Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 15 y 16)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 15

—¿Te vas? —preguntó, como si tal cosa, mientras se las acababa de poner y se ponía en pie para dirigirse hacia el armario.

No supe qué hacer. Me quedé allí plantado mientras ella se ponía una camisa azul celeste y me miraba de reojo.

Reaccioné lo justo como para acercarme. En principio para darle un pequeño beso de despedida. Como si decidiera agarrarme a una rutina para que me guiara.

Ella se abotonaba la camisa frente a mí y le di ese beso. Me retiré un poco. Ella no me decía nada. Y yo no sabía si decir todo, no decir nada o plantar un cebo intermedio.

Lo que era innegable era que aquello tenía un componente sexual que me tensaba. Obedecerle a ponerse aquellas medias no era obedecerle a llevar falda o pantalón. Era bastante más. La imagen de María, obediente, pero disimulando, con aquellas medias enfundando sus piernas, era tremendamente erótica… Me acerqué y le di otro beso y este le sorprendió. Hice que el pico fuera más largo. Y las yemas de mis dedos fueron a acariciar el encaje suave de aquellas medias.

Ahí sí que no pude evitar hablar. Ni lo pensé. La frase me salió sola:

—¿Y estas medias?

—¿Qué les pasa?

—¿Son las de… la noche de Álvaro? —pregunté, pues un rayo de lucidez me desveló justo en aquel momento que sí, que debían de ser las mismas.

—Pues… sí, creo que sí, ¿por?

—¿Y trabajas con ellas? —pregunté, los dos frente a frente, ella con la camisa ya abotonada. Con el contorno de sus pechos bien dibujado bajo la fina camisa, con el escote justo para no ir ni recatada ni demasiado sugerente.

—Sí. No tienen nada de especial.

Inconscientemente hice un gesto como diciendo que sí tenían algo de especial y ella me lo recriminó:

—No sé qué ves de especial, en serio…. empiezas pronto hoy...

María buscaba una falda en el armario mientras me decía que se le hacía tarde. Le pregunté si sabía a qué hora saldría del trabajo, más o menos; lo pregunté simplemente para que aquella frase suya no fuera la última de la conversación y me dijo que no lo sabía. Y allí la dejé vistiéndose… vistiéndose para Edu, simulando absoluta normalidad.

Conduciendo hacia el trabajo pensaba en por qué no le había dicho nada. Y llegué a la conclusión, en primer lugar, de que no podía: Si le decía que sabía lo de Edu y las medias la discusión no iría hacia hablar de su obediencia sino hacia el porqué de cogerle el móvil. Y, en segundo lugar también concluía que seguramente no quería decirle que lo sabía, porque decirlo implicaría poner barreras a algo que tenía curiosidad de hasta donde llegaría.

Lo cierto era que ya llevaban meses: empezando por lo de los bikinis en verano, después lo de ir en falda al juzgado, y también lo de la camisa rosa rancia para Víctor. Esto era un paso más. No sabía si solo un paso más. Si era inocente. Si no. Si sería lo último… No tenía ni idea. De nuevo la intriga como parte de aquella excitación. De nuevo el no saberlo todo como una pata más de aquella inestable plataforma que era mi juego con María.

A media mañana me llamó para decirme que iba a pasar por casa a mediodía para coger ropa de deporte, pues a la salida del despacho iba a probar en un nuevo gimnasio al que iban algunas compañeras de trabajo. Que a mediodía no le daba tiempo a ir, así que iría al final de la tarde. No me gustaba la idea porque si ya no nos veíamos en todo el día si llegaba una hora más tarde a casa nos veríamos aún menos. Intenté disuadirla diciendo una verdad, y era que no le hacía falta, pues ya fuera por metabolismo o genética estaba perfecta sin necesidad de hacer demasiado ejercicio. Ella me dijo que no era por adelgazar ni por nada en especial, sino por, al menos, despejarse y sudar un poco. A mí se me ocurrían otras formas de sudar, ya que, sin ir más lejos, no teníamos sexo desde hacía una semana, pero no le dije nada.

