Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 43 y 44)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 43

Sentí una terrible frustración por lo que yo consideraba una injusta y terrible mala suerte. A lo que tenía que sumar la ansiedad por querer ver y no poder, y pánico porque Rafa se voltease y viera a María con Marcos.

Y es que no tenía duda de que si llevaba mi mirada hacia la barra, Rafa podría seguir la proyección de mi mirada, descubriendo así algo que sería inexplicable y bochornoso. Aún sin yo mirar, las probabilidades de que él ojease su entorno y yo quedara humillado eran altísimas, por lo que hacía por girarle, y él entonces acabó por intentar presentarme a sus amigas, y digo intentar porque no le hicieron caso, aún más borrachas que él, y sin ningún interés en mí.

Una de ellas sí que oteaba su alrededor hasta que miró en dirección a donde supuestamente debían de seguir María y Marcos, y su mirada se detuvo. Y mi tentación por descubrir lo que ella estaba viendo se hizo insoportable, cuando Rafa me habló, y me tuve que conformar entonces con intentar entender la mirada de aquella chica; intentando adivinar si estaba sintiendo morbo, sorpresa o repugnancia, pues la envidia parecía descartable.

Apenas entendía lo que Rafa me decía. Me lo tenía que repetir todo dos o tres veces. Hasta que la pregunta obvia apareció, preguntándome por María. Eso sí que lo entendí a la primera, pero se lo hice repetir.

—Está en el baño, creo —acabé por decir, sabiendo que aquel “creo” no solo sonaba extraño sino que toda la frase en sí no me hacía ganar casi nada de tiempo.

—Tienes suerte de estar con ella —dijo, sorprendiéndome, como en una frase que sonaba extraña, como antigua, y, al tiempo que yo soltaba un escueto “ya” y mis nervios porque se girase se disparaban, prosiguió:

—En el otro bar la miraba todos. No se puede ser celoso con una chica así.

—¿Qué? —pregunté a propósito para que se acercara más a mí y no se girara.

—¡Que no se puede ser celoso con una chica así! —casi gritó.

—Ya… ya… —respondí y él se dispuso a hablarle a una de sus amigas sin casi esperar a mi respuesta. Todo en un clima extraño y errante que no hacía sino confirmar su embriaguez.

Aquella oportunidad era casi irrepetible, así que, mientras Rafa hablaba al oído de su amiga, decidí llevar mis ojos a la barra…

Marcos, de espaldas a mí, María acorralada, contra la barra, en posición similar a instantes antes, pero lo que no era igual era lo que hacían, porque el beso que yo ahora veía no era como el anterior, era mucho más intenso, más agresivo. María abrazaba aquella cabeza, aquella calva, con sus dos manos, y sus lenguas chocaban y revoloteaban con mucha más hambre. Las manos de él en la cara de ella, fijándola, sujetándola… y entonces sus bocas se apartaron y él labio inferior de ella se estiró y ella le miró encendida… y aquel ardor de su mirada me dolió.

Tuve que apartar la mirada, y, al hacerlo, mantuve en mi memoria aquella imagen y, mientras Rafa volvía a hablarme, yo miraba hacia el suelo, pero solo veía aquel beso, aquellas lenguas, aquella mirada y aquellos cuerpos pegados… Y, curiosamente, en mi retina se posaba un movimiento mínimo, de roce, pélvico, que ya ni sabía si lo estaba imaginando o si efectivamente aquel cabrón aprovechaba aquellos besos lascivos para acabar de convencerla, clavando y frotando su entrepierna contra el sexo desesperado de ella.

Rafa decía cosas inconexas mientras yo me preguntaba si aquel macarra besaría especialmente bien, y si quizás ni eso hiciera yo con competencia. Y me preguntaba si podría ella ni llegar hasta el final, pero estar descubriendo algo que la satisficiera y que no supiera hasta aquel momento que necesitaba.

