Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 55, 56 y 57)

Final del libro 3.

CAPÍTULO 55

Tan pronto cerré aquella puerta tuve un mal pálpito. Un intangible de desconfianza. Me quedé allí, frente a la puerta. Completamente quieto. En silencio. Y pude escuchar, en tono bajo, pero con nitidez, aquellos jadeos de María, aquellos “¡Ohhh!” “¡Ooohh!”, morbosísimos. Unos jadeos, más largos, otros más cortos, y pensaba que... si aquel polvo tranquilo, en cuchara, se escuchaba desde fuera de la habitación... lo que se habría escuchado cuando la embestía con furia, a cuatro patas, y ella gritaba entregada.

Caminé hacia el ascensor, recordando, yendo mi memoria a aquella última postura, como si no la hubiera retenido por completo. Ella, de lado. Él pegado a ella, con una mano a la vista y otra tras ella. María echando una de sus manos hacia atrás, para impedir que él maniobrara de aquella manera, en aquella zona, y sentí como si me hubiera perdido algo y ahora lo viera más claro; pudiera ser que él estuviera hurgando con su dedo… cerca de su ano… intentando lo que nadie había conseguido por completo.

Aquella imagen rebotaba en mi mente. No podía estar seguro y me preguntaba el porqué de mi huida y no la entendía del todo. Pero sentía un cierto orgullo por haber soportado, por fin, verla follar, sin marearme del todo, sin vomitar, sin sollozar. Me sentía un cornudo más maduro. Y ella también había demostrado, durante toda aquella noche, un mayor control, aunque pareciera lo contrario, pues había sido una pérdida de dignidad consentida y, hasta cierto punto, controlada.

Salí del ascensor, revisé mi móvil, y no me lo podía creer.

Tenía cinco llamadas perdidas… de Edu.

Tenía además varios mensajes. Caminaba por el vestíbulo, hacia la salida, con la idea de buscar una cafetería, para coger unos cafés para llevar, para dar combustible a mi novia, para que siguiera follando, y a su macho, para que le siguiera dando placer, mientras revisaba aquellos mensajes y no daba crédito.

Un Edu visiblemente enfadado, me decía que sabía que un tipo grande se la estaba follando, que yo lo estaba viendo, y, lo que era más pretencioso y molesto, quería que yo grabara aquel acto, aquel polvo, con mi teléfono móvil. “Al menos graba el audio, quiero escuchar como grita María”.

Mi incredulidad no descendía e intentaba ordenar lo que sucedía. Deducía que María le habría estado narrando la noche, hasta la llegada de Roberto a nuestro hotel. Por tanto Edu sabría que el amante elegido por él, Marcos, no había triunfado, y que ella finalmente había elegido lo que ella había querido. Ella ganaba. Y yo también, pues la veía follando, estando yo presente. Y Edu perdía, pues no elegía amante y además María me había querido allí durante el acto, sobre todo al principio, lo cual me hacía ganar también a mí.

Me volvió a llamar y rechacé la llamada. Inmediatamente después me escribió. Amenazándome.

—No pienso grabarla, ni audio, ni video —le acabé escribiendo, en aquel vestíbulo, antes de salir a la calle.

—¿Aún se la está follando? —preguntó.

—Sí —respondí, y me sentí por primera vez con control sobre él.

Me volvió a amenazar con que si no la grababa me acordaría de él. No le hice caso. Me agradaba imaginarle desesperado, descontrolado, ¿envidioso? ¿celoso? María y yo ganábamos, él perdía.

La mañana me sorprendió, fría. Caminé un rato hasta que encontré una cafetería y pedí dos cafés. Uno para Roberto y otro para María, por si quisiera. Si bien suponía que una vez acabasen de follar, ella querría dormir hasta las doce.

Me sentía maduro. Me sentía bien. Con una plenitud extraña. Como si sintiera que por fin controlaba aquello. A María se la estaban follando y yo estaba cachondo… algo alterado, pero a la vez mantenía la cordura. Quizás fuera surrealista, pero me sentía en cierto modo orgulloso de mí mismo. Con la capacidad de decirle a alguien, sin temblar, sin gimotear: “Estoy aquí, cogiendo unos cafés, y a mi novia se la está follando un tío, en aquel hotel, a dos manzanas”.

Edu me volvió a llamar. Dudé en cogerle, y en recrearme en que yo tenía el poder, pero no me apetecía ni escuchar su voz, no quería alterar mi estado, positivo… y hasta casi dichoso. No cogí aquella llamada.

