Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 25 y 26)

Continúa la historia.

CAPITULO 25

Aquel movimiento no solo me sorprendió sino que me intimidó. Como cuando anhelas algo desde hace tiempo y una vez te encuentras a las puertas te sientes desbordado. Era impactante pensar que María, empalada por aquel arnés y chupando aquella otra polla, no solo tenía en mente el pasado: la follada que Edu le había pegado en la boda, sino el futuro: el hecho de mandarle una nota de voz desde su móvil.

María, que durante semanas parecía desaparecer y rehuir de todo lo relacionado con nuestro juego, cuando reaparecía lo hacía con todo, llegando a sobrepasarme.

Con las manos temblorosas buscaba la aplicación para grabar mientras ella bajaba la cabeza y se refugiaba entre sus codos, olvidando a Álvaro, entregándose ya solo a Edu. Y yo, como me solía suceder en aquellos contextos extremos de morbo, sentía como dicho sentimiento soterraba el resto de sensaciones de inseguridad o miedo. En este caso, además, todo multiplicado porque el hecho morboso en sí era planteado explícitamente por ella.

Los jadeos de María se incrementaban y a duras penas conseguí poner en marcha aquella grabación y dejar caer el móvil sobre la cama. No había sobre actuación en ella, sino una entrega real, a él, a aquellos recuerdos… mientras yo, con los brazos en jarra, ya no la tocaba, ya nada de mí estaba en contacto con ella, y no dejaba de alucinar al ver como echaba su cuerpo adelante y atrás, incrustándose aquello. Mi polla seguía con aquel castigo eterno, dura hasta casi el dolor durante tantos y tanto minutos, sin más contacto que el interior de aquel inanimado cilindro.

Los “¡Ahhhhh!” “¡Ahhhhh!” de María aumentaron en intensidad y en entrega, por lo que parecía completamente dispuesta a que Edu se sintiera orgulloso y satisfecho con su escucha, pero no solo quiso obsequiarle así, sino que al minuto de yo empezar a grabar ella bajó su mano derecha para acariciarse, para frotarse el clítoris y explotar, para explotar en un orgasmo pensando en Edu y para Edu.

Yo no podía hablar, por lo que me costaba más meterme en mi papel. También su propia entrega, follándose de aquella manera tan guarra aquella polla de goma, con sus incesantes “¡Ahhhhh! ¡Diooos!”, me tenían tan absorto que no podía pensar en nada, solo observar, impactado.

Al no poder ser Edu, fui Pablo, y me puse nerviosísimo. Mis manos, temblorosas fueron a su cintura e intenté adaptarme a su ritmo. Ella lo aceptó y comenzó a hacer algo extraño, y es que se frotaba el clítoris y gemía sin parar, para después frenar su mano un instante, y volver otra vez; como si quisiera retrasar su orgasmo en un especie de sucesivas marchas atrás voluntarias, anunciando con aquella táctica que cuando estallase, después de aquel martirio, su explosión sería simplemente colosal.

—¡Ahhhh! ¡Ahhhhh! —jadeaba ella, excitadísima—

—¡Mmmm…. ! ¡Dioos! —repetía sin parar, solapando el sonido de aquellos gemidos con el de nuestros cuerpos chocar. Cuando, sin entender yo por qué, retiró aquella mano que jugaba a conseguir y retrasar su orgasmo y la apoyó sobre la cama, como si pretendiese correrse sin esa ayuda. Ayuda que con Álvaro y Edu no había necesitado. Sus jadeos disminuyeron entonces en frecuencia e intensidad y yo eché una mirada a su móvil que yacía sobre la cama. Y no vi que se movieran los segundos… los minutos… No me lo podía creer.

Alargué mi mano y se cumplían mis peores presagios. No estaba grabando. No había grabado nada. María gemía ahora en tono mucho más bajo mientras yo no podía entender mi mala suerte. Me fijé bien y sí había grabado algo, concretamente un segundo, por lo que deduje que había pulsado el botón de grabar y mis dedos infartados habían presionado el botón de pausa inmediatamente.

—¿Qué pasa…? —jadeó María, notando que yo ya no me movía.