Tras unos minutos en los que yo me martirizaba, seguía con aquella imagen de ellos besándose y Rafa me seguía hablando, él acabó por proponer una última copa antes de que aquel pub cerrase. Mi negativa no la entendió, o no la quiso entender, por lo que antes de que me pudiera dar cuenta él se giraba… hacia donde tendría que estar María con Marcos.

En el momento en el que alzó la mirada yo exhalé, en un resoplido casi cómico, entregado a mi vergüenza, visualizando lo surrealista de la situación: yo, sujetándole la chaqueta a mi novia, mientras ella se besaba con aquel obsceno hortera, a los ojos de un Rafa estupefacto.

No había excusa posible ni cara de enfado o sorpresa que forzar. Solo la resignación del humillado.

No miré hacia la barra, sino a la cara de Rafa, no sé muy bien por qué, pero no vi en su semblante nada extraño. Simplemente caminaba, borracho, hacia aquel lugar donde debería estar mi morbo y mi tragedia.

Alcé inmediatamente la mirada y vi una barra casi vacía en la que no había mancha blanca ni granate, ni bella ni bestia, ni elegante puta de lujo ni cliente dejándose el sueldo del mes. Curiosamente llegué hasta a sentir más intriga por aquella desaparición que alivio por haberme salvado del bochorno.

Miraba a mi alrededor, para ver si los encontraba, mientras le negaba hasta tres veces a Rafa ser invitado a una copa. Ni los encontré ni pude evitar ser convidado a un chupito. Sus dos amigas venían con nosotros, pero a la vez se apartaban voluntariamente, queriendo dejar constancia a los ojos de los pocos que allí aún quedaban de su disponibilidad.

Se me hacía raro estar prácticamente en el punto exacto en el que María se había dejado besar así. Algo no me encajaba a la vez que me encajaba todo. Ni siquiera podría culparla si quisiera desahogarse, porque aquella era la palabra, sin estar yo presente.

Rafa volvió a preguntarme por María, sorprendido por la ausencia de preocupación, y yo saqué mi móvil para forzar una farsa que acabó por no ser tal, pues ella justo me acababa de escribir. En mi pantalla había un “¿dónde estás?” desconcertante, pues parecía difícil de creer que no me hubiera visto con Rafa durante todo aquel tiempo o, al menos, al marcharse, pues estaba convencido de que había salido.

Le escribí preguntándole donde estaba ella mientras le decía a Rafa que había salido a tomar el aire. Dejé pasar un minuto, tras el cual no obtuve respuesta, e inmediatamente después me despedí de mi improvisado amigo, el cual no entendía por qué no había salido antes en su busca, y lo cierto era que tampoco lo entendía yo.

Salí al mundo real y las luces de las farolas me dieron una bienvenida desagradable. Y aún más desagradable fue sentir una cortina leve de humedad casi cálida, una llovizna que no enfriaba pero que sí calaba.

Miré a izquierda y derecha: grupos de amigos, borrachos, borrachas, parejas… pero ni rastro de ellos dos.

Miraba mi teléfono compulsivamente, sin rastro de su última conexión, ni de haber leído el mensaje.

Doblé una esquina. Y otra. Y otra. La llamé. Un tono, y dos, y tres… y no me respondió.

Cada calle que descubría estaba más vacía y mis posibilidades se agotaban.

Comenzaba a sentirme sentenciado, pero algo seguía sin encajar, una pieza del puzle que aún tardaría en descubrir cuál era.

La volví a llamar. Y cada tono que rebotaba en mi oído era un desplante, un desprecio, un “esta vez no quiero que estés delante”. Quizás fuera por lo obsceno de dejarse follar por Marcos… por vergüenza, o quizás por un hastío hacia aquella parte del juego… pero yo empezaba a dar por hecho que había escapado de mí. Y si había escapado qué derecho tenía yo para perseguirla. Quizás aquel “donde estás” suyo solo había pretendido ubicarme para alejarse, o era una frase que iba a preceder a otra en la que se me dijera que esta vez no me quería presente, no me quería delante, con mis caras de ido y seguramente mis temblores enfermizos.

