Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 36, 37 y 38)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 36

Se marcharon y sentí algo que no entendía muy bien qué era. Parecía como una extraña necesidad de explicarme, de predicar a los cuatro vientos qué era aquello que estaba viviendo.

Me giré y vi a aquel chico que hablaba con María. A él lo veía de espaldas y más que una camisa parecía una enorme sábana azul lo que me impedía ver a mi novia. Me giré un poco y vi como charlaban y no me dio la sensación de que ella tuviera el más mínimo interés en que aquella conversación se alargase. Otra vez. Pero otra vez disfrutaba de dejarla sola en situaciones incómodas.

Las tres copas no solo hacían mella en mi liberación sino en mi lucidez; sentía que pensaba de forma más clara cuando el alcohol me invadía, como si pudiera separar mejor el grano de la paja. La tercera consecuencia de aquellas tres copas me obligaba a ir al cuarto de baño y una importante cola me hacía comprender la tardanza de Rafa.

En aquel lúgubre pasillo volví a pensar en aquella necesidad de exteriorizar mis sentimientos, pero no de aquella forma timorata y preocupada con la que me confesaba a Germán, sino que ansiaba, seguramente también como consecuencia del alcohol, contarlo de manera orgullosa; explicar no mis miedos, sino el porqué de que aquello fuera fascinante.

Pensaba en que ojalá volver a encontrarme con Juanjo y decirle que María no conocía a aquel hombre con el que llevaba tanto tiempo hablando. Ojalá explicarle nuestro juego con la pasión merecida. No solo decirle que su jefe la había follado y ahora la pretendía dominar, si no explicarle cómo era María cuando chocaba con un amante de verdad. Me tacharía de loco y entonces le diría que no entendía nada, pero que si la hubiera visto follar con Edu o Álvaro lo entendería mejor. Le diría que se la imaginase follando, si es que no lo había hecho ya alguna vez, y que lo multiplicase por mil.

Le diría también cómo ella negaba aquella necesidad física hasta que explotaba y cómo era aquella explosión. Le explicaría que ver a tu novia siendo follada por un desconocido y siendo follada cómo yo la había visto, producía en mi un morbo que me dejaba al borde del colapso y por el que todo el dolor valía la pena. Le diría que sentir el olor a sexo de otro hombre sobre tu novia, o ver su cuerpo sudado tras varias horas de entrega, eran una droga a la que no podía renunciar. Y si aun así no me entendiera le diría que trascendía lo meramente sensorial, que era en esencia psicológico.

Volví del aseo y pronto los vi, en la barra. Me preocupaba, o más bien deseaba, que María hubiera aceptado una invitación a una copa, pero pude ver su vaso casi vacío por lo que deduje que ella le había acompañado a pedirse algo. Me coloqué a su lado. La charla era tranquila, pero veía en él un semblante de suficiencia, que no sabía interpretar si es que aquello obedecía a que no quería descubrir sus pretensiones, como si quisiera fingir un hablar por hablar, o es que se lo tenía tan creído que estaba esperando una señal de ella.

Me pedía mi cuarta copa, a su lado, y no pude evitar decirle, en voz baja, para que me oyera ella, pero no él:

—Lo pasas bien con el gigantón este…

Ella no respondió y yo llegué a dudar de que me hubiera oído.

María tenía su teléfono móvil en la mano, que ojeaba de vez en cuando, por lo que pensé o supuse que quizás este chico si cumpliera los requisitos mínimos para ser mencionado en sus conversaciones con Edu. O quizás se escribía con Álvaro, o quizás seguía recibiendo aquellos mensajes subidos de tono y en absoluto le estaba contando nada de este chico.

Yo, a pesar de no ver en María demasiado interés y sabiendo que aunque le pareciera guapo no haría nada, no quise espantar a aquel chico y me aparté un poco.

Tan pronto me encontré en un nuevo puesto de control, a unos cinco o seis metros de ellos, vi algo de luz, pues María se giraba hacia la barra y hablaba con la camarera. Aunque poco duró el incremento de mis nervios pues en seguida vi como no era invitada a una copa sino que recibía un botellín de agua. Pero como en una montaña rusa de hechos y emociones, pasaba de la esperanza, a la decepción y, de golpe, era testigo otra vez de algo verdaderamente alentador, y es que aquella inocente botella de agua sería en seguida coprotagonista de un suceso inesperado.

Y digo coprotagonista porque el otro lo sería un chico que, intentando hacerse un hueco en la barra, acabó por empujar a María por la espalda mientras ella pegaba un trago de aquella botella, y sucedió que, como consecuencia del empujón, el agua no fue ingerida entonces por mi novia sino que se derramó por sus labios, su cuello y su ropa, sin poder ver yo con claridad la cuantía exacta vertida donde no correspondía.

Como consecuencia del atropello, ella se vio forzada a dar un paso hacia adelante, hasta casi chocar con el de la camisa azul y, sin que yo pudiera apenas reaccionar, todo comenzó a suceder como a cámara rápida. Me tensé, intentando ver entre los cuerpos que cubrían aquel bar, al atisbar como el pretendiente de María se movía presto a mostrar su hombría, yéndose hacia el “empujador”, en actitud dominante. Mi novia posaba la botella en la barra y, mientras comprobaba su nivel de empapamiento, era ajena a que su jefe de manada se disponía a poner las cosas en su sitio.

Quién sí veía aquel duelo era yo, pero en seguida se pudo saber que el otro chico no quería problemas, pues se disculpaba ante su corpulento contendiente. María acabó por girarse, supo entonces de la tensión entre los dos machos, pero no intervino y les dejó hacer. La cosa se calmó y ella en ningún momento levantó la mirada para buscarme; quise pensar que si la cosa se hubiera puesto fea de verdad sí habría explorado con sus ojos hasta encontrarme.

El macho dominante, tras ganar el duelo con un par de frases o con su mera planta, y ver batirse en retirada a su timorato enemigo, volvió a su posición inicial, frente a María. Y la miró de arriba abajo, disimulando deseo y queriendo mostrar empatía. Si sentía satisfacción por haber quedado como un macho salvador tampoco lo mostraba, como si fuera intrínseco a él, como si fuera un héroe obligado, como si fuera un rol que le hubiera venido dado de nacimiento.

Yo quería ver aquella americana, o quién sabe, ojalá, camisa mojada, pero también quería ver la cara afectada de él, pero no se exteriorizaba en su semblante ningún impacto, y aquello precisamente producía que María no se decepcionase.