—Nada… —respondí nervioso y abatido y le di otra vez a grabar, asegurándome entonces de que seguía grabando y no solté el móvil.

Lo que vino después fue un intento de María por conseguir su orgasmo sin tocarse y un intento mío de que de allí salieran unos gemidos no que satisficieran a Edu sino a María. Pero no salió bien, la cosa no iba bien. María, cansada, empezaba a desistir de su plan y yo corté la grabación de poco más de un minuto y pulse el botón de grabar otra vez. Y aceleré entonces el ritmo y unos “Mmmmm” “Mmmmm” de María sonaban morbosos, pero tenues… No había pasado un minuto de la nueva grabación cuando ella se detuvo, dándome a entender que no podía más, que desistía de intentar correrse sin tocarse y de que estaba demasiado fatigada como para buscar su orgasmo.

Corté el audio y escuché un helador:

—Sácate…

Retrocedí un poco hasta sacar aquella polla color carne de su interior, dejando allí un reguero transparente y algún elemento más blancuzco y espeso… La oquedad que descubría dejaba sin aire. Su coño, abierto y enorme, me explicaba por qué cuando yo la penetraba con mi miembro apenas podía sentir nada.

María, tremendamente frustrada por no conseguir su orgasmo, despegó la polla que estaba en el cabezal de un tirón y se bajó de la cama. Todo iba muy rápido: su súbito enfado, su proceder a quitarse el liguero y las medias negras y su enfilar el pasillo hacia el cuarto de baño. Cuando me pude dar cuenta estaba de rodillas sobre aquella cama, con aquella polla enorme sujeta a mí y con su móvil en la mano. No solo me sentí inmensamente ridículo, sino que me sentí en cierta forma un impostor, un impostor que ni con aquella monstruosidad de aliada llegaba a satisfacerla.

Me planteé entonces si María no estaría ya en otro nivel, en aquel que no solo yo no podía satisfacerla, sino que aquellos juegos y fantasías tampoco; si estaría ya entonces en el último escalón. También cavilaba sobre si aquel nivel intermedio existía… pues quizás no, quizás el nivel intermedio era un auto engaño. Quizás solo tenía dos estados, dos fases de libido: el de querer estar tranquila conmigo en polvos cariñosos e íntimos o el de quererlo todo, sin límite alguno.

Escuchaba el agua de la ducha caer mientras me quitaba el arnés y me disponía a escuchar aquellas dos notas de audio que había conseguido grabar. Cuando las escuché me di cuenta de que si bien se apreciaban ciertos jadeos indudablemente morbosos, no tenían nada que ver con los gemidos desvergonzados que había perdido.

Estaba también realmente preocupado porque María se percatase de que no había grabado bien.

Dejé de oír el sonido de la ducha cuando corté aquellos audios y ante mi apareció el escritorio del móvil con tres números encima del sobre de la aplicación del correo electrónico. Mi cerebro voló rápidamente hasta la cena, a cuando ella me había confesado que Edu le ordenaba cosas también por email. Entré inmediatamente, aun sabiendo que María podría aparecer en el dormitorio en cualquier momento. Lo que vi no fue lo esperado, pues me encontré con esos tres emails en una bandeja de entrada, pero eran correos claramente de trabajo, tenía configurado en el móvil ese correo y no el personal. Si quisiera hurgar realmente en su correo personal necesitaría más tiempo.

De nuevo con tantos frentes abiertos, con tanta información a medias, y con mi polla que no había dejado de sufrir, encerrada en aquella cárcel.

Salí hacia el cuarto de baño, para mi sorpresa aún con la polla dura, y me crucé con ella que, envuelta en una toalla, pero con el pelo seco, entraba en el dormitorio. No nos miramos.

Llegué al lavabo. Me apoyé en él. Ni siquiera sabía a qué había ido allí. A lavarme los dientes quizás. Y seguía sorprendido de mantener aquella ridícula polla dura…. Y comencé a pensar si María en aquel momento estaría eligiendo que audio mandarle a Edu. Estaba alucinado con que finalmente se lo fuera a enviar. Un mes atrás parecía una locura y ahora parecía casi el devenir normal de los acontecimientos. Cosas que en un principio me parecían inaccesibles se iban produciendo y sentía que no tenía control alguno.

