más que él y yo, y de puertas para dentro.

—O sea, que llego tarde.

—Se podría decir que sí.

Se miraban, en un duelo de egos, a ver quién era más mordaz. Cuando él dio un trago de su bebida, mientras la miraba, y una gota que se desprendía de la base de la copa cayó, ingenua… pero fue a caer sobre aquella polla que excitadísima se rebelaba contra el pantalón marrón. Era ya imposible que María no lo hubiera visto, y hasta él parecía darse cuenta que la casualidad le acababa de delatar.

—Es tarde, sí —dijo él, posando la copa sobre la mesa. Y dijo que se iba a pagar. Le dije que lo haría yo, pero insistió, sin mirarme.

Antes de que me pudiera dar cuenta se iba hacia la barra, yo cogía la chaqueta de María y nos quedábamos ella y yo allí de pie.

Hizo un gesto, como despegándose un poco la camisa del torso, por la temperatura, y yo la abordé por detrás:

—¿Te habrás quedado a gusto?

—¿Por qué?

—Por nada… ¿Le has visto la... polla?

—Claro que se la he visto —respondió sin girarse.

Fuimos a su encuentro y después salimos hacia los coches. No había ni un alma en aquella explanada y yo intentaba leer la mente de María. Parecía, no solo satisfecha con haberle excitado, sino que me daba la sensación de que ella pensaba que quizás fuera un Carlos lo que nos podría salvar: una especie de vía intermedia, con quien jugar sin quemarnos, siempre que se cumplieran las dos reglas.

Abrí una de las puertas traseras de mi coche y estiré la chaqueta de María sobre el asiento, cuando ella, que estaba al otro lado, dispuesta a despedirse y a entrar posteriormente al asiento del acompañante, y junto a Carlos, dijo:

—Perdona, Pablo, pero tengo que ir al aseo. Tengo que volver a entrar. Y de ti ya me despido, entonces.

—Ahora estará cerrado ya —dijo Carlos, mientras yo bordeaba mi coche y me incorporaba al pasillo improvisado que formaban los dos coches.

—¿Sí? —preguntó María.

—Sí, pero puedes mear aquí.

Se hizo un silencio. Su tono era el de siempre, pero sin serlo, pues era sosegado, pero sonaba ya un poco autoritario.

—¿Quieres que mee aquí? —preguntó María, hasta algo chula.

—Justo aquí. Me encantaría.

—¿Y tú mirar, no? ¿Es esa una de tus locuras? ¿Sales por las noches a ver mear a las niñas borrachas en las esquinas?

—No llego a tanto, pero no me importa que surja. Como ahora. Y más si no es una niña borracha, sino una mujer como tú… A quién no le gusta ver el glamour humanizándose.

María le miró a los ojos. Yo no existía. Había una bruma, densa y caliente, y un ligero aire que hacía que la melena de María se agitase un poco.

Se llevó ambas manos a debajo de la falda. Mirándole. Su falda se recogió, aunque más por detrás que por delante, tanto que si alguien la viera desde atrás seguro se habría deleitado con un trasero resplandeciente en la tenebrosidad de la noche. Pero, por delante, no dejó ver nada. Él dio un paso. Y sus bragas comenzaron a descender. Yo no me lo podía creer, pero a la vez me excitaba… Se subió un poco la falda y sus bragas descendieron hasta anudar sus muslos, casi hasta sus rodillas. No se le vio el coño, por milagro o por pericia, dejándonos a ambos con las ganas. Y se agachó, hasta ponerse en cuclillas. Iba a orinar allí mismo. En cualquier momento.

Una vez en esa desvergonzada posición miró hacia arriba, y apartó la melena de su cara con un movimiento de cuello. Le miraba fijamente. Y yo pensaba que, en lo que en cualquier mujer del mundo sería una situación de inferioridad, ella parecía ser la que jugaba con él.

Comencé entonces a oír el sonido inconfundible del líquido impactando con la tierra de aquella explanada… cuando Carlos se quiso aproximar.

—¿Qué haces? No te acerques —dijo María, pero él hizo caso omiso, hasta plantarse frente a ella, y hasta seguramente mancharse los zapatos.

El sonido de aquel líquido discurriendo continuaba. Ella seguía mirando hacia arriba. La situación era insostenible, porque él se había pegado a ella. Cuando vi como Carlos maniobraba en su pantalón.

—¿Qué haces? —preguntó ella. Esta vez sí alarmada, mientras se oía el sonido de la hebilla de un cinturón y el de una cremallera.

Yo no entendía qué pretendía hacer él. Le veía medio de espaldas. Cuando pude vislumbrar desde mi posición el movimiento revelador de un brazo que se agitaba… Un brazo que desembocaba en una mano que seguro sacudía su miembro.

Cinco minutos atrás eran un cortés hombre de negocios y una elegante ejecutiva tomando un cocktail en el hall de un hotel caro, y ahora ella orinaba, en cuclillas, entre dos coches, salpicando sus zapatos, y él se pajeaba a centímetros de su cuerpo.

María no protestó y dejó de mirarle únicamente a los ojos para llevar su mirada al suelo, y a su polla… y a un lado… y otra vez hacia arriba.

El ruido proveniente de aquel líquido caliente de María seguía oyéndose con nitidez, y entonces Carlos, que preveía próximo el fin de aquella micción, y que seguía con su paja, dijo:

—No te levantes.

—Como me toques con eso te parto la cara —protestó ella.

—¿Y si solo te toca lo que hay dentro?

—¿Es eso? ¿Me quieres manchar… ? ¿Eso te pone?

