Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 49 y 50)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 49

Sentí una tremenda conmoción. Un impacto. Un shock. Mi corazón bombeaba de golpe más sangre de la que mi cuerpo podía manejar. Como si fuera el primero en darse cuenta de lo que venía, y de que era inevitable e inminente.

María iba hacia la entrada y, mi cuerpo, autómata, me hacía caminar, rodeando la cama hasta situarme en la parte más alejada de la puerta. Me temblaban las piernas. Había tenido que apoyarme en la mesa mientras completaba el recorrido. Si bien, por otro lado, a pesar de aquel mareo y aquella falta de aire, me sentía extrañamente lúcido, como con una mezcla de debilidad y clarividencia.

Oí a María abrir la puerta, pues desde mi posición, acobardada, no podía verla. Todo sucedía a una velocidad inasumible. Al tiempo que la puerta se abría yo miraba para abajo y veía mis calzoncillos holgados y oscuros. Me sentí no solo infartado, sino expuesto, ¿pero expuesto ante quién?

Escuché como cuchicheaban. Ella y él. Me sudaban las manos. Suspiraba. Resoplaba. Podía sentir la sangre palpitar en mi sien y en mi cuello, incomodándome. Y me preguntaba qué se suponía que tendría que hacer cuando él entrase… ¿Fingir hacer la maleta? ¿Hacerla, irme y esperar por ahí a que terminaran de follar? ¿Tirarme en una esquina de la cama y hacerme el dormido?

Un “bueno, tranquilo” salió nítido, y afable, de la boca de María. Yo intentaba adivinar qué sucedía. Se hizo entonces un silencio atronador. Yo ni respiraba para poder escuchar, y lo que escuchaba era mi corazón latir. Me llegué a llevar las manos a la cara y las sentí aún más pegajosas de lo esperado. Intentaba hablar conmigo mismo, para tranquilizarme. Pero otra vez aquella ansiedad enfermiza, aquellos temblores incontrolables, aquel tragar saliva sin querer. Y sucedió, con toda su crudeza, con su morbo y su dolor, paralizándome aún más… y es que escuché el inconfundible sonido de los besos. Húmedos. Ruidosos. Retumbantes.

Y oí la puerta cerrarse. Y pisadas. Se acercaban. Siempre con la atronadora sonoridad de aquellos besos. Y vi una mancha blanca abandonar la pequeña entrada para penetrar en el habitáculo rectangular en el que yo me encontraba. Era María, caminando hacia atrás, reculando, besando y dejándose besar. Empujada beso a beso por aquel gigante de camisa azul y pantalones negros. Impulsada por el ansia de aquel chico moreno, Roberto, al que le había negado los besos horas antes.

Sentí un tremendo impacto al ver las piernas largas de María subidas aún a aquellos zapatos de tacón, al ver aquella camisa blanca de seda que cubría sus shorts, tapándolos por completo. Ni rastro de bragas, cosa que no sabía Roberto. Y aquel sujetador transparentándose sutilmente por la espalda, que veía yo, y por el pecho, que seguro había visto él. Sentí aquel impacto porque ahora todo era diferente, ahora todo era posible.

Inmóvil, veía como sus lenguas volaban, como el sonido de sus besos me seguía martilleando y rebotaban por el dormitorio. Las manos de ella sobre su pecho, sobre su camisa azul. Las de él, una en la cara de ella y la otra igual de sutil, sobre su culo. Sus manos me parecieron especialmente grandes, tanto que con una sola casi podía abarcar sus dos nalgas, custodiadas por la camisa y los shorts. Él me pareció más enorme, más rudo, en aquel habitáculo cerrado. Pero no por ello María parecía pequeña, sino que hasta parecía crecerse, y yo la sentía más voluminosa. Más mujer.

Resoplé. Sin querer. Y aquel sonido me delató. Roberto abrió los ojos. Sin dejar de besarla. Le metía la lengua hasta el fondo mientras me miraba. Y yo no podía respirar.

Se separó un poco de sus labios y, mirándome aún más fijamente, dijo:

—Buenas noches, eh.

