Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 34 y 35)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 34

Deseaba que se desvaneciera mi erección pues estaba inmerso en una extraña vergüenza, pero de la que una vez embarcado no podía saltar. Titubeé en una respuesta imprecisa y lo cierto era que si bien había pensado en su momento en salir suficientemente arreglado, llegaba a sentir que resultaba humillante arreglarse con especial ahínco precisamente durante aquellos contextos, aquellos momentos de líbido de María, en los que yo le producía casi repulsa física.

Opté entonces por unos vaqueros, una camiseta y un jersey al hombro por si la noche acababa enfriando y, mientras mi miembro descendía, yo lo contemplaba y entendía que ella, que mi polla, había sido y seguía siendo una protagonista latente de todo lo que nos estaba pasando. Pensaba que si yo le contara a alguien que María en poco más de un año, aunque empujada por mí, lo hubiera hecho con tres hombres, pudiera pensar que la víctima era yo, pero si viera mi minúscula polla y su cuerpo desnudo, pensaría, como mínimo, que no había culpables.

Comenzaba a vestirme cuando vi mi teléfono iluminarse, era mi amigo Juanjo que me llamaba. Aquel chico no proponía sino que hablaba en hechos consumados: “Cómo no me avisas antes”. “Tenemos que vernos, no me jodas”. “Es increíble que aún no conozca a María”. “Id al garito que queráis de Malasaña que me desmarco un rato de mis amigos y en una hora estoy ahí”.

Mientras hablaba con él seguía afectado por lo vivido instantes atrás, recordando aquellos textos de Edu, concretamente la forma en la que se había referido a mí, quizás con cierto retintín, sobre todo cuando hablaba de que con mi mínima polla apenas María podría colgar allí sus bragas, pero sin apenas rastro de sadismo o de ganas de batalla. De hecho, hasta referirse a mí sin usar aquel molesto diminutivo, resultaba extraño, y yo llegaba a agradecerlo. Recordé aquellos meses en los que Edu parecía disfrutar humillándome, como si quisiera explorar aquel camino, camino que finalmente abandonaría, quién sabe por qué, quizás porque tampoco encontraba en él una satisfacción especial; seguramente no solo María y yo estuviéramos conociéndonos a nosotros mismos en aquella locura sino también el propio Edu.

Colgué el teléfono y terminé de vestirme mientras veía como María volvía a ponerse aquellos tacones, aquellos shorts, aquella camisa blanca y aquella americana larga azul marina. Sobre si se obsequiaba a sí misma con aquel sujetador de puta la respuesta era que no, sobre si se obsequiaba a sí misma con la humedad de las bragas, seguramente caladas, que habían colgado de mi miembro impostado, la respuesta era igualmente negativa. A cambio me daba, o se daba, unas bragas color azul celeste, casi grisáceo y un sujetador de idéntico color, más contundente, aunque sin tirantes, con más tela y encaje, aunque evidenciando cierta transparencia en la zona de las areolas, y desde luego más acorde a las dimensiones que debía tapar; potente, elegante, semi transparente y azul grisáceo, todo ello junto me hacía sospechar que fuera también de adquisición reciente.

Enésimo taxi, enésima distancia, y yo le contaba los planes de mi amigo y ella no necesitaba aclararme que no quería pasar demasiado tiempo con él, pues sabía de sobra que yo pensaba lo mismo. Otra vez buscábamos situaciones similares aunque con fines y motivaciones diferentes.

Salimos del vehículo y fue la cuarta vez que alguien desaprovechaba la oportunidad no solo de mirar con deseo a María sino de mirarme a mí con incredulidad. Por eso ansiaba que se diera cuanto antes esa morbosa y bendita situación.

Parados en el medio de la calle, fuertemente iluminados por la luz amarilla de las farolas, casi como si fuera de día, pude ver como Álvaro la llamaba. Allí, ambos quietos, de pie. María sabía que yo lo había visto y yo sabía que ella no iba a responder a aquella llamada.

—¿No decía que se encontraría con Sofía? —pregunté.

—Sí.

—Lo planteaba como un ahora o nunca, ¿no? —incidí sabiendo que mis frases pudieran molestarla y que su hastío por Álvaro lo podría acabar pagando yo.

—Es un pesado —zanjó ella, dando un paso, dándome a entender que aceptaba cualquier bar, mismamente el que teníamos a pocos metros.

