Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 45 y 46)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 45
Quizás le infravalorase, pero no me daba la sensación de que Marcos hubiera puesto aquel pie allí con una intención clara, sino casi más por un acto reflejo. Además, tardaba en reaccionar, al igual que yo, por lo que confirmaba que le costaba reponerse de aquel súbito susto o, como mínimo, sorpresa.
La que no parecía afectada por la irrupción de aquel chico era María, a la cual yo veía como se agachaba a recoger sus shorts, para posteriormente pasar por detrás de mí y de Marcos. Empujó entonces la puerta, para entrar y Marcos se conectó lo suficiente como para seguirla. En apenas diez segundos ellos se ubicaban dentro del edificio y yo no pasaba del umbral de la puerta. Todo sucedía a gran velocidad. Yo apenas reaccionaba. Cuando María se giró y, mirándome, dijo:
—Quédate ahí y vigila que no venga nadie más.
Conmocionado, me vi custodiando aquella puerta, sin cerrarla del todo, salvaguardando aquel bolso que seguía en el suelo del portal y velando por la intimidad de María y de aquel macarra, al que parecía ofrecérsele una vida extra. Yo, paralizado y resignado, a unos dos o tres metros de ellos, los cuales, habiendo estado tan cerca, me parecían kilómetros.
De golpe la luz de aquel portal se apagó, mostrándome que ni me había dado cuenta de que el chico había pulsado el interruptor al subir, y la duración de aquella luminosidad había llegado a su fin, y en aquella semi oscuridad quedarían ellos si nadie ponía remedio.
Quizás aquella penumbra envalentonó a Marcos, pues éste atacó, buscando la boca de María. Era ciertamente extravagante verle, con la camisa abierta, los pantalones sin subir del todo y aquella polla siempre semi flácida y plastificada asomando desconcertada. Ella, allí plantada, con sus shorts en la mano, con sus tacones y con su camisa y americana que tapaban su coño desnudo y su culo, detuvo el ataque a sus labios, pero llevó su mano libre a aquella polla blanda y preguntó seria:
—¿Puedes o no?
Marcos no cesó en su empeño de buscar su boca y sus caras se pegaron. Yo miré un instante hacia la calle, cumpliendo mi misión, y, tras confirmar nuestra soledad, volví mi mirada a aquellas caras pegadas, a aquellos cuerpos pegados, y a una María que apretaba con fuerza aquella polla, buscando reanimarla.
Marcos se bajó un poco más los pantalones y, cuando estos descendieron hasta sus rodillas, volvió a buscar los labios de María y esta vez sí tuvo éxito. Se besaban allí de pie, a un par de metros de mí, en aquel austero portal. Ella dejaba caer sus shorts al suelo y meneaba aquella polla, consiguiendo milagrosamente que aquel preservativo no solo no abandonase aquella carne, sino que creciera con ella.
Simultáneamente a que aquella polla fuera medrando, sus besos fueron tornando más lascivos. Marcos coló sus manos por detrás, levantando un poco la chaqueta y camisa de María, y apretaba las nalgas desnudas de ella mientras se besaban, y sentía aquella paja, aquel látex adelante y atrás, que de nuevo sonorizaba aquel espacio.
Marcos parecía así más lúcido, al menos no tan bloqueado, como si besándola, como si actuando, no pudiera pensar, y fuera precisamente pensar, ser consciente, lo que le paralizaba.
Escuché ruido a mi espalda, gritos aleatorios de borrachos que yo intentaba averiguar si se acercaban o si se alejaban, cuando volví mi mirada hacia ellos, y Marcos ya optaba por lo evidente, y lo evidente era palpar no el culo… sino el coño desnudo de María. Ella se echaba un poco hacia atrás, queriendo evitar lo inevitable, pues no soltaba su polla por lo que no podía alejarse de él. Marcos consiguió entonces acariciar su coño con más o menos destreza… y ella gimió en su boca y yo creí morir. Aquel macarra pronto intentaba introducir uno de sus dedos en su sexo y ella cerraba sus ojos con fuerza y jadeaba. Ya no se besaban. Sus caras se pegaban. Aquella cabeza ancha y calva extensa se frotaba con las mejillas ardientes y la melena voluminosa y apelmazada de María. Mi vista se perdía en aquellas caras pegadas, en la majestuosidad de la silueta de ella y en la tosquedad del cuerpo de él. Las piernas finas y esbeltas de María y los troncos anchos que fijaban a Marcos al suelo. Una apertura de boca… y un jadeo especialmente estrafalario de ella, me hicieron llevar mi vista hacia abajo otra vez… y no podía tener duda de que aquel áspero dedo de Marcos hostigaba el coño de María. Se masturbaban, el uno al otro, allí de pie, flexionando ambos un poco las piernas.