No me lo había planteado, pero seguramente mi subconsciente había pensado que volvería a casa aquella noche vestida con ropa de deporte, y es que me sorprendió cuando entró en casa con aquel traje de chaqueta con el que había ido a trabajar y el pelo algo mojado. También llevaba las medias puestas. Me dio un morbo tremendo. No dejaba de alucinar con que, a pesar de que pasasen los años, me seguía dando tanto o más morbo que los primeros meses.

Dejó la bolsa de deporte sobre uno de los sofás y empezamos a hablar de todo y de nada. Lo que sí hacía de vez en cuando era repetir que estaba muy cansada. Llegados a un punto de la relación, pensaba que ella ya podía ver en mis ojos cuando yo quería sexo. Aquellos anuncios de su agotamiento eran una sucesión de semáforos en rojo y direcciones prohibidas.

Los siguientes días tuvieron cada uno dos momentos clave: El primero, por la mañana, durante su ducha, pues yo aprovechaba ahí para hurgar en su móvil, siempre sin novedades de nadie. Y, por las noches, expectante a ver si María tenía a bien hacer el amor conmigo.

Si ella, después de tantos años, solo con mirarme sabía que quería tener sexo, yo también la conocía como para saber cuándo se avecinaba un bajón en su deseo, en su libido. Además el cansancio por el gimnasio era una excusa perfecta.

Así que ni el lunes, ni el martes, ni el miércoles pude disfrutar de un encuentro sexual con mi prometida. Pero el jueves sucedió algo que me sorprendió:

Estábamos ya en la cama, con la luz apagada. Ya habíamos puesto la alarma, ya habíamos acabado de hablar. Solo quedaba pensar en qué pensar para quedarme dormido o dejarme ir directamente pues estaba ciertamente cansado. En aquel momento, para mi sorpresa, ella me buscó. Se giró hacia mí, me besó, me fue quitando el pijama paso a paso y se fue quitando el suyo hasta quedar completamente desnudos. Posteriormente encendió la luz de una de las pequeñas lámparas y, de frente, tumbados de lado, mirándonos, comenzamos a masturbarnos lentamente. Yo mojaba la punta de uno de mis dedos en la entrada de su coño y ella me echaba la piel del glande hacia atrás y hacia adelante, con dos dedos, con una delicadeza exquisita.

Fue como si se parara el tiempo. El silencio más absoluto. Se acabó por colocar boca arriba, incitándome a que la penetrara en la postura del misionero. Aquello era demasiado tentador… llevaba desde hacía días y días deseando estar dentro de ella. Me ubiqué sobre ella y entre beso y beso, entre roce y roce… dejé que mi miembro buscara aquella entrada, aquel coño perfecto… que acabó por abrirse con elegancia y delicadeza a la tercera o cuarta errática fricción.

Ella llevaba sus manos a mis nalgas, para marcarme el ritmo. Un ritmo lento, lentísimo. Yo la penetraba y apoyaba las palmas de las manos a ambos lados de su cuerpo. Nos mirábamos. Con una conexión similar a la que ya habíamos tenido al hacerlo al día siguiente de la noche en casa de Álvaro.

Nos acariciábamos el pelo. La cara. Juntábamos nuestras bocas y nuestros labios para respirarnos cada uno en la boca del otro. Siempre mirándonos. No había gemidos. Ni tirones de pelo. Ni insultos. Ni se buscaba el orgasmo. No era eso.

Yo, a pesar de aquella leve cadencia, sentía un placer inmenso, pues su coño se abría de una manera moderada. Llegué a sentir tanto placer que hubo un momento en el que cerré los ojos y la pude presentir sonreír. Efectivamente, cuando volví a abrir los ojos, ella me acariciaba el pelo y la cara… y... me dijo que me quería.