Lo dijo con todo el recochineo y suficiencia posibles. Su rostro lucía más marcado. Me pareció mayor de lo que había deducido en aquel bar. Quizás más alejado de los treinta que de los cuarenta. Mantuvo una de sus manos sobre la camisa de María, a la altura de su culo, y con la otra, la que estaba en su cara, la atrajo hacia sí, para volver a besarla. Cerraba los ojos y los abría. La besaba y me miraba. Me retaba, de forma agresiva. Y aquella mano dejó de sujetar la cara de María para cogerla un poco del pelo, a la altura de la nuca, y tirar de aquella melena, con fuerza contenida, haciéndola quejarse a la vez que recibía su lengua.

Todo iba tan rápido que no sabía qué hacer. Aquel animal me desafiaba, sin motivo aparente, mientras la hacía sollozar con aquellos besos que comenzaban a rozar la violencia y a mí me sorprendía que ella no empezara a pararle.

Miré hacia abajo y vi mi miembro palpitar bajo mis calzoncillos, ajeno a mi incomodidad y dolor. Tenía la polla dura, aunque apenas se notaba, como consecuencia de su tamaño. No fue hasta ese momento en el cual seguía escuchando aquellos besos y veía el pequeño bulto en mis calzoncillos, que me di cuenta de que ni siquiera le había respondido.

—Vamos a ver qué tienes aquí, eh… —dijo, decidido, sin esperar debate alguno respecto a sus pretensiones, y con una voz profunda, pero no fea, al tiempo que llevaba sus manos a la parte delantera de sus shorts.

No alcanzaba a entender ni a digerir cómo cinco minutos atrás estábamos solos y ahora estaba a punto de ver como aquel gigante se disponía a descubrir el coño desnudo de ella.

Yo esperaba un gesto de María hacia mí, humillante o no, pero al menos que me pudiera dar la tranquilidad de que se creía o se sabía con el control de la situación; pero ella no se volteaba y yo solo conectaba la mirada con un Roberto que mordía el cuello de ella, al tiempo que, con las dos manos, le abría los shorts y se los bajaba hasta la mitad de los muslos. Un “tranquilo” salió de los labios de María, pidiéndole calma, o cuidado, o lentitud, pero no sonó convincente.

Roberto se retiró un poco, dándose cuenta de lo obvio.

—¿Vas sin bragas por ahí? —dijo seco, sin obtener respuesta.

No sabía cómo estaba María, pero yo estaba sin aire. Y él prosiguió:

—Menudo zorrón. ¿Tú sabías que tu amiga iba sin bragas? —preguntó, mirándome.

Yo, inmóvil, veía aquellos shorts bajados hasta casi las rodillas… No dije nada. La que entonces sí dijo algo fue María:

—Bueno... córtate… —exclamó, pero de nuevo no sonó creíble su queja, pues más que mostrar enfado lo que parecía era que fingía dignidad. Además, ella le buscó entonces, intentando que sus besos acallaran aquel tipo de frases beligerantes. Pero esta vez fue él quien no aceptó el beso en la boca; se besaron en las mejillas, sus caras quedaron pegadas, una de sus manos fue al culo desnudo de ella y la otra, por delante, a perderse en aquel coño desnudo, que María y yo sabíamos cómo estaba desde hacía horas.

Mi polla palpitaba y mojaba mi calzoncillo mientras contemplaba el bochorno por el que iba a pasar María. Él parecía recrearse acariciando la parte interna de sus muslos al tiempo que apartaba su melena, y apartaba también el cuello de aquella camisa blanca y mordía y besaba allí otra vez. A veces con los ojos cerrados, a veces mirándome. Y pude saber el momento exacto en el que aquella enorme mano tocó, palpó o acarició el coño de María, pues ella flexionó sus piernas un poco, como en un espasmo y un “¡Hostia…! “ tremendo, salió de la boca de Roberto.

No había duda. Aquel hombre ya era conocedor de la tremenda desesperación de María, plasmada, toda ella, en un punto exacto, en aquel coño abierto y encharcado que recibía los dedos de aquel chico con un ansia que seguro avergonzaba a María.

Grande. Enorme. Me volvió a mirar, al tiempo que le susurraba:

—Pero cómo tienes el coño así. Caben cuatro dedos aquí… joder.

Creí que María respondería. Se rebelaría. Pero entendí por qué no lo hacía. Y es que él apretaba con fuerza una de sus nalgas con una mano, mientras con la otra parecía ya indudable que metía uno o dos dedos en su coño; María quería protestar ante aquellas frases humillantes, pero si abría la boca solo la podría usar para jadear o gemir.