Cuanto más entre cerraba los ojos y jadeaba María más imponente, sexual y superior a él la sentía. Cuanto más taladraba Marcos aquel coño con su dedo, más grotesco y desagradable se mostraba. Ella cerraba los ojos. Él no. Como si no pudiera creer lo que estaba viviendo y quisiera guardar aquellas imágenes irrepetibles para siempre.
Con una mano la sujetaba por una nalga, y con la otra parecía intentar meter un segundo dedo dentro de aquel coño hambriento que yo apenas podía ver, pues su ropa y la propia mano de él me tapaban, pero podía imaginar bochornosamente hinchado.
No tuve duda del momento en el que aquel segundo dedo acabó entrando… pues María jadeó, afectada, aceleró la paja y su boca gimoteó en aquella oreja grande, en aquella calva brillante y sudada.
Marcos hundía aquellos dos dedos en el coño de María y ella, expuesta por primera vez, ya no tenía fuerzas para negar la evidencia. Aquel segundo dedo y aquella paja fueron el detonante para que acabara entregándose… y se pudo escuchar nítidamente:
—¿Qué… qué me haces… cabrón…?
—¿Yo…? Nada… —enterró Marcos en el oído de María mientras seguía deslizando rítmicamente sus dedos por dentro de su coño.
Y sucedió algo que me impactó y me hizo temblar y tragar saliva involuntariamente, y es que ya no solo se escuchaba el ruido del látex por aquella paja… sino el coño de María como consecuencia de aquellos dedos de aquel macarra. Aquel coño encharcado nos decía a los tres, con aquel sonido cadencioso y húmedo, que no aguantaba más. Y María lo confirmó de palabra, en un jadeo, con aquella melodía de fondo:
—Joder…. Mmm… ¿Me… me vas a follar, eh?
Marcos a eso no respondió, y María no lo vio, pero yo sí pude ver su media sonrisa.
Con la polla ya dura se transformó. Se llenó de ego y de convicción. La sujetó con fuerza por la nuca y la besó con ansia, siempre sin dejar de martirizar aquel coño que ya venía ávido y famélico de muchas horas atrás. Marcos aprovechaba aquella necesidad, aquel clímax atragantado, aquel juego conmigo, aquel juego con Edu, aquel casi con Álvaro… para meter sus rudos dedos dentro del precioso coño de María y meter su abrupta lengua dentro de la boca de mi novia.
Ella se aferraba a aquella polla que era una candidata más noble que su propio dueño, y se dejaba atacar y se dejaba empujar… hasta recular y descender… llegando a apoyarse contra los escalones que subían hasta el rellano del ascensor. Marcos caía sobre ella, tapándola, casi impidiéndome ver, se bajaba más los pantalones... todo iba muy rápido, le apartaba las piernas… colaba su cuerpo entre ellas... ya nadie tenía duda… lo había conseguido… era suya… Se la iba a follar.
Miré otra vez hacia la calle. Había olvidado completamente que existía. No parecía haber nadie cerca. No se escuchaba nada. Como si el mundo se hubiera detenido para que Marcos pudiera triunfar. Para que tuviera su momento, sus minutos de gloria, sin que nada ni nadie pudiera interrumpirle. Y volví a llevar mis ojos a ellos y vi que, tras el enésimo y desesperado beso, Marcos reptó un poco hacia abajo, besando su escote y María me miró. Me clavó la mirada y pude ver el ansia más pura. No me juzgaba por haberla empujado a aquello. Ni mucho menos me culpaba. Yo, con la polla durísima, aparté un poco la puerta y me abrí los pantalones con temblorosa celeridad, y, sin dejar de mirarla, liberaba mi miembro. Mi novia veía como me liberaba mientras aquel macarra, errático, le apretaba los pechos sobre la camisa, llegando a besarla allí, sobre la ropa, de una manera torpe y desagradable.
