Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 47 y 48)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 47

Quizás fuera más una ensoñación o un deseo que una posibilidad, pero cada vez me parecía todo menos descabellado. Desde lejos me daba la sensación de que María, no era que coquetease, ni que se dejara querer, o casi sí… No sabía. No me era fácil ubicar su actitud. Me parecía que se movía, poderosa, en una delgada línea entre simular rechazo y sugerir predisposición.

Me acerqué por un lado, consciente de mi ebriedad, errático, sin llamar la atención, quizás precisamente por ser así uno más de aquella calle. Quería saber más de él y de aquella línea que trazaba María. A unos cuatro metros, casi apoyándome yo en otro coche aparcado, vi a una María chulesca, con cara de desidia, pero escuchándole, y a un crío que gesticulaba bastante, con cierta gracia corporal, con el pelo castaño y los ojos grandes y llamativos, como con unas pestañas largas que podía ver hasta desde mi posición, y una nariz aguileña pintoresca, pero que no acababa de romper la armonía de su cara.

Pero de todo, lo que más llamaba la atención de él, eran unos coloretes en sus mejillas que rebelaban no solo una borrachera en su punto álgido sino un nerviosismo mal disimulado, una falsa seguridad que me recordaba a la de Marcos. Aquel sonrojo parecía acentuarse cuando, tras hablar, esperaba la respuesta de María, como si aquel rostro, aquel crío, estuviera martilleándose a sí mismo con una vocecita interior que le estuviera susurrando “está buenísima, es jodida, pero venga, tú puedes”.

No podía oír lo que decían. Y lo decía casi todo él. Solo podía ver sus miradas y su lenguaje corporal. María no tenía la chaqueta cerrada precisamente, y se la había remangado un poco junto con la camisa, por lo que el chico, si quisiera, podría llevar sus ojos a su torso y maravillarse con aquellos pechos que llevaban horas castigando aquel sujetador sin tiras, de color grisáceo, y aquella camisa de seda blanca finísima, que llevaba tiempo desistiendo de intentar ocultar aquellos pezones cuyo estado natural ya era la prominencia y la dureza más absolutas. Los ojos del niño, siendo bonitos, aún destacaban más por irradiar admiración; y es que la miraba con una fascinación y respeto morboso de adolescente, una mezcla de deseo y mitificación, como solo miras a una profesora atractiva y madura en el colegio y jamás vuelves a mirar a nadie así.

Aquel crío no se podría imaginar que aquella chica, o seguro mujer madura para él, había estado a punto de ser follada en un portal a menos de doscientos metros de distancia y de media hora de tiempo. No se podría imaginar que ella misma se había bajado aquellos shorts, se había dado la vuelta y le había pedido con aquel gesto, a un mediocre como Marcos, que se la follara. El chico se moriría si la hubiera visto recostada sobre aquellos escalones, con las piernas abiertas, intentando taparse las tetas para que Marcos no se las mordiera, al tiempo que le cogía de la polla para que se la metiese y la calmase. Allí, tan chula, no podría imaginar que no llevaba bragas, que debajo de aquellos shorts solo había un coño abultado y empapado, quizás tan empapado que de no ser por la camisa que tapaba los pantalones cortos por delante, pudiera notarse un azul marino más oscuro por la zona de su sexo.

Me acerqué un poco más, siempre disimulando entre aquel jaleo de gente haciendo cola y gente dudando si buscar otras vías de llegar a casa o si seguir la noche. Y escuché una frase de él que pensé haría sonreír a María, pero mantuvo su semblante serio y negó con la cabeza con desidia.

—¿Qué vienes de un congreso o algo así?

Tras disentir con aquel gesto desganado, buscó su móvil en el bolso. Tecleó. El chico aguantaba allí plantado, por si un milagro caía del cielo, mientras sus amigos le hacían gestos para que desistiese, e, inmediatamente después, comenzó a hablar por su móvil, siempre cerca de ella. Yo me preguntaba por el destinatario de aquellos mensajes, si bien parecía claro. Tras unos instantes en los que ella escribía y él hablaba por teléfono o más bien escuchaba, pues no parecía decir mucho, María volvió el teléfono al bolso y él colgó su llamada de forma abrupta. De golpe, a pesar de seguir tan próximos, se hizo un vacío. Ni él ni ella hablaban. Yo terminé por acercarme y apoyar mi trasero ya sí cerca de ella, sin saber muy bien por qué.

