Jugando con fuego (Libro 4, Capítulos 1 y 2)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 1

Antes de los treinta cualquier excusa es buena para quedar, después sucede todo lo contrario; por eso allí estaba yo, en aquella inauguración de piso, rodeado de un par de amigos, algunos conocidos y muchos extraños. La noche ni prometía ni dejaba de prometer, seguramente antes le daba menos vueltas a todo, y a nada, que ahora.

Recuerdo haberla visto de espaldas por primera vez, pero me bastó para saber que estaba buena; quizás, más que por intuición, lo supe por miles de años de evolución. Lo que está claro es que cuando sabes que una chica está buena de espaldas, no ansías que se voltee para confirmarlo, sino para deleitarte.

Recuerdo haber hecho un test en los lejanos tiempos universitarios; en una de las cuestiones se preguntaba en qué época pensaba ser o haber sido más feliz: en la infancia, a los veintitantos, a los treinta y tantos o más allá. Respondí convencido la opción treinta y tantos: "A ver quién me para a esa edad", exclamé, errado, sin saber que crecer y madurar no aporta seguridad, sino todo lo contrario, te hace acumular miedos y traumas, y desorbitar las consecuencias de tus actos. La juventud no es solo un tesoro porque el tiempo pasa más despacio, sino porque el fracaso apenas tiene peso.

No es que mi lozanía me hiciera abordarla, nunca he sido de esos, pero al menos me hizo no alterarme, que parece poco, pero es mucho.

No se dilató demasiado la presentación, y sucedió como el acto más banal del mundo, aunque, estando María de por medio, nunca hay nada banal. Su mera presencia era un impacto. Su olor al darnos dos besos, su silueta al separarnos, su feminidad embaucadora... Aportaba una calma extraña, como si ella misma fuera no una persona sino un espacio, un habitáculo, que, por belleza y armonía, te hicieran sentir en orden y en paz.

Llevaba una camisa estampada, de flores, en tonos verdes y rosáceos, de manga corta, fingiendo estar desfasada para conseguir todo lo contrario, y unos vaqueros intencionadamente desgastados. Iba de moderna, como solo las muy pijas pueden ir, cuando casi nadie había empezado a atreverse.

Era una chica imposible, tanto que uno ni se ponía nervioso, pues las que estresan son las factibles. Hablamos en una especie de small talk sorprendentemente ameno, pues se interesaba y preguntaba, en su sitio, sin desidia, pero sin fascinación fingida. Por aquel entonces yo tenía un trabajo bastante mejor que el actual, y es que uno había creído que la vida laboral consiste en escalar una montaña en línea recta, y después descubrí que hay valles y hasta aguas subterráneas. Y, de mi trabajo y del suyo saltamos a amigos comunes, y a una anécdota graciosa que le había sucedido llegando a aquel piso, hasta que los silencios nos fueron separando.

Entonces yo no lo sabía, pero ella tenía novio en aquel momento, si bien en el fondo era irrelevante, pues mi realismo me impediría cualquier tipo de ataque o escaramuza indirecta a través de nuestra amiga común, la nueva propietaria. No la busqué durante el resto de la fiesta. Tampoco la busqué en redes sociales después. Quizás fuera más puro antes que ahora. Quizás, con los años, uno se vuelve más sucio, o es que se va liberando y recompensando a sí mismo, sin sentimiento de culpa. Seguramente ahora retendría su cuerpo y su rostro para la intimidad; de aquella ni se me pasaba por la cabeza.

No la volví a ver hasta dos años después. Fue en otra primavera y en una librería que no tenía nada de especial, más cerca de una franquicia que de un recoveco bohemio. Esta vez no la vislumbré de espaldas, sino de lado. Sostenía dos libros, uno con cada mano, como sopesando cual comprar. Me subió algo por el cuerpo al verla, así, de golpe; quizás yo ya había cambiado, me había enturbiado, o había descubierto, a golpe de ver hombre mediocre con pibón y viceversa, que lo del guapísimo con la guapísima se acababa sobre los veinticinco. El caso es que sí me puse nervioso y sí supe que tenía que forzar el encuentro.

