Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 3 y 4)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 3

Allí, desayunando, la miraba, y la veía tan serena que me llegaban hasta a dar escalofríos. Y es que no es que lo hubiera preferido, para nada, pero me habría impresionado menos, me hubiera parecido más, entre comillas, normal, que ella me hubiera dicho que no podía más, o que se hubiera alejado, o ido de casa unos días, o haberme pedido a mí un espacio, irme yo. No lo sabía. Pero algo. Algo que demostrara que aquella noche de locura con Álvaro, Guille y Sofía le había parecido impactante de verdad. Me preguntaba cómo podía seguir así... cómo podíamos seguir con nuestras vidas... Era como si detrás de todas sus negativas a mis propuestas hubiera una mujer con una entereza casi sobre humana.

María me anunció que se iba a la ducha y me dejó a solas con su móvil, indicándome implícitamente con su gesto que no tenía nada que esconder, que la única forma de llevar aquello era con plena confianza mutua. Confianza que yo había roto, aunque ella no lo sabía, meses atrás, cuando maquinaba y conspiraba con Edu, llegando incluso a mandarle fotos a él de María que eran en su origen fotos para mí. En fin, cosas que me dolía recordar.

Edu dentro, Edu fuera. Nunca había sabido el motivo real por el que habíamos dejado de tratarnos. Él había llegado a buscar en mí una humillación, eso era seguro, y quizás no había recibido la respuesta deseada, o simplemente se había aburrido de mí. Quizás había visto que no me necesitaba o yo no le aportaba nada para follarse a mi novia como así había acabado sucediendo. Lo cierto era que no teníamos ningún trato, absolutamente nada desde la noche de la boda, noche, o más bien madrugada o incluso mañana, en la que a pesar de sus antecedentes no se había portado del todo mal, desde luego no había buscado acabar de humillarme cuando, en aquel contexto, me había tenido totalmente a su merced.

Miré el móvil de María, la conversación completa, desde el primer mensaje de Edu, aquel “El lunes va a estar Víctor. Ya sabes, vente pija”, a mi respuesta, haciéndome pasar por María y con su beneplácito: “Vale, me visto así, por cierto: ¿Quieres que quedemos Víctor, tú, Pablo y yo el lunes para tomar algo? “, y su última respuesta: “Está bien, el lunes nos vemos los cuatro”.

Pensé en mi respuesta, escrita mientras María buscaba hacerme daño. Qué rápido nos habíamos reconciliado. Y es que ni rastro de impacto en ella. Solo unas horas de enfado, una bronca de la que salí huyendo y un perdón disfrazado en el sofá. Recordé como, tras follar con Edu, había visto en ella una impresión tremenda, como si su mundo se desmoronase. Y ahora, sin embargo, tras las poco más de veinticuatro horas que habían pasado desde su bacanal con Guille, Álvaro y Sofía, se la veía tan sobria, serena, tan poco impactada… Y esa falta de impacto acababa por impactarme a mí. Qué clase de mujer no se ve afectada o impresionada tras vivir semejante maratón de sexo con tres desconocidos.

Comimos en casa y decidimos ir a tomar un café a una terraza situada al pie de unos grandes almacenes. El día estaba especialmente raro, con las cuatro estaciones cada cuarto de hora; lo mismo salía el sol, que llovía, que hacía calor, que se levantaba un viento frío. María se vistió con un pantalón gris, una camiseta blanca de cuello redondo y una gabardina larga, buscando con ello poder luchar contra todos los elementos. Precisamente estábamos a punto de llegar a nuestro objetivo, a aquella terraza, cuando se precipitó un chaparrón que nos hizo meternos en las tiendas anexas sin aparente intención previa.