Mi miembro empapado salió a la luz, con el glande enrojecido, dejando atrás unos calzoncillos empapados. Tras mirar aquella diminuta polla llevé mi mirada a la que se postulaba para María; veía como lucía, dura, aquella polla de Marcos, y, mientras veía aquellos huevos colgando, deseando descargar todo aquel deseo en ella, llevé mis manos a mi bolsillo, cogí sus bragas, que no habían perdido nada de humedad, y me las llevé a la cara... Inhalé su divino olor a coño al tiempo que Marcos abría aquella delicada camisa de María, bajaba de un tirón su sujetador y emitía un “hostia… puta...” al ver aquellas tremendas tetas iluminar todo aquel portal.
—Métemela… ya… cerdo… —gimoteó María, tapando un poco sus pechos con su camisa, y ella misma alargó su mano para dirigir aquella polla por fin hacia su sexo.
Yo me pajeaba, con aquellas bragas sedosas en mi cara. Sintiendo la tela y su coño. Y ella le pajeaba a él, poniéndola aún más dura, mientras él volvía a llevar su boca hacia la boca de ella, y sus manos apartaban aquella camisa blanca para apretar con desagradable crudeza aquellos voluptuosos pero delicadísimos pechos.
Se la iba a follar. Aquella polla estaba a centímetros de que todos ganásemos. María resoplaba excitada y sollozaba levemente en la boca de Marcos, quejándose por aquel brusco manoseo sobre sus firmes tetas que se erigían imponentes, naciendo de su suave torso como dos montañas perfectamente simétricas. Marcos no fue más sutil con ella por la queja, y la réplica de ella fue dejar de quejarse, acelerar la paja y separar las piernas. Sí, separó más las piernas para que se la pudiera follar. Me moví un poco. Quería ver aquel coño… quería ver aquella polla de aquel macarra abriéndose camino por dentro del sexo de mi novia. Marcos cubriéndola, mancillándola, a punto de conseguir lo inimaginable para un hombre como él.
Aquella mancha roja, hortera, grotesca, se encorvaba para besar, morder y sobre todo babear aquellas preciosas tetas de María. Humedecía sus pezones con saliva que brotaba repugnante de su boca, mojando todo a su paso, ya fueran las areolas, la camisa o el sujetador; María hacía por cubrirse las tetas, de manera extraña, simultáneamente a pajear aquella polla y disponerse a metérsela, siendo puritana por arriba y guarra por abajo, desembocando en una hipocresía incomprensible. Yo veía el culo blanco de Marcos que iba a hundirse lentamente, aterrizando sobre María, penetrándola. A Marcos le faltaban manos y bocas para lamer de una a otra teta, para acariciar sus pechos, para besar su cuello y su boca, y a María le faltaban manos para intentar que su torso no fuera mancillado, a la vez que seguía pajeando implacable aquella polla más que consistente.
María se traicionaba a sí misma, pero nos lo daba todo a Marcos, a Edu y a mí, y se traicionaba sobre todo por aquella imagen ordinaria, con sus piernas flexionadas y separadísimas hasta lo obsceno, con aquellos delicados zapatos de tacón temblorosos en el aire, con su ropa cara, de puta de lujo, babeada y arrugada por aquel macarra casi ridículo, por ser finalmente follada por el más repugnante de todos los candidatos, en aquellas sucias escaleras; follada como una guarra, una madrugada cualquiera, totalmente desesperada por ser colmada, obedeciendo no a su ego, sino a su coño.
Escurría su cadera, sobre uno de aquellos escalones, para coincidir con el miembro de aquel macarra, para ser invadida… y, justo tras aquel sutil y necesario movimiento, María sacudió aquella polla con aún más vehemencia y velocidad y un “para, para, para” rapidísimo, salió de la boca de Marcos. Pero María no se detuvo y yo creía que me corría. Él separó un poco su cuerpo, pero ella no le soltaba y un “¡Uffff… Joder...!” salió de nuevo de la boca de Marcos, y cerró los ojos, y María seguía pajeando aquella polla enfundada en aquel transparente preservativo, a milímetros de su coño ardiente y desesperado, y Marcos jadeó, gimió y bramó un “¡Ohhh! ¡Jodeeer!” y María miró hacia abajo, y pudo ver como aquel condón se iba llenando, como lo veía yo, y Marcos encharcaba aquel condón, llenando aquel depósito y ella, sorprendida, pero sin detenerse, seguía pajeando aquella polla que hacía que Marcos convulsionase sobre ella y siguiera jadeando y gruñendo… hasta que por fin le soltó y él cayó desplomado sobre su cuerpo. Ella apartó completamente la mano y me miró, seria, y vio a su novio pajeando su irrisoria polla, con sus bragas en la cara, mientras aquel engendro se acababa de correr dentro de aquel condón y yacía abatido sobre su cuerpo.