Yo, al otro lado de la cama, me veía sorprendido por cómo no había empezado por acariciar su clítoris con cuidado, o por juguetear con la parte externa de su sexo, sino que desde un primer momento la penetraba con sus dedos enormes, profundizaba en aquella cavidad empapada... y ella cerraba los ojos, abría la boca, y flexionaba y estiraba las piernas hasta casi ponerse de puntillas. Se agarraba a él, a su camisa azul, y se besaban o se respiraban en la oreja. El sonido de los besos se solapaba con el que se producía por aquellos dedos entrando y saliendo del coño inundado de María.

Era majestuosa a la vez de ridícula aquella estampa de María con sus shorts en sus rodillas, comenzando a gimotear como consecuencia de aquellos dedos que la taladraban. Yo me preguntaba cómo siempre tan imposible, y ahora tan entregada… pero ella ya no podía más… llevaba horas y horas sin poder más… y ahora, ella, había elegido; y su coño, su cuerpo, no entendían más de orgullo, de hacerse la digna… de hacerse la imposible de seducir… la imposible de follar...

—Joder… cómo estás… —repetía él, incesante, hasta que sacó aquellos dedos de aquella cavidad y los llevó a la boca de María. Ella apartó la cara y él dijo:

—Vamos, coño. Chupa.

—¿Pero qué dices...? —protestó ella.

—Te digo que chupes, coño. Que no he venido hasta aquí para follar con una monja.

Me sobresalté. Me asusté. Temí lo peor.

María dejó caer entonces sus shorts hacia abajo, hasta que envolvieron sus tobillos.

—Que chupes —insistió él, desafiante, pero ahora ya no solo conmigo, sino con ella.

Le volvió a poner los dedos cerca de los labios.

—Abre la boca —le dijo en tono serio, autoritario.

—¿Y yo qué gano? —replicó ella, frente a frente.

—Déjate de mierdas y métete los dos dedos en la boca.

Yo me infarté. Sentí pánico. Era una tensión que podría desembocar en violencia en cualquier momento… casi sentía terror, de golpe. Desvié un instante la mirada. Di un paso. Y escuché:

—Eso es… ¿Ves…? ¿No era tan difícil?

María claudicaba y le chupaba los dedos a aquel cabrón y yo notaba una tensión que me hacía sentir que mi corazón no me cabía en el pecho.

—Eso es… —repitió él, buscando ahora su coño con la otra mano.

No sabía si ella hacía aquello por mantener el control. Si lo hacía más porque lo deseaba o para calmar los ánimos. No sabía si había llegado a sentir miedo como había llegado a sentir yo, si es que había dejado de sentirlo. Lo que sí parecía claro era que María luchaba por satisfacerse a la vez que luchaba por mantener su dignidad.

Yo, aun sin haberme recuperado del susto, veía como María chupaba aquellos dos dedos, que acababan de estar dentro de su coño, mientras aquel hombre volvía colmar su sexo con su otra mano. La masturbaba y ella movía levemente la cintura ante cada señal de placer que su coño le daba; serpenteaba con su cadera buscando que aquel cabrón la pajeara bien, mientras chupaba y a veces lamía aquellos dedos enormes. Podía sentirla, con los ojos cerrados, mamando de aquellos dedos que sabían a ella. No se cortaba, por orgullosa que fuera, en exteriorizar con jadeos que disfrutaba de la mano que abajo la fundía. Hacía veinte segundos que había odiado a aquel hombre, y ahora le ofrecía su coño abierto para que la matase del gusto. Y no solo chupaba aquellos dedos para cumplir, sino que se esmeraba en lamerlos con especial entrega. Yo sentía que si me tocaba me correría, al tiempo que Roberto decía: “tengo tres dedos dentro, joder...” y María parecía gemir más al ser consciente de lo indigno que era ofrecer aquel coño, así, en aquel estado, a un desconocido.