No tuve prisa en volver al hotel. Entre lo que había tardado en llegar a la cafetería, pedir los cafés con calma y desandar el camino, dejé pasar más de media hora, hasta que dieron casi las nueve. Me sentía como en un sueño y, a medida que me iba acercando, deshaciendo el camino andado, me iba poniendo un poco más nervioso. Quizás hubieran acabado y estuvieran durmiendo. Quizás hubieran acabado y él se estuviera vistiendo. Quizás él ya se hubiera ido, rehusando el café. Quizás aún estuvieran follando. Recordé aquel hipotético intento de Roberto de hurgar en su ano… quizás aquello hubiera desembocado en algo, o en nada.

Subía en el ascensor, ciertamente tenso. La puerta se abrió en la planta de nuestra habitación. Las pulsaciones se me disparaban. La existencia de aquel yo cornudo más maduro no implicaba que una vez cerca de ellos mi corazón no bombease con fuerza y mis manos no sudasen. Avancé por el pasillo. Llegué a la puerta.

No me hizo falta pegar la oreja. Se escuchaban gemidos, de María, contenidos, ahogados, como si algo no la dejara jadear o respirar bien, como si estuviera amordazada…

Me aterré.

CAPÍTULO 56

Aquel mal pálpito con el que había salido de allí una media hora antes se multiplicaba por mil. El hecho de haberla dejado sola con aquel animal parecía confirmarse como un tremendo error.

El corazón se me salía del pecho.

Abrí la puerta.

Los gemidos ahogados, los jadeos asfixiados... me estremecían, me agobiaban. Cerré la puerta tras de mí.

Caminé. Infartado. Atemorizado. Angustiado por saber qué descubriría. Hasta que di los pasos necesarios para abandonar la pequeña entrada y llegar al dormitorio.

Lo que vi me sobrepasó.

No entendía ni a lo que estaba asistiendo. Los bufidos ahogados de María me dejaban sin aire. Caminé un poco más, me acerqué mejor hasta comprender la gravedad y la locura de lo que aquel bestia hacía con María.

Posé la bolsa con los cafés sobre el suelo, tragué saliva.

Vi a María, a cuatro patas, sobre la cama, siendo penetrada por Roberto, pero María llevaba sus pantalones de cuero puestos. Tardé en entender que éstos estaban agujereados por la zona justa y necesaria para ser penetrada. María mantenía las piernas muy juntas y entendí el porqué de sus gemidos ahogados, y es que de su boca colgaban los calzoncillos rosas de aquel animal. No había ningún amordazamiento, ni ninguna unilateralidad. Simplemente la imagen era salvaje, el polvo era salvaje… pero lo más brutal de todo era que, al ponerme tras ellos, al fijarme bien cómo Roberto la embestía desde atrás, estando él con las piernas flexionadas y las plantas de sus pies posadas sobre la cama… veía el coño de María libre… abierto… destrozado… por lo que el pollón oscuro de aquel gigante perforaba su otra cavidad. Le daba por el culo a María. Metiéndosela hasta el fondo. La enculaba, él sí completamente, ultrajando aquel culo, humillándola con sus calzoncillos en la boca y habiéndole agujereado a saber cómo sus pantalones de cuero.

No pude evitar quedar pasmado, hipnotizado, al ver cómo aquella polla entraba en su ano, constante, martilleante, implacable. Cómo los músculos de ambos se tensaban, cómo María se agarraba a las sábanas y ahogaba en gritos de dolor y placer sus quejidos en aquellos calzoncillos rosas.

Comencé a desplazarme, aturdido, rodeando la cama por un lado y por otro. Para ver aquella polla entrar allí, con aquella vehemencia, para ver sus tetas desnudas colgando y moviéndose adelante y atrás, y su cara ida. Y es que una vez me coloqué en frente y la miré, me di cuenta de que nunca la había visto así, con sus ojos casi en blanco, bufando, como en otro mundo. Yo no podía creer que se degradara así… pero ella parecía no verlo como una degradación sino como una bendición. Y, mientras yo seguía en shock, Roberto la sujetaba por la cadera y decía: “Joder… qué culo estrecho tiene tu novia...” “Por fin la noto bien…” “Por el coño no me enteraba de nada”. Y María me miró entonces, estando yo en un lateral con respecto a ellos, giró la cara y me miró, allí, enculada, solo vestida con aquellos pantalones de cuero agujereados, con los calzoncillos en la boca y con los ojos casi en blanco; le lloraban los ojos de placer, de gusto… por aquella polla partiéndola en dos y por aquella vejación máxima. Yo quería saber el origen de todo aquello, pero lo único que podía hacer era sentir.

Cuando me pude dar cuenta me había quitado los pantalones, los calzoncillos y los zapatos y me masturbaba viendo el regalo de despedida que Roberto le daba.