El semblante de María mutaba a toda velocidad, del más puro deseo, a la seriedad e incluso solemnidad… hasta llegar al último punto, al del desprecio máximo. Un desprecio que, de repente, compartíamos Marcos y yo.
Le hizo a un lado al tiempo que él se dejaba apartar y murmuró contrariado y atropellando las palabras:
—Joder. No tengo más. ¿Vosotros tenéis? Vamos al hotel.
María se ponía de pie y buscaba sus shorts mientras Marcos maldecía haber acabado así y yo guardaba sus bragas en mi bolsillo y me subía los pantalones.
Ella no le respondía y se ponía los shorts, pero él se negaba a que todo terminase de aquella manera. Se puso en pie y se llevó la mano a la polla. Se quitó el condón y, tanto él como yo, pudimos ver aquel orgasmo malgastado en forma de gran cantidad de esperma que colmaba aquel depósito.
Hizo ademán de tirarlo al suelo y entonces María sí habló, con un tono increíblemente déspota:
—¿No serás tan cerdo de tirar eso aquí?
—¿Y dónde quieres que lo tire si no?
—Pues en la basura o en tu puta casa.
—Bueno… Te agradecería que no me hablases así —se revolvió él.
—No te hablo de ninguna manera. Solo te digo que no seas cerdo —dijo ella mientras ya se cerraba completamente los shorts, puestos sin bragas, bragas que tenía yo.
—Igual la cerda eres tú, ¿no? —volvió a contraatacar y yo, sorprendidísimo por el giro radical y tan rápido de la situación, temí tener que interceder.
María se colocaba bien el sujetador, cubriendo con destreza sus pechos y se cerraba la camisa, con presteza. Sin prisa por responder, pero segura. Y, una vez se recompuso completamente la ropa, casi como si no hubiera estado a punto de que se la follaran en aquel portal, dijo:
—Mira… que te den por culo, ¿sabes?
—¡Que te den por culo a ti! ¡Pija de mierda! —exclamó él y yo me sobresalté todo lo que no se sobresaltaba María.
—¿Qué has dicho? —dijo ella, girándose.
—Digo que que te den por el culo. Estoy a nada de tirarte esto a tu cara bonita —dijo refiriéndose al condón que tenía en la mano.
María se giró, dándole la espalda, le hizo un desaire y pasó por mi lado. Tan pronto me sobrepasó yo dejé libre la puerta, para que se cerrara, pues me quería alejar de Marcos cuanto antes. No es que tuviera miedo, pero no tenía interés alguno en que la cosa fuera a más. Seguía sin dar crédito a qué había pasado; en dos minutos se había pasado de estar a punto de follar a casi enfrascarse en una pelea.
María, tras recoger su bolso, abandonaba aquel portal. Y yo fui tras ella, a paso rápido, hasta alcanzarla. Ella andaba con más parsimonia. Diez, quince segundos caminando por aquel adoquinado en aquella noche en la que había dejado de llover, cuando escuché pasos a mi espalda. Sobresaltado, me detuve, y me di la vuelta. María siguió caminando y Marcos venía hacia mí, enrabietado, y con una sonrisa cínica que no solo era inquietante sino que me pareció indudablemente peligrosa.
CAPÍTULO 46
Tan pronto llegó a mí pasó uno de sus brazos por mi cuello, rodeando mis hombros, invasivo, haciendo que nos giráramos y que siguiéramos caminando, y me dijo:
—Venga, vámonos a vuestro hotel.
—No sé… Parece claro que no quiere —respondí, tenso, caminando más lento que ella, para que pudiera alejarse.
—No me jodas, ¡joder! —exclamó casi gritando, más para sí que para mí.