Cuando me pude dar cuenta entrábamos en aquel pub, ella delante y yo detrás, lo cual me permitiría comprobar si tendríamos otro caso como en el vagón del tren, o como el de aquel bar que quedaba ya tan lejano. Hubo destellos, pero aislados, insuficientes, miradas de admiración, pero no lo suficientemente sucias como para colmarme.

Dos barras, música algo alta y demasiada luz. Un dos por uno que anunciaba resacas terribles y demasiadas mesas y taburetes bajos, hasta en las esquinas más recónditas. Le escribí a Juanjo y acodados en la barra comenzábamos a beber y ella le hacía caso a su móvil, pero solo de vez en cuando. Pasaban los minutos y no conseguíamos mantener una conversación fluida y es que no es que tuviéramos un elefante en la habitación, sino cuatro o cinco.

Teníamos su mamada figurada a Víctor, su “no” a Álvaro, sus mensajes con Edu que continuaban, su extraña pretensión para aquella noche y la casi imposible aspiración mía.

Allí, en la barra, mientras veía que María estaba menos pendiente de su móvil de lo que yo querría, pensaba en el plan revelado por ella y no acaba de encontrarlo lógico: Recibir guarradas por mensaje de Edu, quizás dejarse atacar ligeramente por alguien, seguro gustarse… y usar esos elementos… ¿para? Y es que quién iría con ella al hotel sería yo, así que, por mucha excitación que acumulase, todo acabaría por acabar introduciéndose un cilindro insípido. Conmigo.

Seguía dándole vueltas a sus aspiraciones y la veía ciertamente contenida. Con la chaqueta desabrochada pero algo cerrada, con la camisa sin escote alguno, con aquellas piernas desnudas que no se podían vislumbrar entre el gentío, con el culo embutido en aquellos shorts pero tapados por la americana. Yo sabía que allí había una bomba y alguien que se acercase y la escanease también lo vería, pero en aquel momento casi hasta pasaba desapercibida, para mi desesperación.

A pesar de todo el morbo que había sobre la mesa me resultaba casi imposible utilizarlo. ¿Cómo, repudiándome sexualmente en aquellos momentos de líbido desorbitado, podría precisamente yo sacar a la palestra aquellos temas?

Pero pasó entonces algo sorprendente. De todo lo que pudiera salvarnos en aquel contexto, nunca hubiera pensado que fuera una persona, su amiga Inés, aquella chica que estaba de cumpleaños y a la cual María había felicitado, quién pudiera surgir para sacarnos del apuro; y me refiero en plural pues obviamente María no estaba tampoco a gusto, en otra ciudad, bebiendo en silencio, incómoda, terriblemente incómoda, con su propio prometido.

Y es que de Inés saltamos a una amiga común de ellas, Mamen, la cual yo conocía de haber coincidido con ella no más de cuatro o cinco veces y de haberle cotilleado vagamente en redes sociales; y una anécdota en la que ella era la protagonista acabó con aquel silencio asfixiante y recortó un poco aquella distancia.

—Sí, me acuerdo de ella, sí —le dije omitiendo que tan pronto había escuchando su nombre había recordado que la chica era guapa hasta decir basta.

—Pues lo que te estaba contando, que a finales del verano pasado, que también tela que Inés no me lo haya contado hasta hoy, estaba saliendo con estas y se encontraron de casualidad a uno que es modelo, no sé si sabrás quién es.

María me dijo su nombre y me sonaba. Lo buscamos en internet y efectivamente aquel chico no solo era modelo reconocido a nivel nacional sino más allá.

—Es guapísimo, yo creo que es el modelo más guapo que hay, sin ser yo muy de modelos —dijo María mientras yo no podía hacer otra cosa que darle la razón mientras miraba imágenes de anuncios en los que él era realmente el producto.

Fue ciertamente un respiro aquella conversación. Los dos lo sabíamos y agradecíamos aquella bajada de pulsaciones, que no sabíamos cuanto podría durar, pero sin duda era un alivio poder ser un poco nosotros… después de lo vivido en el hotel, de su casi visita a Álvaro, de sus confesiones en el tren, de su comida con Edu… de su narración en la cena de la que habían pasado solo veinticuatro horas... y que parecía una eternidad…

—Bueno… ¿Y qué? —pregunté desviando la mirada de mi móvil para enfocarme en ella, en sus labios carnosos, tiernos y sugerentes, en su mirada encendida por estar a punto de contar algo importante, en la blancura de los cuellos de su camisa en contraste con su perenne tez morena y su melena castaña.