Si mis pulsaciones habían descendido al entender que la cosa con el otro chico no pasaría a mayores, volvieron a subir cuando el pretendiente se tomó la licencia de tocarla, no su piel, sino su americana, para abrirla un poco, y así comprobar él los daños. Lo hacía a modo paternal, mientras ella miraba hacia abajo. Si bien, seguramente, con aquel falso paternalismo lo que conseguía era verle mejor las tetas, pues era no solo factible sino probable que como consecuencia del baño se le estuviera transparentando el sujetador. Ella acabó por tirar de los cuellos de su camisa hacia arriba, intentando con ello despegar la seda de su cuerpo, y él apartó entonces lentamente su mirada y bebió de su copa. Era tremendamente morboso ver como él fingía no querer follársela y ella fingía no saber que esa era la única motivación de él, al que no le importaba absolutamente nada que un imbécil la empujara, pues no había trato ni aprecio, solo ganas de sexo con ella.

Yo también desvié la mirada, pero para darme un respiro. De nuevo me sentía raro, solo en medio de la muchedumbre. Veía corrillos, grupos de amigos, mesas repletas de colegas sin más ambición que desconectar del trabajo, pasarlo bien, desinhibirse para ser más ellos o serlo menos, mientras yo me encontraba en aquella situación surrealista, deseando que María hiciera o se dejara hacer algo con aquel hombre y hasta deseando que Edu colaborase, instigándola también para que tuviera algo que contarle.

No aguanté más de dos o tres minutos hasta que mis ojos volvieron a aquella improvisada pareja, que se mantenía en la misma posición, a una distancia cordial y apropiada, pero en este caso María tecleaba en su móvil mientras él le hablaba, y entonces él cogió su móvil y le dijo algo que no es que la hiciera reír pero al menos le hizo esbozar una media sonrisa que era al menos un hilo de esperanza.

María habló entonces y el tecleó. Me parecía raro que se intercambiaran los números. Muy raro, pero no imposible. Y me fijé de nuevo en ellos, en el porte de ambos, en el lenguaje gestual. Él también parecía de clase social acomodada, pues incluso en su bravuconería había estado en su sitio, sin aspavientos. Charlaban y yo no podía hablar realmente de feeling, pero sí al menos de cierta armonía. Quién los viera pudiera pensar que ya eran pareja. Quien los viera consideraría normal que follaran. Quien los viera pensaría que verlos follar tendría que ser un verdadero espectáculo.

Y así los dejé, armónicos, y casi compensados. Y es que decidí salir un rato fuera, a coger un poco de aire y darle aire a ellos, aunque lo que conseguí no fue relajarme sino todo lo contrario, ya que mi imaginación comenzó a volar.

Apoyando mi trasero contra un incómodo bolardo, intentando medio sentarme o algo parecido, sin éxito, me veía rodeado de gente y más gente que parecía emborracharse segundo a segundo. Yo había sacado mi copa del bar sin que nadie me pusiera pegas y sin previo aviso se me cruzó la imagen de aquel hombre besando a María, allí, al lado de la barra. Mi imaginación volaba a una María que en un principio luchaba contra él y contra sí misma, aunque sin apartar aquel beso, hasta que acababa por entregarse a él, reconociendo su triunfo, reconociendo que se la había ligado y reconociéndose a sí misma que a poco que besase bien y supiera como llevarla… se la acabaría follando aquella noche.

Me empalmaba imaginando aquello y no me sentía mal, ni un enfermo, seguramente por el paso de los meses y por el alcohol. Como alguien que reconoce su enfermedad y decide que no le va a llamar lucha si no forma de vida. Aceptaba mi destino con aquella locura, empalmándome, rodeado de gente y con mi imaginación ya yendo a una María montando a aquel corpulento hombre en la cama de nuestra habitación de hotel.

María le montaba y gemía, mientras yo, de pie, me masturbaba, mirándoles… María se acariciaba sus pechos con inclemencia y aquel hombre la agarraba con fuerza por el culo para ayudarla a acompasar los movimientos de cadera de ambos… Cuando precisamente ambos salieron del bar, cada uno con una botella de cerveza en la mano y ella, me daba la sensación, que con un botón desabrochado de más, quizás por el altercado del botellín de agua. Y ella me miró y yo di gracias de que mi miembro fuera mínimo y no se pudiera notar mi erección.

Su mirada fue fría y aquello me heló. Y fue fugaz porque en seguida se apartaron un poco de la puerta y se colocaron a un par de metros de la entrada. Llegué a pensar que habían salido por iniciativa de ella, para, si no buscarme, al menos poder saber donde estaba, pero el chico se encendió un cigarro y deduje entonces que quizás había sido él quién había solicitado salir.

A mis tres metros de distancia y a pesar de la imponente luz de las farolas no pude descubrir el nivel de mojadura de la ropa de María, aunque quizás ya hubiera secado. Pero lo que pude ver fue que ella tenía las mejillas sonrojadas y las pupilas dilatas por el alcohol, aún totalmente controlada, pero con evidentes signos de achispamiento. También vi que él tendría mi edad o un poco menos, quizás justo la de María, y que, sin constituir un cuerpo de gimnasio sí se le notaba algo musculado. Con una altura similar a la de Álvaro, pero infinitamente más hecho.

Pude vivir entonces, y con el corazón en un puño, todo el despliegue de cortejo de aquel hombre de camisa azul. Tenía aquel extraño tic de acariciarse la barba con las yemas de sus dedos y, a pesar de llevar siempre su cerveza en la mano, colaba a veces las palmas de las manos bajo sus sobacos, en una postura extraña y atendiendo o fingiendo atención a lo que María le decía. Una María que, con la espalda casi apoyada contra la pared, con aquellas piernas largas y desnudas y con aquella americana cara y camisa impecablemente blanca, rebatía las frases de él con interés, como si de verdad fuera importante de qué hablasen y no el motivo de la charla, que no era más que una excusa, como en estos casos siempre es.

El chico sabía lo que hacía y pronto quiso seguir pareciendo sutil, pero quiso serlo más cerca; llegó a apoyar la palma de su mano contra la pared y María quedó reducida a su sombra. De golpe le hablaba cerca y volcado sobre ella. Si la quisiera besar apenas tendría que dejar caer su cara hacia ella unos centímetros.