Hacíamos tiempo hasta que escampase en la planta baja, en la perfumería, y yo me distraje un poco, hasta llegar a la zona de las colonias de hombre. Cuando volví mi cara a María un dependiente le daba muestras a probar. María imponente, con la gabardina abierta, con su pecho atentando contra su camiseta blanca… De nuevo aquel martillo que eran sus tetas bajo su camiseta al contrario que la sutileza de su silueta cuando llevaba camisa… Desde luego el dependiente no perdía detalle y reía exagerado ante mi novia, que en la distancia llamaba la atención también por su melena densa y por su porte estilizado; aquella gabardina aún la hacía más esbelta, la gabardina le daba finura y elegancia y sus pechos bajo la camiseta potencia y contundencia.

No sentí celos, ni orgullo, por verla con él. Tardé unos segundos en ubicar mis sensaciones, hasta que comprobé que aquello ya tenía nombre desde hacía tiempo; volví a redescubrir aquel paranoico y masoquista sentimiento de creer que yo no merecía a semejante mujer.

Acabamos por subir por las escaleras mecánicas, sin rumbo fijo, y allí, en los espejos laterales, pude observarnos; yo, normal, sin más, como cualquier otro, y ella, en otro nivel, en otro mundo… cualquiera que nos viera cuchichearía con el de al lado sobre que yo no me podría creer la mujer con la que estaba.

Llegamos a la planta siguiente y ella comenzó a mirar ropa, como siempre hace, sin avisar, y no habría tenido nada de especial sino fuera por la prenda que vi que acababa por llevarse al probador.

Algo me subió por el cuerpo. Y pensé cómo los actos más inocentes desde fuera pueden ser en el fondo los más reveladores.

Para llegar hasta el probador tenía que pasar por delante de mí, y, al hacerlo, me dijo, algo ruborizada:

—La que tengo ya está un poco desgastada.

Yo desde luego no necesitaba de su aclaración, era innecesaria, pero por el contrario aquello era tremendamente aclaratorio. María se estaba probando una camisa rosa, como la que le ponía a Víctor, para estrenarla al día siguiente… obedeciendo a Edu. Lo cierto fue que me empalmé como si en lugar de una rancia camisa se estuviera probando la prenda más de guarra, más erótica y obscena. A la entrada del probador podía notar como mi polla palpitaba y quería colocarse apuntando hacia arriba; si no colaba mi mano bajo mi pantalón y calzoncillo para orientarla era porque mi pequeño miembro, aun en aquel estado, no llamaría la atención.

María salió del probador y esbozó un “me queda bien”, dándome a entender que se la llevaba, que jubilaba la otra “desgastada”, que eso para ella podría ser que hubiera pasado un año o dos desde que la había comprado. Me llamó tremendamente la atención el rubor de ella al confirmarme que la compraba… Después de haberla visto follando salvajemente hacía ni dos días le avergonzaba aquello… Y yo no podía negar que había una extraña tensión sexual mientras, en el mostrador, María sacaba la tarjeta para comprarla y yo le decía “¿a medias?” y ella me decía que no, coronándolo con un:

—Tendría que ser a medias pero con esos dos.

Lo dijo con una mezcla de vergüenza y gracia, como con una chispa tensa, y sin llegar a sonreír.

Salimos de la tienda y aprovechamos que había salido el sol para intentar tomarnos el ansiado café. Hicimos un pequeño intento de secar las oscuras sillas, pero era inútil, así que optamos por quedarnos de pie frente a una de las mesas altas. Ella se puso las gafas de sol y yo sorbía de mi bebida mientras observaba como ella ofrecía un impacto visual llamativo, pues parecía ser todo pelo, gafas y labios, pues su melena con la humedad ganaba en espesura y sus gafas y sus labios llevaban la contundencia de serie.

Tras un breve silencio en nuestra conversación llevé mis ojos a la bolsa que estaba posada sobre el suelo, la bolsa con su camisa, y de nuevo algo me subió por el cuerpo.

—Solo mañana, eh —dijo ella, sorprendiéndome, pillándome in fraganti.

