Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 7 y 8)

Continúa la historia.

CAPITULO 7

Uno de mis jefes pasó cerca de mi mesa y solté el móvil de forma abrupta. Miraba la pantalla de mi ordenador, pero no veía nada. No podía releer el mensaje, y realmente lo necesitaba pues había leído de forma rápida y algo desordenada.

Me sentí amenazado. Me sentí inferior. Salió de dentro de mí el Pablo timorato y asustado. El Pablo que había sido durante meses con Edu. Pero pronto comenzó a librarse una lucha entre mi cuerpo y mi mente, mi cuerpo bombeaba sangre y me hacía sudar de los nervios, me hacía retraerme y sentirme pequeño, pero mi mente se rebelaba y comenzaba a decir que ya no existía aquel Pablo, que había pasado un tiempo en el que María y yo habíamos volado libres, sin necesidad de Edu. Nos habíamos emancipado de él y de su control, de su dominio. No le debíamos nada.

Mi mente dibujaba frases que rebotaban en mi cabeza, la que más se repetía era “Mandamos María y yo”, y le acompañaba otra como “Quedamos porque ella y yo queremos”.

Sabía que había algo de auto engaño, pero a la vez que en el fondo no me faltaba razón. Quedábamos porque María y yo queríamos y, además, no me podía permitir más ser aquel Pablo apocado. No me lo podía permitir más, por mí, por el estrés psicológico que eso suponía. Prefería luchar contra mí mismo que contra Edu.

Mi jefe se perdió por un pasillo y tenía dos opciones, la primera: releer el mensaje, continuar mi lucha interna, darle infinitas vueltas a por qué íbamos a aquella cita, a qué podría pasar o, segunda: dejarlo ir, no pensar, trabajar para salir cuanto antes y plantarme en la cervecería con María, sin más. Opté por la segunda.

Coloqué ahora sí el móvil boca abajo sobre el escritorio y me enfrasqué en acabar mi tarea para poder salir lo antes posible.

Conseguí un nivel de concentración al menos suficiente, pero el tiempo fue corriendo, siempre en mi contra. Cuando estaba acabando sabía que ya estaba fuera de hora y cogí el móvil para ver si María me había escrito. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí… que me había quedado sin batería.

Levanté la vista para ver si algún compañero me podría dejar un cargador, pero apenas quedaba nadie ya. No quise fustigarme por mi mala suerte o por mi torpeza de no haber pensado antes en que me estaba quedando sin batería en el teléfono móvil y decidí serenarme y volver al trabajo.

Una vez conseguí salir de aquella tortura, y ya en el coche, buscaba aparcamiento cerca del despacho de María y no le daba vueltas a si no habría terminado uno de los informes con demasiada prisa… sino a qué me encontraría una vez estuviéramos los cuatro juntos… Nunca, en todo el día, había estado al trabajo, sino a aquella cervecería, a nuestra cita con nuestro juego.

Intentaba disimular, pero era obvio el trasfondo de nervios que corría por todo mi cuerpo. Aparqué a medio camino entre su despacho y la cervecería. Miré el reloj. Difícilmente estaría María en el despacho. Era demasiado tarde. Me armé de valor. No era mi contexto soñado ese de aparecer en la cervecería yo solo estando ya ellos tres allí, pero no tenía ya remedio alguno.

Erguido. Decidido. Como si mi lenguaje corporal pudiera engañar el palpitar de mi corazón, caminaba buscando mi destino, un destino que siempre parecía que yo buscaba a disgusto a la vez que anhelaba, como una droga de la que sabes que lo peor está al principio y al final, pero no puedes renunciar al éxtasis intermedio.

Doblé la última esquina y, sin tiempo ni ganas de proyectar el cuadro, me encontré con una estampa que no esperaba. Los vi. Y vi algo que por muchas vueltas que le hubiera dado no habría podido prever ni imaginar.

Sí, efectivamente, a medida que me iba acercando se iba confirmando, allí había más gente de la esperada. Además de María, Edu y Víctor, cerraban un círculo en torno a dos mesas casi pegadas Begoña y otra mujer.