—Pues… nada… sabes que Mamen tiene novio. Tiene novio además desde hace… bueno, es que ni me acuerdo.

—Sí, sí —respondí. Lo que no le aclaré fue que lo sabía sobre todo por cómo bombardeaba la propia Mamen en redes sociales con lo guapos y felices que eran.

—Bueno… pues… —dijo marcando los tiempos, alegre y súbitamente achispada— pues el chico le fue a hablar a ella. Directo.

—Modelo, pero no tonto.

—No, no, para nada. Debió de ver un poco… como que estaban de cotilleo mirándole y se fue a hablar con ella. Bueno, esto me lo acabo de inventar —sonrió— pero algo así sería. Y bueno… no sé, se tomaron una copa, no sé, y estas flipando, claro. Al parecer el chico guapísimo, incluso más en persona.

—Vale... ¿y?

—Pues… eso… que en esto que Mamen se aparta, vuelve con ellas, no sé, o es él el que vuelve con la gente con la que estuviera.

—¿Y ya está? —pregunté.

—No, no. Espera. Entonces Inés le pregunta, lo típico, que de qué han hablado y tal. Y ella le dice que el chico le dijo directamente que se fuera con él al hotel. Ella le dijo que tenía novio, y él que estaba de paso, que bla bla… que lo que ella viera. Y claro, Inés, que sabe como es Mamen... que tiene novio y que nunca existe nadie más para ella... le dijo que qué pena que no hubiera elegido a otra.

—Otra no iba a elegir… —no pude evitar decir sabiendo la diferencia de atractivo físico entre Mamen y las demás del grupo. No es que fueran todas feas, había alguna que no estaba mal, pero Mamen estaba en otro nivel.

—Ya… pues en esto que Inés ve como Mamen le escribe a su novio y se lo cuenta.

—¿Le cuenta el qué?

—Pues le cuenta que se ha encontrado con ese modelo y que le ha propuesto eso y que qué hace.

—¿En serio? —pregunté, metido en la historia, solapando sus palabras.

—Sí, en serio, y el novio le dice algo en plan… porque Inés como que lo estaba medio viendo lo que se escribían pero después Mamen se lo contó bien. Pues que el novio en plan… pues… ¿y qué hace aquí? ¿y qué vas a hacer…? Y ella que está de paso y que… precisamente le está preguntando a él qué hacer. Y nada. Que…

—Joder… qué locura… ¿no? —dije siendo consciente de que, aun siendo una locura, era mucho menos locura que lo que llevábamos meses viviendo nosotros.

—Pues… eso… que el novio le acaba diciendo que por él que bien, que entiende que es un tío que está increíble, como lo más… top… y que si quiere y siendo obviamente solo sexo que folle con él.

—Joder… pero… ¿Ya habían hecho cosas? —pregunté refiriéndome a cosas similares a las nuestras.

—No, no. Para nada. O sea, surgió así y de la nada…

—¿Y…?

—Pues nada. Que Mamen se acercó a él, hablaron medio minuto y se fueron.

—Se la llevó al hotel.

—Eso es.

—¿Y?

—No sé. De eso ya no contó nada. Se la… eso… qué fuerte… —dijo mirando de nuevo la foto de él en el teléfono móvil.

—Oye… pues… tiene puntillo la historia —dije impactado y sabiendo que aquella anécdota, aquella conversación nos daba aire, nos quitaba un poco la asfixia de aquellas últimas veinticuatro horas.

—Sí que tiene puntillo, sí —dijo ella, sorprendiéndome un poco, reconociendo lo morboso de la situación, aunque fuera una amiga suya la protagonista, sorbiendo de la pajita, mientras yo pensaba lo bien que estaría eso de ser guapo a morir, para poder llegar a un pub así y elegir, si bien yo casi me conformaba con tener un miembro normal, aunque, de tenerlo, seguro no estaría embarcado en aquella locura de la que no quería escapar.

Pensaba aquello y de nuevo mi minúscula polla era señalada como el gran detonante, pues sabía que con algo decente María nunca hubiera caído, que todo salía de una insatisfacción puramente física.