María, con sus tacones clavados en la gravilla, con su coño desnudo a centímetros del suelo, con sus bragas dando de sí a ambos lados de sus muslos, con su camisa y con su melena ondeando, provocaba a aquel señor que, a pesar de lo extravagante de la situación, no acababa de perder del todo su galantería.

Di entonces los pasos necesarios hasta ponerme al lado de él y vi más claramente como el coño de María, con los labios de su sexo brotando hacia fuera más de lo normal, quizás por la postura, expulsaba los últimos chorros… Vi como orinaba frente a él, y pude ver el charco que crecía y los zapatos de Carlos salpicados, y pude ver aquella polla: durísima, con el glande despejado, y grande, solvente, potente… y comprensiblemente deseable.

—¿Esto te pone? ¿Te pone verme mear? Como me manches la ropa te mato…

Miré entonces hacia aquella polla, aún más fijamente, sacudida con un extraño estilo.

Parecía que en cualquier momento explotaría sobre María.

—Ven. Ponte de rodillas —dijo él, apartándose un poco, y pude ver mejor el charco, frente a ella, y los zapatos caros de Carlos, irrigados caóticamente.

—No me voy a arrodillar aquí… Córrete de una vez y ya está.

—Quieres que me corra entonces… —jadeó un poco, por fin, y se volvió a colocar muy cerca de ella.

Pasaron unos segundos eternos. Con aquella banda sonara líquida y por primera vez las prisas de él. Hasta que dejó de escucharse aquel sonido… por lo que supimos que la micción había finalizado, y ella no parecía dispuesta a quedarse en aquella postura para puro deleite de él. La oportunidad de Carlos se esfumaba, y es que ella se puso en pie, cortando su tentación de mancharla.

Seguro él maldijo aquel movimiento, pero no la pudo detener, pues no quería y no podía saltarse las reglas, y de palabra María no obedecía, e intentarlo físicamente estaba prohibido.

Y comenzó a subirse las bragas, muy cerca de él. Cara a cara. Hasta con parsimonia. Dejando ahora sí, sin reparo, su culo desnudo por detrás y su coño espléndido y abultado por delante. Y él seguía masturbándose.

Se encajó las bragas con calma, gustándose, como si estuviera sola, y se bajó la falda, hasta quedar perfecta. Pero él no detenía su paja, frente a ella. Y entonces María alargó la manga derecha de su camisa, tirando del puño de la misma, hasta cubrir completamente su mano con ella.

—No me toques, que yo no te voy a tocar —dijo María entonces, y él soltó su miembro, y ella comenzó a a envolver su polla con su mano, pero sin tocar piel con piel, pues la manga de la camisa estaba en medio. Él la miraba fijamente y dejaba que ella completara aquella extraña operación.

—Te hago la paja así y fin de la noche, ¿de acuerdo? —le susurró mientras ya le masturbaba.

Carlos no emitía emoción de extrañeza, a pesar de la maniobra curiosa de ella, quizás ya porque el morbo y el placer lo solapaba todo, y echó su cabeza hacia atrás y puso sus brazos en jarra. María le miraba, mientras le sacudía, a un ritmo considerable, mecánica, imponente, en un movimiento agitado que hacía que sus pechos se bamboleasen bajo la camisa.

—¿Así? ¿Te gusta así… rapidito? ¿Así acabas pronto? —le gemía, chula, mientras él abría ya la boca.

La imagen de ellos dos, sobre aquel charco, en aquella penumbra casi onírica, con el viento agitando la melena de María y ella agitando su polla, pero sin tocarle realmente, era tan morboso que yo creía morir. Carlos solo notaba el tacto de la seda sutil en su miembro, pero a la vez la dureza implacable de aquel agite agresivo de la delicada pero férrea mano que se escondía detrás.

— ¿Te quieres correr así…? ¿Eh…? —susurró ella, apartándose un poco, dispuesta a que él eyaculara sobre aquella tierra que ella misma había humedecido, mientras él jadeaba con los ojos cerrados.

—Uf… Dios… —resopló él— No… ¡Para…!

—¿Sí…?

—Sí, para —dijo… volviendo al mundo, abriendo los ojos.

Ella le soltó entonces y su polla se mantuvo firme, apuntándola a ella, tremendamente enrojecida.

María recompuso la manga de su camisa y él, con intención de taparse, pero sabiendo que con su polla en aquel estado era imposible, dijo:

—Vamos a vuestra casa. Quiero veros.

—¿Ahora? —preguntó ella.

—Sí, ahora. Ven en mi coche. Le seguimos a él. Y charlamos un poco. Vamos a bajar pulsaciones —dijo, metiendo su polla aún muy abultada y casi encharcada dentro de sus calzoncillos y su pantalón de traje.

Me sorprendió su cambio, de dejarse hacer a querer mandar. Algo había que no me encajaba.

—No, no… En nuestra casa no entra nadie. Ya sabes la regla. Él y yo. De puertas para dentro.

—Si es un problema de jurisdicción seguro que aquí hay habitaciones disponibles —respondió él, refiriéndose al hotel en el que acabábamos de estar. Ya rehecho. Como si no hubiera pasado nada.

—Es que… tampoco tenemos aquí los… elementos…. —dijo ella, evitándole un poco y alejándose, con la intención de subir a nuestro coche.

—Jurisdicción y logística, entonces.

—Lo que quieras. Venga, vámonos —dijo, sin dirigirse a mí, pero para mí.

—Pensando en el medio plazo me alegro de que los problemas sean jurisdiccionales y logísticos, no de conformidad o voluntad.

María resopló entonces, con la mano ya en la manilla de la puerta del coche, sin ganas de más guerra:

—Sí, sí. Claro. Eso es. Hay muchísima voluntad. Buenas noches.