Retiró él un poco los dedos de su boca y cayó un hilillo de saliva por su mentón. Le dio entonces esos mismos dedos a oler y le preguntó a qué olían… y ella respondió, inmediatamente, en un jadeo: “A coño”… Y él le dio aquellos dedos a chupar, otra vez, metiéndolos y sacándolos de su boca, con la clara intención de simular que eran una polla. “Chúpalos… eso es...” le repetía y ella ahogaba allí los gemidos derivados de la tremenda paja que le hacía por debajo, tan brutal, que le temblaban las piernas y se agarraba a la cintura y al pecho de él. “Chúpalos”, le insistía… “Cómo si fueran mi polla...” “Chúpalos como si fueran mi polla” y yo no me podía creer cómo ella se esforzaba en chupar aquellos dedos… en una imagen morbosa a la vez que algo grotesca… Toda elegante con aquella camisa cara, con sus pechos y su sujetador aun en su sitio… casi hasta distinguida, pero a la vez con aquellos shorts en sus rodillas, sus piernas temblando y comiendo como una posesa aquellos dedos mientras se escuchaba el sonido de su coño encharcado retumbar por el dormitorio.

Entonces las piernas de María comenzaron a temblar más, tanto que parecía que no podría mantenerse en pie, y fui realmente consciente de la destreza de aquel hombre. Pero él no buscó el clímax de ella, y detuvo el ritmo de aquella tortura que la hacía deshacerse, para masturbarla más lentamente y, la siguiente frase que emitió no fue para humillarla, sino para referirse a mí:

—Tu amigo mis cojones. Este es un mirón.

Yo, petrificado… Infartado. Le miraba a los ojos mientras él no dejaba de masturbarla. Mientras María seguía chupando lentamente de aquellos dedos.

—Este es el gilipollas que nos estuvo espiando.

María dejó de lamer, al tiempo que él la dejó de masturbar. Yo no podía… no sabía… no era capaz de decir nada…

—Este es el graciosete que me insultó cuando estábamos en la barra… ¿Cómo era? Tonto gigantón, o algo así. Ya tuve ganas de partirle la cara en aquel momento.

Me miraba con verdadero odio o quizás más más bien asco. Sentí pánico. Sentí que todo se descontrolaba. Que todo acabaría mal.

—¿Salís a eso, verdad? Es tu marido, o tu novio o algo así. De los que les pone que se follen a su mujer.

Pensé que María se giraría hacia mí, pero no lo hizo. Se recompuso un poco la camisa, fingiendo distancia, fingiendo estar al margen, pero estaba tan expectante y tan nerviosa como yo. Si solo yo estaba sintiendo miedo aún no lo sabía.

—¿Marido o novio? —preguntó finalmente, mirándome.

—Novio —respondí.

CAPÍTULO 50

“Este es el gilipollas que nos estuvo espiando. Ya tuve ganas de partirle la cara en aquel momento”. Aquellas dos frases habían caído sobre mí y sobre aquel dormitorio, como una bomba, produciendo una inseguridad irrespirable. Su mirada, además, inestable, parecía rebelar que podría apartar a María en cualquier momento, avanzar sobre la cama y dirigirse hacia mí con furia. Aquella posibilidad era latente. Y me daba la sensación de que María también lo sentía así.

Y es que su mirada hacia mí no era normal, e incluso a veces la miraba a ella con una extraña violencia, y casi como conteniéndose de usar su desproporcionada fuerza física para ahorrarse tiempo y palabrería. Visualizar… imaginar aquello, me asfixiaba.

Me preguntaba cuándo y cómo explotaría todo y me preguntaba si María estaría sintiendo el mismo miedo que yo. Por eso, paralizado, no podía irme, por mucho que me doliera verla entregada a otro hombre, como las dos veces anteriores, porque el miedo me impedía moverme y porque bajo ningún concepto podría dejarla sola con él. Sentí, de verdad, más que nunca, que estábamos jugando con fuego.

Lo peor era que, aun así, estaba excitado… y no podía entender estar a la vez excitado y aterrado. Querer que pasara de todo y a la vez que no pasara nada. Querer que follaran como locos y a la vez querer que se fuera cuanto antes y abrazar a María en un suspiro de alivio.

Llegaba a sospechar que María no se volteaba hacia mí porque sabía que conmigo no podría disimular su expresión, que yo leería el miedo y aquello me haría alarmarme aún más, y era lo último que querría ella. Pero, a pesar de todo, la excitación de María también era patente, como si llegara a disfrutar también de aquella mezcla de deseo y de temor a que aquello acabase mal.