El silencio se mantuvo. Incómodo. El chico me miraba. Yo le miraba y miraba a María. De perfil y algo inclinada, su pecho marcaba un relieve infartante. Cuando el silencio era ya absurdo, el chico, con cara de extrañeza, preguntó:

—¿Sois novios?

María esbozó una media sonrisa, cruzó sus brazos, alzó la mirada hacia él y dijo:

—¿Quieres que te lo cuente?

—Pues sí.

—¿Que te lo cuente bien?

—Mmm… sí —respondió y mi corazón comenzó a palpitar con fuerza.

—Pues mira, somos novios, sí, prometidos, de hecho, pero él tiene la polla muy pequeña y le pone que folle con otros, que yo folle con otros, quiero decir, y él mira mientras… eso pasa… Bueno, mira y también se hace pajas o lo que sea mientras mira. ¿No me lo crees? Pablo, venga, sácatela, para que vea que no miento —dijo frívola, mirándome levemente, instándome a que obedeciera.

El chico me miró. Yo le miré. Estaba sorprendido, como si repasara mentalmente todo lo que acababa de escuchar y aún estuviera decidiendo si creerla o no.

—¿En serio? —acabó por decir.

—¿En serio, qué? —replicó María.

—Que si en serio hacéis eso de que tú lo haces con alguien y él mira. Lo de su polla me da igual. Aunque yo la tengo bastante bien —nos sorprendió el crío, acercándose además a María, y postulándose como posible, con nerviosismo, pero también con una desfachatez imprevista.

—¿Ah sí? ¿La tienes bastante bien? —preguntó María. Con retintín. Con superioridad. Distante.

—Pues sí. Además estoy medio empalmado —se lanzó y yo vi sus mejillas iluminarse y sentí mi pecho oprimirse y palpitar.

—¿Por qué estás medio empalmado? Cuéntame —dijo ella, sintiéndole ya muy cerca. Aquel chico era un flan, pero su cuerpo se pegaba, torpe, a María.

—Porque… estás muy buena…

—¿Ah sí?

—Sí… y se te transparentan las tetas que flipas…

En ese momento aquel rostro armónico, de nariz aguileña y mejillas coloradísimas, se inclinó hacia la cara de María, buscando sus labios, sin posar sus manos en su cintura ni en ninguna parte, solo buscando un beso, extraño y casi fuera de contexto, pero más sencillo de intentar a aquellas horas y bajo el refugio de aquella conversación. María posó su mano en su pecho y le detuvo, girando un poco la cara, acompañando los dos gestos con un “para” gélido y déspota, que yo conocía perfectamente.

El chico se apartó un poco y entonces María me sorprendió, pues visiblemente nerviosa, me volvió a insistir en que me la sacara, como queriendo llevar todo el peso de aquella tensión hacia mí, quizás queriendo evitar más ataques.

—Venga, sácatela, para que vea que no mentimos.

—Yo… si os besáis… me la saco… Así ya se cree todo, que la tengo pequeña y que vamos buscando gente por ahí para que te folle y yo mire —dije con una gallardía inusitada, como si el morbo, el alcohol, o las dos cosas me dieran unas agallas desconocidas.

Se hizo un silencio eterno. Pensé que la retirada de María era inminente. Pensé también que estábamos a la llegada de un solo taxi de que aquello se rompiera.

—Pues venga, sácatela —dijo ella.

Miré a mi alrededor, miré al chico, que no entendía nada. Solo entendía que era buenísimo para él que yo me desnudase. Yo me preguntaba a qué jugaba María. Pero sin duda tenía más que ganar que que perder, por mucho que fuera siempre vergonzante mostrarle mi miembro a alguien.

Me giré un poco hacia ellos. Me llevé la mano al cinturón y comencé a desabrochármelo. Mi intención era mostrar mi miembro, pero que no saliera a la luz demasiado de mis calzoncillos húmedos.

—Venga —insistió ella y yo abrí el botón, comencé a bajar la cremallera y por alguna razón extrañamente masoquista saqué mi miembro al descubierto mientras les miraba, sobre todo mientras le miraba a él.

Aquello era una locura, quizás una locura de borrachos si no fuera por el trasfondo constante y asfixiante de mi juego con María. El chico no se cortó en calificar mi pequeño miembro con un adjetivo hiriente, pero a él le importaba la segunda parte del trato. Con mi diminuta polla asomando por la abertura de mi calzoncillo y con mis pantalones bajados lo justo para poder mostrarme, aquel crío iniciaba un segundo ataque, esta vez mucho más legítimo. María recibía con sorpresa aquel envite y giraba su cara, hacia la suya, pero llevaba su mano otra vez a su pecho. El chico puso las manos en la cintura de ella y atacó de nuevo… y ella giró la cara. Con sus rostros pegados, pero sin beso, yo me recomponía, y María le apartó con más decisión.

