Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 39 y 40)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 39

“Estamos en la barra de la derecha”. No indicaba el barrio, ni el nombre del pub, o sea, que era inminente. Y, cuanto más inminente lo veía, más me excitaba y más me dolía.

María habló entonces, y obviamente no fue para proponer marcharnos, como yo había pensado que haría hacía un rato, sino para decirme que casi tenía ganas de ir al baño otra vez, y se reía diciendo que no entendía como yo iba tan poco al aseo. Aquel era un tema que no era nuevo, una coña que era nuestra y antigua, que me hacía sentirla más mía, más nosotros y hacia que me doliera más la entrega que estaba a punto de producirse.

Porque sí, era una entrega, otra más, que hacía yo, por aquella locura de juego, que no era un juego ya, y que incluso trascendía lo que podría ser una forma de vida hasta llegar a poder considerarlo incluso como una forma de ser.

Aquella frase, de golpe, nos permitía enganchar banalidades, una con otra, y yo deduje que aquel hablar por hablar no era sino un síntoma inequívoco de que no era que estuviéramos nerviosos, era que casi nos temblaba el cuerpo. Ella iba a follar. Por fin. No sabía cómo Álvaro se había deshecho de Sofía, pero tampoco importaba demasiado. María iba a follar por tercera vez en cinco años. Sus nervios estaban justificados.

Y los míos eran indiscutiblemente turbios, pues no solo me alteraban por el hecho en sí, sino por si tendría la oportunidad de participar, de mirar… Pero me daba la sensación de que el pacto consistía en una entrega sin participación alguna por mi parte. Y me preguntaba si sería admisible mi enfado o mi veto a que aquello se produjera, pero sabía que no. Que yo, a aquellas alturas, después de haber empujado a María a todo, después de haber conspirado durante meses con Edu, después de haber contactado hasta con Víctor, no podía, ni por mí ni por ella, oponerme a algo que ella merecía y, por qué no decirlo, algo que ella después seguramente me confesaría y que me mataría de morbo escuchar.

La vi más deseable, más sexual, más sugerente, con las piernas desnudas y la camisa remangada. Pensaba que ojalá un botón más para ver ya el encaje de su caro sujetador, pues verlo transparentándose me sabía a poco…

No podía dejar de pensar en el polvazo, o los polvazos que le echaría Álvaro aquella noche. Yo los había visto juntos… le había visto follándola… le había visto hasta meterle la mitad de la polla en el culo… Sin duda el plan de aquel cabrón era rematar su obra. Romperle el culo sí, definitivamente… Más follarla por el coño horas y horas… como ya había hecho cinco semanas atrás… Y lo que me mataba y me daba morbo a la vez era que María quisiera, reconociera, querer repetir aquello. Le estaba diciendo tácitamente que lo recibido en su coño le había gustado, por lo que quería repetir, y que lo recibido en su culo había que finalizarlo, había que zanjarlo de verdad…

Miraba a María. Allí. Esperando. Tan femenina. Tan delicada. E inmediatamente después se me cruzaban imágenes de Álvaro… con ella… montándola… penetrándola… entrando en aquel frágil cuerpo… y podía sentir mi calzoncillo humedecerse...

Cada canción que empezaba y acababa era un “tic-tac” insoportable… que me asfixiaba, que nos asfixiaba… mientras seguíamos con nuestras extrañas conversaciones de ascensor… para intentar pensar en otra cosa.

Hasta que, no sé muy cómo, acabamos hablando del chico de la camisa verde a rayas, y me dio la sensación de que había sido efectivamente un farol, pues ella no me recriminaba mi cobardía y hablaba de él con distancia, como si nunca hubiera sido un candidato real.

Reconocía que le había parecido guapo, y ante mi pregunta de si más guapo que Roberto me decía que no, que mucho más guapo el de camisa azul. Y, puestos a sincerarnos, y quizás liberados porque se despejaba la incógnita de que María sí follaría aquella noche, le pregunté si había sentido por Roberto un deseo como para acostarse con él.

Antes de responder, su móvil se iluminó y yo ya temí que Álvaro estuviera incluso dentro del pub.

Pero, mirando yo su teléfono patas arriba por estar frente a ella, pude ver no sin dificultad su pantalla, y no me parecía que en el cabecero del chat pusiera “Álvaro” ni aquel “Álvaro cumple de prima” como lo había guardado. Era algo más corto, empezaba por una palabra más corta. Efectivamente, pude mirar mejor y sin duda aquella palabra corta era “Edu”.