Parecía que su plan era claro: tener aquella cita los cuatro al día siguiente y no repetirla más. Olvidarnos de Edu, de Guille y de Álvaro, centrarnos en organizar la boda, y después, quizás, y solo quizás, explorar la vía de encontrar a una tercera persona, profesional, o al menos completamente fuera de nuestro entorno y que pudiéramos encontrar por internet.

Mi silencio fue tomado como una aceptación y María cogió entonces su móvil del bolso. Lo desbloqueó y supe que algo pasaba. No podía evitar ser realmente expresiva cuando le entraban según qué mensajes. O más bien, según de quién.

—Voy a tener que acabar bloqueándoles —dijo y posó su teléfono sobre la mesa.

Giré su móvil y leí:

Álvaro cumple de prima: “Buenas tardes señorita”

El mensaje no decía nada más que eso, pero sin embargo entrañaba un componente burlón, algo incluso repugnante. Era difícil de explicar y me parecía que María había sentido lo mismo que yo, o seguramente algo mucho peor. Reparé entonces en que en el fondo no sabía cómo habían acabado; todas aquellas horas de la mañana del día anterior en las que se habían quedado solos… pero tenía un pálpito de que la cosa no había acabado bien. Tenía la permanente sensación de que María, sin llegar a arrepentirse, quizás, por el desahogo sexual que había resuelto, sí se sentía avergonzada, y que, en cierto modo, sentía que se había traicionado a sí misma por haber accedido a ser follada por ellos, incluso, sobre todo, por Álvaro.

—Qué asco… de verdad… —insistió ella, ante mi silencio, como buscando cooperación en su crítica.

—Ya… el tono del mensaje es asqueroso —dije mientras ella guardaba el móvil de nuevo en el bolso, y vi en su semblante cierta altivez, de nuevo aquella sensación de que no había impacto por ninguna parte. Quise entonces aprovechar aquella situación, aquella soberbia, sabiendo que una pregunta mía no la superaría, que la repugnancia no era un sentimiento que pudiera hacerla cerrarse, y le pregunté por ellos, por los dos chicos; acabé por preguntar directamente sobre quién de los dos, de Guille y Álvaro, era mejor amante. Sabía que esta vez sería franca pues ahora no era la María sádica, que solo había buscado herirme, de horas antes.

—¿Me preguntas esto en público y no en la cama? —medio sonrió.

—No nos oye nadie… y tampoco es necesario que me cuentes todo… solo unas pinceladas… —respondí fingiendo tranquilidad, pues me ponía tremendamente tenso imaginar lo que podría escuchar.

María removió su café con una pajita, con sus codos apoyados en la mesa, con sus gafas de sol enormes, que yo querría quitar para que sus ojos me contasen lo que su boca no haría.

—Pues… —María pensaba y yo, irremediablemente, montaba imágenes de ella siendo follada tanto por uno como por otro. Imágenes de ella siendo penetrada en misionero por Álvaro e imágenes de cuando Guille la penetraba desde atrás….

—Guille tiene más rollito… está más hecho… —confesó y yo no podía creer que me fuera a contar aquello en público— Es más mayor… —redundó mientras seguía haciendo memoria— Con Guille tienes la sensación de que… de que te está follando un hombre… Álvaro, por buen amante que sea… que lo es, es un niño.

—¿Lo es? ¿Es tan bueno? —pregunté en el mismo tono que hablaba ella, en un tono neutro, normal. No eran cuchicheos.

—Es un bestia, no de bruto, que también, pero el cabrón… no sé… Sabe lo que hace —respondió serena, revolviendo su café, creo que sin ser consciente del peso de sus palabras.

María, desprendiendo una feminidad impactante, con aquel look, con aquella ropa, con aquel lenguaje corporal, allí apoyada, tan mujer, tan femenina, respondía a mis preguntas con una sobriedad y casi altanería alucinantes. Hablaba de Álvaro como amante como un deportista que alaba los enormes méritos de un rival, con reconocimiento, como si considerase que era de justicia describirlo poco menos que como un semental.