Me impactó. No era algo que nos dijéramos mucho. Lo reservábamos para momentos especiales. Creo que en aquel contexto nunca me lo había dicho, y mi cara debió de ser muy expresiva pues ella susurró sonriente:

—¿Qué pasa? ¿No te lo puedo decir?

—Sí, sí. Claro que sí.

—Ahora no me digas que tú también, que queda mal —dijo, graciosa, con aquella coquetería que me mataba.

Aquel encuentro sexual se mantuvo constante en ritmo y forma. Con aquella cadencia, con aquellos cruces de miradas, con aquellas caricias. A veces dejaba caer mi torso sobre el suyo y así no taba sus pezones clavarse en mi pecho, y ella aprovechaba para abrazarme con sus piernas y para acariciarme la espalda. Mi olfato se perdía en su nuca y en su melena mientras mi polla la penetraba incesante y complacida.

Acabé por pedirle que se diera la vuelta y, de buenas maneras, me pidió que no, que acabara así. Le hice caso. Aceleré un poco. Sabía que ella no se correría con aquel ritmo ni en aquella postura, pero supe que a ella no le importaba. Su mirada era inequívoca de que quería que pasara justo lo que estaba pasando. De nuevo volcado sobre ella, con sus piernas abrazándome y sus pezones marcando mi pecho me susurró que me corriera, que me corriera dentro de ella. Entrelazó los dedos de sus manos en mi pelo y yo me dejé ir… respirando agitadamente, bufando en su cuello, en un orgasmo largo... la fui llenando chorro a chorro… feliz, despreocupado, agradecido. Agradecido por darme una paz que yo estaba empeñado en dilapidar.

Tras aquello se inició el ritual de ir yo a por papel higiénico, dárselo, asearnos en el baño… pero esta vez acompañado de miradas cómplices.

Quizás no fuera el momento, pero una vez metidos en la cama otra vez, le propuse salir a cenar al día siguiente, o el sábado… y aprovechar esa cena y posterior noche para que me contara por fin todo lo que aún no sabía de lo sucedido en casa de Álvaro.

—Si te digo la verdad prefiero dejarlo para la semana que viene— dijo, en un tono afable.

—¿Y eso?

—Pues… No sé… No tengo mucho el cuerpo para hablar de esos dos idiotas. Que, por cierto, hace tiempo que no me escriben… Veo que te estás controlando para no preguntarme por ellos —rio— Ni me preguntas por ellos ni sobre si Edu me dice que me vista así o asá.

Obviamente no le preguntaba por ellos porque cada mañana comprobaba en su móvil que no había novedades.

—Es que no te pregunto porque doy por hecho que si pasara algo nuevo me lo contarías —dije sorprendido de mi propia perspicacia.

—¿Ah sí? ¿Tan comedido… y… paciente... te has vuelto? —volvió a sonreír.

Estaba respondiendo a esa pregunta cuando me solapó diciéndome que además deberíamos aprovechar el fin de semana para ultimar cosas de la boda y del viaje que haríamos después. No le faltaba razón, aunque aquella cena no me parecía incompatible con dedicar el fin de semana a cerrar aquellas cosas de la boda y del viaje que aún faltaban por cerrar.

Aquel fin de semana fue tremendamente tranquilo y volví a ver a la María risueña y jovial que me di cuenta que hacía semanas que no veía. Llegando incluso a sentirme culpable por alejarla de aquel estado suyo natural.

La semana siguiente siguió con aquella dinámica de curiosear el móvil por las mañanas y de esperar que no estuviera muy cansada por las noches. Su teléfono seguía sin recibir novedades y no fue otra vez hasta el jueves que, de forma similar al jueves anterior, volvimos a embarcarnos en un polvo tranquilo, a volver a hacerlo completamente desnudos, sintiendo nuestras carnes, la piel del otro… la respiración del otro, los latidos del otro, la mirada del otro…

Tras un rato así volví a plantearle que se diera la vuelta y me ofreció cambiarlo por subirse encima de mí. Tremendamente imponente comenzó a montarme, haciendo círculos con su cadera. Sus pechos brotaban enormes de su torso, sus areolas me hipnotizaban… se echaba la melena hacia atrás constantemente para que le pudiera ver bien las tetas; lo hacía a propósito, cada vez que por inclinarse para besarme su pelo las cubría.