Aquella conversación nos sirvió de trampolín para hablar más distendidos y para tomarnos otra copa. María se fue al cuarto de baño y entonces por fin pude ver a dos chicos escaneándola y conspirando. Pero yo aún quería más.

Ella volvió de los aseos casi a la vez que Juanjo hacía acto de presencia, y no lo hacía solo, sino con un amigo. Nos saludamos con aprecio real, con efusividad medida y no impostada e inmediatamente después me presentó a su amigo, Rafa, un chico menudo y pelirrojo, con gafas, no demasiado agraciado y yo les presentaba a María.

Sabíamos que no podríamos conseguir una mesa, así que nos hicimos un hueco de pie, en la barra, como pudimos. Juanjo pedía dos copas, para él y su amigo, y nos preguntaba el por qué del honor de encontrarse con nosotros en Madrid. Mientras yo no sabía muy qué mentira contar, porque ciertamente no era explicable nuestra situación, pude ver con el rabillo del ojo lo que llevaba tiempo buscando.

Sí, por fin vi lo que llevaba horas ansiando, aquella mirada, sucia, lasciva, casi repugnante, la mirada del tal Rafa, sobre María. Sobre su pecho bajo la camisa, sobre los pezones que se podían adivinar marcando mínimamente la seda blanca si te detenías sin disimulo, sobre sus piernas largas, sobre su estilo, sobre su proyección de mujer engreída, sobre su irradiación de sexualidad contenida.

Y sentí mi corazón acelerarse y sentí el rubor de María, que, a aquellas alturas, detectaba tan rápido como yo aquellas miradas, aquella sucia lujuria, aquellas ganas de… Aquellas ganas de follarla que Rafa no podía evitar exteriorizar.

CAPÍTULO 35

Prestaba la merecida y pertinente atención a Juanjo, pero con un sentimiento agradable, una especie de trasfondo, de poso, de sentir una extraña felicidad. Sí, felicidad podría ser incluso la palabra, por imponente que suene siempre, y me envolvía como consecuencia de poder sentir el inapropiado acoso de Rafa sobre María. Por supuesto no era un acoso real, de actos, si no de imaginación, de deseo sucio y culpable.

Con ese sentimiento tan positivo me enfrascaba en una conversación con mi amigo del cual asomaban unas ojeras desconocidas, pero mantenía la mirada brillante y jovial. Con una complexión similar a la mía, con su característico pelo rizado, sin atisbo de entradas, vividor y soltero vocacional.

En ningún momento, ni durante la presentación, ni mientras hablaba conmigo, había revisado de forma extraña a María, y lo cierto era que de él solo podía esperar eso. No solo nunca había mirado con intención ilegítima a ninguna novia de amigo, sino que ni siquiera se le podría calificar como ligón pese a su dilatada soltería. Había salido todas las noches posibles, pero siempre lo hacía para coger el punto exacto, como cuando alguien ya es plenamente conocedor de su cuerpo; siempre sin meterse en líos, sabiendo cuando retirarse y no haciendo en absoluto de la caza su motivación primaria, ni siquiera secundaria.

Mientras recordábamos tiempos felices y anécdotas gastadas podía comprobar de vez en cuando a su amigo. No era necesario conocerle para saber de su sobre excitación, de sus nervios, pues era obvio que aquel no podía ser su estado normal o natural. Le hablaba a María, yo podía oírle, y la intentaba embaucar bajo el pretexto de que ellos no conocían las anécdotas ni la gente de la que hablábamos Juanjo y yo.

Obviamente no era su objetivo conquistarla, pero no podía evitar mirarla, remirarla y degustarla. Como si viera en ella, en sí, una película erótica, de las que uno no ve con la intención de llegar a un clímax físico, sino para deleitarse con un regusto tenso, sexual, morboso y permanente, que le impide a uno apartar los ojos de la pantalla.

María no le hacía demasiado caso, lo justo para no ser descaradamente déspota. Además estaba su conversación a distancia con Edu, aquellos párrafos obscenos que parecía seguían apareciendo. Y es que yo veía que escribía algo y después debía de recibir algo más extenso y contundente pues, tras sonreirle a Rafa, sin ganas, tras cualquier intento de captar su atención, se la podía ver leyendo y desplazando el dedo por la pantalla de su teléfono.