No continuó aquella conversación y no esperó respuesta alguna, y se volvió a acercar a María, pero esta vez de forma diferente.

Llevó sus dos enormes manos a su delicada cara. María, con los brazos muertos y con los shorts atando sus tobillos, era un presa entregada que contrastaba brutalmente con la María habitual. Le dio un pequeño pico en los labios. Hasta dulce. Y después retiró un poco su cara, y la miró de arriba abajo.

Ahora rápido, ahora lento. Ahora te insulto, ahora te beso con cuidado. Ahora parece que voy a enfrentarme a tu novio y a hacer sabe dios qué locura, ahora lo dejo estar...

Estábamos a su merced absoluta. Cada segundo era irrespirable. Por morbo, por tensión y por miedo.

Tras aquel escaneo llevó sus dedos a los cuellos de la camisa de ella. Tirando mínimamente de ellos hacia arriba, de forma extraña, y susurró:

—Menuda niña rica… Qué buena estás… joder…

Yo podía sentir el corazón de ella palpitar. Allí, expuesta. Rendida antes de empezar. Con su coño desnudo y martirizado. Y temerosa, como yo, de que aquel hombre cometiera alguna locura.

Llevó de nuevo sus labios a los suyos. La besaba con calma, con dulzura. María ladeaba la cabeza y dejaba caer su melena espesa por la espalda. Las manos de él de nuevo en su cara y las de María colgando inertes.

—Saca más la lengua —dijo serio, de repente, tensándonos otra vez, y se volvieron a besar, pero esta vez dejaba que la lengua de María a veces volase libre, retirando él su boca, así un pequeño instante, como si quisiera que aquella lengua le persiguiera, para después volver a besarla.

Cuando parecía que todo más o menos se calmaba, él llevó una de sus manos a uno de los pechos de María, sobre la camisa, lo acarició y después lo apretó con algo de fuerza. Como si quisiera buscar confrontación casi constantemente. María protestó con un “Au… cuidado...” y abandonó aquel beso y él se retiró un poco… y yo no sabía qué podría hacer él, pero pensaba que nada bueno.

—¿Este qué? ¿No se pajea ni se acerca? —le susurró, refiriéndose a mí— ¿Sois novatos o qué? Tampoco es que yo sea un experto, pero no parece tan difícil, ¿no?

En ese momento la giró, lentamente, sin fuerza, sin forzarla, con bastante maña, hasta quedar los dos ahora frente a mí, solo con la cama en medio. Él detrás de ella. Ella no me miraba, él sí. Recogió entonces un poco de la parte baja de su camisa blanca, con la clara intención de que yo pudiera verle el coño, y dijo:

—Enséñaselo… joder… Que la gracia es esta, ¿no? Que te vea cómo tienes el coñito.

María miraba hacia la pared, no a mí. Sintiéndose ciertamente humillada, y yo no sabía si no se rebelaba para que no hubiera problemas o no lo hacía porque lo consideraba el precio a pagar por que se la follase.

En ese momento él, a su espalda, se agachó un poco y la rodeó con sus brazos, por la cintura, y llevó sus manos a su sexo. Y comenzó a apartar aquellos labios enormes, ya de por sí bastante abiertos…

…Me mostraba su coño, el coño de mi propia novia, totalmente fuera de sí, avergonzando a María y excitándome a mí. Se podía ver la cavidad, más rosada, y los labios más oscuros, y su vello púbico brillando por tantas horas de humedad. Se recreaba separando los labios de aquel coño y me miraba. La estampa era grotesca, pero morbosa, y yo me sentía culpable por excitarme.

—Venga, pajéate… ¿O solo miras?

Atónito, contemplaba cómo me la mostraba. En un juego macabro. Siempre con un poso de estar a punto de perder el control.

—No es muy hablador tu novio, ¿no? —dijo haciéndola girar de nuevo— Ahora me vas a sacar la polla, ¿a qué sí?— Y, María, tras oírlo, llevó sus manos a su cinturón y comenzó a maniobrar para desnudarle.