En un momento dado, con sus manos apoyadas en mi pecho, con sus ojos entrecerrados y nuestros leves suspiros, me dijo:

—Me encanta hacerlo así…

—¿Así cómo?

—Así… mirándote, sintiéndote, despacio…

—¿Eso es que te pongo? —dije sin pensar.

Ella abrió más sus ojos. Dejó de moverse.

Completamente quietos. Formando un solo cuerpo. Tenuemente iluminados por la luz de la pequeña lámpara de la mesilla. Acabó por decir:

—Claro que sí. Aunque es difícil de explicar.

—¿Difícil de explicar? ¿Por qué? —dije sorprendido.

—No sé… ¿Seguimos un poco y te lo cuento después?

—No, dímelo ahora.

—Pues… claro que me pones. Me encanta lo que tenemos. Follar así —dijo, algo incómoda, llevando su melena a un lado de su cuello, atusándoselo. Y a mí me llamó la atención que usara la palabra follar, pues aquello, aunque maravilloso, más lo calificaba como hacer el amor que como follar.

—¿Entonces? —pregunté al ver que ella no continuaba.

—Entonces nada. Que… hay momentos y momentos… Que… una no está siempre igual. Hay… eso, momentos, o días, o semanas más bien… que no puedo negar que lo de… pues lo del arnés… lo de fantasear… pues sí que tiene un punto diferente, un punto más, que no es un punto mejor… no sé, que es diferente. Y que… pues que a veces eso está bien, si los dos estamos en ese punto. No sé si me explico.

—Sí… más o menos.

—Y nada. Es que, a ver, es como si hubiera niveles… Es difícil de explicar. Cuando pues… estoy normal, como ahora, pues para mí esto es lo mejor. Hacerlo como hoy, como el otro día… Es algo que… solo tengo y tendré contigo. Y… nada. Eso.

—Pero qué niveles —pregunté, disimulando mi alegría por aquella frase que acababa de decir.

—Pues sí, que cuando estoy normal me encanta así… Que… cuando estoy… cómo decirlo, pues cuando estoy un poco más, pues sí que lo de fantasear y el arnés… y eso… pues está bien. Y bueno, que sí que a veces como que aún hay otro punto más, u otro nivel más… en el que… siento que no… A ver. Es que no sé cómo decirlo, pero no puedo negar que hay veces que sí he necesitado ese paso más. No sé.

—Uff. No entiendo. ¿Entonces es como que te pongo cuando… cuando menos excitada estás?

—No… no es que me pongas menos… Es que… No sé. Es un lío. Es que ni yo misma sé muy bien.

—Pero has dicho eso. Más o menos —dije mientras mi polla, que había decrecido y perdido dureza se salía de su cuerpo.

—Bueno. Pues sí. Puede que sea algo así.

María estaba tan sumamente guapa, subida a mi aunque ya sin mi miembro dentro… y con aquel semblante de querer ser sincera y no querer hacerme daño, que me sentí más enamorado que nunca. Por mucho que en cierto modo lo que me decía podía llegar a ser doloroso.

—¿Entonces? —pregunté.

—Entonces… nada.

—Quiero decir… cuando… estés en uno de esos momentos… o semanas… en los que no te pida el cuerpo hacerlo así, como hoy, y lo de fantasear sea insuficiente, ¿qué va a pasar?

—Pues… que tendré que aguantarme… y más cuando estemos casados. Esta locura se tiene que acabar ya.