Yo estaba entre la decepción y el alivio. El recibimiento fue frío. Víctor me estrechó la mano y me presentó a la desconocida, una mujer corpulenta que si tenía cuarenta y pocos los llevaba mal y si rondaba los cincuenta los llevaba muy bien, con media melena, por encima de los hombros, rubia platino.

—Sara —dijo ella y yo me imaginé una hache al final de su nombre, quizás porque me sonó a extranjera, pensé en alemana o algo centro europeo.

No tenía tiempo de pensar si aquello era una encerrona o qué estaba pasando, cuando busqué a María con la mirada por si me podría decir algo y solo supe por sus pupilas que no iba por la primera cerveza. Me presenté a Begoña, guapísima, con un traje claro, de chaqueta y pantalón, como salmón y un top lencero blanco que le daba un aire más jovial que cuando la había visto con camisa y traje más oscuro semanas atrás. Sus ojos grandes, su pelo castaño y lacio, sus dientes blancos y perfectos, su cara angelical, de niña bien. Todo aquello no se me había olvidado como tampoco aquello que me había contado María de cómo había venido a la ciudad con novio, hasta pensando en casarse y como lo había dejado por Edu al poco de conocerse.

Me senté. Incómodo. Con Víctor a mi izquierda, con su camisa negra y pantalones negros, con su pelo recogido en su coleta, sus gafas de cristal alargado y su estampa como de no querer estar nunca donde estaba, pero a la vez de controlarlo todo. Lo vi más demacrado, con surcos, más que arrugas, y más delgado. A mi derecha Sara comenzó a hablarme y yo la escuchaba mientras intentaba buscar el vínculo. No era del despacho, eso seguro. Por edad quizás un ligue de Víctor. Llevaba un pantalón blanco y jersey claro azul ceñido y una americana azul oscura por encima. Descubrí que era holandesa al tiempo que alzaba la mirada y veía a María y Edu sentados juntos, alejados de mí, con esa perenne sensación de incomodidad, de tensión. Además María tenía a su lado una estufa exterior cuyas llamas parecían hacer mella en ella, la cual colorada, acalorada, estaba ya sin chaqueta y con la camisa rosa remangada hablaba con Edu en frases cortas.

Conseguí una cerveza y por fin tuve algo a lo que agarrarme mientras Edu abandonaba el flanco con María para centrarse en Begoña, dejando a mi novia libre para que Víctor le hablase. Tras algún silencio incómodo con Sara, me vi obligado a contarle acerca de un viaje por Holanda en mis años universitarios como consecuencia de haber visitado a un amigo que había estado en Lovaina, en Bélgica y habíamos visitado los dos países. Eso hacía que ella hablase y así yo poder ganar tiempo y poder analizar lo que estaba viendo, y algo comencé a sacar en claro: Edu quería que María hablase, ¿intimase? con Víctor… y la cara de mi novia no solo era de calor, por la estufa, de principio de ebriedad, por la cerveza, sino también de suma incomodidad por verse obligada a hablar con Víctor. Y es que había demasiados decibelios en aquella terraza, sobre todo por culpa de un grupo numeroso que teníamos al lado, como para poder mantener una conversación a seis, produciéndose una especie de división en triples parejas, si bien dos parejas estaban intercambiadas.

Sara me hacía en cierta forma volver al mundo real. Como si fueran dos mundos. El del juego morboso que conocíamos cuatro y la ignorancia práctica de Begoña y Sara. Llegó el momento en el que la holandesa me captaba tanto que incluso pensé si sería una estrategia, pero lo descarté por demasiado maquiavélico incluso para Edu.

Sara y yo saltábamos de ciudad en ciudad como mis ojos saltaban de María a Edu o a Víctor o a Begoña. No podía negar que la incomodidad de María me excitaba. Quizás ese era su último favor. Su cierre del juego. Quizás ella lo había sabido antes que yo.