En aquellas ensoñaciones masoquistas me encontraba cuando pasé por al lado de un portal. Una metida de menos de dos metros, pero suficiente para que una pareja pudiera resguardarse de la llovizna y conseguir intimidad a aquellas horas de la madrugada. Allí estaba la mancha granate y la blanca, la cual siempre parecía ser la defensa sobrepasada, nunca el contraataque, ni mucho menos el ataque. La defensa sobrepasada seguía solo aceptando besos, aparentemente.

Sentí alivio y a la vez una tremenda inquietud, pues tenía el pálpito de que no iba a ser bien recibido, pero no sabía si me enfrentaría a algo más cercano a una indiferencia o a un vilipendio.

A pesar de mis dudas no me acerqué sigiloso, ni con cuidado… hasta que me resguardé, cerca de ellos. Vi su bolso en el suelo. La elegancia de ella y la rudeza de él. Me sintieron en seguida, se separaron por acto reflejo y las manos de ella abandonaron su nuca y las de él su cintura.

Pero su pausa no duró apenas nada. Lo justo para darse cuenta de que era yo. Y Marcos volvió a besarla. Y María volvió a dejarse besar. Y Marcos coló una de sus manos bajo la camisa de ella, por delante, levantándola un poco, dejándome ver no solo la humedad de la seda blanca, sino unos shorts azul marinos con el botón desabrochado… y con una cremallera que ya había sido bajada.

CAPÍTULO 44

Aquellos shorts abiertos eran una invitación a que yo intentara elucubrar hasta donde habían llegado, pero la imagen de verlos besándose a un metro de mí me había bloqueado. Veía aquel beso y aquellos magreos sobre la ropa a un metro y me asfixiaba de una manera que multiplicaba por cien lo sentido en el pub. Podía escucharles, sentirles… y mi miembro palpitaba con fuerza bajo mis pantalones.

Me jodía, me mataba del morbo, me sorprendía, a la vez que entendía la entrega de María, la cual sabía, como yo, que era aquello o nada. Nada en semanas, o en meses, o nunca más. Era una necesidad física y como tal respondía su cuerpo, que vibraba agitado bajo la rectitud y chulería que ella quería exteriorizar allí, contra aquel portal.

María acabó por apartar la cara y mirarme, mientras Marcos llevaba el festín a su cuello que ya lucía enrojecido. De los labios de ella salió entonces un “¿Estás vigilando?”

Aquel susurro parecía contener un doble sentido. Podría ser una orden para que les protegiera o un interrogante acusador por mi súbito papel de mirón. Me daba la sensación, además, de que su enigmática frase no había sido casual, de que mantenía aquella lucidez que la hacía distante, a pesar del ataque permanente de aquel macarra, que parecía dispuesto a degustar y exprimir cada rincón de aquel cuerpo con el que solo había podido soñar.

Me mantenía la mirada, con los ojos abiertos, ocultos parcialmente por su melena apelmazada sobre parte de su cara, con un semblante arrogante, como si quisiera tapar la vergüenza de dejarse mancillar por aquel hombre con una chulería cínica.

—Joder... qué buena estás... —fue suspirado por Marcos entonces, entre beso y beso, en aquella clavícula expuesta —¿Por qué no quieres ir al hotel? —preguntó sobre aquel cuello y yo empecé a comprender cada vez mejor qué era aquello que no encajaba.

Marcos llevó entonces una de sus manos a un pecho de María, sobre la camisa, y esa mano fue apartada, y a mí me costaba entender por qué aquellos shorts habían sido ya profanados, con lo que aquello podría suponer, y sin embargo no le daba nada de sus tetas, ni siquiera sobre la ropa.

De repente escuchamos unos pasos acercándose y aquello me hizo alertarme y a la vez le sirvió de excusa a Marcos para pegarse más a María. Un grupo de tres chicos pasó por delante de aquel portal sin detenerse y sin fijarse, mientras Marcos besaba a María con ansia y yo les podía escuchar hasta respirar.