CAPITULO 16

María se recolocaba el pelo y tanto ponía las manos en jarra como se apoyaba en mi pecho. Sin duda no era una conversación sencilla de tener y yo me preguntaba cuánto tiempo hacía que había llegado a aquellas conclusiones, y me daba la impresión de que no demasiado.

Mi miembro lagrimeaba, flácido, enroscándose, mínimo, sobre mi vello púbico. Ambos debimos de fijarnos en él a la vez pues María llevo una mano allí y cortó con maestría el hilillo transparente que goteaba, con la punta de uno de sus dedos. Echó la piel atrás y adelante, una vez, y solo con eso hizo mi polla palpitar. Me miró. Ladeó un poco la cabeza. Entrecerró un poco los ojos y comenzó a masturbarme lentamente. Como si quisiera compensar su franqueza con un orgasmo. Lo cierto era que, al igual que muchas cosas que me estaban pasando últimamente, no tenía claro si aquella confesión revelaba buenas o malas noticias.

Miré hacia abajo y María, sentada sobre mí, mantenía su mano izquierda en jarra, apoyada en su cadera, mientras me masturbaba con dos dedos de su mano derecha. Al ver como pajeaba aquella ridiculez de miembro recordé el origen de todo, pues con tantas cosas que habían pasado ya casi había olvidado que el origen y el motivo de todo era aquella minúscula polla. Y, de nuevo aquella fortuna de haber encontrado a dos amantes con dos miembros como los de Edu y Álvaro. Recordé también aquel castigo cuando había preguntado por la polla de Guille y aquella respuesta: ·”Una polla normal, de hombre”, buscando hacerme daño en aquel momento, pero diciendo una verdad.

—¿Te gusta… así? —preguntó ella, masturbándome lentísimamente, en una pregunta ya respondida. María sabía exactamente donde apretar para buscar mi orgasmo y donde hacerlo para retrasarlo, por ahora, por donde apretaba y por la velocidad de sus dedos, solo estaba jugando.

Era como un sueño tenerla allí, completamente desnuda; nunca me acostumbraría, con aquella belleza tan natural, y con aquellos pechos colosales, impunes, desvergonzados, como un don injusto para sus amigas, conocidas y cualquiera que se la encontrara en la playa o en los vestuarios del gimnasio.

Al cabo de unos instantes aceleró un poco y apretó un poco más arriba. Aquello lo cambiaba todo: así no duraría más de dos minutos. Y ella lo sabía con precisión. Quise abstraerme, disfrutar, mirarla… pero mi mente fue irremediablemente a todo lo que me acababa de decir y comencé a atar cabos a tanta velocidad como iba su mano: recordé como, tras su encuentro sexual con Edu, había intentado buscar en mí el amante que no era y después hubo un periodo en el que yo me sentí rechazado, en el que parecía que evitaba incluso tocarme, como si sintiera repulsión por mí y por mi miembro. Había pensado entonces que no se sentía con deseo, con líbido, y sucedía, según su reciente confesión, lo contrario. Era al revés. En aquellas semanas había estado tan excitada que, al ver que el amante que tenía en casa no podía calmar esa excitación, se frustraba, y esa frustración acabó derivando en rechazo.

El brazo de María que estaba en su cadera fue a acariciar mis huevos, a apretarlos un poco, y su otra mano dio un último acelerón. Menos de medio minuto duraría así. Los dos lo sabíamos. Cerré los ojos, no quise pensar en nada, solo dejarme llevar. Solo se oía el ruido de la piel de mi polla adelante y atrás. Solo quería sentir, no quería mirar hacia aquellos tres dedos que cubrían casi por completo mi diminuta polla, quería correrme sin sentirme culpable.

Comencé a sentir un torrente de calor por todo mi cuerpo y ella paró su mano en seco y, cuando vio la primera gota blanca brotar, reinició la paja de nuevo, matándome del gusto, sabiendo lo que hacía; pajeándome, exprimiéndome, a un ritmo constante mientras me corría. Se escuchaba aquella piel ir y venir y mi respiración agitada y desvergonzada. Sentí un placer tremendo, con la mente tan en blanco como el semen que seguía brotando de aquella punta oscura y dura. María supo justo cuando parar, y sin hacerlo repentinamente, sino aminorando el ritmo hasta detenerse completamente.