Vestía un pantalón oscuro y un jersey azulado, ceñido al torso, como si estuviese en contacto directo con el sujetador. Vi la prominencia de sus pechos como no había visto la primera vez. Me fijé en su culo levantado como no había hecho la primera vez. Otra vez, lo turbio, la viabilidad y el nerviosismo siendo todo uno.

Me coloqué cerca de ella, cara a la misma estantería. Dejó un libro en su sitio y se fue. Y de mi boca salió un "¡Espera!" totalmente fuera de contexto, desesperado, como el que se le grita a la chica de la película al final de la misma, pero nosotros no teníamos ni película ni medio fotograma. Ella se volteó, por acto reflejo, sin tiempo siquiera a extrañarse, y conseguí que un "te conozco de algo" no sonara demasiado intimidante.

Me sentí ridículo y culpable, fingiendo no saber de qué nos conocíamos, mientras ella hacía memoria. Años más tarde hemos recordado juntos aquel momento, varias veces, y ella se reía siempre, diciendo no saber por qué le hacía gracia; conseguí que verbalizara algo entre lo actoral y lo ridículo de un stalker de poca monta. No sé en qué momento exacto, pero me acabó queriendo, por lo que todo lo maquiavélico le parecía gracioso, picaresco y no turbio. Hasta ahora.

Hasta ahora.

María no cogió el tren de vuelta a Madrid después de aquel mensaje de Edu. Lo cogí yo solo. Tan abrumado por el odio de sus últimas miradas que no era ni capaz de llorar. Ni yo, ni ella.

En aquel tren pensaba en por qué María se había enamorado de mí. Buscaba datos, hechos, vivencias, virtudes, valores... a los que agarrarme, para intentar tranquilizarme y decirme que el amarnos era inexpugnable, que era demasiado fuerte, que ni una traición como la revelada podría destruirnos.

Tuve que salvar a María del apuro y decirle de qué nos conocíamos. Fue la única vez que la salvé; durante los cuatro años siguientes siempre me salvó ella a mí. Y mi vez ni siquiera fue pura.

Nos pusimos al día frente aquella estantería. Nos costó, pues no había base para tal actualización. Compró su libro y surgió un café, pues los cafés surgen solos. Y, sin tiempo ni lucidez como para volver a sentir los nervios del primer encontronazo, me encontraba acompañándola a su casa, cayendo la tarde.

Entonces el azar hizo que una chica se cruzase con nosotros y de alguna parte de su bolso o cintura cayera un jersey o un pañuelo, no lo recuerdo bien. Eso me hizo pararme, recogerlo, llamarla y retroceder, y eso hizo que María se detuviera frente a un bar. De nuevo, muchas veces hemos hablado de qué hubiera sucedido si a aquella chica no se le hubiera caído nada, pues estábamos a dos manzanas de la casa de María y yo no habría tenido la valentía, ya no de plantear nada parecido a subir, sino de pedirle su número, y ella tampoco, y no por valentía, sino por falta de interés. Pero aquella parada hizo que María viera aquel bar y que un chico le ofreciera una extraña invitación, una cata de vinos, que por improvisada resultó atrayente.

Apenas recuerdo nada de aquella cata. Solo la recuerdo a ella. Libre. Jovial. Pura. Como yo nunca había visto a nadie. Cada vez que se reía yo sentía júbilo, como un gol en el descuento, y es que había un trasfondo de oportunidad única; era como un amor de verano, pero sin amor y sin verano. Recuerdo felicidad, pero a la vez un sentimiento de efimeridad asfixiante. Yo ya sentía nostalgia de lo que estaba viviendo, en una especie de nostalgia del presente.

Le gusté allí. En aquel momento. Aunque solo fuera un poco. Me lo reconoció meses después. Si bien yo ni me lo podía plantear. Tuve suerte, yo qué sé. Creo que siempre me he sentido culpable por ello. Es difícil de explicar.

Me ofreció un café en su casa. Era la hora de cenar de un domingo, pero no teníamos hambre del todo, ni estábamos borrachos del todo.

Subimos en su ascensor y, nada más arrancar, este se detuvo. Yo me quedé inmóvil, algo asustado. Pero ella ni se inmutó.