En ninguna de las infidelidades consentidas de María había sentido la cercanía y la potencia de los besos como en aquel momento. Besos que ella no cortaba y que cada movimiento de cuello y de cabeza contenían una implicación morbosa y dolorosa. Su melena aquí y allá, las manos apretándose en la cintura o en la cara… sus piernas ligeramente abiertas, permitiendo el ataque pélvico de Marcos sobre la ropa… me dejaban sin aire y con mi polla queriendo escapar.

Era inevitable que una mano de él acabara buscando partes más prohibidas, y más con aquellas puertas semi abiertas entre sus piernas. Una de sus manos bajó por el vientre de ella hasta llegar a sus bragas, y, una vez allí, quiso colar sus dedos entre sus bragas y su piel, quiso palpar su coño sin ropa por medio… pero su mano fue apartada… sin dejar de besarse. Marcos no desistió del todo y dejó su mano allí y dos de sus dedos se posaron sobre el coño de María, sobre sus bragas, buscando frotar su sexo sobre la seda grisácea y así convencerla, poco a poco, de que le acabara dando su coño de verdad.

María quería mandar, pero a la vez su cuerpo la traicionaba, llegando al extremo de levantar una de sus piernas para sentir mejor aquellos dos dedos que sin duda le daban placer; pero cuando se dio cuenta de que aquello exteriorizaba entrega, volvió a bajar la pierna. Yo, con su americana colgando de uno de mis brazos y con mi otra mano muerta, contemplaba boquiabierto aquellos besos agresivos y como aquel macarra le hacía un dedo sobre las bragas.

Me preguntaba hasta donde llegaría María, cuando, entre beso y beso, se pudo escuchar nítidamente a un Marcos jadeante, desesperado:

—¿No me vas a tocar tú nada o qué?

María no respondió y Marcos acabó por apartarse un poco. Y después un poco más, hasta casi medio metro, y dijo:

—No sé muy bien de qué vais.

Aquella frase rebotó en el silencio de aquella madrugada mientras mis ojos se iban a una María con la melena alborotada, con las piernas algo separadas, con los tacones posados con fuerza sobre el suelo, con sus shorts abiertos y algo bajados… con parte de sus bragas expuestas y con unas tetas y unos pezones que maltrataban la húmeda camisa blanca… dejando constancia de una potencia sexual que era imposible de cubrir.

Marcos comenzó a desabrocharse la camisa y María le miraba, seria. Chula, pero encendida. Y a mí se me volvían a ir los ojos a aquella silueta de sus pechos y aquellos pezones que atravesaban su sujetador y su camisa, mostrando una feminidad y una lujuria que dejaban sin aire.

—¿Qué haces? —dijo María, al tiempo que un Marcos con la camisa mínimamente abierta se llevaba las manos a sus pantalones y se los desabrochaba. Antes de que pudiera darme cuenta aquel hombre se mostraba, desesperado, pero con aparente seguridad; mostraba una polla dura y que apuntaba hacia adelante, sin rastro de piel que cubriera la punta, ni de pelo que adornase su base. Una polla de dimensiones normales, pero ello suponía igualmente que estuviera en otro mundo comparado con la mía.

—¿Qué coño haces? —exclamó María de nuevo.

—Me tienes muy cachondo… —respondió él, llevando una de sus manos a su miembro y mirando ligeramente a su alrededor antes de volver a mirar a María. La miraba mientras se pajeaba y yo no podía ni reaccionar ni pensar… solo ser testigo de aquella locura.

Que yo sintiera un morbo asfixiante por lo que estaba viviendo no me impedía ser consciente de lo estrambótico de la situación, y aquella excentricidad aumentó cuando, de los pantalones bajados hasta los muslos de Marcos, comenzó a emanar una melodía. María fue la más rápida e incisiva en aquel momento:

—Parece que te llaman… Será tu mujer, Irene.