—También te tenía más ganas. Quizás fuera por eso —le dije seguramente porque mi subconsciente no aceptaba lo suficientemente bien aquellos calificativos tan positivos.

—Puede ser… pero…

—Qué —pregunté impaciente y sintiendo, quizás vislumbrando o quizás fuera paranoia mía, un rubor mayor, en su cara, en sus mejillas…

—Nada…

—No, dime —insistí mientras la contemplaba y podría jurar que su pecho, bajo su camiseta de algodón, era más imponente, con su gabardina apartada a ambos lados de sus tetas.

—Pues… ganas tendría sí.

Me mantuve en silencio. Mirándola. Esperando que dijera algo más. Hasta que prosiguió con una frase que me hizo quedarme sin aire:

—Te juro que no sé la cantidad de condones que usó.

Me quedé callado. Impactado. María sorbió de su pajita, de nuevo como si no fuera consciente de lo que me estaba diciendo.

—¿En serio? —alcancé a decir, intentando fingir naturalidad, no sé si para no alarmarla a ella o a mí mismo.

—Sí… tenía una caja en el armario, que se debió de dar cuenta después porque…

—Sí, me acuerdo que el primero que se puso se había ido a buscarlo a no sé dónde —la interrumpí, nervioso, excitado, dándome cuenta de que no había reparado en su momento en que María había sabido que se había ido a otra habitación a por el primer condón.

—Pues eso…

—¿Pero cuántos usó? —pregunté sin pensar, siendo consciente al momento de quizás la puerilidad de la pregunta, y dilucidando a la vez que entonces quizás hubiera sido solo Guille quién la hubiera penetrado sin condón.

—Joder —exclamó María, sorprendida y sorprendiéndome, dándome a entender por su gesto que se acercaba alguien, alguien conocido, alguien que se aproximaba por mi espalda.

Me giré inmediatamente, tardé en reconocerla, se acercaba a paso decidido, vestida con ropa de deporte y con una bolsa de marca. Con el pelo recogido en una coleta distaba mucho de cómo la había visto la última vez, tan emperifollada por ser su cumpleaños. Era su prima, y María y yo aún no lo sabíamos, pero ella también venía con ganas de hablar de Álvaro.

CAPÍTULO 4

No era que maldijese particularmente la irrupción de su prima, era que hubiera maldecido la irrupción de prácticamente cualquier persona en aquel momento. Y es que ellas se saludaban con falsa efusividad, y posteriormente yo me daba los dos besos de rigor, mientras en mi imaginación aún revoloteaban aquellas imágenes nada castas de María con Álvaro, y su frase seguía presente y retumbando en mi cabeza: “Te juro que no sé la cantidad de condones que usó”.

Comenzaron a hablar de cosas de su familia y reconocí una poco disimulada sensación de admiración por parte de la prima, la cual yo ni recordaba su nombre, hacia María. Una admiración latente, que yo achacaba a varias cosas, entre otras al hecho de que mi novia, a pesar de ser de buena familia, nunca había hecho uso de ello, se había buscado la vida, había sacado su carrera siendo de las mejores de su promoción, se había puesto a trabajar después compatibilizándolo con hacer un máster, y nunca le había pedido ayuda a nadie. A parte había una admiración más femenina, por la ropa y demás elegancia de María. Quizás debido a esto último su prima quiso saber qué había comprado una vez mi novia le dijo que habíamos estado de compras.

María no quería sacar la camisa de la bolsa y poco menos que acabó sacándola su prima, en un derroche de molesta hiperactividad.

—Es una camisa para el trabajo, nada más —quiso zanjar María, algo incómoda.