Yo alzaba la mirada y veía a María caminando más despacio de lo que yo querría, y sacando su móvil del bolso. Desfilaba, digna, como si no hubiera pasado nada.
—Vamos, seguro que la puedes convencer... —insistió aquel sudado y desagradable macarra, colgado de mi cuello, bajando el tono. Me lo quería sacar de encima cuanto antes, pero no quería líos y sabía que tenía que ser sutil.
—Yo creo que ya está, Marcos.
—¡Ya está y una polla, eh! —dijo, agresivo y bipolar, como en el pub, haciendo que nos detuviéramos —tu novia es una guarra… que me ha puteado. ¡Me habéis puteado los dos! —su tono era violentísimo, temí seriamente que intentara golpearme— Le dije cuatro veces que parara. Nunca quiso follar —insistió.
En aquel momento entendí el motivo de aquel enfado e incluso odio hacia María, y es que aquella rabia no era tanto porque ella se marchase sino por sentirse utilizado.
Yo le negaba cualquier confabulación en un tono conciliador, pero siendo consciente de que en cualquier momento él, peligrosamente alterado y muy borracho, podría intentar cualquier cosa; mientras, veía como María seguía caminando con templanza y se llevaba el móvil a la oreja, y yo no entendía con quién podría hablar a aquellas horas.
—Es que no entiendo nada, tío —quiso compadrear entonces, entre machos— ¿Hice algo mal? ¿Tenías que haber participado tú? —Marcos era cada vez más consciente de la oportunidad perdida, y empezaba a ver que su orgasmo prematuro ante una María ya de por sí dubitativa constituía el motivo esencial de aquella súbita huida.
Le dije que la cosa se había dado así y que se había acabado y que no había más que hablar y comencé a caminar más rápido, deseando que no me siguiera. Casi entrecerraba los ojos al andar, esperando o sospechando unos pasos hacia mí, o incluso un ataque físico que podría desembocar en dios sabe qué… Alcé la mirada y María llevaba su teléfono al bolso, se giraba, me miraba y yo sentía que ella iba a ser testigo de una acometida de Marcos… cuando escuché un móvil sonar, el de él, otra vez; lo escuché bastante cerca de mí y cuando le oí contestar en tono neutro e incluso apagado, suspiré con tremendo alivio.
Abandonaba un conflicto y alcanzaba una mesura, y es que María me esperaba, de brazos cruzados, imperturbable.
Justo cuando estaba a punto de alcanzarla se llevó una de sus manos atrás, bajo su ropa, como para ajustarse un poco el sujetador, por la zona del broche trasero. Nada más que rebelase lo que había estado a punto de suceder. Del resto de su semblante nada que pudiera desprender que cinco minutos atrás había estado abierta de piernas, casi rogándole a aquel perdedor que le metiera su polla en un sucio portal. Yo me sentía impresionado por su frialdad y también por su cinismo.
Tan pronto me puse a su altura María inició la marcha y yo miré hacia atrás y ya no vi a Marcos; se había esfumado, quizás metiéndose por cualquier calle estrecha, diciéndole a su mujer que volvería a casa en seguida y que había sido una noche más, sin especiales anécdotas. Fuera así o no, yo aún no las tenía todas conmigo, me daba la impresión de que podría aparecer en cualquier momento, y todavía seguía con aquella tensión en el cuerpo por haber temido que pudiéramos llegar a las manos.
Tenía todas las preguntas del mundo para hacerle a María a la vez que no tenía ninguna. Torcimos por varias calles, sin hablarnos, y yo seguía mirando hacia atrás de vez en cuando.
Sabía que el plan era llegar a una avenida, buscar allí un taxi e ir a nuestro hotel. Aparte del temor a Marcos seguía impactado por el morbo de lo vivido y sabía que, tan pronto se me fuera desvaneciendo esa emoción, sentiría frustración por acabar la noche los dos solos.
Acabamos desembocando en una calle ancha, en donde vimos diversos grupos de gente esperando. Yo seguía mirando a mi alrededor y ella solo miraba para su móvil cada cierto tiempo. Nos apoyamos contra un coche aparcado, entrando a formar parte de aquella cola en la que había un cierto orden dentro del caos de la noche.
Miré a una María impertérrita, cruzada de brazos, con sus piernas desnudas y largas, sus tacones, su camisa y americana impecables, y su semblante digno, y no me lo podía creer.