—¿Qué haces? —preguntó María, a mi espalda, cogiéndome desprevenido.

No tuve tiempo a responder cuando una belleza, en pijama blanco de seda de pantalón y chaqueta, aparecía por mi lado y dejaba caer sobre el lavabo las dos pollas de goma.

—Lávalos… anda… —dijo en tono bajo.

Se dio la vuelta, pero algo la hizo volver.

—La tienes roja, ¿te hace daño?

—¿Qué? —pregunté descolocado.

—Pues… eso… que si te hace daño, la tienes como… rozada… —precisó y yo seguí el rastro de sus ojos que aterrizaban en mi miembro.

—No… —acabé por responder, comprobando que efectivamente la tenía roja y quizás algo hinchada.

—Pero no te toca mucho ¿no? Con… bueno con el interior de eso.

—Bueno, sí, a veces —respondí.

María se colocó detrás de mí. Los dos encaramados al espejo… y posó una de sus manos en mi polla. Polla que asomaba por encima del lavabo.

Yo no entendía nada y mi mente dibujó un sorprendido “¿Me vas a pajear ahora?” que mi boca no pronunció. Efectivamente mi novia, detrás de mí, apretaba sutilmente en el punto justo, masturbándome con tres dedos. Sentí tal placer… tal alivio… que no pude protestar ni sacar orgullo para decirle que no quería ser masturbado así en aquel momento.

Miré hacia abajo y vi aquellos dos pollones allí posados… y María ocultando mi polla con tan solo tres de sus finos dedos.

—¿Te duele? —insistió, en una actitud tan protectora que llegaba a humillarme.

—No…

Desvié la mirada de aquella terrible comparación de aquellos tres miembros e intenté encontrarme con la suya a través del espejo. No lo conseguí y lo que pasó después fue que ella detuvo la paja y se remangó la chaqueta del pijama, hasta el codo, para masturbarme más cómoda… o para no mancharse.

Aquella situación era tan morbosa como humillante. María, completamente tras de mí, apoyaba su mano izquierda en la parte izquierda de mi cintura y me pajeaba con la derecha. Veía su cara asomando por el margen derecho de aquel espejo, pero no conseguía adivinar qué había en aquel rostro. Tras un breve minuto masturbándome, así, con aquella manga blanca remangada, se detuvo de nuevo… y comenzó a desabrocharse los botones de la chaqueta del pijama, posteriormente pegó su torso a mi espalda y pude notar sus pechos desnudos y hasta sus pezones en contacto con mi piel. Parecía que ella suponía que aquel contacto conseguiría ahorrarle un par de minutos de aquella mecánica tarea. Y lo peor era que tenía razón… al notar su piel, sus tetas en mi espalda… su olor… algo me subió por el cuerpo… No quise recordar todo lo que me había confesado… solo quise sentir… Y no solo sentía sus tetas y pezones en mi espalda, sino también todo el calor que desprendía su torso y hasta su corazón latir con fuerza, agitado, pues aún toda ella estaba agitada por como la acababan de follar, primero Álvaro y después Edu, en un polvo sin culminar, y sin orgasmo, porque no la habían follado ellos realmente sino yo anclado a un arnés.

A punto de correrme intenté girar mi cara un poco, pero ella no ponía sus labios a tiro, no me daba la posibilidad de un beso, ni allí, ni me la había dado en el dormitorio, ni en el coche, y a duras penas en el pub le había robado uno. La miraba a través del espejo, cachonda pero ausente…

—Ponte de puntillas… —me susurró en el oído, buscando que mis huevos también quedasen sobre el lavabo. Lo dijo y obedecí, impresionado, ya que lo decía porque sabía exactamente que mi eyaculación era inminente y yo me preguntaba cómo lo podía saber con aquella precisión.