—Tranquilo, sale alguien.

—¿Qué? —pregunté sin entender nada.

—Que oigo que alguien está saliendo. Deben de ser los del segundo. A veces este ascensor se atasca, pero, cuando alguien llama, se... activa otra vez, o lo que sea.

—Ah, ¿que pasa mucho entonces? —dije ya más sorprendido que asustado.

—Bueno, no sé. De vez en cuando. Tenemos los teléfonos de todos los vecinos por si acaso.

Yo puse la cara que se pone cuando uno ve algo extrañísimo, pero comprueba que está controlado. Asentí con la cabeza, mientras María se miraba en el espejo del ascensor, como si yo no existiera, cosa que le acabaría viendo hacer un millón de veces.

Y entonces sentí miedo. Pues tuve tiempo para pensar. "Y si..." "Y si fuera posible que en su casa pasase algo..." Y lo que era mucho peor: "¿Qué pasaría... cómo reaccionaría... al verme... desnudo...? Al ver mi miembro mínimo..." El lastre solo es lastre cuando aceleras.

En su casa, hablamos. Yo la hacía reír y ella me hacía sentir que si me enamoraba era hombre muerto. Acabó por salir el tema de que ninguno de los dos tenía pareja, y se hizo un silencio. La recuerdo, perfectamente, como si fuera ayer, en aquel sofá, descalza, con aquel jersey azul, alzando las cejas, graciosa, ante aquel silencio, que no era una insinuación, ni mucho menos, sino su reacción ante un silencio incómodo.

Me fui de allí casi de madrugada, sin cenar. Creo que tardé cuatro días en tener hambre. La despedida fueron dos besos castísimos y un “dame tu móvil” dicho por mí, desordenado y abrupto. Al llegar a casa le escribí. Algo cutre. Algo banal. Que lo había pasado bien, supongo. Y un escueto “yo también” cayó sobre mí haciéndome sentir más que ningún “te quiero” de nadie.

Quedamos otra vez. Y otra. Yo intentaba por mensaje de móvil descubrir si había algo o no había absolutamente nada, pero su parquedad me exasperaba.

Un café. Una cerveza. Su negativa a un cine. Podría decir los días exactos. Frases exactas. La ropa que llevaba tal o cual día. Si recuerdas esas cosas, es que es ella.

Curiosamente el primer halo de esperanza no vino por ella, sino por Celia, la nueva propietaria de aquel piso. Tras meses sin contacto se comunicó conmigo. Yo estaba en casa y, tras devolverle el saludo, me escribió:

“Me ha dicho María que le gusta tu pelo, cómo hueles y que tienes conversación”.

Aquella frase era extrañísima. Me preguntaba cómo y en qué momento una chica le dice eso a una amiga. Le pregunté si aquello significaba que yo le gustaba. Necesitaba confirmación absoluta. Celia respondió: “No lo sé. Yo solo digo que vas bien”.

CAPÍTULO 2

Llegué a casa y el silencio de nuestro apartamento me acusó con una intensidad asfixiante. Sentía que cada pared, cada mueble, me señalaba. Y seguían sin salirme las lágrimas. Quizás sentía más miedo incluso que pena. Ni siquiera odiaba a Edu por delatarme, pues tenía muchos sentimientos en cola antes que el odio, de hecho, seguramente el odio a mí mismo estuviera mejor clasificado.

No tenía hambre y vi en la cocina unas patatas de bolsa. Recordé cómo María se reía incrédula cuando me veía comer aquellas patatas fritas con pan. Una manía. Me gustaba. Y ella no lo podía entender, como yo no podía entender que le gustase la comida del avión o del tren. Siempre que se metía conmigo por aquello yo le respondía con la misma réplica.

No podría vivir sin ella. No podría vivir si me dejase. No podría vivir sin aquellas banalidades. Sin verla hablar con su madre por teléfono cada domingo por la noche; de un lado para otro, como flotando por la casa.

Pensé que quizás fuera cierto eso de que quieres cuando la tienes, pero amas cuando ya no está. Y yo ya sentía que la amaba, como en un presagio de lo que podría venir.