Me preguntaba si le estaría contando a Edu que tenía un amago de pretendiente o si Rafa era tan insignificante que ni valdría la pena mencionarle. Y, mientras me preguntaba aquello, la observaba a ella, la cual cada vez parecía brillar con más fuerza, cada vez parecía más llamativa, más imponente, como si su belleza y elegancia aun fueran más tremendas cuando surgía algo o alguien sobre el que aplicar comparación.

Llegamos a pedir otra ronda mientras se sucedían nuestras risas melancólicas y nuestras anécdotas, mi felicidad interior, los nervios del pelirrojo, los mensajes de Edu y la altanería de María. Pero, un rato más tarde, ella y yo, llegamos a tener un momento de intimidad, pues Rafa se fue al aseo y Juanjo se detenía a hablar con un amigo o conocido. Yo, consciente de tener mi tapón de la desinhibición medio sacado como consecuencia de la tercera ginebra, le pregunté a María sobre quién era aquella persona que le escribía tanto. Sabía que Edu sería uno, pero sospechaba, o deseaba con fuerza, que quizás Álvaro le estuviera escribiendo también.

—Pues Edu. Ya lo sabes.

María oteaba al bar con desgana. Con el móvil en aquel momento en el bolso. Yo sabía que debía apresurarme si quería sacar un tema interesante pues nuestra soledad duraría poco. Así que solté una bomba, sin preaviso, sin anestesia:

—Casi… te folla Víctor al final —dije recordando aquel momento en el que, representando que era aquel enjuto cuarentón, me había colocado tras ella y ella casi había accedido a ser penetrada… Lo dije siendo plenamente consciente de que aquello no le sentaría precisamente bien.

Su mirada fue retadora, pero desprendiendo que aceptaba el golpe. Y no atisbé sorpresa, como si asumiera que, a aquellas horas, con alcohol por medio y después de tantos meses, no constituía del todo jugar sucio el hecho de pronunciar cierto tipo de frases hirientes.

Tras dar un trago a su copa y atusarse la melena como si yo mismo fuera un espejo, gustándose, me dijo:

—Eso es lo que tú querrías… con Víctor… con el Rafa este… y con todo este bar si fuera posible.

—Te mira... con lascivia, Rafa —dije, solapándola, algo borracho, tan pronto ella había pronunciado su nombre.

—Me mira como un cerdo. Más bien.

—¿Le vas a dar bola? —pregunté sabedor de que lo quería yo, y de que si Edu era conocedor también lo querría, y quien sabe si no estaría remando también en la misma dirección.

—Si seguís los dos amiguitos hablando de cosas de las que no tengo ni idea pues igual no me va quedar otro remedio.

Lo dijo con chulería y sentí en aquel preciso momento una imponente fascinación; me llegaba a impresionar, por sentirla como otra María, como si pudiera juzgarla, como si pudiera verla sin la desventaja de conocerla, con aquella ropa cara... casi improcedente en aquel austero pub, con aquella altanería… con aquella seguridad y feminidad.

Aquellos súbitos sentimientos me hicieron explotar en una frase extraña, descontextualizada, y que seguramente nunca le había dicho, al menos no de aquella forma:

—Estás muy buena… María…

Ni se inmutó. No sentí ni que lo viera como un halago, y me lancé a hablar, dándole forma, la volví a piropear y ante su inexpresión me dio por hablar sorpresivamente de su ropa interior, seguramente porque lo llevaba dentro, y porque algo no me cuadraba.

—Lo que llevas debajo… vamos el sujetador ese y las bragas, claro, ¿de donde lo has sacado?

Me sentí absurdo, todo yo, y, cuando esperaba una respuesta tan obvia como ridícula había sido mi pregunta, atajó de raíz cualquier atisbo de conjetura.

—Ya sé por donde vas… pero no hace falta que hiles tan fino, que solo me faltaba que Edu me dijera qué sujetador comprarme.

Me quedé en silencio y ella prosiguió:

—Una cosa es... el mamoneo… de lo que me escribe... y otra eso…

No me convencía demasiado su respuesta, pues no veía mucha diferencia entre “ordenar vestir” y “ordenar comprar para vestir”, pero no quise seguir por ahí. Intentaba pensar con rapidez e iba desechando ideas, sobre todo por ser demasiado agresivas. Sopesé entonces decirle que casi se le transparentaban los pezones, aunque solo fuera mínimamente, bajo la camisa, y como sin duda se le habían transparentado con el sujetador anterior, pero la ataqué por otro flanco:

—… Bueno… el Rafa este tarda mucho…

—Pues sí, y tu amigo se enrolla bastante.