Y se produjo. No podía ser de otra manera. Entre el gentío, el griterío, las borracheras, la incómoda luz… La cara de aquel chico buscó encontrarse con ella. Sus labios fueron a ella… que con los ojos bien abiertos veía todo aquel movimiento como a cámara lenta, como también lo veía yo, y, si ella estaba la mitad de tensa que yo, estaría infartada, y entonces ella… giró la cara… evitó el beso…

...y el chico abdicó de su intento, pero siguió hablándole cerca, al oído, como si tal cosa, y ella le puso una mano en el pecho, y pude sentir el tacto de la camisa azul y el durísimo pecho de él a través de ella, haciéndole ver que debería retirarse un poco, pero tampoco le echaba. Ver aquel acoso me mataba.

Era un asedio conciso, quirúrgico, lógico. El chico estaba indudablemente bueno. Yo quería que pasara. Edu seguro le había dicho que le gustaría que se besara con él, aunque quizás solo fuera para alejarla de mí y mandar él. Ella, a aquellas alturas tenía que saber que su noche, que su viaje, era o aquel hombre, o una polla de goma pensando en Edu.

Y el chico posó la otra palma de la mano al otro lado del cuerpo de María, que quedó encajonada bajo aquella sábana azul y aquellos kilométricos pantalones negros. Y él le habló al oído, encajando su cabeza sobre el hombro de ella y todo su cuerpo pegándose al de ella… la cual me miró. Mientras aquel gigante le susurraba al oído y se disponía a hacer un segundo intento ella me miraba, con aquella mirada heladora que como otras veces plasmaba un “no me puedo creer que quieras esto”.

Y la cara de aquel chico viró a una María completamente acorralada, la cual mantenía la mano en el pecho de él, pero sin hacer apenas fuerza… Los labios de aquel hombre buscaron a María, y yo pude sentir ahora a través de él: sentir lo que es tener a María, a una mujer como María, tan cerca, a punto de sucumbir… poder olerla, poder sentir su erotismo y su sensualidad tan cerca… sentir ya aquellos labios que podrían ser el preámbulo de la mejor noche de tu vida… Y aquellos labios de él la buscaban, buscaban a aquella belleza que parecía ya no poder evitar sucumbir… y ella cerró los ojos, y giró la cara, no permitiendo que su pretendiente consiguiera absolutamente nada, no permitiendo que yo consiguiera apenas nada.

Tras aquellos dos intentos el chico retrocedió y siguieron hablando como si no hubieran estado a punto de besarse. La situación era insostenible para mi, incómoda para María y traumática para él.

Ella no le daba nada, pero le quería allí. Hasta que incluso se dio la situación de que acabaron por intercambiar sus posiciones, siendo entonces él quién apoyaba su espalda contra la pared de aquel bar mientras María le hablaba bastante cerca. Parecía que con aquello ella tomaba todo el control, pero curiosamente se proyectaba una imagen en la que, quien los viera ahora por primera vez, pensaría que era la chica quién quería que pasara algo y el chico quién se hacía de rogar.

Ella no se dejaba besar, no quería nada con él, pero en absoluto rehuía de su presencia. Entonces alguien llamó por teléfono al chico y se excusó para responder la llamada, apartándose unos metros de María, quedando ella en la misma posición, sin moverse, de espaldas a mi. Cogió entonces su teléfono y me escribió:

—¿Estás loco?

—¿Qué? ¿Por qué? —respondí a escasos metros de ella, sorprendido.

—Joder, está siendo descarado que nos estás espiando. Te ha mirado varias veces.

—Si, bueno… María… ya te digo que lo último que está pensando éste es que yo soy tu novio y estoy de mirón.

—Solo te digo que dejes de mirar. Que se está dando cuenta.

No le veía salida a aquella conversación. Me parecía absurdo siquiera que ella pensase que aquel chico estuviera a otra cosa que a conseguir ligársela. María se giró un poco entonces y su soledad se hizo más evidente, y la mía también, separados a cuatro o cinco metros y escribiéndonos mientras ella esperaba a que su pretendiente finalizase su llamada. Aunque nadie sabía muy bien para qué quería esperarle.

Levantó su mirada. Su melena caía en parte por delante de la cara y llevó entonces aquella fracción de su melena a detrás de su oreja, y la vi guapísima. Con aquellos taconazos, con su americana larga azul marina abierta, y con la camisa en su sitio, pero con aquel botón que hacía matar por otro más, ese otro más que la cambiaría de mujer fatal e inalcanzable a pibón provocativo pero posible.

Le escribí:

—Bueno, ¿pero te gusta tu armario empotrado o no?

Ella me miró antes de responder. Seria.

—¿Que si me gusta? No me lo estás preguntando en serio.

—Tan en serio como que llevas una hora dándole bola ¿Por qué si no entonces? —pregunté sin querer meterme en que casi, y por centímetros, no se habían besado. Sin duda mi pregunta era una trampa por si aquello de mostrarse receptiva ante él obedecía a una orden de Edu.

—Pues ni en serio ni en broma. Obviamente no es nada feo, pero no va a pasar nada. Obviamente.

—¿Entonces es que le calientas para contárselo a Edu a cambio de que te mande guarradas? —disparé, en un arrebato, pero sabiendo que dicho así le sonaría desagradable.

—Otra vez ya te lo dices tú todo. No tengo nada que aportar a tus historias —respondió, como era habitual en ella, sin aclarar nada que calmase mi intriga, aunque parecía de largo el resumen y la descripción más acertada de lo que estaba pasando.

Quise localizar al chico, el cual parecía estar orinando entre varios contenedores y vi como María también estaba al tanto de esa circunstancia. Se giró entonces hacia ella mientras se cerraba los pantalones en una actitud no del todo elegante y ella mantuvo la mirada, permanentemente esperando por él, lo cual me daba una pequeña esperanza.

Aquel hombre volvió a la carga, pero en una actitud de menos confianza. Yo la podía oler y daba la sensación de que aún más lo notaba María, que parecía hasta decepcionada por la poca chispa que mostraba en el segundo asalto. Llegando hasta parecer que hacía más ella por hablarle cerca a él que él a ella.

Mis desasosiego iba en aumento, simplemente porque aquel chico me había parecido un buen candidato, pero mis opciones, o las suyas, se iban diluyendo como un azucarillo. Y la cosa no mejoró cuando hizo acto de presencia un grupo de chicas, de unos 27 o 28 años, que él parecía conocer. Se saludaron y quedó de nuevo María al margen. Varias chicas entraron en el bar y una se quedó hablando con él, a un par de metros de mi novia, la cual aguantaba estoicamente aquella charla, dando de nuevo la sensación, para los no expertos, de que la interesada era ella.