—Pues seguramente —respondió Marcos, frívolo, deteniendo su paja e intentando hacerse con su teléfono— Cada pareja tenemos nuestras cosas, ¿no? —dijo mirando la pantalla— ¿Con cuántos habéis hecho esto ya? ¿Por qué no nos vamos a vuestro hotel? —preguntó mientras se subía un poco los pantalones y volvía a meter su móvil en el bolsillo. Cuando, inmediatamente después, su teléfono volvió a sonar y exclamando un “joder” y subiéndose más los pantalones, se alejaba un poco para responder aquella llamada.

Las cosas pasaban con más rapidez de la que yo podía asumir y la tentación por acercarme a María se hizo insoportable. Me sentía un enfermo pero ansiaba sentirla, olerla… y también su desplante.

—Dame la chaqueta —dijo ella mientras efectivamente Marcos, a pocos metros de aquel portal, parecía hablar con su mujer.

Le di la chaqueta a María y aproveché para acercarme a ella. Frente a frente. Ella se ponía la chaqueta a medio metro de mí, mirándome, seguramente sospechando de mis intenciones. Acabó de ponérsela, sin cerrársela, llevó su melena hacia atrás y yo me pegué más a ella… hasta casi juntar mi pecho contra su pecho… La besé en la mejilla y quise buscar sus labios, cuando escuché un “No lo hagas” que me heló la sangre. Mis labios no fueron a su boca sino a su oído y le susurré:

—¿Por qué él sí y yo no?

María no respondió y llevé mi boca a su cuello, enrojecido… como si quisiera ir rastreando aquellos puntos donde mi novia había sido ultrajada. Besé aquel cuello con sutileza… al tiempo que escuché un despótico: “Estás loco… pareces un degenerado”. Pero aquello no hizo sino encenderme más y comencé a reptar hacia abajo, arrodillándome lentamente frente a ella, y, al tiempo que escuchaba un “eres un puto cerdo”, mis rodillas se posaban en el suelo, levantaba un poco su camisa por delante, bajaba un poco sus shorts… y llevaba mi nariz hacia su sexo… hasta posarme sobre sus bragas… intentando inhalar la humedad que su coño llevaba horas irradiando.

—Levántate… Pablo… Va a pensar que estamos locos. Levántate, joder… que pareces un depravado… —escuchaba a María decir mientras olía de aquellas bragas y un hedor brutal, a sexo, a coño encharcado, me ponía todo el vello de punta y disparaba la sangre que endurecía mi polla.

Y allí se detuvo el tiempo. Yo cerraba los ojos, llevaba mis manos a sus cálidos muslos y olía, y me restregaba, y aquel tremendo olor me envolvía como si desembocara en un sueño, mientras ella me seguía llamando cerdo, guarro y depravado… pero no me apartaba… Hasta que dejé de oírla durante un tiempo indefinido… y lo que escuché después fueron sonidos… de besos… Me aparté un poco… y vi a Marcos, a mi lado, con sus pantalones ligeramente bajados, con su polla, empalmada… y sujetada por una mano de María… Aquella polla sutilmente pajeada, a escasos centímetros de mí… de mi cara… Mientras besaba a mi novia. Podía oler su polla… desesperada… por entrar en María… y podía sentirla a ella, pajeándole, besándole… en un estado de conflicto con ella misma insoportable.

María le masturbaba a menos de veinte centímetros de mi cara. Su polla parecía más grande y él parecía aún más desagradable. Con la camisa hortera medio abierta y sus pantalones en sus muslos, besando a María en lengüetazos soeces… ya fuera de sí… Y ella respondía a aquella lengua con los ojos cerrados y sujetando aquella polla con fuerza… Acabé por ponerme en pie cuando Marcos se apartó levemente y le susurró:

—¿Follamos aquí...?

María no respondió y Marcos se apartó un poco más.

—Tengo un condón en la cartera —dijo, visiblemente superado, sin tenerlas todas consigo.

Miré a María, mientras Marcos seguía hablando:

—Es que no sé por qué no quieres o queréis ir al hotel…

Marcos, errante, torpe, se volvió a acercar a ella, la intentó besar y ella apartó levemente la cara. Sus labios aterrizaron en su mejilla y el beso fue sonoro y desconcertante.