Aquel animal alargó después su mano, le sacó los calzoncillos de la boca y le dijo:

—Te los quito, pero no te pongas a gritar como antes. A ver si nos van a echar.

María cogió aire… miró hacia atrás, no preocupada por los decibelios de sus gritos, sino pidiendo consentimiento a su macho, pues bajó una de sus manos hacia su coño.

—Te quieres correr, eh... Te quieres correr con mi polla en el culo —dijo él y ella llevó su cara hacia adelante.

Sus palabras. Su expresión. Su mirada. El primer Roberto había vuelto. Y yo me preguntaba cuál habría sido el detonante.

—¿Le das mucho por el culo a ésta, eh, maricón? —me preguntó, sin saber que yo nunca jamás había hecho eso con ella, ni que Álvaro lo había intentado y no lo había conseguido del todo… Sin saber que él, en aquel preciso momento, le estaba desvirgando el culo a aquella pedazo de mujer.

—Vamos a hacerlo bien, eh… —dijo él, entonces, sacando del todo su polla… dejando aquel ano abierto… para volverla a llenar inmediatamente…

El grito de María fue ensordecedor… un “¡¡Aaaaahhhhh!!” tremendo, de morbo, de placer, de impresión y de dolor.

Y yo no entendía cómo cinco minutos atrás estaba en la calle y ahora veía como aquel animal le rompía el culo a mi novia.

Comenzó a penetrarla, despacio. Y ella, con un codo clavado en la cama y con la cara hacia adelante, llevaba aquella otra mano para frotarse el clítoris. Yo no sabía si ir atrás para ver cómo aquella polla entraba o ir al otro lado para ver bien la cara de María.

Y empezó a follarla, por el culo, volcado sobre ella… y ella gemía… entregada:

—¡¡Ahhh…!! ¡¡Mmm!! ¡¡Así…!!

—¿Te gusta eh? ¿Te gusta por el culo, eh?

—¡¡Aaammm…!! ¡¡Sí…!!

—¿¿Sí??

—¡¡Sí…!! ¡¡Así… Dame…!!

Le respondía ella, siguiéndole el juego con tal de que consiguiera arrancarle un orgasmo así. Y yo disfrutaba de aquella locura como un cornudo más maduro, más experto. Me movía, tensísimo y torpe, de un lado a otro, y Roberto me miraba de cuando en cuando con desprecio.

Colocándome frente a ellos veía el gesto chulesco de él, su gesto rudo, áspero… y cómo apretaba los dientes, de forma extraña… y veía la cara de ella, la boca abierta… con los ojos abiertos… pero sin ver nada… De lado sus tetas enormes, colgantes, moviéndose adelante y atrás, por las embestidas, con sus pezones arañando literalmente la cama. Desde atrás la penetración brutal, la polla entrando y saliendo, los huevos del semental, grandes y en movimiento, como un péndulo, prestos a descargar en aquella hembra. El coño abierto, destrozado, con los labios libres, desprendidos, desperdigados… un coño maltrecho, pero a la vez precioso, ya anteriormente vejado, pero ahora huérfano y envidioso del otro orificio.

—¿Te gusta cómo te lo rompo?

—¡¡Ohhh!! ¡¡Siii…!!

—Joder… qué estrechito lo tienes… ¡¡Joder…!! ¡¡Me voy a correr dentro…!! ¡¡Eh…!! ¡¡Me voy a correr dentro de tu culito estrecho!! ¡¡Eh!!

—¡¡Mmmm….!! ¡¡Síi!! ¡Síí! ¡¡Diooos!! ¡¡Ahh!! ¡¡Aahhh!! —enloquecía ella, sin importarle nada, nada más que aquel orgasmo que ya asomaba.

Cuando él deceleró un poco, para coger aire, buscando que ella pidiera más, pero siempre sin cesar en aquella penetración, en aquella polla oscura profanándola… en aquellos huevos que rítmicamente golpeaban su coño.

—Joder…. Dame… ¡Dame un poco más! ¡Un poco más y me corro!

—¿Sí? ¿Te falta poco entonces? —preguntó, cínico, mientras alargaba una de sus manos y le apartaba la melena de la espalda, para que cayera sobre un lado.

—¡Sí! ¡Dame…! ¡Dame así….! ¡Sigue… y… y me corro…! —jadeaba ella, desesperada.

—Ya… cabrona… ya sé que estás a punto…

—¡¡Mmm… Dame!

—¡Ya te doy…! Pija tetuda… ¡Ya te doy…! ¡Cómo me pones…! Joder… con tus pantalones de guarra… con tus tetones de guarra… ¡Mírame…! —casi le gritó y ella volteó la cara— ¡Joder….! ¡Y tu cara de guarra….! ¡Qué cara de cerda tienes….! ¡Mírate…! ¡Con mi polla en tu culo eh…!