—¿Qué? ¿No era ese el trato? —protestó el chico, balbuceando un poco, luciendo más embriaguez, y mostrando desesperación y ansia más que enfado.

—¿No prefieres lo de irnos, follar y que él mire? —dijo ella.

CAPÍTULO 48

Simultáneamente a que María pronunciase esa frase un taxi pasó frente a nosotros, por la espalda del chico.

Yo seguía sin leer a María. Me sentía más a su merced que nunca. El chico tampoco entendía nada. No entendía si ella le estaba ofreciendo el cielo de verdad o lo que hacía era jugar con él de una forma sádica e injustificada.

—¿En serio? ¿Cogemos el siguiente entonces? —preguntó el crío mientras sus amigos se subían al taxi.

María se quedó callada, mirando como aquel taxi se quedaba esperando y el niño insistía en su pregunta:

—¿Cogemos el siguiente entonces?

—Vete, anda, vete con tus amigos —dijo María, cambiando el gesto, de enigmática a déspota; dando la sensación de que pagaba con aquel chico todas sus vergüenzas o decepciones, sobre todo las derivadas de Marcos, ya fuera por haber estado tan cerca de dejarse follar por alguien como él o precisamente por no haber culminado.

—¿Cómo? ¿En serio? —protestaba él mientras otro taxi aparecía y se detenía justo frente a nosotros.

Yo abría una de las puertas traseras del segundo taxi, como siempre, a expensas de María, al tiempo que del primero asomaba uno de sus amigos, haciéndole gestos para que fuera con ellos.

—No, en serio, ¿a dónde vais? Voy con vosotros.

—No seas pesado. Ya está —dijo ella, apartándose de aquel coche aparcado y de él.

El chico se veía con dos puertas abiertas. Al pasar María por su lado él la quiso sujetar por la muñeca y ella apartó aquella mano antes siquiera de que pudiera retenerla un instante.

María entraba en el taxi, conmigo, y cerraba la puerta. Su última bala, mi última bala, se esfumaba, y yo me sorprendía por el sadismo que ella había demostrado.

En aquella burbuja, en aquel enorme silencio que era aquel vehículo, María le dijo el nombre de nuestro hotel al taxista y, mientras nuestro coche adelantaba al otro taxi, yo veía como aquel crío entraba en él, con lo que tenía que ser una sensación de frustración y de miel en los labios insoportable. Tras aquel adelantamiento le pregunté acerca del porqué de haber calentado a aquel chico para nada.

—¿Ahora te da lástima el nene ese? Solo quería... Vamos, que él solo la quería meter, como todos a estas horas. No me parece una causa tan... noble. Qué quieres que te diga. Además, yo creo que me estaba grabando. Porque hablar no hablaba por teléfono. Ya me dirás qué coño grababa. Pero mira, si a ese niñato, una chica normal... de pie, en la calle… a las tantas... le da para... una paja... pues que la disfrute.

Tremendamente sorprendido, repasaba el momento en el que ella había estado escribiéndose y él llevaba su móvil a su oreja. Era verdad que ya me había parecido una llamada extraña y recordaba cómo se ponía de lado, con respecto a ella, para hablar. Quizás María no estuviera muy desencaminada en su sospecha. Sobre si la estampa de María, simplemente escribiendo en su móvil, fuera una reliquia que pudiera dar pie a ciertas fantasías, podría asegurar que sí. María, aquella noche, sin más, apoyada contra aquel coche aparcado, podría ser suficiente para una rabiosa paja sin necesidad de que hiciera nada especial. Irradiaba una sexualidad y un deseo soterrado asfixiante, por mucho que el gesto de su cara, chulesco, quisiera desviar la atención. Además, había que añadir que en aquel momento de la hipotética falsa llamada, María no se había cortado de mantener su americana abierta, por lo que sus pechos, enfundados en aquel sujetador caro y en aquella seda blanca, y sus pezones, apuntaban amenazantes al crío, y por ende a la cámara. No había duda de que aquella imagen era suficientemente sexual como para que se pudiera degustar aquel recuerdo, o aquel video, en estimulante soledad.