—Ya veo, algo elegantillo para el despacho —dijo la prima, visiblemente decepcionada, como si esperase un vestido original o algo más moderno, y devolviendo la camisa a la bolsa. Lo de “elegantillo”, viendo su cara, parecía un eufemismo de rancio.

—¿Tenéis que ir de traje siempre? ¿No podéis ir un poco más casual? —preguntó exagerando aquello de “casual”, en un tono repipi, y metiendo a María en un compromiso, pues de lo último de lo que quería hablar era de la ropa que llevaba al trabajo. Precisamente aquella ropa. Mi novia, que no entendía aquella insistencia, parecía que estaba a dos preguntas de explotar y de decir la verdad. Obviamente no podía, no podía decir una verdad tal que así: “Pues mira, lo de esta camisa tiene un por qué, y es que resulta que un chico de mi despacho, que es ahora mi jefe, que, por cierto, me folló hace ahora unos cinco meses, le ha dado por ordenarme qué ropa ponerme para ir al despacho; además, esta vez, me dice qué ponerme para un amigo suyo, un cuarentón del que no me fío un pelo, pero no sé por qué está metido en esto. Ah, y mi prometido, aquí presente, lo sabe y está encantado de que le obedezca, y a mí, por qué no decirlo, no es que me disguste precisamente esto de cumplirle el capricho...”.

Afortunadamente para María su prima le dio una tregua y la conversación siguió por otros derroteros. Yo tenía la mitad de mi atención en ellas, por si decían algo interesante o que me pudiera afectar, y la otra mitad de mi mente trabajando, buscando la forma de retomar el tema que aún me tenía excitado y en vilo. Para ello tenía que esperar a una despedida que deseaba con ansia.

María se había quitado las gafas de sol y parecía querer el final de aquella conversación tanto como yo. Por suerte, y también debido a que María no le daba mucha cancha, acabamos por escuchar unas palabras que nos supieron a gloria:

—Pues nada chica, a ver si nos vemos más —dijo la prima cargando su bolsa al hombro.

María resolvía con ella una despedida plagada de tópicos y, cuando parecía que aquel adiós no tenía ya por donde alargarse, su prima dijo:

—¿Y es que desde cuando no nos veíamos?

—Uf, no sé —dijo María fingiendo que intentaba hacer memoria. Desde luego a mí me daba la impresión de que lo sabía perfectamente.

—Desde mi cumple, ¿no?

—No sé. Puede ser.

—Sí, yo creo que sí. Pues imagínate… 25 de noviembre, y estamos casi en marzo.

—¿No nos vimos en Navidad? —quiso escapar María de aquella fecha.

—No, no. Desde mi cumple. Que te fuiste prontísimo, tía. Y yo te veía animada, de hecho se lo dije a mis amigas, que me extrañaba que te fueras, que… por cierto… ¿Sabes aquel chico con el que habías hablado tanto? Perdona eh, —dijo de golpe dirigiéndose a mí— que la chica liga, es lo que hay, estarás acostumbrado y sino acostúmbrate.

Yo, alucinado. Tanto por ese repentino, no ataque, pero si especie de toque, como por su mención implícita a Álvaro. Y María igualmente sorprendida, y, desde luego, los dos alerta.

—No, no sé quién dices.

—Sí, María, el chico, bueno, el niño alto aquel, el de los ojos grandes, el de los granitos. Alto y delgado.

—No, no me acuerdo. Es lo que dices. Hace mucho.

Se podía notar como mi novia se iba sonrojando. Había dicho que no se acordaba por acto reflejo y ahora la prima no cesaba en su descripción para que ella hiciera memoria y ya se veía obligada a mantener su versión de que no se acordaba.

—Chica, que te tienes que acordar —la prima cogía un tema y no lo soltaba. Como con la camisa. María no sabía dónde meterse y yo quería ya que contase a cuento de qué aquella mención a Álvaro.