—Sí… Dios...

—¿Que sí qué?

—Que me encanta… así… —decía ella, moviendo ella misma su cadera, para metérsela bien, mirándole, obsequiándole con una cara de guarra increíble.

—En el bar no te imaginabas acabar así… ¡Eh… cabrona…!

—¡¡Mmmmm….!! ¡¡Dios…!!

—¡¡A que no!! ¡¡Eh…!!

—¡Joder…! Jo-der… no….

—Dime… dime que eres una guarra… una cerda… que te gusta que follen por el culo —dijo él, acelerando el ritmo de nuevo y ella tan pronto lo sintió se frotó con más vehemencia y su gesto cambió.

—¡Ahhh…! ¡Así! ¡Así y me voy! ¡Ah…! ¡Dame cabrón…!

—¡¡Dímelo!!

—¡¡Ahhh!! ¡¡Aaaaahhh!! ¡¡Dios!! ¡¡Me corroooo!!

—¡¡¡Dímelo!!!

—¡¡Aahhhhh!! ¡¡Jooder!! ¡¡Sí…!! ¡¡Soy… soy una cerda…!! ¡¡Me gusta…!! ¡¡Aah!! ¡¡¡Aaahhh!!! ¡¡Me gusta por el culo…!! ¡¡Dioss!! ¡¡Me corrooo!!! ¡¡Me corro, cabrón!!

Jadeaba, gritaba, María, fuera de sí, frotando su clítoris a toda velocidad, embestida por él, gritando aquellos “¡¡Me corro, cabrón!!” con todas sus fuerzas, retorciéndose del gusto, allí, empalada por el culo. Y yo me pajeaba, con la polla durísima, impactado por aquella brutalidad, por aquella sexualidad, por aquella pérdida de elegancia, de finura y de exquisitez. María, enculada y corriéndose de aquella manera tan salvaje y soez, comportándose como una auténtica cerda ante aquel desconocido que jadeaba, con la boca entreabierta, casi babeándose… repugnante...

… y, cuando María terminaba su orgasmo, él se salió de ella y dejó aquel ano abandonado, saliendo al descubierto su pollón oscuro, pero a la vez brillante y sobre todo empapado. Se llevó entonces una mano a su polla, se la sacudió solo una vez, y un chorro blanco y caliente salió disparado, manchando la espalda desnuda de María... y el resto de chorros comenzaron a resbalar por su tronco, cayendo sobre el pantalón de cuero, por una de las nalgas, dejando caer más y más líquido, hasta dejar un charco enorme y blanco, que contrastaba con la negrura del pantalón de cuero.

Aquel semental quedó extasiado y se echó hacia atrás. María se quedó quieta. Con los codos apoyados, la cabeza agachada y las piernas juntas.

—Venga maricón, métesela tú ahora por el culo —dijo, sin tiempo a que nadie se recuperase, y se bajó de la cama.

Yo, con el miembro completamente duro, esperaba que María reaccionase, pues lo había escuchado, como yo, pero no decía nada.

Roberto me insistió e iba en busca de su café. Como si tal cosa.

Sin saber aún que hacer, avancé, y me crucé con él; con su cuerpo enorme, marcado, sudado, con aquella polla casi negra que colgaba, orgullosa, imponente, después de haber hecho un trabajo impecable.

Me volvió a insistir… y me subí a la cama.

Esperaba un “no” un “apártate”, algo así, de María, pero no se producía.

Una vez colocado tras ella, tan cerca, hasta pude sentir su calor. Vi su cuerpo sudado y aquel latigazo de semen que le cruzaba la espalda. Pude sentirla. Agitada. Recién follada. Recién descargada. Podía oler el sexo que irradiaba. Casi pude oler el semen que allí yacía posado sobre el culo, sobre los pantalones de cuero.

Me incliné un poco, y vi su coño abierto… con sus labios totalmente salidos… Toqué uno de aquellos labios… y lo sentí blandísimo. Ella no reaccionó a mi roce.

Alcé la mirada, ella no se inmutaba y Roberto sorbía de su café, no del todo presente.

Acaricié aquel coño… con sutileza… y ella no emitió ningún sonido… abatida. Cansada.