Aquella conversación se prolongó. María cogió su móvil pero no me escribió a mi, y yo me fijé en aquella chica que captaba de repente toda la atención de aquel hombre. Bastante delgada, de pelo rizo y ligeramente alta; vestía un top negro y una chaqueta verde oscura, corta, y unos pantalones de cuero negros similares a los que había llevado María en la cena. Al contrario que a mi novia, a ella sí se le veía nítidamente el culo embutido en aquel cuero, pero su culo flaco no aportaba demasiado, muy distinto de lo que podría suceder en María si intercambiaran el vestuario.

Los minutos pasaban y María a veces escribía y a veces esperaba. Desde que la de rizos había aparecido mi novia había desaparecido. Ella posó su cerveza en el suelo y escribió de nuevo, esta vez a mí:

—Yo me voy.

No acababa de entender la actitud del chico, que aunque solo fuera por el rabillo del ojo, tenía que estar viendo a un pibón que le daba cien vueltas a la chica de rizos, esperando por él. Los minutos, largos y pesados, atacaban mis nervios tanto como al amor propio de María, la cual sin duda solo le estaba utilizando para el juego con Edu, pero aun así no llevaba nada bien aquel desplante.

Empezó a caminar, sin despedirse de él, que ni se giró al presentir que ella se marchaba. Yo comencé a andar en paralelo a ella, hasta que opté por alcanzarla y ponerme a su lado. Ella no decía nada, yo tampoco, y caminamos así unos quince o veinte pasos, hasta que me giré para ver si aquel chico tomaba conciencia de su error, pero lo que vi fue como se besaba con aquella chica de pantalón de cuero, en el sitio exacto donde lo había intentado con María. Aquella mujer acogía con ansia la lengua de aquel hombre que recibía al menos su premio de consolación, dejándome impactado sin saber yo muy bien por qué motivo, pero la situación de haber estado a punto de besar a María y de ahora besarse con aquella rubia con aquella vehemencia me dejaba tocado. Y aquella tensión tenía que salir por algún lado:

—Pues tu amiguito ahora lo está pasando bien.

—¿Por qué? —preguntó airada, mientras caminábamos.

—Porque se está enrollando con la rubia.

María se giró, y los vio con tanta nitidez como yo. No dijo nada.

Proseguimos la marcha, sin un destino fijo. Yo decepcionado por haber perdido una bala realmente buena, quién sabe si la única, y ella herida en su orgullo, lo cual la hacía aún más deseable.

CAPÍTULO 37

Quise paladear aquella María herida, en su orgullo y en su ego, pero algo sonó o vibró en su bolso mientras, por mero azar, nos plantábamos en la cola para entrar en otro local, e intenté ver quién la llamaba. Todo pasaba extrañamente deprisa desde que aquel chico la había empujado y ella se había mojado, como si aquel empujón hubiera sido un interruptor. Conseguí ver su pantalla y era Álvaro quién la llamaba.

Ella no respondió, lo dejó vibrar y parpadear, pero sin contestar, y sin dudar, y sin hacer aquel resoplido de hastío tan suyo. Me pude fijar entonces en que su ropa estaba completamente seca ya, por lo que me quedaba con las ganas de tener pista alguna de lo que aquel chico había visto o atravesado con su mirada. Recordé entonces aquel momento en el que su pretendiente la había protegido con gran hombría y me preguntaba si aquello a María le había gustado o si le había parecido ridículo o incluso primitivo. Conociéndola me decantaba por lo segundo.

Allí plantados, en aquella cola que apenas avanzaba y sin saber por qué estábamos allí, le pregunté por su súper héroe. Daba la sensación de que ella aún estaba en lo vivido con aquel fornido hombre o en sus mensajes con Edu o en sus llamadas con Álvaro, pues parecía algo ausente, sin plantearse ni dejarse de plantear ir a otro local más accesible.

Roberto. Arquitecto. Poco más. Me llamaba la atención que ella pretendía hablar de él como un lejano error, o una mera chiquillada, cuando seguro aún podía sentir el olor de su piel o el de su colonia, y el tacto de su duro pecho bajo su camisa azul. Por no hablar de aquellos intentos de beso y aquellos susurros en su oído mientras lo intentaba.

—Pues tu distinguido arquitecto… vaya meada se echó en la calle —dije queriendo bajarlo un poco de un pedestal, si bien tampoco María había dado signos claros de encumbrarlo —Estaría bien que le hubieran multado— proseguí.

—Apenas meó, si es que meó, yo creo que fue un numerito.

—¿Cómo que un numerito?

—Pues para enseñármela.

—¿En serio? ¿Se la viste? ¿Y qué tal?

—Pues si la tuviera normalita o como la tuya no la enseñaba. Si la enseña es por algo —dijo de forma despectiva hacia mi, pero yo asumía el golpe sin querer perderme en discusiones.

—Vaya táctica esa de ligar —dije.

—¿Qué?

—Eso, nada, ver que no cuela liarse contigo y sacársela… para convencerte…

—No sé, pero me pareció bastante forzado.

—¿Y al ver que contigo nada se lía con la rubia? ¿O es que le gustó más ella?

—Algo tendrían ya… aunque créeme que no me importa lo más mínimo —quiso zanjar, girándose hacia adelante, pero yo insistí:

—Ya te dije que salieras con el pantalón de cuero… resulta que al chico le iba el cuero y no lo sabíamos... —le espeté queriendo hurgar en lo que fuera que estuviera sintiendo.

Pero María ni contestó ni emitió signo alguno que denotase que mis comentarios la molestaban. Otra vez aquellas conversaciones basadas en mis preguntas para saber más, sus respuestas chulescas y mis contraataques buscando que, ya de no ser franca, al menos saltase.

Abrió su bolso y cogió su móvil. Alguien le había escrito. Contestó. Allí, en la acera, algo tocada por el alcohol, con aquellas piernas largas y torneadas al descubierto y con su torso custodiado sin más incidentes a la vista que un botón de su camisa desabrochado de más, pero que ni con eso mostraba realmente escote.

Su porte se mantenía casi impecable desde que habíamos salido del hotel. Solo su mirada achispada y su melena más revuelta revelaban mínimamente la existencia del alcohol en sus venas. También podía sentir ese calor en su interior, que más que al alcohol, seguro obedecía al bombardeo de vivencias tales como su encuentro con Roberto, los mensajes de Edu, las llamadas de Álvaro y la existencia subyacente de aquel orgasmo atravesado en su cuerpo desde hacía horas.