María me miraba, con la cara ladeada, mientras Marcos la besaba en la mejilla, ponía sus brazos a ambos lados de su cuerpo, contra el cristal de la puerta, y dejaba que su polla golpease aleatoriamente en alguna parte de aquellos shorts medio bajados.

María, acorralada, curiosamente no tuvo palabras para él en aquel momento, sino para mí:

—Pajéate, ¿no? —dijo, con obvia intención de humillarme.

—Venga, sácatela y pajéate —insistió, al tiempo que Marcos la seguía besando en la cara y movía su cuerpo mínimamente adelante y atrás, y yo entendí que no quería solo vejarme, sino decirle a Marcos que no estábamos allí porque ella fuera una guarra… sino, sobre todo, por lo que yo ocultaba entre mis piernas.

Bloqueado, tentado de obedecer, pero atemorizado porque Marcos descubriera mi vergüenza, veía como María alargaba su mano hasta contener aquella polla de él, que si bien había lucido más dura y grande, parecía contentar a María.

Allí estaba todo, de golpe, y aquella última pieza comenzaba a encajar.

Marcos descendió un poco y besó a María en el escote y quiso imitar lo que yo había hecho instantes antes, y comenzar a descender por su cuerpo, pero antes de que él amagara con arrodillarse frente a ella, seguramente no para oler, sino para intentar comerle el coño, María le detuvo.

—No… Eso no...

Y, mientras Marcos volvía a incorporarse, María dijo:

—Yo ya estoy. Ponte algo.

Marcos reculó. Yo creí morir. Y María se daba la vuelta.

María se llevaba las manos a los shorts, para bajarlos, mientras Marcos abría su cartera, y a mí se me salía el corazón del pecho.

A él le temblaban las manos y, sin embargo, los pantalones cortos de María descendían por sus piernas con decisión. Yo no me podía creer lo que estaba a punto de vivir, y, Marcos, aún más infartado que yo, se hacía con un preservativo mientras miraba de reojo los shorts de María anudados ya en sus tobillos, sobre sus zapatos de tacón. Y mi polla palpitaba a la vez que yo entendía todo, entendía que María en ningún momento había querido ir con él a nuestro hotel. No quería una sesión de sexo maratoniano con Marcos, ni siquiera le atraía especialmente, si bien tenía la sensación de que el hecho de que fuera tan grotesco le añadía también a ella un punto de morbo. Pero no, lo que quería era que se la metiera, allí, y explotar, en dos minutos, no más, correrse, por ella, sucumbir por ella, y también por Edu, por cumplirle su capricho de que le eligiera amante. Lo hacía por ella y por él. El placer y el triunfo de Marcos era un daño colateral y mi humillación quedaba en un segundo plano. Explotar, correrse, en un par de minutos; sabía, conocía su cuerpo, que podría llegar al clímax en poco tiempo a pesar de enfrentarse a un amante desconocido. Tenía esa capacidad. Lo sabía. Necesitaba aquella polla, normal, pero de hombre, dentro, tocar el cielo, y obedecer a Edu y volver a su vida. Volver a mí y volver a ser ella misma.

—¿Me quieres quitar las bragas tú? —dijo ella, imponente, refiriéndose a mí. Disfrutando de aquella vejación, pero salvándome a la vez, haciéndome partícipe.

Mi corazón palpitaba a doscientas pulsaciones mientras me colocaba tras ella y llevaba mis manos a la goma de sus bragas. Tiré de ellas un poco y a éstas le costaron despegarse de su coño… pues aquella humedad pringosa hacía que su sexo se aferrase a aquella seda de aquel tono entre azulado y grisáceo. Yo, impactado, descubría su coño empapado y abultado y casi pude sentir el hedor a hembra en celo al descubrir su sexo desesperado. Mi polla goteaba al tiempo que mis ojos quedaban maravillados ante la visión de aquel coño hambriento, con aquellos pelos recortados y enmarañados, también como consecuencia de aquel líquido espeso que llevaba horas liberándose. Bajé aquellas empapadas bragas hasta sus tobillos, sin respirar durante todos aquellos segundos… y, cogiendo aire mínimamente… desenganchaba sus shorts y sus bragas de aquellos zapatos, al tiempo que Marcos luchaba contra sus nervios y contra aquel condón, con el objetivo de no perder dureza y poder penetrar a María.