Dirigí entonces mi polla, durísima. Apunté. Al coño. Pues no me veía con derecho a que nuestra primera vez por el culo fuera así, en aquel contexto de tanta locura. Me enterré dentro de ella y jadeé… desvergonzado… sentí un calor inmenso, si bien sus paredes, anchas, extensas, blandas, me recibían sin implicación alguna. Me maravillaba penetrarla después de haber sido follada por él. Me volvía loco que ella no emitiera sonido alguno, que ella apenas me notase… Me salí de ella y vi el agujero de su coño, y sus labios, en idéntica posición. Vi que nada se alteraba por mi ridícula penetración. La volví a invadir y entonces ella dijo, seca, seria:

—Por el culo, Pablo.

Me quedé bloqueado. Por su entereza. Por su seguridad. Me intimidaba que se comportara así en momentos como aquel, con aquel imponente hombre allí, que también habló:

—¿No sabes ni por dónde meterla? —dijo, con ganas de herirme, pero sin ganas de reírse, mientras ultimaba el café.

Y entonces me salí de ella, y su coño de nuevo ni lo notó, y dejé de estar de rodillas para situarme como se había colocado él, casi de pie, con las piernas flexionadas y las plantas de los pies sobre la cama, a ambos lados de María.

Mi novia alzó la cara, hacia adelante, y Roberto se acercó a ella, y, chulesco, le dijo:

—Al final te he follado fuerte, eh.

Ella no respondió y él quiso machacar más:

—De todas formas se veía que querías duro, eso se ve. Eso se veía ya en el bar.

María apartó un poco la cara y eso a él no le gustó. Cogió entonces sus calzoncillos que estaban sobre la cama y se los quiso llevar a la boca de ella, y le dijo:

—Yo me voy, pero toma, te dejo esto, de regalo —y se los quiso meter en la boca, pero ella de nuevo apartó la cara. Él se los restregó entonces un instante por el rostro, pero durante no más de un segundo, también cansado de tanta guerra, y dejó caer los calzoncillos sobre la cama.

—¿Me la metes o no, cabrón? —dijo entonces ella, sobre actuada, como si quisiera fingir, delante de él, que no le necesitábamos… que podríamos disfrutar del sexo, del sexo anal en este caso, con total plenitud.

Comencé a apuntar entonces hacia aquel ano que veía cerradísimo, mientras Roberto se disponía a ponerse sus pantalones sin sus calzoncillos.

María bajó los codos y presioné con la punta, me volqué más sobre ella… le separaba una de las nalgas como podía, pero con los pantalones agujereados no me era fácil… no me era fácil agarrarla justo por la nalga, por la piel, hasta que conseguí meterle un poco la punta y ella dio un respingo… y hasta llegó a jadear, y yo sentí aquel jadeo sincero, no una farsa para Roberto… Y me fui enterrando, poco a poco… dentro de su ano… dentro de su culo. Yo sentía la presión, la estrechez... y ella llevó una de sus manos a una de sus nalgas… para ayudarme, separándosela... y conseguí metérsela entera, y sentí aquello ardiente, y estrechísimo… Le daba por el culo a María mientras Roberto abandonaba la habitación, sin decir nada…. Y me vi tentado de llevar mi mano a aquel semen posado sobre el pantalón de cuero… y lo hice... no me resistí, lo toqué… llevaba mis dedos allí, jugaba con la leche derramada y caliente de aquel semental que la había follado por el coño y por el culo, y lo esparcía sobre el pantalón de cuero, mientras la penetraba, lentamente, por el culo… y ella gimoteaba unos “Ohhh...” “Ooohhh...” morbosísimos.

—¿Te gusta? —le susurré.

—¿Se ha ido? —preguntó, sorprendiéndome. Seria. Brusca. De golpe en un tono neutro. Como si no tuviera mi miembro dentro de su ano. Como si nada.

—Sí, sí… se ha ido.

—Pues salte… venga…

—¿Sí? —pregunté, ciertamente humillado.

—Sí, salte… Que estoy destrozada.

CAPÍTULO 57

Me retiré y María se revolvió con rapidez, aunque algo aturdida, tocada, y se bajó de la cama. Comenzó a quitarse los pantalones y esbozó un “joder…” cuando vio el tremendo agujero y el manchón enorme y blanquísimo de semen que Roberto había vertido. Le pregunté entonces sobre cómo lo había roto.

—No sé... le metió la uña en la costura y no sé cómo coño hizo —respondió, aunque desprendiendo que no tenía demasiadas ganas de hablar.

—¿Pero cómo os dio por romperlo así? —pregunté, sabiendo que obviamente la idea había sido de él.

—No sé, Pablo. Mañana te lo cuento. Bueno, mañana no. En dos o tres horas.

No me pude resistir a preguntarle alguna cosa más, pero su idea era clara y era meterse en la cama. Me pareció ver tristeza…. O quizás lo confundía con cansancio.