Empecé a notar como mis músculos se contraían. Aquellas sacudidas eran ya casi frenéticas… cerré los ojos, dejé caer mi cabeza hacia atrás, allí, de puntillas, a punto de correrme sobre aquellas dos enromes pollas, de Edu y Álvaro, en una escena bizarra y extraña… comencé a jadear, entregado a su paja, a la paja perfecta de aquella María espléndida, casi angelical con aquel pijama refinado, pero a la vez contundente e implacable… Sentía que me derramaba… que eyaculaba entre unos “Oohhh...” “Ohhhh….” respirados… jadeados… y ella, como siempre, me exprimía hasta el final, aminorando un poco el ritmo a medida que me iba vaciando… hasta que derramase la última gota blancuzca.

Abrí los ojos y éstos fueron hacia abajo, hacia el lavabo. María llevaba la mano manchada hacia el grifo y con la otra mano lo abría para lavársela. Mi subconsciente había imaginado que habría manchado aquellas pollas de goma, pero la realidad mostraba un paisaje menos impactante, ya que solo habían caído sobre ellas un par de gotas sueltas. El grueso de mi semen descendía por mi tronco y se enmarañaba en mi vello púbico.

Una vez María tuvo la mano limpia se marchó hacia el dormitorio y me dejó lavando aquello.

No sabía si aquella paja había pretendido ser un favor. En otro tiempo habría pensado que lo habría hecho para que yo no le insistiese en volver a tener sexo, pero a aquellas alturas ella sabía que yo sabía cuáles eran las reglas una vez ella estaba en un periodo de máxima excitación. Por lo que sí, el único motivo que se me ocurría para aquella masturbación era el de hacerme el favor de descargarme, de darme placer aunque fuera solo por un par de minutos.

Tras asearme yo y lavar aquellos juguetes sexuales me fui al dormitorio y me encontré a María, sentada sobre la cama, como una india, en una postura característica en ella, con su móvil en posición horizontal cerca de su oído.

Guardaba aquellas dos pollas en su sitio mientras comprobaba que ella había recogido un poco el dormitorio, quitando su camisa de la lámpara y dejándola colgada del sillón y guardando su pañuelo en su cajón correspondiente, cuando ella preguntó:

—¿Es esto solo?

—Sí… —respondí inquieto, poniéndome el pantalón del pijama.

—Se oye muy bajo.

—No sé… será el micrófono que no va bien.

—No, no es el micrófono, es que esto debe de ser el final.

—Pues no sé… —respondí siendo consciente de que no tenía excusa posible.

Afortunadamente sus preguntas cesaron, al menos por ahora, y yo me dirigí a la cama, hasta sentarme a su lado.

Era un momento íntimo, pero a la vez frío. Habíamos vivido una situación tremendamente personal, que solo puedes tener con alguien de confianza extrema, pero a la vez había un ambiente de extraño recelo.

Sin embargo no tuve tiempo de reflexionar sobre cuál era el motivo real de que en aquella cama hubiera aquella distancia, aquella guerra fría, pues vi como entraba en la pantalla de las conversaciones con Edu. No hacía por ocultar su móvil ni por enseñármelo. Se mantenía en la misma postura que cuando yo me ponía el pijama. Ante nosotros apareció su última conversación, aquella en la que Edu le decía que fuera en medias al trabajo y María le respondía que se lo pidiera a Begoña. Mi novia parecía releer aquello con cierta extrañeza, como si no recordase aquello. Quizás tantos emails posteriores y superiores hubieran enterrado aquella antigua conversación. Pero lo que más me sorprendía era como no se inmutaba al saber que yo leía aquello con ella, como si ya fuera oficial en aquel dormitorio, como si ya estuviera plenamente asimilado que Edu le ordenaba según qué cosas y yo lo sabía y lo aceptaba.

De nuevo no tuve demasiado tiempo a reflexionar. María le enviaba el menos malo de los audios. Aquel en el que al menos se la escuchaba jadear mínimamente.

Me quedé bloqueado. Pegué mi espalda al cabecero de la cama. Mientras ella, fingiendo una tranquilidad que nadie podía creer, revisaba las redes sociales sin ton ni son, pasando fotos de abajo arriba sin pararse realmente a mirarlas, esperando seguramente su respuesta.

Uno, dos, tres minutos, hasta que María también se recostó. Fue entonces cuando algo apareció por la parte superior de la pantalla, lo pude ver con nitidez:

Edu: Seguro que con Álvaro gemías más.