Ella no tardó en descubrir unos calzoncillos amplios y rosados y en bajarle aquellos vaqueros negros ajustados hasta la mitad de los muslos y, antes de que pudiera reaccionar, le bajaba también aquella ropa interior rosácea… Ante nosotros salió a la luz una polla oscurísima y con bastante vello púbico. Bastante dura, apuntando al frente, apuntándole a ella. Quizás no fuera mucho más grande de lo normal, quizás seguramente más ancha, pero era sobre todo ruda, salvaje en sí misma. Ya tenía la piel de la punta recogida, mostrando un glande violeta, oscurísimo; aquella polla era tremendamente masculina, pero monstruosamente animal a la vez.

—¿Te gusta? Pues venga… pajéame…

Él no hablaba, ordenaba, y María obedecía… Llevó una de sus manos a aquel miembro y lo sujetó con fuerza. Pude sentir a través de ella aquel tacto áspero de aquel miembro que desprendía una virilidad extrema. Él no parecía inmutarse, hasta que sus labios se juntaron otra vez. La sujetaba por la cara mientras ella le masturbaba, como llevando su mano, mecánica, hacia él y hacia ella, al tiempo que ponía su otra mano en la cintura de él.

María quería tomar el control con aquella paja que habría dejado fuera de combate a cualquiera en pocos segundos.

Se besaban… le pajeaba… Y yo podía disfrutar durante al menos un instante, del morbo supremo de verla así; disfrutando de aquella paja y disfrutando de aquellos besos… Hasta que, al poco tiempo, él se movió un poco y ella se enredó un poco más con sus shorts hasta casi tropezarse, y él dijo:

—Mejor quítate tus pantaloncitos del todo, que te vas a matar, arrodíllate y chúpamela.

Yo me quedé impactado. A María le tenía que hervir la sangre, o quizás estaba tan cachonda que hasta le excitaban aquellas órdenes.

—¿Qué tal la come? ¿Bien, no? Tiene pinta —dijo mirándome.

—¿Me puedes hablar mejor? Me estoy hartando —dijo ella, sorprendiéndome, pero sin poder contenerse más.

—Te estoy hablando perfectamente —replicó y María no quiso seguir por ahí. Cuando me pude dar cuenta comenzaba a quitarse los shorts, que se le enganchaban en los tacones de los zapatos, y, por primera vez, me miró, de reojo. Lo que vi fue a una María acalorada, sofocada, con las mejillas ardientes y gesto de estarse conteniendo. Excitada y sobrepasada… Y, para mi desgracia, sí me pareció ver algo de miedo, o de al menos tensión exagerada, en sus ojos.

Mientras ella completaba la operación vi como Roberto echaba una mirada a su alrededor. Yo seguí aquella mirada y se me puso el corazón en un puño. Me sobresalté. Era obvio lo que estaba viendo, si bien no decía nada, aún. Las dos maletas abiertas… la de María con aquellos pantalones de cuero… pero sobre todo la mía con aquellas dos pollas de goma, y, al lado, las medias y el liguero de María.

—¿Te dejas puestos los zapatitos de guarra? Pues mejor, oye —dijo mientras María se incorporaba, siempre buscando conflicto, y yo me temía que lo que quería era una bofetada de María, para que explotara todo. Me imaginaba esa explosión y casi me saltaban las lágrimas del pavor.

—Shh… calla… —dijo ella, dócil.

—No me callo… ¿por qué me voy a callar? Ven aquí —dijo, y la atrajo hacia sí.

Se besaron de nuevo, pero esta vez la polla dura de aquel gigante golpeaba de forma aleatoria la camisa de María, a la altura del abdomen. Ella llevó entonces su mano a aquella polla, para volver a sentirla o para que no la manchara, o para las dos cosas.

—Venga, chúpamela… —insistió él, en su oído, y María abandonó aquel miembro para comenzar a desabrocharle aquella enorme camisa azul.

En aquel momento, y a pesar de la tensión irrespirable y al miedo de que todo se torciera, vi a aquel peligroso gigante sorprendentemente atractivo. Y pude entenderla más, comprender su mano izquierda. María iba descendiendo con su boca por su cuello y por su pecho, a medida que iba desabotonando aquella camisa, y él la sujetaba levemente por la cabeza. Toda la rudeza de las palabras de él eran rebatidas con gestos dóciles de ella, como si quiera calmarlo. Besaba sus pectorales y después sus abdominales marcados y él dijo:

—No hace falta que te recrees tanto. Más dura no se me va a poner.