No entendía, ya a aquellas alturas, por qué se seguía escribiendo con él, y, aprovechando ese oasis de buena sintonía entre tanta tensión, le pedí echar una fugaz mirada a ese chat. Esperaba reticencia, pero me dio el teléfono en seguida, como queriendo decirme no solo que no había nada que ocultar, sino que todo lo allí escrito, desde siempre, estaba tácita o expresamente consentido por los dos.

María acababa su copa eterna y, encontrando un hueco en la barra a nuestro lado, se pedía un botellín de agua mientras me dejaba a solas con su teléfono, y yo intentaba entender y ubicarme dentro de aquella conversación que no contenía párrafos largos, al menos no recientemente.

Como por un acto reflejo, cuando vi mi nombre escrito me detuve. Y, nerviosísimo, leí a partir de ahí. Era Edu quién me mencionaba:

—No marees a Pablo. Si ya te lo he elegido yo.

Miré hacia la entrada. Busqué caras. Busqué a Álvaro. Como si su aparición supusiera dejar de leer aquello. Pero a la vez dándome cuenta de que aquella frase podría suponer que no era Álvaro el que fuera a aparecer.

Miré hacia la barra y María pedía la botella agua y yo veía su espalda, su camisa blanca, la parte trasera de su sujetador transparentándose con tremendo erotismo y sutileza… sus piernas denudas… Desvié la mirada de nuevo hacia el teléfono, y estaba tentado de cambiar de chat para buscar lo hablado con Álvaro, pero seguí leyendo su conversación con Edu:

—Olvídalo. Me ha escrito, por cierto. Solo me faltaba —le había respondido María.

—Está emocionado, no me extraña... bueno... ya sabes que le he dicho donde estáis y qué movida os traéis y ya verás tú lo que haces.

—Es que estás de puta coña. Te lo digo en serio. Y no sé si creerme que no se lo has dicho a nadie más.

—Ya te he dicho que no se lo he dicho a nadie más. No sé ya cómo quieres que te lo diga —decía Edu.

Casi se me cae el teléfono de las manos. No sabía… No entendía…

María se acercó y me cogió el móvil, sin resistencia, debido a mi atolondramiento, y sin preguntarme si había escrito alguien, y sin revisar los chats, como si todo lo que tuviera que escribirse allí se hubiera escrito ya.

—¿Pero, quién? —repetía mi cabeza.

Se lo iba a preguntar, pero no era capaz. Estaba tan bloqueado que apenas balbuceaba.

Pasó como medio minuto hasta que pude decirle algo a María:

—¿Quién te ha escrito?

—¿Qué? —preguntó, en mi oído. Parecía que el volumen de la música estaba cada vez más alto.

—Es que… digo… ¿Qué es eso que dice Edu de la movida que nos traemos?

—Pues tú qué crees —respondió solvente.

—No, quiero decir, ¿a quién se lo dijo? No entiendo nada.

—No hay nada que entender —respondió y vi entonces aparecer a alguien, a nuestro lado, que me resultaba conocido.

Ese alguien saludaba a María, que, tensa, le respondía con dos castos besos, en un saludo formalísimo.

Yo le miré, con el pelo rapado, con gestos agresivos, algo achaparrado, pero musculado, con una camisa un poco pasada de moda, roja apagada o casi granate, con un gran símbolo de la marca en el pecho, un poco, o bastante hortera.

Me ofrecía la mano en gesto serio. Muy serio. Cambiando el semblante completamente al pasar de saludar a María a saludarme a mí.

Le di la mano y la apretó con fuerza. Y le miré a los ojos, ojos que en seguida se apartaron de mí y buscaron a María, como si conmigo no hubiera mucho que tratar.

Y un rayo me fulminó. Su cara. Su cuerpo. Volé a la boda del pasado octubre, a la mesa, a la cena que habíamos compartido con él y con aquella esposa suya gordita de la que no recordaba su nombre.

Era él. Era Marcos. Aquel que le miraba las tetas a María sin parar. Aquel que había bailado con ella una vez yo le había sugerido que le calentara.

Allí estaba. Ofrecido. Disponible. Conocedor de todo gracias a Edu. Elegido por Edu. Yo ya no elegía nada.

Allí estaba. Disimulando la mirada sucia lo que podía. Hablando con una María distante, que yo no me podía creer que pudiera acceder a aquello. Que pudiera querer… que pudiera querer follar con él, por mucho que Edu lo hubiera elegido para ella.