No había respondido a mi señuelo sobre el pantalón de cuero de la rubia y se enfrascaba en escribirse con Edu, así que insistí:

—Si te digo la verdad te quedaba mejor a ti el pantalón…

Ella me escuchaba, pero seguía con su teléfono.

—Tú lo llenabas bastante más… De hecho en el culo huesudo de la rubia quedaba hasta medio mal.

—Ahora hablamos —dijo seria mientras avanzábamos hasta ser los siguientes, listos para entrar en aquello que era más un pub que un bar y que ya desde fuera se presentían otros decibelios y otra oscuridad.

María guardó el móvil cuando los porteros nos indicaron que entrásemos. El local no era demasiado grande y lo atisbado desde fuera se confirmaba. Fuimos hacia una barra que había en uno de los laterales del pub alargado y pude comprobar que la gente era más o menos de nuestra edad, si bien había también un poco de todo. Para mi desgracia estaba demasiado oscuro como para poder jugar a aquello de vigilar quién la vigilaba. Pedimos una copa y yo ya había perdido la cuenta de mi número y del de María.

Simultáneamente a nuestra entrada en el pub y a pedir las copas, me fui poniendo cada vez más y más nervioso, y es que en un primer momento aquel “ahora hablamos” me había sonado a que, sin más, al entrar seguiríamos hablando de lo que fuera, o discutiendo si era lo que tocaba, pero segundo a segundo me daba la impresión de que quería decirme algo importante. Yo la miraba, para ver si me devolvía la mirada, pero no lo hacía. Pedía la copa o revolvía con la pajita o revisaba su móvil o miraba a su alrededor, pero no me miraba. Aquel “ahora hablamos” iba tornando con celeridad en un “te tengo que decir una cosa”.

Yo la analizaba, guapísima, altiva, y como con cara de querer estar allí, pero de no querer estar allí. Afectada por los intentos de Roberto, por los mensajes de Edu y por las llamadas de Álvaro, y afectada sobre todo por ella misma, que demandaba seguramente una liberación… Ella lo disimulaba como podía; seguramente su gesto de casi permanente chulería era una máscara para no mostrar lo que de verdad sentía, que no era ni más ni menos que un sofoco intenso que la maltrataba, constante, como un martillo.

Conseguí que nuestras miradas conectasen y me tensé. Me aguantó la mirada. Estábamos casi pegados, allí en la barra, y me dijo algo, que no alcancé a entender por el volumen de la música, le pedí que lo repitiera, llevé mi cara hacia ella, mi oído a su boca, y escuché:

—Me siento rara diciéndote esto.

—¿Qué? Dime —dije disimulando un enorme nerviosismo.

—Pues… sabes que estoy… ¿como un poco enganchada a hacerte daño?

—¿Qué? —pregunté a pesar de haberlo entendido y ella lo repitió.

Y entonces me aparté. No entendía demasiado. Y no sabía siquiera si era preocupante o no.

—Por ejemplo. Lo de antes. En la cola. Lo de decirte que… si Roberto tuviera una polla como la tuya no la enseñaría.

—Ya… —dije, sin saber qué sentir, y sin saber a dónde quería llegar.

La dejé que se expresara, que se soltara un poco. Me decía que en ciertos momentos, en los momentos en los que no se sentía atraída por mí, sentía una extraña necesidad de hacerme daño. Yo recordé aquella paja sin ganas de la noche anterior, o aquella pregunta de si me hacía daño el arnés en mi pequeño miembro… Aquella desidia y proteccionismo, rozando la burla… María reconocía que eran ganas de humillarme, palabra que no había sido pronunciada por ella pero que yo quería sacar a la palestra por si todas sus vueltas fueran eufemismos para no pronunciarla.

—¿Pero son ganas de hacerme daño o ganas de humillarme?

—Es lo mismo.

—No… no es lo mismo —repliqué ¿qué es?

—Pues las dos cosas, si lo prefieres así.

Yo sabía que aquello no salía de la nada. Que ella lo venía mascando tiempo atrás y que el alcohol lo estaba haciendo salir. No quería que se me escapara sin confesar todo lo posible.

—¿Pero te apetece hacerme daño o te da morbo humillarme? Porque tampoco es lo mismo…

—Caray, Pablo, no me lo pones fácil —dijo pensativa, dispuesta a colaborar.

—Pues acláramelo, María, porque es que no es lo mismo.

—Pues… sí, me da cierto morbo…

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y eso?

—Pues no lo sé… pero es así… cuando me doy cuenta hago o digo cosas que sé que son humillantes para ti, aunque parece que a ti no te importa demasiado. No sé cómo explicarlo, pero cuanto más… rara estoy, más tengo la necesidad de hacerte daño.

—María, eso me da igual, siempre que… cuando te pase esa… esos días de… necesidad o deseo… vuelvas a estar normal conmigo.

—Ese es el tema… que… en esos días… como tú dices, es ya tan importante hacerte eso como jugar a fantasear con otro.

María llevó su mirada al bolso, lo abrió, quizás escapando un poco de aquella conversación que contenía cada vez palabras más delicadas. Cogió su teléfono móvil y se dispuso a contestar algún mensaje.

—¿Y me vas a contar qué pasa, quién te escribe, qué te pone…?

—Nada… No pasa nada. Por mi esta copa y nos vamos— dijo seria.

—¿Nos vamos a dónde?

—Pues al hotel —respondió mientras tecleaba.

—¿A qué? ¿A leer con calma las guarradas que te escribe Edu?

Estaba convencido de que me había oído, pero no me respondía, y tecleaba, y borraba, más por el alcohol seguramente que por los nervios. O quizás por ambas cosas si ella se estaba lanzando.

Lo que él le escribía me lo podía suponer, lo que ella le respondía solo lo podía imaginar. Y es que ya no eran párrafos largos, sino una interactuación. Intenté leer desde mi posición y para mi sorpresa no me pareció que apareciera el nombre de “Edu” en la parte superior. Intenté leer algo del texto y solo entendía palabras sueltas y no eran palabras que desprendiesen nada fuera de tono.

La vi tremendamente deseable. Me acerqué a ella y ella apartó el teléfono. Mi movimiento era inocente, improvisado, aunque entrañaba un deseo puro. Simplemente era mi novia y quería besarla, sentirla.