María dejó de besar y desabrochó, allí de pie, los botones restantes. Se iba a arrodillar frente a él, y yo me iba a morir.

—¿Qué? ¿Tú no te empalmas siquiera? —preguntó, mirándome, al tiempo que María se arrodillaba frente aquel pollón ancho y oscurísimo.

—Sí… —dije en un tono tan leve que dudé de que me hubiera oído… al tiempo que veía como María, arrodillada, bajaba aún más la cabeza… En seguida lo vi claro, entendí aquella cabeza tan abajo… María sacaba la lengua… y comenzaba a lamer sus huevos… Movía su lengua con lentitud… en recorridos largos, lamiendo, impulsando así aquella pesada bolsa, hacia arriba.

Él llevaba una de sus manos a la melena de María y con la otra se apartaba un poco la camisa azul y ponía aquel brazo en jarra, con una chulería extrema, gustándose, enseñando pectorales y abdominales, para ella, o para él mismo; quizás sintiendo que aquel cuerpazo suyo merecía perfectamente aquella mamada de aquella mujer guapísima. Creyéndose merecedor de todo e incluso, quizás, creyéndose hasta superior a ella.

La miraba, con gesto serio, viendo como aquella belleza impresionante le comía los huevos, a su merced, cuando, de golpe, me dijo:

—¿No serás maricón, no? Un amigo de mi hermano era mirón cornudo como tú, y hacia esto como vosotros, y al final resultó ser maricón.

Yo no sabía si esperaba mi respuesta o solo le gustaba escucharse, cuando miró de nuevo hacia abajo y golpeó un poco con su polla en la cara de María. Ella apartó aquel miembro y siguió chupando y lamiendo aquellos huevos, queriendo relajarle.

—Métetela en la boca ya —le ordenó.

María se retiró un poco. Llevó una de sus manos a aquel miembro durísimo y brillante. Y le miró.

—¿Qué miras? —dijo él, chulo, inmune a todas las armas que ella tenía.

Puso entonces sus dos manos sobre la base de aquel miembro al tiempo que él ponía sus dos brazos en jarra. María tras lamer levemente la punta, sin producir en él espasmo alguno, abrió su boca, separó aquellos labios húmedos y engulló todo el glande de aquel hombre. Le comía la polla a escasos metros de mí, allí, arrodillada, recreándose, gustándose y queriendo gustarle a él. Implicándose en un inicio de mamada tremenda. Yo podía sentir a través de él la lengua de María golpeando aquella punta violeta al tiempo que su boca, caliente, hacía subir la temperatura de todos.

Pero él ni suspiraba. Y no solo eso, sino que hablaba con un peso y una frivolidad que asustaban:

—Eso es… joder… cuánto hacía que no me la comía una niña rica… Llevo una racha de modernitas insoportable. Por fin una niña rica… eh… —dijo mirando hacia abajo— Gírate, gírate un poco, que te vea bien tu novio, ¿no?

María retiró su boca y llevó el dorso de una de sus manos a la comisura de sus labios, como para limpiarse, y se movió un poco, sin mirarme, de tal manera que yo ya les veía en diagonal casi de frente y él dijo:

—Venga, sigue…

Ella llevó una de sus manos al culo de él y la otra la usó para agarrar con fuerza aquel miembro y volvió a llevar su boca allí, y esta vez él sí pareció ser humano y llevó su cabeza hacia atrás y cerró los ojos:

—Ufff… eso es… Cómetela… Cómetela bien…

María seguía, implacable, llevando su cabeza adelante y atrás, su melena se movía, su cuello se movía, casi podía presentir sus pechos hincharse, queriendo salir de aquel sujetador y de aquella camisa. Cerraba los ojos y engullía aquel pollón, por fin, una polla digna de ella, de aquel cuerpo, de aquella boca que ya hacía mella en aquel chulo que llevaba una mano a la melena de ella y acompasaba la mamada con su mano.

—Eso es… cógete… cógete las tetas… y cómemela solo con la boca…

María obedeció. Llevó sus manos a sus pechos. Los abarcó sobre la camisa. Casi con mimo. Y comenzó a mover rítmicamente su cabeza, adelante y atrás, a comérsela hasta la mitad y liberarla casi por completo después.