Miré a Víctor, volcado hacia ella, queriendo ser gracioso y lúcido. Su mirada sucia, su olor rancio. Miraba a María, sus mejillas coloradas, su intento de escapar de aquella conversación, su cruce de piernas, sus tacones, su camisa rosa colocada con estilo, que a mí me excitaba por recordar por lo que había pasado horas antes y que a Víctor le excitaba por sabe dios qué especie de fetichismo de abogadas rancias o de niñas pijas. Y miraba a Edu, permanentemente moreno, con aquella melenita perfecta, con su traje gris y camisa blanca, hablando con Begoña, como desde un altar, mientras aquella monada angelical le miraba con admiración y con una intensidad casi sexual, como expectante, recordándome a cuando había visto a María con Edu en la boda, en su habitación, siempre con un gesto de inquietud, como si esperasen siempre una orden o una demanda excitante.

Si la ranciedad de un Víctor al que se le vislumbraba la caspa sobre los hombros de la camisa me asaltaba por la izquierda, por la derecha me atacaba el perfume denso y señorial de Sara. Su pecho de mujer corpulenta ponía en jaque su ceñido jersey azulado. Yo quería pensar, pero ella no me dejaba. Me tuve que rendir hasta entrar en su conversación por completo y para ello decidí ser indiscreto, hasta que conseguí sacar que no iba muy desencaminado, que estaba allí por trabajo, que apenas conocía a nadie, y que había conocido a Víctor por internet. Quizás fuera el alcohol o que no sabía que yo estaba con María, o las dos cosas, pero llegaba a sopesar si ella no estaría planteándose un trueque en el que yo sería el elegido y Víctor el descartado.

Begoña, que flanqueada por otra estufa se había deshecho de su americana hacía un rato, acabó levantándose, como con intención de pagar y marcharse, y mis ojos decidieron de motu propio fijarse en su figura estilizada y en sus tetas medianas bajo la seda blanca de su top lencero. Me imaginé por un instante a Edu follándosela… y ella entregada… como se había entregado María… Se giró y habló por un momento con un conocido de otra mesa, ofreciéndome un culo respingón y prieto bajo su pantalón de traje. Y mi mente voló a Edu embistiéndola desde atrás, destrozándola… y no podía imaginar que le cupiera ni la mitad de su pollón dentro de su cuerpo, dentro de aquel pequeño coño de aquella liviana belleza.

Parecía que simultáneamente a la marcha de Begoña se producía la del grupo vecino ruidoso, por lo que por fin se pudo escuchar una voz proferida hacia todo el grupo, y era la de Begoña, excusándose, diciendo que se marchaba.

—Me tengo que ir ya… que tengo que acabar unas cosas.

Tras un breve silencio, acabó por rematarlo.

—Es que mi jefe me da mucha caña... —dijo sin intención alguna de darle doble sentido, aunque la carga de la frase era obvia a poco que uno fuera un poco malicioso.

Le acabó susurrando al oído a Edu, aunque yo pude oírlo, si iría a su casa después, y la respuesta fue un escueto: “No lo sé”. Un Edu que ni se levantó para despedirla con un beso. Quizás fuera esa frialdad lo que hacía que ella desprendiera una permanente imagen de enganchada, de permanente temor, a pesar de ser en teoría una pareja plenamente oficial.

Víctor se levantó también, pero este se encaminaba hacia dentro del local, seguramente para ir al baño. Dejando en María un alivio y a la vez una nueva incomodidad, la de estar pegada a Edu, los dos en silencio. Silencio que rompió Sara, con su sonoro acento extranjero que llegó a los oídos de los cuatro, preguntando si yo había conocido a Víctor en una boda. Era una pregunta de la que sabía la respuesta y me desvelaba que Víctor le había contado algo de mí, pero lo más importante era que, ella no podía saberlo, que para ella era hablar por hablar, pero que no había sido en una boda, sino en... “la boda…” con toda la tensión que eso despertaba.