—¿Qué haces? —preguntó al notarme tan cerca que nuestros pechos casi contactaban. Pero aquella pregunta denotaba no solo sorpresa sino un desaire, casi un reproche. Lo cual me llevó a aquello de que llegaba a sentir verdadero rechazo por mí en momentos de máxima excitación.

—Quiero besarte… María… —le susurré, deseando tanto el beso como la humillación de que me lo negara.

Ella no quiso o no supo decirme que no, pero tampoco aportaba receptividad. Posé mi copa en la barra y colé mis manos por dentro de su americana, hasta palpar su cintura sobre la camisa. María se echó ligeramente hacia atrás, sin apartarme y girando la cabeza, como si no quisiera aquel avance pero no se decidiera a esquivarme, como si fuera un abuso pactado pero no por ello agradable.

—Pablo… no me toques…

—¿Por qué? —pregunté con mi cara casi pegada a la suya, con mis manos subiendo sobre su camisa, por su torso, por su vientre.

—Sabes que en estos momentos no me apetece. Ya lo sabes.

—Dime por qué no te apetece.

—Ya lo sabes.

—Sí, pero quiero oírlo —dije separando un poco mi cara, para mirarla, mientras una de mis manos descendía para buscar su culo, cubierto por sus shorts, del mismo color que la chaqueta.

María, incomodísima, como si de verdad estuvieran abusando de ella, dejaba aquella mano descender hasta su trasero. Aparté la parte baja de su camisa para palpar aquel pantalón corto, para palpar su culo, mientras miraba como efectivamente se le transparentaba un poco el sujetador bajo la fina camisa de seda blanca.

—¿Quieres oírlo? Aparta la mano.

—Sí —dije llevando de nuevo ambas manos a su cintura.

—No quiero que me toques porque… tienes una mierda de polla… que no me… llega.

—Pero no quiero follarte, solo… tocarte o besarte.

—Da igual… es tenerte así… cerca… en actitud... sexual… y… no sé, me desagrada.

—¿Y qué piensas de mi cuando te miro mientras te follan? —dije buscando descaradamente que ella sacara ese morbo por humillarme.

—Pienso que eres un paria —dijo utilizando aquella palabra que no recordaba haberle escuchado nunca.

—¿Sí?

—Sí, que eres un paria y que deberías aprender a follar.

—¿Ah sí…? No me digas… ¿Follo tan mal?

—Bueno, con esa polla da un poco igual como te muevas.

—¿Crees que Roberto folla mejor? No te pregunto por Edu… o Álvaro… o Guille… porque sabes perfectamente que tal follan... —dije recreándome en la enumeración, buscando su enfado.

—Seguro que sí.

—¿Y qué tal su polla? —pregunté aventurándome a acercar mi cara a la suya y a subir una mano por el lateral de su torso, buscando palpar uno de sus pechos por un flanco.

—Pues bastante bien… ya te lo he dicho —respondía mientras recibía un beso en la mejilla.

Era un beso tierno, pero a la vez contenía el deseo más puro. Notar el rechazo me hacía desearla aún más. Su piel me pareció más suave que nunca y se pudo escuchar el sonido del beso a pesar de los decibelios. Un “apártate… no seas pesado” salió en un susurro de su boca y pude sentir el agrado, el morbo de ella por aquella frase.

—No quiero apartarme —susurré, con nuestras caras pegadas, con nuestros cuerpos pegados… cuando noté algo en mi entrepierna. Sobre mi pantalón.

—¿Tú crees que con esta mierda de polla puedes intentar... calentarme... o besarme? —susurró, encendida, y no por mí, sino por todo lo que llevaba y por humillarme.

Mis labios buscaron los suyos y para mi sorpresa encontraron su meta. Nuestros labios se tocaban y mi boca se abría… llegando a tocar mi lengua con la suya… mientras su mano seguía sobre mi entrepierna y una de las mías ya rozaba uno de sus pechos sobre la camisa que sentí delicadísima. El beso era húmedo, lento, pero sobre todo muy extraño. Yo disfrutaba del beso por sentir su boca y su lengua ardientes y ella lo disfrutaba porque disfrutaba de que aquel beso le produjera repulsa. Nuestras lenguas jugaban, compartían una la humedad de la otra… y nuestros labios se estiraban y comencé a notar como su mano apretaba mi miembro hasta casi hacerme daño. Tras unos instantes de gloria míos y desagrado suyo, ella cortó el beso y me apartó.

Nos quedamos en silencio. María bebió de su copa. Me miró. Podía sentir su repulsa, hasta su arrepentimiento por aquel beso que seguramente no le había compensado; no le había compensado el morbo de humillarme mezclado con haber tenido que sentir mi boca, mi lengua y mi polla.

—Dime alguien —dijo María, de repente, sorprendiéndome.

—¿Cómo que alguien?

—Sí, venga. Dime alguien de aquí… alguien al que quisieras ver cómo me folla.

Yo, infartado, la miré, con la densa melena sobre parte de la cara, que brillaba por el sudor, con la americana abierta y su pecho marcando un relieve tremendo y transparentando con sutileza y erotismo su sujetador… Su mirada encendida, sus piernas esbeltas, finas… sus sugerentes zapatos de tacón… no me lo podía creer. Miré entonces a mi alrededor y vi en seguida, casi a nuestro lado, a un chico con una camisa verde a rayas y el pelo un poco largo y castaño, que se daba un aire a Edu, pero más joven.

—Ese, el de verde —le dije temblando, nerviosísimo, sin saber si hablaba completamente en serio o si era solo un juego macabro derivado de su morbo por humillarme.

Ella se giró para mirarle y yo tenía esperanzas, pues se podría decir que entraba dentro de sus cánones. Se giró entonces de vuelta hacia mí, dedicándole tan poco tiempo al chico que me dio la sensación de que ya se había percatado antes de su presencia.

—Pues venga. Ve y explícaselo.

CAPÍTULO 38

Pasmado. Atacado. La miraba para que su gesto me revelase si me lo decía en serio o si solo estaba jugando conmigo. Su semblante sobrio e impertérrito no me ayudaba lo más mínimo. Bebía de su copa y ojeaba su teléfono móvil, como si tuviera todo el tiempo del mundo, indicándome que era mi turno.

Miré al chico, el cual al estar de medio lado no podía ver bien su cara. La miré de nuevo a ella que seguía en idéntica pose y actitud. Y yo seguía sin acabármelo de creer. No le pegaba nada aquella propuesta tan directa, pues aun pudiendo sentir deseo, lo impropio era reconocerlo así. Con un desconocido, además.