Ella iba al cuarto de baño, cogía su camisa manchada y maltrecha, su pantalón agujereado... Parecía que había pasado un huracán por aquel dormitorio. Le pude ver el coño antes de que se pusiera su camisón marrón y se vio claramente que el huracán también había pasado por allí.

Yo tenía mil preguntas sobre aquella media hora en la que me había ausentado, pero sobre todo tenía dudas sobre cómo estaba ella.

Se metía en la cama y parecía bastante entera, pero tras, sobretodo, aquella despedida brutal de Roberto, destrozándole el culo, insultándola, vejándola así… parecía casi imposible de creer.

Me acosté. Y antes de disponerme a dormir la miré. Me pareció ver una lágrima.

No me atreví a dormir cerca de ella. No me atreví a abrazarla.

Nos dormimos.

Un grito. Un estruendo. Un golpe.

Me desperté.

Abrí los ojos. Entraba aire frio. La luz iluminaba aquella habitación de hotel de forma tenue, de sol aún bajo, de mañana.

Aquel grito seguía en mi cuerpo. Impactándome. Oprimiendo mi pecho. El grito había sido descorazonador. Como si te arrancaran el alma.

Miré hacia la ventana. La cortina ondeaba por el viento.

Miré a mi lado. María no estaba.

Me levanté en un segundo. Sabiendo que el terror era posible. Me desgarraba por dentro. Avancé hasta la ventana.

Mis piernas me fallaron. Me agarré a la cama. No veía bien. Conseguí alzarme hasta más o menos ponerme en pie. Me asomé a la ventana.

Miré hacia abajo. Desde aquel cuarto piso. Hacia el patio de luces. Lo vi:

Un cuerpo. Estampado contra el suelo. Unas piernas largas. Una melena extendida. Un camisón marrón.

Grité.

Vi sangre. En mis ojos. No veía nada. Un pitido en mis oídos. En mi cabeza. Gente asomándose a las ventanas. Las piernas desordenadas. La cabeza, boca abajo de María. Su cuerpo… aplastado.

Caí hacia atrás. No lo había podido soportar. Yo la había empujado. Llevaba un año empujándola.

Fingiendo siempre que podía con todo. No había podido más.

Veía todo rojo. Rojo oscuro. Como si me sangraran los párpados, las pestañas. Temblé. Como si sufriera un ataque. El dolor era inmenso. El impacto… el shock… Me desmayé.

Abrí los ojos otra vez. No sabía el tiempo que había pasado. La cortina seguía ondeando. Mis ojos estaban llenos de lágrimas. Me incorporé. Me asomé de nuevo. Allí estaba. Su frágil cuerpo. Su melena. Sus piernas. Sus delicados brazos… Su camisón marrón. Había algo de sangre.

Me moría. Me morí.

Había… lo que parecía ser personal sanitario a su alrededor.

Grité. Chillé en un alarido desgarrador.

Abrí los ojos. Había más luz. Escuchaba el sonido del agua caer de la ducha. Me senté en la cama. Me apoyé contra el cabecero.

El camisón marrón de María colgado de una silla. La ventana cerrada. La cortina quieta. Me dejé caer a un lado, como un niño. Se me saltaban las lágrimas.

Quería verla. Salí de la cama. Fui hacia la ducha. María salía de la bañera, envuelta en una toalla.

—Pablo es la una. Venga, dúchate, que son capaces de cobrarnos más.

La abracé.

—¿Te vienen los mimos, ahora? —dijo ella, en un reproche que en el fondo también era cariñoso, dejándose abrazar.

Entré en la ducha. Y allí maldije la terrible pesadilla. Nunca había soñado con aquella intensidad.

Después, mientras me vestía, hablaba con María sobre dónde comer, sobre cuando ir a la estación para coger el tren de vuelta y ella me sorprendía, de nuevo tan entera, y no parecía fingido.

Salimos del hotel y buscábamos algún restaurante. María vestía unos vaqueros ajustados, un jersey grueso, rosa, y una camisa a rayas por debajo. Guapísima. La María de los fines de semana. Tranquila, risueña, con gracia. No la asfixiante y erótica María del tren… ni la de la noche anterior.

Nos sentamos en una terraza. A aquellas horas del mediodía de aquel mes de abril se podía disfrutar del sol mejor que en verano. María se quitó las gafas de sol y me miró.

—¿Qué? —le dije.

—¿No vas a decir tu frase? —preguntó.

—¿Qué frase?

—Pues esa. La de siempre. La de… “¿Y ahora qué?”

Sonreí, pues su gesto, su tono, marcaban intimidad y reconciliación, si es que hubiera habido algún conflicto.

—Siempre me sorprende lo entera que estás, después de noches como la de ayer.