Me mantuve con los ojos cerrados unos segundos más. Hasta que miré hacia abajo y vi todo mi miembro embadurnado, así como sus dedos y mi vello púbico; algo de aquel líquido caliente había llegado también casi a mi ombligo. Y recordé los tremendos disparos, los tremendos chorros, largos y espesos, que había soltado Edu sobre el torso de María, a pesar de que aquella misma noche se había corrido varias veces y a pesar de que yo llevaba días sin eyacular. Hasta en eso querría mostrarle a María una masculinidad que no le podía dar.

—Espera que te limpio —dijo yendo hacia el cuarto de baño.

Cuando volvió empezó a limpiarme, pero después continué yo, desenmarañando aquella pringosidad de mi vello recortado.

Mientras se ponía el pijama me habló un poco de su gimnasio y yo le pregunté por lo de las cervezas de los jueves, a las que ya no iba nunca, y me dijo que ya no estaba tan bien como antes, que ya no iba la gente con la que tenía más trato. Como casi todas mis preguntas durante aquel último año había un componente de interés relacionado con Edu y ella.

Pasó esa noche de jueves y el viernes, y otro fin de semana, y más y más días. Otra vez con aquellos momentos clave, por la mañana y por la noche. Yo me frustraba un poco cada vez que no veía nada nuevo en su teléfono y también me frustraba pues la frecuencia en la que teníamos sexo fue disminuyendo. Solo hubo una novedad en su móvil, una mañana, en la que Guille le había escrito: “Álvaro está saliendo con Sofía, pero yo me he quedado solito”. María no le había respondido.

Sin duda Guille le planteaba implícitamente algo en aquel mensaje. Y quizás aquello explicaba por qué Álvaro no le había escrito y llamado más. Pero lo que más me llamaba la atención era que Edu no le mandara más mensajes con aquellas órdenes. Tanto que empezaba a plantearme si se las diría de palabra en el despacho. María a veces iba en falda y a veces en pantalón, a veces con la camisa rosa rancia de Víctor, la nueva a veces, y a veces la vieja, y a veces con aquellas medias, bautizadas como “de zorrón” por Edu. Una vez incluso fue a trabajar con ambas, con esa camisa y las medias. Pero nada en su móvil. Cuando tenía juicio con Edu me lo decía, pero no pasaba nada más.

Alguna vez, cuando María ya se había metido en la cama, me quedaba en el salón y me masturbaba, haciendo uso de aquella nota de voz de Edu follándose a Begoña. Me preguntaba si María escuchaba aquello de vez en cuando. Otras veces también me había masturbado recordando a Álvaro y a Guille follándose a María… e imaginándome qué habría pasado aquellas horas que yo no había visto, horas que faltaban por desvelárseme, pero que, cada vez que sacaba el tema, escuchaba evasivas.

Llegó un miércoles por la noche en el que María me dijo que se iba a la cama y yo estaba con mi portátil en el sofá, por lo que empezaba a sobrevolar la idea de volver a masturbarme con una de aquellas dos opciones, pero aquella noche mi novia fue especialmente insistente para que me fuera a dormir a la vez que ella.

—Es que no sé qué haces ahí con el portátil. Venga, vamos.

—Pues… nada… Vete yendo. Yo veré un poco de porno y ya voy —dije, medio en broma medio en serio, también como una indirecta referente a nuestra pobre cadencia de encuentros sexuales.

—Ya… venga —dijo sin creerme, desde el marco de la puerta.

—Que sí, en serio, me hago una paja y voy.

—¿Con qué? ¿Con aquel vídeo?

—¿Qué video?

—Pues aquel que vimos, ¿cuál va a ser?