Pero por otro lado entendía que su situación era límite, no se podía engañar más. Los dos sabíamos que en los últimos cinco años… lo que era follar, lo que era follar realmente solo lo había hecho dos veces. Dos veces en cinco años. La pregunta estaba sobre la mesa: ¿Hasta dónde podría aguantar ella ya más? Entre su orgasmo inacabado y dilatado, sus mensajes con Edu… Roberto follándose seguramente a la chica de los pantalones de cuero… las llamadas de Álvaro… Empezaba a pensar que si realmente hablaba en serio no estaría mostrando deseo sino mera humanidad… Simple necesidad física.

Otra vez miré al chico, custodiado por dos amigos, los cuales me daba la sensación de que tenían a María tan controlada como ella al de verde, pues la miraban de reojo de vez en cuando. Y miré a María otra vez y pensé que ella no podría ya, de ninguna manera, volver sin más a nuestro hotel… a disfrazarme de Edu… a ponerme aquel arnés y a fingir insanamente… Me parecía hasta humillante para ella introducirse una vez más aquella enorme polla de goma atada a mí.

Metió su teléfono en su bolso y me pidió que se lo sujetase. Comenzó entonces a quitarse la americana larga y me la dio, pidiéndome de vuelta su bolso. Se remangaba la camisa blanca con parsimonia, con una parsimonia que me atacaba por no atreverme a hablar con el chico a la vez que me atacaba con su exasperante sensualidad. Se gustaba. Sin duda se gustaba arremangándose y colocándose aquella prenda que caía impecable por su torso, creando una luminosidad mayor allí donde se encontraba. Ella, así, sin enseñar nada de escote, sin marcar casi curvas proyectaba un erotismo mucho mayor que el de cualquier chiquilla de aquel local.

Aquel movimiento, aquel gustarse… No sabía si era dedicado a sí misma o al chico en cuestión. Se recogió un poco la melena hacia arriba, de nuevo como si sintiera especial calor en la nuca… y me miró… Me clavó los ojos como en un gesto forzado que yo no sabía si expresaba deseo o mero calor, pero seguro agobio… ¿Por la gente? ¿O por su propio cuerpo? Su mirada encendida, brillante por el alcohol, sus piernas largas… sus tetas marcando la camisa que tapaba sus shorts de nuevo pareciendo que solo llevaba la camisa y nada más… Me daba un morbo tremendo y comencé a visionar de verdad que yo hablaba con el de verde, que se la ofrecía, que se la entregaba.

Bebió de su copa y pude ver más claramente sujetador transparentándose, a contraluz, con aquel color azul grisáceo… haciendo lo posible por contener aquellos pechos turgentes… que le exigían de forma especial a la prenda al no tener este sujetador tiras que pudieran cooperar.

—¿Qué? ¿No te atreves? —preguntó— Me voy al aseo un momento.

Me dejaba como guardián de su americana y se daba la vuelta. Yo le iba a decir que si se iba no le podría decir al chico qué mujer era la ofrecida, pero en seguida pensé que nadie en veinte metros cuadrados no se habría dado cuenta de la presencia de aquella elegante mujer fatal de camisa de seda blanca.

Enfilaba un camino que la llevaría a los servicios, pero antes tendría que cruzar el territorio del de verde y de sus dos amigos. Ellos agradecieron su invasión, pero no comentaron nada, sino que guardaron para sí sus sentimientos, sus deseos… y sus ganas… que sin duda les despertaba.

María no hizo nada por llamar su atención, ni siquiera pasó por el medio sino por un disimulado flanco, pero era imposible no ver aquella mancha brillante y blanca que levitaba por aquel pub.

El cuchicheo vino después. Aquel murmullo que me mataba del morbo. Y miré al de verde y pensé que no se podría ni imaginar la suerte que podría estar a punto de tener, solo era necesario que yo le echase lo que tenía que echarle y que María hablase realmente en serio.

Veía a María intentar abrirse paso hasta que llegó a un grupo que no podía ni cruzar ni bordear, por lo que, desesperada, tuvo que esperar y se giró un poco, y su mirada no fue hacia mí, sino hacia el chico de verde que no dejaba de seguirla con los ojos. Y pude notar como sus miradas se cruzaban. Sin decirse nada. Tres, cuatro segundos, eternos, que me tensaban hasta sentir mi sangre bombear por todo mi cuerpo. Se aguantaban la mirada, como reconociéndose, como si entre guapos se entendieran.

Aquel cruce de miradas me hizo pensar que María realmente hablaba en serio y yo bebía de mi copa en tragos aleatorios y casi involuntarios mientras me decía a mí mismo que necesitaba una frase, una frase para empezar, para sacarlo de sus amigos y explicarle aquella locura.

Era cierto que ya lo había hecho con Edu casi un año atrás pero no era lo mismo decirle a un compañero de trabajo “le gustas a María, tenemos que hablar”, que decirle a aquel chico “¿Sabes la de camisa blanca que estaba conmigo? Pues es mi prometida, pero queremos que… te la folles… Ven a nuestro hotel esta noche, tú te la follas y yo os miro”.

Justo después de dar un trago pude sentir la mirada del de verde sobre mí, como si fuera un sexto sentido y, efectivamente, me estaba mirando. Mi mirada aguantó un par de segundos hasta que la desvié, sintiendo una presión agobiante. Sin duda el chico, bastante moreno, de cara afilada, era muy agraciado, pero lo asfixiante no era eso, sino el hecho de que me había mirado tras cruzar su mirada con María, casi como si pudiera saber algo que era imposible de saber.

“¿Te puedo decir algo un momento?” sería mi frase inicial, y tras, eso, le preguntaría por la mujer de la camisa blanca, él me diría que sabía a quién me refería… y después… Después no sabía qué decirle.

Miraba a sus amigos en actitud de cacería absoluta, mientras él se cuidaba más de no dar esa imagen, como si estuviera a otro nivel. Yo me pedía un chupito de valentía que me tomaba de un trago entretanto decidía ir sin más, con mis dos primeras frases…

Cuando vi a María acercarse, de nuevo aquella luz lisa y blanca adornada por una melena densa, navegando entre corrillos, borrachos y miradas sucias. Bordeando al de verde y a sus amigos sin darles nada más que su mirada esquiva y su espalda, que transparentaba sutilmente y si te querías fijar, la parte trasera del sujetador.