Yo le respondía que sí, bajo la atenta mirada de María y Edu, como en una obra de teatro, y Sara, perdida, acabó por preguntarle a ellos dos si no había líos entre los miembros del despacho en ese tipo de eventos.

Era imposible no notar el calor y la incomodidad en María. Si Edu se vanagloriaba al recordarlo lo disimulaba bien, pues no cambiaba su semblante hierático. Sí, era el Edu que María me había anunciado, el de “me follo a tantas que ni me acuerdo de si a ti también te he follado”.

Los “sí”, “no”, “no sé” y los encogimientos de hombros de María y Edu eran botín insuficiente para una Sara tan indiscreta con el tema de líos en el despacho como yo lo había sido antes con ella; tan indiscreta que acabó por desquiciar a María, que llegó a ponerse de pie, al tiempo que decía que se iba.

—Espera. No tengas tanta prisa— le espetó Edu, serio, sujetando su muñeca con firmeza. En un acto extraño, fuera de contexto.

Sara violentada. Yo sorprendido. Y María… que por algún motivo no tenía fuerzas para revolverse…

No era la María con Álvaro o Guille. No era la María con Víctor. No era la María conmigo. Era la María con Edu.

—Quédate un poco más —dijo Edu, liberándola, en un tono más conciliador.

María se sentó.

Parecía querer fingir que algo la obligaba a obedecer. Como una adolescente rabiosa que obedece para evitar males mayores. Pero no era verdad. Obedecía porque había algo sexual en aquellas órdenes. Algo sexual a lo que ella estaba enganchada.

—¿Tienes calor? ¿Quieres que le diga al camarero que apague eso? —dijo Sara, protectora, con aquel acento, queriendo salvarla y consiguiendo lo contrario.

Por algún motivo María no me había buscado con la mirada en todo el tiempo. Como si fuera algo con lo que tuviera que lidiar solo ella, o como si fuera ella la estrella que no podía dirigirse a su púbico durante el acto. Como si quisiera enseñarme como era con él, porque aquello me excitaría, como si fuera consciente de que su sumisión me excitaría y de que si me miraba aquello perdería cierta magia. Aunque por otro lado me daba la sensación de que María no era plenamente consciente de aquella sumisión.

Su calor... Su incomodidad… Su rubor… no mejoraron cuando Víctor apareció de nuevo, y no se sentó en su sitio, sino que se colocó de pie, tras ella. Y Edu le dijo algo al oído a María… Algo que la sonrojó, aún más… Y Víctor tenía que estar viendo todo su escote, la mitad de sus pechos hinchados… casi hasta el sujetador…

Y es que la marcha de Begoña, el alcohol haciendo mella, el flamante silencio… le daban a Edu y a Víctor un marco mucho más favorable para jugar… para incomodarla.

CAPÍTULO 8

Me decía a mí mismo que era una pena que, al hablarme Sara, no podía pensar en todo lo que estaba pasando, pero la pena no era esa, la pena era que no me dejaba disfrutarlo. Y es que yo no quería darle vueltas a las pretensiones de cada una de las partes, a las motivaciones de Edu, Víctor o María, lo que quería era disfrutarlo, y no como un mero espectador, sino como un gran hermano que no era juez, pero sí parte.

Si Sara me hablaba yo podía, más o menos, llevar mi mirada a aquel Víctor de pie tras María, a aquel Edu sentado al lado de mi novia, podía ver a las dos hienas rodeando y mareando a la leona que se había quedado sola, pero si Sara me preguntaba me veía obligado a responderle, a pensar, a mirarla más detenidamente, a profesarle fingida atención. Me veía obligado a poner mi educación por delante de aquella tentación voyeur que me tenía alerta y pendiente de aquella cacería.

María seguía sin mirarme, pretendiendo una autosuficiencia para lidiar con aquel acoso. Edu le hablaba al oído mientras Víctor se encendía un cigarrillo a su espalda e intentaba ser parte de la conversación. Mi novia sometida a dos fuentes de calor, la implacable estufa y el descarado Víctor. No le decía que no a Edu con palabras, pero parecía hacerlo con todo su cuerpo. Lo que fuera que Edu le estaba diciendo en el oído la incomodaba tanto o más que tener a Víctor escudriñándola a su espalda.