—Ah, pues… sí, lo voy a buscar —dije, como si tal cosa, mientras ella se iba hacia el dormitorio.

Me puse a buscar aquel vídeo, casi con más curiosidad de si lo encontraría, que por interés en sí por aquel vídeo del que María hablaba como si no hubiera miles mejores en internet.

Aún no lo había encontrado cuando apareció María con un pijama de seda blanco de chaqueta y pantalón, cuando justo saltó un video de una rubia de rizos, que me recordaba a la chica del vestido azul de la azotea aquella de la noche de aniversario de su Máster, pero mayor que ella, y con unas tetas operadas, fuera de lugar.

—Pff, ¿Te gusta eso? —preguntó.

Cerré la ventana, un poco como si hubiera hecho algo malo, y vi que en la pantalla recomendaban uno similar al que había visto con María. Clickeé en el video y María y yo pudimos ver como dos chicos se besaban con una chica, en una cama bastante cutre, en un video muy muy casero.

—Vaya… —dije— aquí hay… un buen trío... ¿Te recuerda a algo?

—Sí, al otro video que habíamos visto.

—Ya… ¿y a nada más? —le pregunté con malicia, mirándole de reojo.

María negó con la cabeza, pero con una media sonrisa, como esbozando un “No tienes remedio”.

—Mira, este tiene que ser Álvaro —dije cuando la chica le bajó un calzoncillo negro a uno de los chicos y apareció una polla más que imponente.

—Venga, va… —dijo ella, fingiendo una desesperación que no era tal, para que me fuera con ella a dormir.

—¿Qué? ¿No está bien el vídeo?

—Venga, vámonos a la cama… El… viernes si quieres vamos a cenar. Piensa un sitio bueno.

Aquel “si quieres vamos a cenar” era una frase que llevaba esperando semanas. Era un eufemismo de “te contaré por fin todo lo que no sabes… de cómo me follaron esos dos”. Si hubiera maquinado una forma sutil de volver a pedirle que me confesara lo sucedido con Álvaro y Guille no me habría salido mejor.

—Vale, pensaré en un sitio —dije mientras la chica se ponía de rodillas e intentaba abarcar con su pequeña boca el tremendo instrumento del crío que representaba a Álvaro, mientras el otro chico del video se masturbaba.

—No te habrás olvidado de cosas —continué.

—Mmm… no, creo que no. Venga… —volvió a insistir en que nos fuéramos. María no quería hacerlo aquella noche, pero tampoco quería que me quedara solo viendo aquel vídeo en el salón.

Acabé por cerrar el portátil y, mientras me ponía en pie, le dije:

—Bueno, tienes mañana y pasado para hacer memoria y yo para reservar en un sitio.

—Sí, sí… me voy a poner a hacer memoria día y noche...—dijo sarcástica, con prisa por irnos a dormir.

Me lavé los dientes. Me puse el pijama. Y me fui a la cama, donde ya estaba María.

De pronto y por sorpresa comencé a asustarme con la idea de que todo acabase. María pasaba de Guille. Álvaro, al estar con Sofía, ya no le escribía. Edu lo mismo aparecía que desaparecía; quizás había desistido al ver que si metía a Víctor en la ecuación María se negaba a jugar.

Llegué a pensar que con la confesión de María de lo sucedido en casa de Álvaro se podría acabar todo. Cerrar el círculo de prácticamente un año exacto con aquel juego. La boda se acercaba y veía a María realmente convencida de que aquello era el cambio necesario. Y, convencida de que, de llegar en algún momento a ese nivel de excitación en el que ni yo ni nuestras fantasías le eran suficientes, simplemente se reprimiría.

Sí, todo parecía indicar que aquel próximo viernes se acabaría todo.

Me quedaba dormido aquella noche con esa sensación…

...pero entonces aún no sabía que, no solo no sería así, sino que aquella noche de viernes tomaríamos un camino aún más arriesgado. Muchísimo más arriesgado.