María llegaba a mí y no me decía nada, dando por hecha y sentada mi cobardía. Mientras yo alzaba la mirada y veía al chico de camisa rayas agacharse un poco pues una chica le hablaba. Él no se había movido de su sitio, por lo que deducía que el atacado era él. De su lenguaje gestual no se desprendía trato alguno. A mi pusilanimidad se unía entonces otro elemento contra el que luchar, una morena delgadita, en algo que parecía ser una falda vaquera y una camisa amarilla bastante grande, como de chico, en un atuendo muy informal, pero que le daba cierto flow; no parecía ropa de salir, parecía como si viniera directamente de un terraceo que se le había complicado.

Mi novia volvía a su teléfono, alternándolo con una especie de trance que yo podía suponer su significado, pero no conocer a ciencia cierta, y yo intentaba adivinar si aquella chica sería rival: la catalogué como normalita, con su gracia, pero con una nariz prominente que la hacía descender peldaños en términos de belleza pura.

Quizás me quiso dar más tiempo, o una última oportunidad. O quizás solo quería que hablase con el chico para mandarme a la mierda y dejarme en ridículo… Pero el caso es que se hizo con su americana y me dijo que se la llevaba al ropero. Y otra vez las miradas de los amigos, pero esta vez el de verde, el objetivo, no miró, pues se mantenía permanentemente con la cabeza baja para escuchar a la de amarillo.

Ahora sí. Tan pronto aquella chica chocase con la realidad de que aquel chico estaba llamado a cotas mayores, iría hacia él a decirle lo que ya muchos minutos atrás tendría que haberle dicho.

Me tuve que apartar de la barra porque se hizo demasiado preciada y, desesperado, no quitaba ojo de aquella insistente chica y del de rayas verdes, esperando turno con una resignación contenida, pues sabía que mi oferta sería mucho más interesante para él, pero sabiendo que aun así debería respetar el turno.

No me lo podía creer. Mi copa se acababa pero no así la persistencia de la chica que ya conseguía una conversación completamente privada. Ya no era una chica entrando en un grupo de chicos, sino dos amigos por un lado y una pareja por el otro. Mi angustia no hacía sino aumentar, sobre todo cuando empecé a plantearme que pudieran besarse en cualquier momento.

La cosa solo podía empeorar de una manera, y así sucedió, y es que esa manera era María apareciendo de nuevo y otra vez sin preguntarme si me había atrevido, pues era obvio que no. Yo casi ni osaba mirarla. Pensé en volver a preguntarle si de verdad lo decía en serio, como si esa fuera la excusa por la cual no había ido a hablar con el chico, pero no lo hice, pues sabía que aunque hubiera sido un farol ella lo jugaría hasta el final.

María me castigaba no solo con su silencio sino con su inexpresividad. Quise huir de ella y volver al de verde, para ver si aquello aún tendría solución, pero aquello pintaba cada vez peor. Llegué a plantearme proponerle a ella alguno de aquellos dos amigos del objetivo original, pero temí su respuesta y en esos temores estaba cuando se produjo el temor mayor: el chico de la camisa verde a rayas y la chica de la nariz destacable pegaban sus caras y tras varios besos en las mejillas respectivas, sin prisa, pues estaba ya todo hecho, sus labios se buscaron, primero en forma de varios picos, después se buscaron sus miradas; hubo una medio sonrisa de ella y después un beso con lengua que marcaba el fin absoluto de la propuesta real o engañosa de María.

No le dije nada, pero no tardó en enterarse, y no me dijo tampoco nada ella a mí. Lo peculiar fue que no se cortaba en mirarles, sin ser descarada pero sin evitarlo. Y, cierto o no, me daba la impresión de que alguna vez, tras besarse, el chico le echaba un ojo a María y ella aguantaba el envite, y yo no entendía qué podría significar aquello. Quizás aquel cruce de miradas encarnaba un “otro día”, o quizás un “tenías que haber venido tú a mi” recíproco.

Álvaro, Roberto, este chico… tres balas malgastadas en la misma noche. Y yo miraba a María que seguía fingiendo que no pasaba nada, fingiendo que no era sexo en sí misma a punto de explotar. Pero yo me preguntaba cómo iba a aguantar aquello, con qué ganas, con qué integridad podría volver al hotel conmigo a ensartarse una goma inerte y tibia… Y más cuando simultáneamente Roberto estaría con la del pantalón de cuero… el de verde con la de camisa amarilla… Álvaro seguramente follando con Sofía… Edu con cualquiera que se encontrase y si no con Begoña… y hasta Víctor seguramente se follaba a gusto a aquella tal Sarah.

María, tensa, indisimulablemente acalorada, se dividía entre ojear su móvil o mirar los besos de aquella pareja. Y nada más, pues yo ya no existía. Y casi prefería eso, pues daba toda la sensación de que en el momento en el que me hablase, sería para decirme que quería marcharse al hotel.

Los que parecía que tenían prisa por marcharse era ellos, la pareja que, una vez se había dado el primer beso con lengua, no había pronunciado más palabra, dejando la conversación previa en un instrumento protocolario descarado. Y efectivamente, de la mano, se perdían en dirección a la puerta de salida, confirmando mis presagios de que aquellos dos follarían aquella misma noche.

Aquello ya no tenía ningún sentido. Hacía por lo menos diez o quince minutos que María y yo habíamos perdido, a menos que ella guardase en su móvil párrafos de Edu que la hicieran pensar que de aquella noche sacaba una victoria pírrica.

La miré, con su permanente móvil en la mano, si bien ella apenas tecleaba, casi solo leía y de vez en cuando. Cuando, en ese momento sí escribió ella, y yo, muy cerca, pude leer claramente algo que me chocó tremendamente, haciéndome pensar que pudiera quedar bastante más noche de la que podía suponer. En su pantalla, en un chat abierto, escrito por ella, apareció:

“Estamos en la barra de la derecha”.

Mi pecho se oprimió. Dudé en exigir inmediatamente explicación de aquello. De su contenido, de quién, de por qué, de para qué. Pero era terriblemente obvio que hablaba con Álvaro.

De golpe. Así. De la nada al todo.

Estaba hecho. Y yo sin saberlo. Sin olérmelo. Estaba hecho.

Sin más. Ya estaba. No había ya nada que hacer. Y yo, egoísta, no me decepcionaba porque María acabara follando, sino porque sabía que seguramente Álvaro no me permitiría estar presente.