—Igual se está pajeando en el baño. Pensando en ti…

—¿Rafa?

—Claro.

—Seguro… —dijo con desidia.

—¿No te gustaría?

—Me da absolutamente igual.

—¿Le has escrito a Edu contándole que tienes un pretendiente?

—Sí, lógicamente. Le estoy diciendo eso, claro, y de paso... le estoy diciendo que me muero porque… porque me lo… haga otra vez —dijo irónica.

—¿Ah, sí? Puedes decir follar, no pasa nada —dije cerca de su oído, queriendo tocarla con mi frase, pero me tocó más el aroma de su melena y la densidad de aquel inédito perfume, o viceversa.

—Vale. Gracias por la autorización. Le he dicho entonces que es una pena que no esté aquí para follarme bien y que nada… que me tendré que conformar contigo —María pronunciaba aquellas palabras, con chulería, para humillarme o hacerme daño, en ningún caso como un favor para excitarme.

—Dile que en tal caso no sería conmigo, sería con el arnés que tenemos… con esa polla enorme que le representa a él… o a Víctor —le repliqué bajando al barro.

—Sí, solo me faltaba contarle lo del juguete ese…

Nos enzarzábamos en aquella especie de conversación o discusión en la que era todo ficticio, pues obviamente no le había escrito nada parecido a Edu y siempre con aquella pretensión suya de humillarme. Humillación de la que yo no rehuía. Pues por mucho que contraatacase no lo hacía para evitar que siguiera intentando vejarme.

Aquello se cortó de repente pues Juanjo me abordó por detrás y, pronto, y aunque yo no quisiera, me veía de nuevo envuelto en temas y anécdotas pasadas, e inevitablemente María acababa por volver verse desplazada. Con Rafa desaparecido, la soledad de María no solo se hizo evidente sino tentadora, por lo que no tardó en recibir la atención de otro pretendiente al que yo, en un principio y como consecuencia de estar girado hacia mi amigo, no pude ver bien.

De espaldas a lo que hablase María con aquel hombre, yo hablaba con Juanjo y veía aparecer por fin a Rafa, el cual viendo que mi novia estaba ocupada, encontraba cobijo en nosotros.

Tras unos instantes conseguí colocarme de tal forma que pude ver a María: con su incesante pose chulesca, pero mirando con ojos más atentos que cuando se había dejado entretener por Rafa, lo cual ciertamente no era difícil. También pude ver a su nuevo amigo: muy alto, pelo negro, barba de tres días y mandíbula prominente, corpulento, pero proporcionado, con unos vaqueros negros rasgados por las rodillas y una camisa azul. Hablaba con María, pero con cierta tranquilidad, sobre todo en comparación con la tensión y casi pánico del anterior pretendiente pelirrojo.

No pude evitar pensar, y ya era un clásico dentro de mis obsesiones, que ella con aquel hombre que se rascaba la barba de forma casi constante mientras hablaba, sí parecía encajar mejor. Parecía una pareja más acorde, (¿más justa?), de lo que pudiera parecer conmigo. Siendo más guapa ella que él, su unión no constituía una rareza tan evidente como conmigo.

Pasaron unos minutos en los que disfruté de Juanjo y sus ocurrencias, pero sobre todo disfruté de aquella conversación, aun sin poder oírla, de María con aquel hombre, el cual no exteriorizaba lascivia, pero si la apartaba poco a poco, con disimulo y astucia, de nuestro trío, demostrando innegable experiencia en aquellas lides.

Hasta que llegó el momento en el que mi amigo y Rafa se tuvieron que ir y Juanjo me preguntó si le despedía de María. Yo le dije que sí y, antes de que se fuera con Rafa, y siendo consciente de que ella llevaba ya un rato extrañamente ocupada, me preguntó:

—¿Pero… se conocen?

Y yo entendí que aquellos diez o quince minutos de María hablando con aquel hombre se le harían ciertamente extraños a cualquiera que no supiera de nuestra situación, y mentí:

—Sí, sí. Claro que se conocen.