Mientras recreaba todo aquello, fueron pasando unos minutos, por fin sosegados, aunque no silenciosos, pues el taxista hablaba, en tono bastante alto y algo desagradable, por teléfono.

Esta vez estábamos sentados bastante pegados y su perfume y el olor de su melena me golpeaban. Quise volver a la realidad, al "ahora". No tenía tiempo para repasar todos los "casis", ni de asumir que aquel crío en el fondo, dentro de aquella timidez, pareció ser finalmente un cerdo más, que se había puesto las botas grabando a María, grabando aquellas piernas largas y aquellas tetas imponentes marcando su camisa. No tenía tiempo para repasar cómo había estado tan cerca Marcos. Solo quería saber qué pasaría en lo poco que quedaba de noche. Mi frustración se iba acentuando a medida que el vehículo avanzaba y, mientras el taxista seguía hablando por teléfono en aquel tono alto y desagradable, le dije a María:

—¿Y ahora qué?

Ella no respondió. Le di un poco más de tiempo, pero al comprobar que no se dignaba a contestarme, cambié de pregunta:

—¿Con quién te escribías? ¿Con Edu? ¿Aún no ha pillado a estas horas por lo que te sigue haciendo caso?

Aquella desidia de no responderme me enervaba. Me separé un poco. La miré. Su cruce de piernas, su camisa, su chaqueta, su porte... Su imagen de que no había pasado nada me desesperaba. Sentí entonces como si todo el morbo de toda la noche me estuviera subiendo por el cuerpo. La deseé. La deseé con todas mis fuerzas. Miraba su cuerpo y no me lo podía creer. Me sentí Marcos y aquel crío por un instante. Sobre pasado. Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza y, al recordar como ella me había pedido que le quitara las bragas, que la preparase para ser penetrada por Marcos, me excité aún más, sentí mi polla dura palpitar y golpear mi pantalón.

Recordé cómo le había bajado aquellas bragas grisáceas y cómo estas se habían resistido a despegarse de su coño por su tremenda humedad… Y sentí una gota de pre seminal abandonar la punta de mi miembro, en la enésima gota inútil. La miré otra vez. Vi uno de sus pezones destacando, coronando una teta enfundada en aquella seda blanca y en aquel sujetador, teta que pedía a gritos que la acariciase, que la palpase… que la sobase… que incluso la besase por encima de la camisa, como había hecho Marcos en aquel momento en el que ella se había cubierto, pero me contuve… Y reparé en cómo su coño se tenía que estar rozando, libre, contra sus shorts, pues yo tenía sus bragas… y las saqué entonces de mi bolsillo, cosa que ella pudo ver de reojo.

—Venga, dime. Si es obvio. Te escribías con Edu —le dije, sin cortarme, en un tono normal, sin importarme que nos oyera el taxista.

—¿Si es obvio para qué preguntas? —dijo, girándose un poco, queriendo mostrar que era conocedora de que sus bragas yacían con cuidado sobre una de mis piernas.

—¿Le vas contando cómo casi te follan? ¿Se lo vas narrando?

María no respondió y yo posé con cuidado sus bragas sobre uno de sus muslos desnudos. Ella alzó la mirada, para comprobar si el conductor se estaba dando cuenta.

Su falta de reacción me exasperaba. Cogí de nuevo sus bragas y me las llevé a la cara, a la nariz. Inhalé, siendo consciente de la imagen que podría estar dando, pero me dio igual. Olí de aquellas bragas, otra vez, y un hedor a coño me envolvió con fuerza. Que aquel olor estuviera allí depositado por culpa, o gracias a Marcos, me excitaba de una manera inmoral.

—Estás pirado... Dios… —susurró María, mirando de nuevo al taxista, el cual parecía no enterarse de nada, a través del espejo retrovisor.

Volví a posar aquellas bragas sobre uno de sus muslos, con aquel aroma a su sexo aún hipnotizándome, y le susurré:

—¿Y el crío este qué? ¿Era todo un castigo? Aunque fuera un pajillero… y te hubiera grabado, si bien no creo que haya grabado nada bien tal como le temblaban las manos... ¿No?

—¿No qué?

—Que estaba acojonado… pero que… sí era posible… que hubiera pasado algo.

—¿Algo? Tengo las cosas más claras de lo que crees —quiso zanjar.