Y entendí entonces aquello que le había dicho Edu cuando habían comido juntos, aquello de “tengo mucho interés en que vayas a Madrid”.

Edu sabía desde hacía horas cual era, sino el caballo ganador, al menos sí quién era la propuesta principal.

Marcos, que debido a los tacones de María, era más bajo que ella, le proponía tomar una copa en la barra. Él seguía disimulando que la devoraba con la mirada

A los pocos segundos ella accedía, caminando María delante de él, los escasos pasos necesarios para alcanzar la barra.

Ni ella ni él me miraron.

CAPÍTULO 40

Lo peor no era el desasosiego por la incertidumbre de no saber si realmente María estaba dispuesta a hacer algo con aquel tosco macarra, para colmo marido de una antigua compañera de trabajo suya. No, lo peor, lo que más me mataba era que… sabía que en el fondo yo sí quería que pasase algo.

Y es que lo de Edu o lo de los chicos, más que suficientemente agraciados, podía entrar dentro de los límites de la necesidad y de la lógica… pero con Marcos… desear que pasaran cosas con Marcos… denotaba que lo mío era terriblemente insano… Un morbo horrorosamente sucio.

Miré hacia la barra. Los dos dándome la espalda. Ella más alta que él. Más esbelta que él. Con más clase que él. Todo más que él. Si conmigo algo no encajaba, por la diferencia entre ambos, con él aún era más flagrante. Con él no me encajaba ni que se dignase a hablar, ni invitar, ni nada en absoluto.

Me preguntaba si se atrevería a posar su mano en su cintura, o cualquier gesto que demostrase que tenía claro a qué había venido. Veía en su gesto y en su expresión facial una necesidad constante de fingir templanza, cuando yo tenía clarísimo que tenía que sentirse desbordado, porque le había visto en la boda, porque de todas las caras de deseo y de lascivia, la de Marcos meses atrás se me había quedado marcada.

Sentí una extraña necesidad paternalista en aquel momento aunque sabía que en el fondo quería que pasaran cosas. Me acerqué a ellos, a la barra, sabiendo que era dos personas a la vez, la que no podía ni creer que María se plantease nada y la que quería que pasase todo.

Me pedí otra copa. María custodiada por los dos: el cornudo consentidor que a la vez no quería que ella quisiera, y el pretendiente propuesto por el primer amante.

Allí, más cerca, pude sentir aún con más fuerza la diferencia de belleza, de estilo, de grandeza. La sensualidad y la brusquedad. La elegancia y la rudeza. La gracia y la torpeza.

No se dirigían a mí aunque sabían de mi presencia, y comencé a pensar o intentar adivinar qué habría pasado. Desconocía por completo que Marcos y Edu tuvieran trato alguno y no le di más vueltas por ser irrelevante. Quise ir a lo que podría haber sucedido en las últimas horas, así que supuse que Edu le habría dicho a Marcos lo que teníamos María y yo, nuestro juego. Le habría dicho, seguramente, que se la había follado la noche de la boda, conmigo mirando, y le habría dicho que estaríamos en Madrid y que quizás pudiera pasar algo con alguien. Y, tras aquella información, le habría explicado el verdadero motivo, la proposición, individualizada: quizás un “acércate a donde estén a ver si hay suerte” o quizás algo más.

Por eso yo desconocía el nivel de certeza en el que se movía Marcos. Porque aquello dependería de cómo se lo hubiera vendido Edu.

Me volví a alejar, un par de metros. Estaba nervioso, pero mi sentimiento de incredulidad era aún mayor. Les observaba. Los dos serios. Con bastantes silencios. A veces María desviaba su mirada y esa era la señal que obligaba al rapado a decirle algo. María no solía entenderlo de primeras y le mandaba repetir. No coqueteaba pero tampoco se alejaba.

Y entonces lo vi. María desvió la mirada, me buscó con ella y yo le habría mantenido esa mirada pero notaba como los ojos de Marcos se iban a los pechos de María. Como en un triángulo proyectado e imaginario ella me buscaba a mí, sin yo entender qué pretendía decirme, y yo quería mirarla pero le miraba a él, miraba como los ojos de Marcos desnudaban el torso de María. No llegué a ver tanta lascivia como en la boda, sino más bien impresión, intimidación, cómo preguntándose y temblando solo por imaginar o suponer que podría disponer de aquello.