Descruzó sus piernas para cruzarlas otra vez, cambiando una por otra. Se tocó el pelo. Le dijo algo a Edu. Era todo un paripé, una performance que buscaba proyectar que nada podía alterarla. Cuando Víctor posó entonces una de sus manos sobre su hombro. Yo dejé de oír a Sara, la cual, por muy perdida que estuviera, parecía saber también que algo raro estaba pasando. Algo que no era nada, pero que era mucho a la vez. María sintió su mano allí y no hizo nada. Y de nuevo Edu le dijo algo al oído. No podía entenderlo, pero daba la sensación de que la animaba a hacer algo, con gestos en sus manos que parecían decir un “por qué no” o un “tú verás”.

María ardía de incomodidad, sus mejillas se sonrojaban, su pose se mantenía chulesca y violentada, el relieve de sus pechos bajo su camisa hasta parecía hacerse más notorio y yo alucinaba con que su fastidio y su repugnancia ante aquel acoso me produjera una incipiente erección. Me empalmaba al verla acosada, me excitaba su intento de fingimiento de que los mantenía a raya sin dificultad alguna.

Me vi obligado a hablar de mi trabajo con aquella extranjera tan afable como cansina. Cada vez que tenía que desviar mi mirada de ellos tres durante veinte segundos sentía un hormigueo como si al volver la mirada fuera a ver algo impactante. Y, cada vez que volvía a ellos, sentía que Sara notaba mi estrés y veía a Edu hablándole más cerca. Ellos no me miraban y llegué a dudar si en alguno de aquellos susurros Edu no la besaría. Solo de pensarlo me moría de morbo y tensión. Nada le impedía intentarlo y solo María podría impedir que lo consiguiera. Me daba la sensación de que Sara ni sabía que éramos pareja, pues ella veía, sobre todo al seguir la proyección de mi mirada nerviosa, que algo estaba pasando, y no me decía nada.

Una de las veces que dejé una pregunta de extensa respuesta sobre Sara llevé mis ojos a ellos y Edu no solo le hablaba al oído sino que ponía una mano sobre la rodilla de María. Mi novia, ardiendo, no le apartaba la mano de allí, ni apartaba la mano que, forzada y sabedora de su improcedencia, seguía sobre su hombro. Cada una de aquellas manos eran una alteración en mis pulsaciones y un mordisco en la leona que parecía cada vez más rodeada y asfixiada. Si Edu la besara, si Víctor se agachara y osara tocar algo más… yo me moriría. Y otra vez aquella necesidad de humillación, hasta llegar a pensar que ojalá Sara supiera que era mi novia, para así poder excitarme más.

Había visto a Edu a follársela. Le había visto correrse sobre ella… y aun así me moriría solo con verle besándola delante de mí y delante de todo el mundo. Mientras pensaba eso Víctor retiró su mano y Edu retiró la suya. Pude sentir el alivio en María. Víctor volvía a sentarse en su sitio. Sara me hablaba. Nadie me miraba. Y Edu parecía decepcionado, hasta irritado. Le dijo entonces algo al oído a María, sonaba a reproche… y María, sin asentir ni negar, ni siquiera responder, se puso en pie y desfiló, siempre sin mirarme, hacia dentro del local.

No entendía absolutamente nada de lo que estaba pasando.

Si mi noventa por ciento estaba en María y mi diez por ciento en Sara, ese último porcentaje me fue suficiente como para entender que la holandesa me proponía irnos a otro lugar.

—¿Todos? —pregunté sin pensar.

—No… tú y yo… Si quieres.

Sin tiempo a responder Víctor se levantaba y Sara esperaba mi respuesta mientras aquel cuarentón flaco y demacrado entraba en la cervecería.