Mi mente comenzó a bombardearme con preguntas, que eran preguntas para ella, por lo que pronto decidí ahorrarme el absurdo de hacerlas para mí y no para María. Me coloqué frente a ella y me sorprendió su cara, pues no es que luciera radiante, pero ni rastro de horas de desvele, alcohol y tensión. Yo me sentía demacrado por aquel desgaste y ella aparentaba atractivo y esplendor como si fueran las ocho de la tarde.
—¿Y ahora qué? —pregunté, cerca de ella.
María giró la cara, para no mirarme, y respondió:
—Ahora, nada.
Aquel movimiento de su cara, apartando su vista hacia algún punto a mi espalda, como si cualquier cosa fuera más interesante que yo, me hizo daño a la vez que me atrajo. De golpe sentí una necesidad absoluta de besarla, por el beso y por su rechazo. Quizás incluso más por lo segundo. Así que efectivamente me acerqué más, me pegué a ella, y mis labios buscaron su mejilla para llegar a su boca después. Sentí su cara increíblemente suave y fresca, como si pudiera casi mojar mis labios con su piel. Antes de que pudiera buscar su boca se pudo escuchar un “para”, rotundo y sequísimo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Ya lo sabes.
—Que te doy asco cuando estás muy cachonda y estás cachondísima.
María giró la cara. Nos miramos. Su mirada era lúcida, vívida. Miré más abajo y le aparté un poco la americana, para ver aquellos pechos que habían sido babeados por Marcos minutos antes. María me permitió aquel escaneo que atravesaba la camisa y el sujetador y mi imaginación me llevaba a recordar como aquel macarra había estrujado aquellas dos maravillas hasta hacerle daño.
—Cuando te vio las tetas casi se muere.
María no dijo nada, pero tampoco me apartó las manos para cerrarse la americana.
—¿Se corrió por comerte las tetas o por la paja que le hacías? ¿Eh? ¿Por qué no paraste? Él cree que lo hiciste a propósito.
—Me importa bien poco lo que crea.
Tras escuchar eso intenté besarla, mi pecho se pegó al suyo, pero giró la cara y besé de nuevo su mejilla. Ella me apartó levemente y yo llevé una de mis manos a su pecho.
—Para —dijo, sin especial desprecio, pero tajante, apartándome la mano.
Frente a frente, veíamos como llegaba un taxi y se llevaba a un grupo de chicas.
—¿Y ahora qué? —proseguí— ¿Quién voy a ser en el hotel con nuestra polla de goma? ¿Edu? ¿Álvaro? ¿Marcos?
María se cerró un poco la chaqueta, impidiéndome ver aquella silueta tremenda y aquellos pezones que no habían dejado de atravesarlo todo desde hacía tiempo.
—Qué fuerte si te llega a tirar el condón… —dije, cambiando de tema.
—Le faltan huevos para hacer eso.
—Puede ser… no sé… lo que sí… casi te folla… —quise provocarla— Creí que te follaba. Me hubiera muerto del morbo.
—De eso no tengo dudas.
—¿No?
—No. Ya sé que con él y con quién sea. Lo sabemos desde hace meses.
—Pues sí… verte allí… toda abierta…
—Sí, sí —me interrumpió, incómoda, sin querer oír mi narración— ya vi que lo estabas disfrutando. Parecías un demente.
—Me da igual que me insultes, María.
—No te insulto —dijo casi antes de que pudiera acabar la frase— parecías un puto enfermo. No es un insulto, es una descripción.
—Yo también puedo describir —repliqué— si quieres describo tu coño que estaba que se te salía del cuerpo.
—No digas cerdadas.
En ese momento apareció otro taxi que se llevaba a una pareja. No faltaba mucho para que uno nos recogiera y terminara aquella locura.
Tras un breve silencio quise retomar nuestra vivencia con Marcos, como si su hipotética confesión tuviera fecha de caducidad una vez el alcohol en nuestras venas y mi descaro fueran desvaneciéndose.
—¿Por qué le seguiste pajeando?
—¿Qué? ¿Otra vez?
—Pues sí, no me has respondido. Estaba a punto de metértela…
—No la tenía dura del todo.
—Sí que la tenía.