Sentí unos nervios tremendos, pero esta vez los sentí a través de ella. No era el Edu que me intimidaba a mí, sino el que la asfixiaba a ella.

María entró en la conversación con él y no pudo disimular ya que sus dedos le temblaban.

Escribía y borraba, escribía y borraba, y yo me preguntaba qué había sido de la María que me pajeaba imponente, como una diosa, hasta vaciarme sin inmutarse.

Tras varios inicios de frase borrados fue Edu quien volvió a escribir:

—¿Cuándo te vuelve a follar?

—Nunca —escribió ella, equivocándose hasta cuatro veces, poniendo “numca” en lugar de nunca.

—Escríbele —plasmó Edu en la pantalla.

—Estás loco, está con una chica además —respondió María, algo más templada, pero dando unas explicaciones que parecían innecesarias.

—Escríbele, María, tantéale, a ver qué hace mañana.

—Estás loco… No —replicó ella.

Se hizo un silencio inenarrable. Yo no sabía si existía, si María escribía un poco en función de que yo estaba mirando o si ya había desaparecido completamente de la ecuación.

Edu no escribía. María tampoco. Los dos en línea. Me jodía reconocerlo, me jodía verla así… pero era evidente que estaba hecha un flan.

Entró entonces en la conversación con Álvaro. No me lo podía creer.

Aquel chico, como siempre, en línea, y María o lo que quedaba de ella, escribió.

—Hola.

Yo de nuevo sentía que pasaban más cosas de las que podía llegar a digerir.

Esta vez era Álvaro el que parecía escribir y borrar, hasta que en la pantalla apareció un:

—Ey, qué tal.

—Mañana ¿qué haces? —escribió María, tecleando rápido, como queriendo sacarse aquello de encima cuanto antes, como quitando algo de un tirón, para que doliera menos.

—Estoy en Madrid, en un Máster de fines de semana.

María le escribió entonces a Edu lo que le había escrito Álvaro y no obtuvimos respuesta. María quiso disimularlo, pero tras medio minuto en silencio en una calma asfixiante en la que nadie escribía resopló… en un resoplido tenso, agobiado.

María desistía. Aunque fuera viernes era madrugada y Edu parecía haberse dormido o enfrascado en otra cosa. Yo esperaba quizás mayor insistencia por parte de Álvaro, pero seguramente al estar con Sofía no tenía mayor necesidad de seguirle el rollo a una María que había renegado de él hasta el menosprecio antes y después de habérsela follado.

María, cachonda, sin su orgasmo, inquieta, sintiendo que sus gemidos sonaban decepcionantes, se iba a dormir angustiada por no haber cerrado aquella conversación con Edu.

Podía sentir, podía casi agarrar aquella intranquilidad, que tenía a la vez una carga de sofoco por aquel orgasmo que se había adivinado que iba a ser liberador, pero que se le había quedado dentro.

Justo desistía y llevaba el móvil a la mesilla cuando apareció en la pantalla que Edu la llamaba. Si yo me sobresalté más lo hizo ella, pues tras un par de segundos de bloqueo… como un resorte bajó de la cama, sin decirme nada, y abandonaba nuestro dormitorio con su teléfono.

CAPITULO 26

No sé muy bien por qué, en el momento en el que ya no pude ver a María, empecé a pensar en que era sorprendente que noches como la que habíamos vivido en Estados Unidos con aquel hombre, o como aquella de su aniversario de Máster, que habían tenido los elementos para que pasaran grandes cosas, finalmente habían quedado en menos de lo que prometían; y, sin embargo, en esta, que no tenía más fin que el de su confesión y por tanto del desarrollo de nuestra intimidad, estaba virando, como un gran crucero, hasta situaciones inesperadas.

De nuevo Edu entraba como un huracán en nuestro dormitorio. Yo le había abierto la puerta un año atrás y también aquella misma noche… y María lo había acabado de hacer partícipe en lo que se suponía iba a ser una noche para nosotros.

No quise agudizar el oído, no quise querer saber si hablaba entre cuchicheos o con normalidad. Los cuchicheos me matarían, pero la normalidad sería fingida.