Se hizo un silencio pues aquel taxista cincuentón parecía darnos una tregua con su sonora llamada. Revisé a María, con aquellas bragas sobre su muslo, como despreciándome, pero sin cortar un juego que podría parar cuando quisiera. Me volqué un poco sobre ella. La besé en la mejilla. No se apartó. El rechazo era latente. La antesala del rechazo me volvía loco. Llevé una de mis manos, tensa y dubitativa, a uno de los botones de aquella camisa. Sin demasiada dificultad conseguí desabrocharlo, creando un escote aún sutil.

Hundí entonces mi cara en ella y olí en su cuello, mientras podía sentir como ella miraba hacia el espejo retrovisor y yo no sabía si solo comprobaba que no nos mirase o si lo que hacía era cruzar su mirada con él. Con las piernas cruzadas, las bragas en su muslo, aquel botón desabrochado, y conmigo apartándole un poco la melena, para embriagarme más de aquel olor que aún parecía contener algo de los besos de Marcos, susurró:

—Para de una vez...

—No quiero parar... No hasta que me digas qué vamos a hacer... O con quién te escribías... o... por ejemplo... —dudé, pero me lancé— me pondría muchísimo que olieras tus propias bragas.

—Deja de hacer el tonto. Me estás dando hasta asco.

—Me da igual... —respondí sabiendo que aquella repulsa ya nos tenía enganchados a los dos— por cierto... ¿qué tal tu coño desnudo en tus shorts? —pregunté en tono bajo.

—¿Qué tal tu polla de mierda que el crío no se lo podía ni creer? —contraatacó inmediatamente, hiriente, con una lucidez pasmosa.

Me aparté un poco. El morbo que sentía opacaba cualquier otro sentimiento que pudiera tener. Me sentí envalentonado, pletórico, y quise jugar, ver hasta dónde podría ella llegar.

—¿Hay clubes de intercambio por aquí? —pregunté, inclinándome un poco hacia adelante, en voz alta, para que se notara que mi frase cambiaba de receptor.

—¿Perdón? —dijo el taxista, mirando por el espejo.

—Que si hay clubes de intercambio de parejas por aquí.

—Pero me han dicho el hotel, ¿no?

—Sí, sí, es por saber. Es que nosotros hacemos algo parecido —el taxista miraba casi permanentemente por el espejo, callado, hierático, expectante, seguramente acostumbrado a todo tipo de conversaciones con borrachos, de madrugada— Es que lo nuestro no es intercambio —proseguí— en nuestro caso ella folla y yo miro, no sé si hay clubes por aquí donde podamos hacer eso.

El hombre seguía mirando por el espejo y María no decía nada. Ni recogía aquellas bragas y las guardaba en su bolso, las dejaba allí posadas.

—No es broma, eh —dije.

—Ya, ya… No... Bueno... La verdad es que no tengo mucha idea de eso. Pueden buscar en internet.

Me eché un poco hacia atrás y le dije a María, en un tono audible para los tres:

—¿Te gusta? No está mal el señor.

Todos callados en aquel taxi. María me mataba con la mirada y podía presentir los ojos del taxista clavados en el espejo, y más en María que en mí.

Ante el silencio, proseguí:

—Yo creo que está mejor que Marcos. Ah... es verdad... que no lo escogió Edu... y entonces no vale.

—Deja de hacer el ridículo, Pablo, por favor —me interrumpió, en tono bajo— Ahora sí que estoy sintiendo vergüenza ajena de verdad.

Se hizo un breve silencio, tras el cual el taxista dijo:

—¿Entonces al hotel?

—¿Tú qué dices, María? ¿Al hotel o aparcamos en un callejón por ahí?

—En serio, para, por favor. Se te está yendo completamente la cabeza. Y guarda esto. Que las vas a perder de tanto hacer el idiota —dijo, siempre en tono más bajo que el taxista y que yo, dándome sus bragas.

Guardé aquellas bragas en mi bolsillo y, el taxista, sin saber si había algo de verdad en todo aquello o absolutamente nada, siguió conduciendo, en silencio, pero miraba de vez en cuando por el espejo, quizás oliéndose que algo había, o quizás deseando a María de forma lasciva, pues no había otra forma de desearla en aquel momento y con aquella ropa.

Llegamos al hotel sin que nadie dijera nada y, mientras pagaba, veía como María revisaba su móvil y volvía a escribir.