—¿Ah sí? ¿Se la tocaste? Igual querías tocársela.
María entraba pero no entraba a aquel interrogatorio acusador. Cada vez que me cerraba una puerta yo intentaba abrir otra.
—Me pone que estés ahora sin bragas.
—Me parece muy bien.
—Estaban empapadas, ¿sabías? —ataqué.
María se quedó callada. Desvió su mirada.
—¿Qué? ¿No respondes?
—¿Puedes darme un poco de espacio, por favor? —protestó, volviendo a mirarme.
—¿Tienes calor ahora? No pasa nada porque tuvieras las bragas empapadas.
—Bueno, ya está… ¿no? Ya sé que me quieres provocar.
—No te provoco.
—Sí, me quieres provocar, no sé por qué. Lo único que sé de mis bragas es que las olías como un cerdo. Que parecías un demente con ellas en la cara. Tendrías que haberte visto, parecías un psicópata —replicó entonces sí con vehemencia y desprecio.
Otra vez la puerta cerrada. Otra vez intentaba abrir otra:
—¿Y con quién hablaste por teléfono después? ¿Con Edu? ¿Le dabas el parte del casi polvo?
—¿Cuantas preguntas llevas? ¿Cuarenta?
—Las que sean. Tú puedes preguntar lo que quieras, yo no tengo problema.
Tras aquella frase ella no dijo nada. Se hizo un silencio. Callejón sin salida. Me aparté, me puse a su lado, cogí mi móvil. Ella permanecía de brazos cruzados.
Acabé por alzar la mirada. Ya parecía prácticamente imposible que Marcos hiciera acto de presencia. Y comprendí que seguía con aquella posibilidad en la cabeza no porque me aliviara su ausencia sino porque seguramente me frustraba.
María miraba la hora en su reloj cada poco tiempo y yo comencé a notar la necesidad improrrogable de orinar. Me alejé de ella, sin decir nada, y busqué alguna bocacalle más despejada en la que pudiera haber unos contenedores o algo que pudiera resguardarme. Tras tres o cuatro minutos en los que no encontré ningún punto que me convenciera, vi como otro taxi llegaba y otro grupo se marchaba. En aquella cola los primeros eran ahora tres chicos, de unos veinte años como mucho, y los siguientes María y yo. En seguida me di cuenta de que no se podía dejar sola a una mujer como ella, a aquellas horas, demasiado tentador, y es que uno de los chicos de aquel trío se había aventurado a probar.
Otra vez, como un extraño depredador, pues yo no cazaba pero quería que la caza se diera, me ocultaba al otro lado de la carretera, sutil, viendo como un chico hacía su último intento de la noche. Para mi desgracia, aquel chaval de poco más de dieciocho años y sesenta quilos, con aquellos pantalones verdes apretadísimos y piernas escuálidas, con aquella camiseta salmón y aquellos brazos finos, no entraba ni de cerca en la categoría de posible. María le decía que no con la cabeza mientras él señalaba a sus amigos, como proponiendo compartir taxi. Lo que más me atraía de aquellos momentos eran la fe, el contraste y la mirada. La mirada que no existía de María hacia a mí. El contraste de aquella mujer, imponente, elegante, en contraposición con aquel crío desgarbado y del montón. Y la fe de aquel niñato… que parecía imposible de comprender.
El chico se acabó poniendo en frente a ella, como había estado yo instantes antes. Y llegó a apoyar una mano en el coche donde María apoyaba su trasero y parte de su espalda. El acoso ya estaba allí. La fe era casi irrisoria, pero también era cierto que cómo renunciar a ese último esfuerzo cuando se te presenta sobre la bocina semejante regalo en soledad.
María podía cortar aquello diciéndole que el chico con el que la acababan de ver era yo, su prometido, pero deducía que si el crío no había desistido, era porque ella no había dicho nada al respecto. Me preguntaba por qué y me preguntaba si era posible. Si era posible que le soltara lo que yo no había sido capaz de soltarle al chico de la camisa de rayas del último pub… si era posible que una María, excitadísima, y cuya única alternativa después de todo era meterse una polla de goma, podría decirle a aquel crío: “No hace falta a estas horas que hagas el paripé de intentar seducirme, si quieres follarme ven conmigo y con mi novio a nuestro hotel, él mira y tú me follas bien follada”.