Apenas conseguía asimilar todo lo que me había confesado de lo vivido en casa de Álvaro y se me abría otro frente en el presente. De nuevo a la vez quería paz y a la vez quería estrés. A la vez quería a María haciendo cosas que me matarían del morbo y a la vez la quería tranquila y melosa, conmigo, en nuestra cama.

No tenía intención alguna de levantarme a escuchar sus palabras, pues como meses atrás en los que sabía que se escribía con Edu por las noches, me gustaba que ella tuviera su espacio en ese sentido, pues me llegaba a excitar no saberlo absolutamente todo y estaba seguro además de que si hubiera algo que yo de verdad tuviera que saber sí o sí, ella me lo diría. No tenía ninguna duda de que en aquel juego si alguien había jugado verdaderamente sucio había sido yo.

Ni siquiera tuve la tentación también porque María no tardó más de unos cinco o seis minutos en volver.

Pude, pero no quise mirarle a la cara justo a su vuelta, pues aquel espacio que quería darle también comprendía el de no juzgar cada gesto, cada expresión, por tentado que estuviera de percibir su grado exacto de excitación o nerviosismo.

Se metió en la cama y cuando presentí que iba a apagar la luz de la lámpara sí que le hablé. Ella sabía que yo no me iba a aguantar sin preguntar y también jugaba con eso.

—¿No me vas a contar qué pasa?

—Nada. He quedado con él para comer mañana.

—¿Y eso?

—Nada especial. Hemos hecho cosas peores ¿no?

Yo no sabía ni qué sentir. Solo sabía que ella acababa de masturbarme y ya estaba excitado solo por visualizarlos quedando a solas.

—¿Y lo de Madrid? —pregunté.

—¿Tú quieres ir?

—No sé… Sí… yo iría… —dije, consciente de las posibilidades que con esa escapada se podrían abrir.

—Ya… por cierto… me ha escrito Álvaro.

—¿Ah sí? ¿Qué te ha dicho?

—Toma, léelo si quieres —dijo acercándome su móvil.

Comprobé rápidamente, por la hora que su teléfono marcaba de sus mensajes intercambiados con Álvaro, que se habían escrito tras hablar con Edu, por lo que supe que su conversación con éste había sido aún más corta.

—¿Dónde está mi cargador? —preguntó mientras yo me inmiscuía en sus mensajes y le respondía que no lo sabía. Durante el siguiente minuto ella buscaba en su cajón, entre cables, dudando si había olvidado su cargador principal en el despacho, y yo buscaba sentido a aquella conversación con aquel crío.

Lo primero que vi fue que él lo hablaba casi todo y ella no hablaba casi nada. Lo segundo que vi fue que de allí no se desprendía para nada una posible quedada, sino más bien lo contrario. Álvaro le contaba sin ser preguntado que estaba con Sofía, que el sábado tenía una cena oficial de su curso y que tras la cena llegaría Sofía y que tenía clases prácticamente hasta las ocho.

—Ya ves que se monta la película él solo —dijo María habiendo encontrado su cargador en el bolso que había llevado aquel día al trabajo.

Era cierto que en los mensajes de él había cierto poso de dejarle claro que no tenía ningún interés, explicaciones por un lado innecesarias, pero por otro era cierto que ella había sido la que había escrito primero y la que dejaba caer que quizás sí fuera a estar en Madrid ese fin de semana.

María se metió en la cama y le devolví su móvil. Me hacía a mí mismo una pregunta y era que si no había intención alguna de quedar con Álvaro, si no era posible verle en aquel ínterin entre sus clases y su cena, para qué ir a Madrid entonces.

Mi novia apagaba la luz y yo a punto estaba de hacer la pregunta: “¿para qué iríamos entonces?”, pero no la pronuncié, y ella pretendía o conseguía dormir mientras yo ya elaboraba una teoría, una teoría que sería moldeada y perfeccionada por la tarde de aquel ya sábado.

No nos levantamos precisamente temprano al día siguiente por lo que la mañana apenas existió, y no fue hasta pasada la una del mediodía cuando le pregunté a qué hora y donde había quedado.