Ella no quería que la salvara, quizás me quería hacer partícipe, o quizás lo que buscaba formaba parte de aquellas ansias por humillarme. O quizás era un “mira lo que has conseguido, que tenga ganas hasta de que me folle este” o, yendo aún más lejos, un “ahora mismo hasta éste vulgar hortera me pone más que tú”.

Se acercaron entonces a mí, más por decisión de María que de él. Me daba hasta la impresión de que quería que viera de cerca lo que allí se estaba gestando, pues tampoco me dirigían la palabra, ni siquiera durante los numerosos silencios.

Él le hablaba cada vez más cerca, y ella bebía cada vez más rápido. Me preguntaba de qué podrían hablar pues no alcanzaba a escuchar nada. De qué hablas con alguien con el que no tienes trato y que está allí porque tu jefe le ha dicho que quizás esta noche pueda follarte.

Cuanto más cerca le hablaba, sus caras se pegaban más. Y si me había preguntado antes si él tendría el valor de osar ponerle la mano en la cintura… ahora me preguntaba si hasta intentaría besarla… La música alta. Los empujones. La gente. El calor. El sudor. El alcohol. La torpeza de los cuerpos. Cada vez era menos improbable un intento. El “y si…” cobraba una fuerza dramática… y yo no podía sino sufrirlo y a la vez desearlo. Me imaginaba yéndonos los tres a nuestro hotel y cada vez lo veía menos imposible.

Llegué a pensar incluso si Edu le habría dicho a María que Marcos era buen amante… o que le hubiera dicho que tenía un miembro más que imponente. Puede que le hubiera dicho que en ningún caso se arrepentiría. Otra ciudad. Una noche. Un polvo. Un polvazo. La posibilidad de otra polla, decente, no solo decente, potente. Y la posibilidad de humillarme, en una humillación aún mayor. Un decirme que ya no necesita ni que el pretendiente sea guapo, sino que le llega con que folle bien y no sea yo.

Marcos no parecía nervioso, por lo que llegué a pensar que no fingía, sino que pensaba simplemente que llegaba a un examen con las respuestas filtradas. Solo así se podía entender que no desprendiera intranquilidad y tensión.

No paraba de imaginar frases sueltas de Edu a Marcos. Me lo imaginaba por teléfono. Con su voz: “Invítala a una copa, habla un poco con ella y proponle ir a su hotel. Pablito irá detrás, ese es el único pero, pero créeme que te valdrá la pena...”

En ese tipo de delirios estaba cuando alguien me empujó un poco y me acerqué más a ellos. Pude entender que hablaban de la mujer de Marcos y él decía que estaban medio separados, que ni vivían juntos en aquel momento, y en seguida me pareció una manera de quitarse posibles escollos del camino.

María le escuchaba, por momentos cruzada de brazos y con su copa en la mano, en actitud bastante fortificada, cuando me dijo algo que no le entendí, me dio su copa y se fue hacia el baño.

Ella se alejaba, otra vez aquella mancha blanca flotando entre tanto borracho. Y allí me quedaba yo, con dos copas en las dos manos, al lado de Marcos. En la situación más incómoda que recordaba haber vivido.

Cada segundo era un suplicio. Ni nos mirábamos.

La gente no bailaba demasiado sino que hablaba o intentaba ligar en parejas que se iban formando. Los segundos parecían hacerse minutos. Cada latido en mi pecho era más tensión y más incomodidad.

Qué decir. Era imposible decir nada.

Al contrario que antes, la llegada de María sería mi salvación, pero lo que se produjo fue que Marcos me habló, yendo con todo, a por mí, sin previo aviso. En mi oído, algo borracho, o bastante, marcando las palabras:

—Pero mira qué eres idiota, joder.

—Qué —dije y él se encogió de hombros.

—Hay que ser imbécil para montar esto.

—¿Qué? Vete a la mierda —dije sabiendo en seguida que si seguíamos hablando en aquellos términos la cosa podría acabar muy mal.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—Digo que que me digas porqué soy imbécil —respondí, frente a frente, muy nervioso. Y hasta preparándome para lo que pudiera pasar.

—Coño… montar esto… No me jodas… Con este cañonazo de tía. Ya en la boda flipé al ver que estaba contigo. Y montar esto. Pero bueno, al lío, dime… ¿Qué tengo que hacer?

Yo no respondí y no hacía demasiada falta porque a él se le veía con ganas de hablar, de saber:

—¿Esto está hecho o tengo que hacer algo? No la veo yo muy por la labor.