—¿Y qué quieres que haga? Que me pase tres días callada… en plan… yo que sé.

—No, no sé. Pero parece que me quedo más tocado yo que tú.

En ese momento su móvil se iluminó. Nos trajeron las bebidas. El camarero se retiró. Yo no veía quién la llamaba. Hasta que nos quedamos los dos solos otra vez y, mientras se llevaba el teléfono a la oreja, me dijo en voz baja:

—Es Roberto.

Me alteré y me incliné algo hacia adelante, como por acto reflejo. Me extrañaba que le cogiera el teléfono, como si tal cosa. Ella se recostaba un poco. Cruzaba sus piernas. Él hablaba y ella no decía nada. Yo estaba tan sorprendido como nervioso.

—¿Despedirte? —medio rio María— En tres horas cogemos el tren —dijo seria, mirando su reloj— Se hizo un silencio, él hablaba. Ella me miraba. Tranquila. O desviaba la mirada hacia la gente que pasaba —Pues claro que trabajo mañana— dijo y yo sospeché una propuesta —¿Que si me podría coger el día? Pues sí… —dijo ella y yo me infarté.

El que hablaba entonces era él. Parecía claro lo que podría pasar. Y entonces ella dijo:

—Espera, espera, que tienes mucho rollo —y, mirándome, dirigiéndose a mí, me preguntó:

—¿Tú te puedes coger mañana el día?

—No creo —respondí casi sin pensar.

—Que mi novio no puede —dijo ella, al teléfono, rápidamente, y yo apenas podía digerir lo que sucedía— No, no, a mí… solo me follan con el delante —dijo ella, diciendo “follan” en tono más bajo, alegrándome de manera inmensa.

Roberto parecía hablar más y ella ya ponía cara de hastío, hasta que dijo:

—¿Tus calzoncillos? Pues no sé. Yo no los cogí, quedarían allí. Espera. ¿Los has cogido tú? —me preguntó.

—Sí, los he cogido yo.

—Eso, que los ha cogido él —le dijo a Roberto, el cual le dijo algo y ella respondió:

— Sí, sí… maricón sí… pero hoy duerme conmigo, y mañana, y mañana… Y tú... paja como mucho —dijo, de forma extraña y algo infantil, raro en ella.

Hablaron un poco más hasta que María le cortó de forma bastante drástica y colgó el teléfono.

Nos trajeron la comida. La miré sin que se diera cuenta. Su pelo precioso a un lado de su cara. Su jersey grueso que la hacía abrazable… Su jovialidad, su mirada que lo iluminaba todo… La amé con locura.

—¿Y ahora qué? —dije entonces, y ella me miró, en una sonrisa.

—Pues… ahora… Resulta que nos casamos en dos meses. Así que podríamos estar tranquilitos una temporada, ¿no crees?

—¿Una temporada? —pregunté recordando que ella había dicho que todo nuestro juego quedaría como una locura de novios, por lo que, tras la boda, quedaría sepultado.

—Sí.

No quise incidir, pero me pareció claro que entonces no cerraba la puerta a repetir, aunque fuera dentro de varios meses.

Acabamos de comer y nos fuimos a un parque, arrastrando las maletas, cerca de la estación. Allí nos acabamos tirando sobre la hierba y yo comencé a recordar todas las imágenes… de la noche… de los bares, de los pubs… de nuestra habitación de hotel. Lo de Marcos parecía que había sucedido en otra vida.

Me hacía muchas preguntas pero, de todas las que había sin responder, había una que era la más importante, y la acabé soltando:

—¿Llegaste a…? No sé si miedo es la palabra, pero…

María dudó un poco.

—No, miedo no. Pero es cierto que era demasiado bruto. Hizo cosas que no me gustaron. Que con el calentón te dejas ir… pero… Vamos…

—¿Vamos, qué?

—Pues que… hubo momentos en los que no estaba a gusto… Que sigues… porque estás un poco… en la vorágine, digamos. No sé, el muy idiota aprovechó bien que yo estaba como estaba.

—Ya… —respondí, sin saber muy bien qué decir.

—Que no hice nada que no hubiera querido hacer. Solo me faltaba. Que antes le parto cara —sonrió.

Nos quedamos un rato en silencio. Hasta que la siguiente duda en la escala necesitó resolverse:

—Oye, por cierto… mis… digamos… interactuaciones con él...

—Ya, Pablo, no te preocupes, ni hace falta que me lo aclares. Y no me hagas recordarlo —rio.

—¿El qué? —pregunté, sin estar del todo seguro de si nos referíamos a lo mismo.

—Pues eso. Que aunque hubieras hecho eso que estuviste a punto de hacer... No por eso… ibas a ser gay, vamos. Las cosas que hará la gente por ahí en situaciones… extremas, o lo que sea.