—No… no sé… —respondí ansiando a la vez que María volviera inmediatamente y que no volviera en mucho tiempo…

—Madrugas mañana, claro —dijo Sara, indulgente, dándome a entender que ella no podía dar dos pasos seguidos, que necesitaba al menos uno mío.

Se hizo un silencio atronador. Edu cogió su móvil y lo puso en horizontal, y, como si se llevara una tostada a la oreja, comenzó a escuchar algo, quizás un mensaje de audio, como si tal cosa. Mientras Sara esperaba mi veredicto y ni María ni Víctor salían del local.

“¿Y si me fuera con Sara?” me llegué a preguntar. ¿Qué pasaría si dejara a la leona, quizás ya herida, sola con aquellas dos hienas?

Sin embargo la propia Sara no pudo más con aquel silencio y lo rompió retomando una conversación anterior. Ahora ya podía mirarla, ya podía fingir que la escuchaba también con los ojos, pero mi cuerpo estaba en otra parte, estaba con María y con Víctor, dentro de aquel bar. Sentía que cada minuto que pasaba mi corazón palpitaba con más fuerza, y es que, a cada minuto que pasaba era más imposible que mi novia no estuviera con aquel hombre repulsivo que me despertaba una desconfianza extrema.

Sara y yo no existíamos para Edu, el cual allí sentado, trasteaba en el móvil, con las piernas cruzadas, como un galán exagerado, y como si estuviera solo. Yo le miraba de reojo y no podía evitar sentir cierto magnetismo por su carisma y por qué no decirlo, por su magnificencia. Lo cierto era que al verlo otra vez entendía la obediencia de María a aquellas propuestas y la capitulación extrema del día de la boda.

Mis nervios hacían que la conversación con Sara cobrara por momentos tintes surrealistas, lo que producía en ella algunas risas histriónicas que me hacían sentirme fuera de lugar. Yo solo quería saber qué estaba pasando dentro del local, por qué no salía ya… cuando Edu se puso en pie y se fue también hacia dentro.

—Nos dejan solos —dije como acto reflejo.

—No sé qué hacen, la verdad —dijo Sara en una duda enigmática.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que van, vienen, entran, salen… Quizás están pagando —dijo incómoda porque estuvieran pagando su parte y demostrándome en cierta forma que no sospechaba nada, a menos que estuviera fingiendo.

Otra vez un sonoro silencio nos perturbaba. Yo escuchaba un zumbido de fondo, de risas y voces de otras mesas y de otras terrazas, pero sobre todo escuchaba mi corazón palpitar. María llevaba como quince minutos allí.

—¿Entonces esta noche qué haces? ¿Te vas a dormir como un niño bueno? —preguntó Sara, en una pregunta extraña, y con aquel acento de dicción exagerada.

—Sí… ¿tú?

—Yo no lo sé. Pues lo que se me ofrezca —respondió, pasándome la pelota, pero yo no tenía cuerpo ni alma para nada más que para querer saber qué hacían ellos tres, como para tener reflejos ante aquellas preguntas.

De nuevo silencio y de nuevo mis preguntas, mis cábalas sobre las intenciones de Edu, sobre aquellos susurros en el oído, aquellas frases cortas que en la distancia parecían más incitaciones que confesiones, pues tras cada susurro parecía esperar una respuesta que nunca acababa produciéndose.

La incomodidad se me hizo tan insoportable que Sara debió de notarme tan ido que acabó por coger su bolso y después su móvil. Yo no sabía qué hacer y me sentí adicto a aquella incertidumbre. Cada vez que alguien salía de la cervecería yo buscaba en su rostro el signo de algo, lo cual era ciertamente absurdo, como si alguien fuera a salir con cara de que a una chica le estuvieran metiendo mano. Mi mente era un constante ¿y si…? Mi erección no desaparecía… la imagen de María acosada no desaparecía… Mi imaginación volaba a una María dejándose besar por Edu y me empalmaba… mi imaginación iba a Víctor intentando besarla y ella apartándose… pero mirando a Edu… y me excitaba… Mi memoria iba a cuando Edu se la follaba a cuatro patas sobre aquella cama y yo llegaba y veía su culo adelante y atrás embistiéndola y ella gritando… gritando como nunca… como una auténtica zorra… agradeciéndole aquel polvazo y aquel pollón en cada alarido… y de mi miembro brotaba una gota densa que humedecía mi calzoncillo…