María se duchó, se vistió en el dormitorio y se disponía a salir de casa con unos vaqueros y un jersey grueso color naranja. Yo pensaba que quizás hacía hasta algo de calor para aquella ropa en aquel ya mes de abril, cuando, sospechando que se iría sin más, la paré y nos dimos un pico en los labios. Fue un beso normal, de novios, con la extrañeza de que sí vi algo en su mirada que no supe leer.

Tan pronto se fue sentí un vacío enorme. Por un lado me tensaba y me daba respeto que estuviera a solas con Edu, pero por otro veía en aquello una irracionalidad, pues pasaban horas y horas juntos en el despacho o en los juzgados, por no hablar del pasado verano y sus horas juntos en la playa. Pero no podía evitar sentir cierta angustia.

Estaba también el tema de su indumentaria, ya que de alguna manera el hecho de que fuera a su encuentro con Edu con aquella ropa que la hacía tan dulce y tan… abrazable, por decirlo de alguna manera, me llegaba casi a doler más que si se hubiera vestido de una forma más sugerente. Como que aquella María de fin de semana, afable, adorable… solo podía ser para mí.

No solo me dolía sino que también me confirmaba que obviamente se había vestido así porque había querido y no por petición alguna.

Mi soledad era combatida con el entretenimiento de pensar si iríamos a Madrid realmente, y, de ir, donde dormiríamos y cómo iríamos. Me tensaba sobremanera aquella posibilidad. Solo distraerme buscando hoteles disponibles por internet alteraba mis pulsaciones.

Antes de prepararme la comida tuve una tentación. La tentación de su ordenador portátil. La tentación de sus correos electrónicos. Quería verlos y no quería verlos. Finalmente ni llegué a intentarlo. Que quizás allí podría haber algún paso más de lo que había visto en su teléfono era una posibilidad, pero sabía que no habría mucho más que eso.

Tras aquel debate interno me di cuenta de que tan ocupado había estado dándole vueltas a la pregunta de “a qué iríamos a Madrid” que no había pensado en la pregunta de “¿para qué quedaba con Edu?”, y pronto deduje que sin duda ambas preguntas podrían prácticamente compartir respuesta.

Estaba acabando de comer cuando María me envió una foto de unos espaguetis con almejas y algún langostino. Acompañaba aquella frase con un “tenemos que venir aquí” y un emoticono de una cara amarilla relamiéndose, y yo sentí un amor inabarcable y como mi sensación de temor aumentaba. También me daba la sensación de que ella, con ciertos ramalazos melosos en momentos concretos, quería decirme a mí, pero sobre todo a sí misma, que todo estaba bien, como queriendo no ver o asumir la gravedad de nuestras circunstancias.

Me los imaginaba comiendo juntos, con aquella relación que yo había presenciado en varias ocasiones y que en el fondo llegaba a ser no fría, sino incluso gélida. Me imaginaba a María, quizás quitándose aquel grueso jersey en su presencia pues ciertamente hacía calor y me preguntaba si ella llevaría debajo una camiseta de tiras… una de aquellas que le hacían un pecho tan contundente. Aquella visión me parecía impactante y un exceso, pero después reparaba en lo absurdo de mi cavilación: como si Edu no hubiera visto todo y hubiera hecho absolutamente todo… meses atrás… con ella.

Entré por casualidad en su foto de perfil en el teléfono y la vi guapísima, con una blusa de lunares, en un viaje que habíamos hecho un par de años atrás. Estaba prácticamente igual y me fijé entonces en su mirada. Sin ser sus ojos de un azul o de un verde llamativo me parecían de los ojos más bonitos que había visto nunca, con aquel tono miel que según le diera la luz podría ascender de avellana a verde claro, y no sé muy bien por qué aquella mirada me llevó a la mirada de cuando nos habíamos despedido un rato atrás, y concluí que aquella mirada no solo entrañaba cierta fingida tranquilidad, sino también una luz potente, encendida… Quizás fueran imaginaciones mías o que yo lo quería incluso creer, pero llegaba a pensar que aquel orgasmo que no había tenido se plasmaba allí; que aquel calentón, que aquel sofoco, seguía en su cuerpo.

No mucho más tarde recibí otro mensaje suyo e indudablemente me alegré:

—Voy en un rato.

—Ok —respondí, sin ánimo de sonar seco, pero así me lo pareció viéndolo en la pantalla.