Yo, a punto de explotar de éxtasis, me hacía con aquellas bragas imponentemente húmedas y abandonaba a María a su suerte. Ella, allí, con sus tacones anclados al suelo y las piernas ligeramente separadas, recogía la parte baja de su camisa para ofrecer aquel culo tostado y prominente y aquel coño con aquellos labios desorbitados que parecía querían salir de su cuerpo.

Me aparté. Si yo apenas había existido para Marcos, en aquel momento mucho menos, y es que yo le miraba y para él solo existía aquella provocación que eran las piernas largas y separadas de María, aquel culo expuesto y aquel coño majestuoso. Le miraba a la cara y no veía deseo, sino impresión… y casi pavor. Su polla enfundada en aquel látex transparente se postulaba como lo único que podría calmar a una María dispuesta a traicionarse por explotar. El problema era que aquella polla no estaba del todo erecta y Marcos era plenamente consciente de ello.

María miró hacia atrás, inquieta y dijo:

—Pablo, vigila, por dios. —esta vez, sin doble sentido, y en clara alusión a que ningún borracho pudiera ser testigo de cómo Marcos la penetraba en aquel portal.

Aquel macarra ya no podía seguir fingiendo seguridad, como llevaba haciendo toda la noche… y se acercó tembloroso a ella… Llevó una de sus manos a aquel culo extenso, le apartó la parte baja de la camisa y de la chaqueta, permitiendo que ella llevara sus dos manos hacia adelante, y con su otra mano apuntaba con aquel miembro semi erecto al sexo de ella.

Yo, con las bragas de María en la mano, veía como ella cerraba los ojos, impaciente, deseando ser follada por fin por una polla de verdad, por un amante elegido por Edu… en una cuadratura del círculo que si bien era un infidelidad para sí misma contendría un clímax desconocido. Marcos frotaba aquella punta contra el coño de María y el sonido del látex restregándose y arrugándose era la banda sonora de aquel portal en el que ya hacía tiempo que no había aire. Un “métela, cabrón...” fue suspirado entonces por María y ella flexionó un poco las piernas e hizo que mi polla palpitase y que Marcos resoplase… Éste luchaba contra sí mismo, contra sus nervios y contra la oportunidad, única, que sabía le estaba dando aquella mujer que, por imponente, le bloqueaba más y más. Ella, consciente de que algo no iba bien, llevó una de sus manos hacia atrás, para intentar meterse aquella polla que tuvo que sentir flácida, pero no por ello no intentó también incrustársela. Uno, dos, tres intentos que no dieron sus frutos, hasta que comenzó a compaginar un extraño intento de masturbación sobre aquella polla enfundada en aquel marchito preservativo, con nuevas tentativas de ser invadida

Cuando, de golpe, escuchamos una voz que se aproximaba rápidamente, que venía de la calle, hacia nosotros. Me volteé y vi a un chico que venía directamente hacia nosotros, con unas llaves en una mano y con su teléfono en la otra. Rápida e instintivamente Marcos se subió un poco los pantalones, María se puso en pie y dejó que su camisa y americana taparan su culo y su sexo, y yo guardé sus bragas en mi bolsillo y aparté con el pie los shorts y el bolso que yacían en el suelo.

El chico, que ensimismado hablaba por su móvil, metía su llave en la cerradura, como si no existiéramos, y entraba en el edifico y subía los seis escalones, visibles desde nuestra posición, de dos en dos, hasta perderse escaleras arriba.

Marcos había sujetado la puerta de aquel portal con el pie, impidiendo que se cerrase.