De golpe todo parecía encajar y recordé cuando ella le había dicho a Roberto que solo quedaría con él esa noche si iba conmigo. De golpe todo era perfecto. Sentía que yo ganaba. Que María ganaba. Y entonces Edu me vino a la cabeza. Edu perdía.

Edu había intentado arrancármela, pues, si él le escogía los amantes y ella no me quisiera delante cuando estuviera con esos escogidos, yo ya no pintaría nada. Podrían hacer el juego ellos dos. Y eso habría sido el punto de partida para alejarme de ella y que ella se acercase a él. Pero, finalmente, aquella noche habían quedado expuestas las reglas del juego y era María quién las había redactado: Edu podría ordenarle que se vistiera de tal o cual manera, o que se encontrara con tal o cual candidato, pero al final la última palabra la tenía ella, y, además, siempre conmigo delante. A Edu no le quedaban más que meras propuestas, con voz, pero sin voto, y para María y para mí nos quedaba todo lo demás.

Además, a pesar de la evidente brutalidad de Roberto, nada me hacía pensar que… en unos meses, María no quisiera repetir. Quizás habíamos encontrado a ese tercero que calmara a María de vez en cuando y que la apartara del juego peligroso con Edu, el cual era su jefe y estaba dentro de su entorno. Roberto, con sus defectos, resultaba ser una auténtico semental y estaba fuera de nuestro círculo.

Aquello no significaba que María no se sintiera atraída por Edu, lo cual era obvio. De hecho me parecía que le atraía más que Roberto, pero, ponderando, era notorio que ella era lo suficientemente lista para no caer, para no arriesgarse, teniendo a Roberto accesible.

En aquellos pensamientos estaba cuando mis recuerdos volvieron a la habitación de hotel y a toda aquella locura sexual.

—María…

—¿Qué?

—¿Me puedes explicar cómo hicisteis con los pantalones?

—Puf, ya te lo contaré. Anda. Me estaba quedando dormida.

—Solo eso… Yo os dejé… como de lado y a la vuelta me encuentro con…

—Ya, ya… si no te escapas al menos un rato no te quedas contento.

—Era para llevarte el café, que no tomaste, por cierto —Hablábamos más en broma que en serio.

—Ya… ya… Sigo sin entender esas escapadas. En fin. Pues… —dudó, haciendo memoria— después de eso… me… me levantó. Es verdad. Ahí se le fue de las manos. Yo creo que ve mucho porno. Porque me quiso follar de pie.

—Sí, sí… Eso ya lo había hecho antes…

—No, no. No los dos de pie. Como que me cogió en brazos, para follarme de pie. Y que al final sí que lo hizo así.

—¿Te cogió en brazos y te folló?

—Sí. Pero vamos. Poco tiempo. Créeme que no es muy cómodo, ni para él ni para mí. Creo que estaba más al show de quedar bien que a otra cosa. Y bueno, eso. Acabamos en la cama. Le dije que me diera un respiro. Empezó entonces a curiosear. Vio el arnés… me preguntó cómo usábamos eso... y de golpe me lo veo agujereando el pantalón —dijo ella, suelta, alegre.

Yo la escuchaba encandilado, entendiendo que lo llevábamos mejor, que lo llevábamos bien, que quizás pudiéramos tener esa vida y ser felices. Que quizás pudiéramos tener las dos vidas. Entendiendo que María me había salvado al necesitarme presente cuando quisiera colmarse y al necesitarme, incluso sexualmente, en aquellos momentos de más calma y menos excitación.

—Qué pesado… —dijo entonces ella.

—¿Qué? —pregunté.

—Nada, tengo un mensaje. Será Roberto, otra vez.

Yo miraba al cielo azul, y cómo las nubes se entrecruzaban y se movían a sorprendente velocidad, pues a ras de suelo apenas se notaba brisa.

—¡Pablo! ¿Qué coño es esto? —dijo ella, casi en un grito, enseñándome su móvil.

Infartado, me giré y vi su pantalla. En grande. Enorme. Su foto. La foto de María. Sentada, recostada contra el cabecero de una cama, con su camisa blanca abierta, con su pelo tapándole las tetas, con una de sus manos tapándose el coño, con la otra recogiéndose un pecho. Foto que me había enviado ella a mí, meses atrás. A María se le saltaban las lágrimas. Se ponía en pie. Era la foto que yo le había enviado a Edu. Edu se la acababa de enviar.

—Eres un hijo de puta…

Me dijo. Sin gritar. Negando con la cabeza… Con lágrimas ya brotándole de los ojos. Con una decepción enorme… Matándome...