—¿Has mirado trenes? En coche igual es mucha paliza. Y hotel, claro.

—¿Entonces vamos seguro? —pregunté.

—¿No decías que querías ir? Ya te digo que no voy a hacer nada, que no va a pasar nada. Que seguramente ni le veamos, que te veo venir.

—Vale, vale. No, no he mirado trenes, ni hotel, ni nada —mentí— ahora te digo.

Reservé el hotel que ya había ojeado y con respecto al tren había uno que salía pasadas un poco las siete y llegaba a las nueve. No había demasiadas plazas, de hecho no pude coger dos asientos juntos. Mis dedos me descubrieron, comprando los billetes, que estaba muy nervioso.

María llegó cuando me estaba duchando y cuando salí ella tenía prácticamente la maleta hecha y no quise hacerle demasiadas preguntas sobre de qué había hablado con Edu o sobre qué tal la comida. Me dispuse yo a hacer mi pequeño equipaje, metiendo todo lo necesario, y no solo en cuanto a ropa, y reparé en que había unas bolsas en el dormitorio. Me extrañaba un poco que volviendo de comer con Edu se hubiera parado a comprar ropa pero tampoco era rarísimo ni descartable.

Me fui al salón y me puse algo en la tele mientras esperaba a que ella acabara de arreglarse. El taxi que habíamos pedido no tardaría en llegar.

De primeras no reparé. La sentí aparecer en el salón y apagué el televisor. Me puse en pie y ella pasó por delante de mí, abrió la puerta y llamó al ascensor. Llevaba una chaqueta azul marino de raya diplomática, como de traje, algo larga, y una camisa blanca debajo. En las piernas tan solo llevaba unos shorts que de cortos, apenas asomaban, si es que asomaban, por debajo de la americana. Los tacones eran impactantes por como hacían lucir sus piernas, aunque no de por sí exagerados. Yo dudaba si alguna de aquellas prendas pudieran haber sido compradas aquella misma tarde y no podía estar plenamente seguro. Arrastró entonces su trolley hasta dentro del ascensor y… dentro de su jovialidad y su belleza natural irradiaba un impacto tremendo… casi como una señorita de compañía yendo, o viniendo, de estar con un cliente.

Entré con ella en el ascensor. Su pinta de puta de lujo quizás no era tan patente de frente como viéndola desde atrás, o daba esa sensación si acaso porque en el espejo de aquel pequeño habitáculo no aparecían reflejadas sus piernas. Estaba algo maquillada con su melena muy voluminosa y larga, los labios ligeramente pintados. Y sentía que aquella vestimenta me recordaba a algo.

Ya sentados ambos en la parte trasera del taxi acabé de modelar mi teoría, mi respuesta a la pregunta de por qué íbamos a Madrid. Los motivos de los tres, porque aunque solo viajásemos dos, los tres teníamos nuestras pretensiones:

Sin duda la motivación de Edu era aquel poder sobre ella, aquella especie de pasearla a distancia, aquel “vas allí, te vistes así y si acaso quedas, aunque no hagas nada, con el crío que te ha follado”. Su motivación parecía ser la orden, no el resultado final de la misma. Ese poder sobre María era su capricho y a ella le atraía precisamente aquella obediencia. Y para mí resultaba no solo morboso por el sometimiento de María, sino por el mío propio, ya que su capitulación entrañaba la mayor de mis humillaciones. Y no solo eso, sino que además aquel viaje fugaz de apenas veinticuatro horas era también una puerta abierta a que en otra ciudad pudiéramos salir a cenar… tomar algo… en un pub… en una discoteca… y poder verla atacada de nuevo.

Parados en un semáforo observé aquella chica de compañía; aquella camisa blanquísima, aquella americana carísima, y aquellas piernas cruzadas, desnudas… y descubrí a qué me recordaba aquel look de María... sobre todo aquello de que con una americana larga tapase sus shorts y pareciera que no llevaba nada debajo: era similar a lo vestido en Estados Unidos aquella noche en la que había conocido a aquel hombre.

Me preguntaba si era descabellado pensar que no solo en aquel taxi iba vestida como Edu le había ordenado.