No la quise llamar. Y sabía que ella no lo haría. Sabía que tenía que dejar un tiempo. Que atosigarla solo empeoraría las cosas. Todos los absurdos y manidos “déjame que te explique” ya los había usado en persona con nulo resultado.

Me senté en nuestro sofá. Completamente hundido. Preocupado también por dónde dormiría María aquella noche. Qué haría. Tenía un par de amigas en Madrid. Era lo que se me ocurría. Que quedara con Roberto, por ganas o despecho, en seguida lo descarté. Lo descarté al recordar su cara al irse. Estaba rota. No era decepción, era mucho más, era desgarro puro.

Me quedaba dormido en nuestro salón mientras recordaba aquel mensaje de Celia, aquel de “Yo solo te digo que vas bien”, y recordé que aquella fue la primera vez en la que pensé que quizás sí. Fue la vez en la que el “y si” se hizo gigantesco. Pensé que sí, que podría ser. Que podría salir con ella. Que podría besarla. Que podría ser mi novia.

Sin embargo había algo que no acababa de encajar, como si todo obedeciera a una especie de mascarada en la que todos confabulaban, haciéndome creer lo imposible, para después fustigarme con la crudeza de la realidad. No obedecía a una particular inseguridad por mi parte, sino a que hablábamos de María.

Cumpliéndose mis malos augurios María comenzó a comportarse con mayor aspereza. Apenas respondía a mis mensajes y me daba largas para vernos. Pensar en que todo quedase en un par de cafés, unos vinos y una cerveza, me producía una amargura inenarrable. Y la cosa no mejoró cuando un viernes, ya de junio, le insistí en tomar algo y ella respondió: “Voy a estar en una terraza con unas amigas, pásate si quieres”.

“Pásate, si quieres”. Como uno más. Como un desconocido. Como nadie. Al menos así lo sentí.

Me saqué el puñal del pecho y, ya cada vez con menos temor a descubrir mis cartas, conseguí convocar a un par de amigos para coincidir en la misma terraza, poniendo en preaviso a María de que hacía tiempo que no iba a aquella plaza y de que yo también estaría con unos amigos.

La sensación era de última oportunidad. Cuando llegué con ellos nos sentamos en una mesa cercana a María y a sus amigas. La busqué con la mirada, y, una vez la encontré, ella me saludó en la distancia y siguió hablando, como si tal cosa. Ni ademán de levantarse. Quizás me la devolvía por no haber ido a saludarla. Quizás pasaba ya totalmente de mí.

Con el tiempo te das cuenta de que la incertidumbre es lo bonito. Que antes de que te remate la rutina te mata la certeza. En aquel momento, en aquella plaza, con los rayos del sol bajos y diagonales iluminándonos por entre los edificios, yo estaba en la incerteza más absoluta.

Lo de María en aquel atardecer cálido y bullicioso no era normal. Ya estaba morena, con un color en su piel que ni el mejor filtro ha conseguido lograr. Su vestido suelto y anaranjado parecía captar la atención del sol y de la luz, dejando a sus amigas y a todo lo demás difuminado. Sonreía mostrando unos dientes blanquísimos a cualquier ocurrencia de sus compañeras y después bebía de su cerveza. Siempre sin mirarme.

Tenerla allí era como una especie de lo que podría ser y no podía ser. “Será para alguien y no para mí”. Me llegué a culpar de haber creído que podría haber pasado algo entre nosotros.

El sol caía y no me había mirado ni una sola vez. La luz aclaraba sus ojos, cristalizándolos, haciéndolos casi transparentes, como transparente me sentía yo, que me encontraba cada vez más cerca de abandonar.

No me fijé en si los chicos la miraban con deseo o si sus amigas la miraban con envidia. Yo aún no era así.

Mis amigos y yo habíamos pedido la cuenta cuando María se levantó. Pude verlo por el rabillo del ojo, ya que una cosa era perder y otra ser humillado, y mirarla directamente sin recibir respuesta no sería derrota sino escarnio. Se levantó, para ir al baño del local, y para ello tenía que pasar cerca de nuestra mesa. María me superó, sin decir nada, y bajé la cabeza. Hundido... Pero, de golpe, sentí algo en mi hombro; más que un pellizco, menos que un agarrón, un toque sutil. Tocado... Aquel toque me había hecho renacer. Quizás fuera absurdo, pero aquel toque era la certeza de que sí.