Él llevó entonces sus dos manos a la cabeza de ella, para fijarla, y comenzó a mover lentamente su cadera adelante y atrás. María, arrodillada, con las manos en sus pechos, los ojos cerrados, la boca abierta y la cabeza quieta… dejaba que aquel cabrón le follara la boca a su gusto. Roberto comenzó a resoplar y a repetirle: “Qué boquita tienes… qué boquita tienes, joder” y abría los ojos, y me miraba, con chulería, como si pretendiera darme una clase de cómo follarle la boca a mi propia novia. El sonido que emanaba de aquella polla martilleando la boca de María se hizo casi gutural, pues se la incrustaba sin cuidado alguno… Y él dijo: “Eso es… deja caer saliva… babéate bien… que sea guarro, joder… siéntete guarra tú...” Y yo pude ver cómo caía saliva por la comisura de los labios de María, cayendo por su escote y por su camisa.

Él la sacó entonces por completo de ella, echando muchísimo su cadera hacia atrás, y le dijo: “Ahora sí, mírame” y María abrió los ojos y él avanzó con su cadera hasta meterle la polla en la boca otra vez. Haciendo que su pollón se marcara en su mejilla, llenándole la boca. Y después otra vez. Y otra vez y la retiró. Y cada vez que la apartaba, un reguero de saliva y preseminal creaba un puente entre sus labios y aquella polla oscurísima y a veces aquel líquido caía, manchándole las tetas, la camisa y el cuello… y ella respondía a cada invasión con un sonido gutural, grotesco, pero morboso y él jadeaba y suspiraba, serio, cada vez que la penetraba en la boca. De la comisura de sus labios caía cada vez más líquido transparente, su escote comenzaba a brillar y su camisa ya casi transparentaba en la zona de sus tetas como consecuencia del preseminal y saliva que caían… La sacó otra vez, tiró de su pelo para que mirara más hacia arriba y le puso la polla en la cara. Ella con los ojos abiertos, y su pollón cubriéndole medio rostro, del mentón a la frente, permitió aquella vejación y él volvió a repetir la operación de metérsela en la boca, de follarle la boca, pero después comenzó a acompañar aquellas invasiones con una pequeña bofetada en la cara. Se la metía en la boca, María emitía aquel sonido guarro y asfixiado y él le daba una pequeña bofetada en la cara. Al tercer o cuarto denigrante golpe, María se apartó y le dijo:

—Para de una puta vez.

—¿Y si no paro qué? —le dijo, poniéndole la polla sobre los labios— ¿Si no paro qué? ¿Me la vas a morder?

María abrió de nuevo su boca y engulló el glande, de nuevo quedando su mejilla marcada por el relieve de aquella polla.

—Cómo me la muerdas, te parto la cara. Y a este también —dijo alzando su mirada hacia mí.

Sentí de nuevo pavor. De nuevo bloqueado. De nuevo siendo consciente de que era casi inevitable que en cualquier momento se pasara el límite y todo saltara por los aires.

Íbamos de la dominación, al morbo y a la amenaza, a toda velocidad y sin avisar.

María se la seguía chupando, como fingiendo no haber escuchado aquella última frase suya, moviendo su cabeza adelante y atrás, y él manteniendo su cuerpo quieto, hasta que él dijo, refiriéndose a mí:

—Venga, sácatela ya, joder.

Y no tardé en obedecer. Como hipnotizado. Me bajé los calzoncillos y un reguero denso y transparente que nacía en la punta de mi duro miembro y moría en un charco espeso de mis calzoncillos delató mi excitación.

—Hostiá… —exclamó Roberto.

Pensé que me diría algo, denigrante, humillante, pero le habló entonces a ella:

—Joder… la debes de estar disfrutando bien, cabrona, con la mierda de polla que tienes en casa. No me extraña que vayas buscando macho por la noche.

Yo alucinaba con que María se la siguiera mamando así, a pesar de aquella amenaza previa a mofarse de mi miembro, pero quizás era lo más inteligente, o simplemente era cierto que María se volvía loca y disfrutaba, por fin, de una buena polla.

—¿Tenéis condones? Yo te la meto a pelo y me corro fuera —dijo, mientras María seguía chupando, implicada.

Él alzó entonces su mirada, sus ojos fueron a mi maleta, y dijo:

—Oye, maricón, coge una polla de esas y chúpala mientras me la chupa ella.