—¿Por? ¿Edu qué te ha dicho? —pregunté siendo consciente de que la conversación se destensaba pero a la vez se me hacía más vomitiva.

—Coño, me ha dicho que veníais esta noche tú a mirar y ella a follar. Me ha dado su móvil, nos hemos escrito un rato, yo no me acababa de fiar… le dije de quedar… no me dijo que no… por lo que empecé a pensar que Eduardo no me estaba puteando… pero no sé más. Coño, que no sé ahora qué hay que hacer.

—No hay que hacer nada. Lo que quiera ella y ya está.

—¿Qué? —preguntó gritándome en el oído.

—¡Que lo que quiera ella y ya está!

—Coño, eso ya lo sé. ¿Pero ella quiere o no? ¿Ahora nos vamos a vuestro hotel? ¿Cuál es? Yo, es que, joder, máximo máximo a las nueve tengo que estar en casa o la jodo con mi mujer. ¿Y nos liamos aquí y después vamos…? No sé de qué rollo es… No me dio la impresión de que quisiera morrear aquí, delante de todo dios. La veo muy snob para andar a muerdos aquí.

Yo le miraba y el estómago se me revolvía. Las arcadas me subían por el cuerpo… Y él parecía ni esperar mis respuestas, como si hablase para sí mismo.

—También te digo, eh… que no la veo muy tal… pero a la mierda no me manda, eh… ¿no?

—No sé, tío… —respondí, digiriendo como podía todo lo que decía.

—¿Cómo que no sabes? A mí no me pongas cara de asco, eh.

—¿Qué?

—Eso… que no me pongas esa cara, joder…

—No te estoy poniendo ninguna cara.

—Coño, ¿cómo que no? Oye… ¿Qué le gusta a ella? Así… de qué va.

—¿Qué?

—Al follar digo… Yo… hago lo que ella quiera… Hostia… —dijo y se quedó callado.

—Hostia ¿qué? —pregunté, en una conversación inconexa y absurda, sin escucharle bien, todo el rato descolocado, sin saber si estaba de buen rollo o a punto de liarnos a guantazos.

—Digo que… joder… qué buena está, me cago en la puta… Si no me he hecho cuarenta pajas pensando en ella desde que la conozco no me he hecho ninguna. Coño que te he preguntado qué le gusta como si tú lo supieras. Si tú lo supieras no estaríais con esto, no me jodas, eh.

—Bueno, ¿Pero a ti qué te pasa? —dije en el preciso momento en el que fui empujado por alguien, haciendo que el empujón se trasladase a él, como tres fichas de dominó, haciendo además que parte de la copa que le sostenía a María se derramase sobre su hortera camisa, a la altura de su pecho.

Su respuesta fue devolverme el empujón, tampoco con demasiada fuerza, quizás solo un revolverse, solo para apartarme de él, porque él tenía que saber que mi empujón no había sido voluntario, y entonces un chico que había sido víctima colateral de tanto movimiento en cadena le habló a Marcos; y mientras éste parecía decirle que no había pasado nada, que no había ningún problema, la voz de María aparecía de la nada y me preguntaba que qué estaba pasando.

Los ánimos se calmaron con rapidez pues en realidad no había pasado nada, si bien desde fuera, podría haber dado otra impresión. Al momento ella hablaba con él como pidiéndole explicaciones y por el lenguaje corporal de Marcos parecía decirle que no había pasado absolutamente nada y alargaba su mano hacia mí, para que se la estrechase, cosa que hice, mientras me daba la sensación de que María no se creía que todo hubiera sido tan fortuito.

Hablaron un poco más y después ella se giró hacia mí y dijo:

—¿Pero qué ha pasado?

—Nada.

—Ya, nada. Me voy cinco minutos y os enzarzáis… ¿Es que no quieres o qué?

—¿Qué? ¿El qué? Y tú?

Ella se quedó callada. Un silencio dolorosísimo. Hasta que dijo:

—Ese no es el tema. El tema es que os zurréis como críos.

—¿Cómo que no es el tema? ¡Si lo acabas de sacar tú!

—¿Qué quieres que te diga, a ver?

—Pues si en serio te vas a ir con este tío. Si nos vamos a ir con él al hotel.

El silencio era atronador. No respondía. Y no pude más:

—¿En serio te gusta? ¿Follarías con este? —preguntaba casi a gritos, por la música tan alta, en su oído.

—Yo qué sé ya... Pablo…