—En fin, irías borracha, aunque no lo parecía. En fin. Es que si no te acuerdas no tiene tanta gracia. El caso es que se acabó liando con Marga, ¿Marga sabes quién es, no? —María asintió impertérrita— pues eso… Es que flipa… Con un universitario. Que cuando te fue a ti estábamos todas en plan pero como tienen tanta cara los niños de ahora. Es que a ver… Marga es que es ligerita… Que cada una haga lo que quiera pero… es que un niño, eh. Y Marga, pues Marga es mayor que yo, será casi como tú, igual uno menos que tú, treinta y tres, por ahí, y yo creo que él como veintiuno o veintidós. Y calla que te juro que si no le vamos en plan pero qué haces allí hay más que besos, eh. Es que me parece increíble que no te acuerdes, es que habló un montón contigo. Y al ver que tú nada pues le fue a Marga.

María la miraba fijamente. No me miraba a mí. A mí me daba la impresión de que su prima más que treinta años tenía veinte, o diez. De repipi había pasado a infantil. No paraba de hablar y además no podía tener ni idea de la puntería que estaba teniendo con los temas que sacaba; de cómo había dado en el blanco primero con lo de la camisa y ahora con lo de Álvaro.

—Es que casi… —prosiguió— Es que de verdad que nos quedamos todas flipadas… Casi… lo hace con un universitario. Hay que ser… guarra. No, mira, te lo digo en serio. Que unos besos vale, pero cuando se planteaba irse con él… Me lo dijo una amiga, no me acuerdo quién, me dijo: vaya puta, y es que tenía razón —dijo, como alarmada de pronunciar aquella palabra.

—Bueno, ya está —dijo María, casi sin querer y visiblemente hastiada.

—Ya, que me enrollo. Pues eso. Otro día salimos, ¿no? ¿Cómo lo ves?

María se acabó despidiendo bastante seca y de nuevo nos quedamos solos. Ahora la palabra que había caído con fuerza era aquella palabra pronunciada con fuerza, pero a la vez con rubor por su prima: “Puta”. Su prima le había llamado puta a la cara sin saberlo. “Hay que ser puta para follar con un universitario cuando rondas los treinta y cinco”, le había venido a decir. Qué podría opinar de María entonces, de su encumbrada prima, si supiera lo que había hecho, no sólo con Álvaro, sino con otro chico y hasta compartiendo cama con otra chica, ni dos días antes.

Mi novia se quedó callada. Algo ausente. Y yo temí que pudiera venirle la conciencia aunque fuera con treinta horas de retraso. Desde luego no era el momento para volver a sacar el tema de qué había pasado con Álvaro y Guille.

Quise romper aquel silencio buscando un punto común. Pues era obvio que no era su prima preferida:

—Menuda ametralladora.

—Una cotorra —dijo María.

—Y qué puntería para tocar según qué temas —apunté queriendo tantear su estado de ánimo, pero sin querer meter el dedo en la llaga directamente.

—Ya. Te juro que no sé quién es Marga. Sonrió. Casi rio. Mostrándose de golpe relajada.

Dejé pasar unos instantes. Y, para variar, viendo su laxitud, no pude evitar forzar un poco:

—No te habrás puesto celosa…

—Sí, vamos… un montón. Venga… ¿te lo has acabado? —dijo como si tal cosa, refiriéndose a mi café.

Me acerqué un poco a ella y nos quedamos frente a frente. María de nuevo sonrió, pícara. De nuevo ni rastro de impacto. Parecía que yo le había dado mucha más importancia a aquel “puta” de su prima que ella. Mis labios buscaron los suyos y los encontraron… Me enloqueció el tacto de sus labios tiernos con el regusto del café… Quise sentir su lengua y ahí me cortó un poco, me dio la sensación de que más por estar en un sitio público a plena luz del día que por falta de ganas.

María me apartó levemente, juguetona y dijo en voz baja:

—Vas a tener a esa loca en tu familia...

—Compensa —zanjé, lleno de razón, mirándole a los ojos.