Simultáneamente a que Sara volviera a hablarme vi una mancha gris y rosa que salía del local. Era María que aparecía, con sus mejillas coloradas… y… con la camisa por fuera de la falda…

Tras ella aparecieron Víctor y Edu. Con caras serias. María fue a su silla y cogió su chaqueta y su bolso. Me miró por primera vez, dándome a entender que nos íbamos. A Sara se la veía sorprendida cuando mi novia se acercó a mí para marcharnos. Edu se dirigió a la holandesa por primera vez, preguntándole si había venido en coche, y María no me dio opción ni de entender, ni de sospechar, ni de despedirme. Cuando me di cuenta caminábamos en paralelo, alejándonos de aquella terraza.

Nunca me sentía cómodo en aquellos contextos en los que sabía que proyectaba ser un ansioso cándido, queriendo saber no solo algo, sino todo, y me sentía a merced de los tiempos de María.

Caminábamos en silencio. Sus tacones retumbaban al chocar con los adoquines. Ella parecía más alta, más esbelta, más segura, con aquel caminar, y yo me sentía minúsculo por no saber.

—¿Dónde has aparcado? —preguntó, deteniéndose, nerviosa.

Sus nervios eran excitación pura para mí.

Tan abstraído había estado en mi falta de información que no me había dado cuenta de que llevábamos unos cincuenta metros caminando en sentido contrario.

—Joder… pues menos mal que pregunto —se revolvió ella, tensa —Te he estado llamando, por cierto.

—Ya. Me quedé sin batería.

—Pues te estuve esperando.

—Bueno, y qué quieres —respondí en una especie de contraataque involuntario.

—Pues quiero que me cojas el puto teléfono. Si no te pasaras el día escribiéndome chorradas después tendrías batería para cuando te llamo.

—¿Se puede saber qué coño te pasa? —pregunté, sonando más enfadado de lo que realmente estaba.

Ella no respondió… y entonces yo me envalentoné:

—¿Y se puede saber por qué llevas la camisa por fuera de la falda?

—¿Qué? —preguntó inmediatamente, deteniéndose.

—María, estuviste como veinte minutos allí dentro.

—¿Y?

—Pues eso.

—¿Crees que me puse a follar allí o qué? —dijo reiniciando la marcha.

Durante el trayecto restante nadie dijo nada. Llegamos hasta el coche en el más absoluto silencio. María estaba nerviosa, tensa, y enfadada conmigo en lo que a mí no me parecía más que una excusa, una excusa para con ella misma.

Subimos en el ascensor y María estaba enfrascada en su móvil, mirando en las redes sociales de forma aleatoria y caótica. Entramos en casa y se paró en el medio del salón, obnubilada y pegada a la pantalla de su móvil. Alguien le había escrito.

Fui un momento a la cocina y al volver ella seguía allí de pie, en el medio. Con su traje gris y camisa rosa, aun acalorada, o más acalorada, nerviosa, o más nerviosa. Parecía que iba a teclear, pero sus dedos finos y largos acababan por no hacerlo. Dudando. Parecía un auténtico flan. Una belleza nerviosa y superada. Una mujer fatal inalterable, ahora visiblemente descompuesta y subyugada.

Me acerqué. Hizo medio ademán de ocultarse, pero no lo hizo. Miré por encima de su hombro. Edu le había escrito, o le escribía. Vi palabras sueltas. Vi una frase. Un tremendamente violento “de qué coño vas?” y más palabras sueltas.

María no emitió ningún sonido. Ningún resoplido de hastío. No. Hierática. Acabó por decir:

—Me voy a la cama. Cena si quieres.

Y se fue hacia el dormitorio. Dejándome allí plantado.