Tan obnubilado me quedé por aquel roce buscado que ni me percaté de que había vuelto y se había sentado de nuevo en su silla. Cogió el móvil y entonces yo decidí atacar:

—Tenemos las tardes gastadas. Deberíamos quedar tú y yo mañana. Por la noche —le escribí.

Ella miraba su teléfono y la espera hasta que me leyera y reaccionara me tenía sin aire. Yo ya no me cortaba en mirar hacia una cara que no se levantaba. Su melena espesa cayendo sobre su escote tostado le tapaba parte de la cara, y yo necesitaba saber cuanto antes.

—Me sobran la mitad de estas —respondió, desesperándome, refiriéndose a sus amigas.

—A mi me sobra toda la plaza menos tú —me inmolé.

—Vale, podemos quedar mañana. Así me cuentas sobre tu amigo morenazo que tienes al lado. El de la camisa azul. Es guapísimo.

El tiempo se detuvo. Sentí que se hacía un silencio, como si todos los allí presentes supieran que me acababa de asesinar. Mi corazón dejó de bombear sangre.

Sentí rabia, pero no la odié. Me odié a mí mismo por ingenuo.

Me rompí en mil pedazos en lo que se tarda en leer una frase. Y qué responder a eso… Si ya me había matado.

Alcé mi vista del teléfono y la miré. Seria. Guapa hasta el sadismo. Y de golpe movió sus labios, como pronunciando algo, pero sin emitir sonido alguno, como queriendo que yo leyera sus labios entre el gentío. Pude leer perfectamente, por la exageración voluntaria de sus carnosos labios un: “Es broma, tonto”.

No tengo absolutamente ninguna duda de que María me gustó desde el momento en el que la vi. Pero enamorarme… me enamoré en aquel momento. Dulzura, gracia, flirteo, sadismo y erotismo en una frase, en un vestido naranja, en una terraza del mes de junio. María me enterraba y me desenterraba a su antojo. El poder debe de ser eso.

—Vale, quedamos mañana. Pero tengo una cena a las nueve. Si quieres quedamos aquí mismo a las once —escribió, enfrascada en su teléfono, entre el barullo de su mesa.

No nos despedimos. Lo quise dejar así, quizás ella también. Pero, una vez en casa no me pude resistir a escribirle diciéndole que me gustaba su vestido naranja.

—Es más bien coral, jeje. Buenas noches —respondió, sin posibilidad de réplica, desquebrajándome palabra a palabra.

Veinticuatro horas más tarde, a las once de la noche en punto, yo estaba sentado en aquella terraza y vi llegar aquel vestido coral en la distancia. Siempre dijo, después, que fue su primer regalo y que, de habérselo pedido directamente, habría ido de negro.

Nos saludamos. La olí. Me trastocó aquel olor. Y, durante las horas siguientes hablamos, bebimos y reímos como si el mundo se fuera a acabar al salir el sol. Yo ya estaba enamorado hasta las trancas y sentía que algo le tenía que gustar. Cuando se hacía algún silencio y nos mirábamos, mi parte timorata me decía a mí mismo que estaba demasiado lejos, mientras que mi parte entregada me pedía a gritos que la besara.

Planteé tomar la última en su casa, pues con cinco cervezas y dos copas es fácil hasta plantear el atraco a un banco. Y, cuando subíamos en su ascensor, le dije que ojalá se parara otra vez.

—¿Para qué? —preguntó.

—Para besarte —respondí, no dando crédito a mi estupidez de película de media tarde.

María no dijo absolutamente nada, ni emitió señal alguna. Como si hubiera escuchado un idioma de una tribu por descubrir.

Recuerdo verla pelearse con la cerradura de la puerta de su piso; con aquel vestido, aquellas sandalias, aquella melena que le llegaba hasta la parte baja de la espalda, y con su olor, mezclado con el de aquel edificio. Aquel olor que es nostalgia pura. Quizás nostalgia incluso de aquel yo.