Pasamos el vestíbulo y llamamos al ascensor. Entramos y, como era habitual, María se miraba en el espejo, revisando sus daños. Pero sus daños eran internos, no externos. No en su cara, que lucía algo cansada, pero siempre agraciada, sino en un coño permanentemente insatisfecho y en un ego dañado por aquella obvia y vergonzante, aunque no consumada, entrega a Marcos.

Tras ella, pegué mi pecho a su espalda. Aquel botón que le había desabrochado me permitía ver el nacimiento de sus pechos, por lo demás todo igual, como si no se hubiera besado con Marcos, como si no se hubiera quitado los shorts en aquel portal, como si no le hubiera besado las tetas, como si no le hubiera pajeado sobre aquel condón hasta hacerle explotar, como si no hubiera tenido la polla de aquel macarra a centímetros de su coño, abierto de par en par.

—¿Qué arnés me pongo? Bueno, quiero decir... ¿Siendo quién?

Ella se mantuvo callada, mirándose, colocándose la camisa, otra vez como si fuera a salir, no a entrar, como si tuviera que lucir perfecta incluso más para ella que para los demás.

—¿Tienes guarradas de Edu que leer? ¿O aún esperas que te mande algo más fuerte? Si quieres te haces un buen dedo y yo miro. Si lo prefieres al arnés.

María no cruzaba mirada alguna conmigo, como si fuera un fantasma quién la hablaba y la acosaba por detrás. Solo miraba para ella misma y no parecía recriminarse nada. Las puertas del ascensor se abrieron y caminamos en silencio por el pasillo desierto. Ella revisó su móvil por enésima vez y entramos en nuestra habitación.

Lo primero que hice fue dirigirme al cuarto de baño y, mientras orinaba, sentía una tremenda frustración porque finalmente no había podido ver a María follar con nadie. Ni aun con la colaboración y la presión que sabía había ejercido Edu, que era entonces enemigo pero aliado a la vez, había conseguido el clímax total, que consistía en verla entregada, otra vez, a otro hombre. Sabía que era ciertamente enfermiza aquella decepción... pero me imaginaba que Marcos finalmente se la acababa metiendo... y que yo lo veía... en aquel portal... y sentía un morbo... y a la vez una frustración tremenda.

Me pregunté entonces qué querría María. Si querría leer ella lo de Edu... o si me necesitaría para representarlo. Fuera como fuera yo pensaba tener mi merecido orgasmo.

Salí del aseo y vi a María, sentada sobre un lado de la cama, con las piernas cruzadas, sin la chaqueta pero aún con la camisa, los shorts y los zapatos de tacón puestos, revisando las redes sociales. Abrí mi maleta, buscando mi cargador del móvil, y vi allí nuestro primer consolador y también el arnés, y no sabía si yo mismo lo había guardado antes de marcharnos o si había sido María. Vi también aquellas medias y liguero que yo había traído, sin demasiada fe en que se lo fuera a poner, y no parecía equivocarme en aquel inicial pesimismo.

Puse mi móvil a cargar, saqué las bragas de mi bolsillo y las dejé en mi maleta y comencé a desvestirme hasta quedarme únicamente en calzoncillos.

Cuando acababa de desnudarme María dejó por fin su móvil en la mesilla, se puso en pie y apagó la luz de la pequeña lámpara. Aun así quedábamos bastante iluminados por la luz que yo no había apagado y que salía del cuarto de baño y por la luminosidad de la ciudad, pues no habíamos bajado las persianas.

Yo esperaba que ella hablase, por fin, que se sincerase. Que confesase qué era lo que quería hacer y hasta qué punto me necesitaba.

Pensaba que nada que pudiera decir podría herirme. La respetaba en aquellos momentos de excitación extrema. Respetaba que no me necesitase para nada más que para disfrutar de humillarme. Pues así le gustaba a ella y también me excitaba a mí.

La miré. Su aspecto parecía especialmente angelical, también quizás por no llevar la americana oscura y solo la camisa, que la hacía a toda ella más pura, blanca, delicada e inmaculada. Pero su gesto seguía siendo serio.

—Bueno, entonces qué... —pregunté y mi voz fue solapada por unos golpes en la puerta.

Sobresaltadísimo llevé mi mirada hacia la entrada.

—Le he dicho que eres un amigo. Que venimos de salir y que tú ahora vas a coger el tren.

—¿Queeé? —pregunté infartado.

—Lo que oyes. Pero si quieres, quédate. Si esta vez aguantas.

—¿Pero qué? ¿Quién? —pregunté, al borde del colapso, mientras ella pasaba por delante de mí y se dirigía hacia la puerta.