Una vez en su apartamento tenía dos problemas: que no pasase nada y que pasase algo. Y no sabía qué era más grave. Si su rechazo o mi desnudo.

María sacó dos cervezas de su nevera y se hizo un silencio atroz. Me dio una y le pregunté por los imanes que había allí, escrupulosamente ordenados. Tras explicarme el origen de cada uno nos envolvió otro silencio sepulcral. La miré. Me miró. Estábamos casi pegados. Yo no tenía más excusas ni más cosas de decir. Acerqué mi cara a la suya.

Allí de pie. En la cocina. Frente a la nevera. En el más absoluto mutismo de todo el edificio. Mis labios entraron en contacto con los suyos. Cerré los ojos. Recordaré aquel olor y aquella boca húmeda de la primera vez toda la vida. Y cómo yo convertí aquel pico en beso. Y cómo me dije: ”estoy besando a María”, como si mi cuerpo necesitara confirmación oficial de mi mente. Recuerdo temblar y posar mi mano en su cintura, el tacto finísimo de su vestido, que casi me hacía sentir su piel. Su lengua en contacto con la mía y algo que me subía por dentro como si no hubiera besado nunca. Y ella cortó el beso, y yo la besé en la mejilla, buscando repetir, pero ella no quiso, o al menos se apartó lo suficiente como para darme a entender que no quería seguir.

Nos fuimos al sofá y la conversación ya no fue tan fluida. Por primera vez, desde que la conocía, cuando ella hablaba yo pensaba en otra cosa; pensaba en si habría algo que le impedía repetir aquel beso conmigo... Un ex… Que yo no le gustase realmente… Que besase mal… Se me ocurrían más y más motivos mientras ella me hablaba, también por primera vez, sin demasiadas ganas.

Ya en el umbral de la puerta nos despedimos con dos besos que no me dieron pie a intentar nada. Llamé al ascensor y me dijo entonces que esperara un instante, y entró de nuevo en su apartamento y salió con una bolsa de plástico en la que había un par de cartones.

—Bajo contigo y de paso tiro esto —dijo.

—No, no deja. Te lo bajo yo —respondí mientras ella cerraba la puerta y entraba conmigo en el ascensor, haciendo caso omiso a mi propuesta.

Mientras el ascensor descendía yo no sabía si estaba mejor o peor que antes. Y, otra vez, la incertidumbre me tenía arrodillado ante ella… Cuando, de golpe, María pulsó dos botones del ascensor a la vez y éste se detuvo. Posó la bolsa en el suelo y me miró. Y de mí salió un “¿Qué haces? ¿Y ahora?”.

—Querías el beso aquí, ¿no? —dijo, rematándome, fulminándome, enamorándome aún más.

Nos besamos como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, como si el tiempo se hubiera detenido. Nos besábamos, nos separábamos... Nos besábamos en las mejillas, despacio, en el cuello… Nuestros labios se restregaban húmedos… se acariciaban… con una ternura absolutamente inusual para apenas conocernos. Nuestras manos sostenían nuestras caras y acariciaban nuestro pelo y nuestros cuello. Allí, en aquel ascensor, con una bolsa llena de cartones en el suelo, con aquel vestido naranja, o coral. Nos besamos apasionadamente, pero contenidos. Aún con miedo. Sin saber a qué. Ni me planteaba tocar nada. Como si pudiera romperla, a ella y el momento. Me excité, pero sabía que no sería descubierto, pues ella no tocaría nada, no por romperme, sino por rectitud. Hasta que alguien llamó al ascensor y acabamos en el sexto.

Me despedí de ella, en el portal, con un largo y sentido beso, y una caricia involuntaria, de su mano en la mía, o de la mía en la suya, en un azar maravilloso que nos hizo sonreír.

Y entonces, recordándolo, en aquel sofá, en nuestro sofá, en nuestra casa, sí lloré. Lloré a mares y me odié a mi mismo, y odié a Edu, y odié mi estúpido juego, y odié haberla empujado a ser follada por Edu, por Álvaro, por Guille, por Roberto… Me odié como nunca y lloré hasta quedarme dormido.