Jugando con fuego (Libro 3, Capítulos 13 y 14)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 13

Mi sensación era de que aquello era demasiado. Me quedé completamente bloqueado. No contemplaba más hipótesis que aquella en la que María se lo hubiera contado, pero era tan impropio de ella… no podía ser cierto.

A duras penas conseguí responderle pasados unos instantes, con un “No sé de qué me hablas”, que no pretendía más que intentar que me contase algo más, y ese algo más era una pista sobre la fuente que le proporcionaba aquella información.

No me respondía y me puse en pie. En el medio del salón daba vueltas a la mesa de centro, como una animal enjaulado, pero mi jaula era la propia locura en la que yo mismo me había metido.

Dejé de escuchar ruidos provenientes del dormitorio por lo que deduje que María ya estaría metida en la cama. Miraba mi teléfono permanentemente por si Edu escribía algo, pero ya no estaba en línea; no me iba a responder más.

Me sentía superado. Tanto que me planteaba decirle a María que Edu me había escrito aquello, tanto que empezaba a sopesar seriamente que todo saltase por los aires si gracias a eso surgía la luz que necesitaba.

Fui al dormitorio.

Abrí la puerta. La luz estaba apagada. El enfado porque María hubiera descartado follar, tan pronto Edu le había dicho que no tenía interés en recibir una nota de audio con sus gemidos, quedaba completamente opacado por mi necesidad de información al respecto de lo que Edu me había escrito.

—María.

—¿Qué? —respondió, parcialmente iluminada por la luz que entraba proveniente del pasillo.

Di un par de pasos. No estaba acostada del todo, sino recostada. Con su pijama azul oscuro.

—¿Qué pasa? —preguntó.

No podía más. Lo solté:

—¿Edu sabe lo de Álvaro?

—¿Qué?

—Que si Edu sabe lo de Álvaro —dije, marcando más las palabras y dándome cuenta que con aquello yo no me desenmascaraba del todo.

—¿Qué? ¿Qué dices? ¿Cómo lo va a saber?

Tuve que decidir si empezar a confesar ciertas cosas o plantearlo de tal forma que no me auto descubriese.

—Dime la verdad —insistí.

—Estás loco. Que no. ¿Cómo lo va a saber? No lo sabe nadie.

—¿Seguro?

—Seguro.

Se hizo un silencio. Largo. Que acabó siendo incómodo. Medio minuto en un mutismo surrealista.

—Ven a la cama, anda —acabó por decir ella— Que si vienes dentro de un rato me desvelas.

Como tantas otras veces sus respuestas no me llenaban, pero yo no podía decir todo lo que sabía.

Unos instantes más tarde, ya los dos en la cama, a oscuras, preguntó:

—Pablo, nunca te lo he preguntado porque siempre he dado por hecho que todo esto no se lo has contado a nadie.

—Ya. Claro que no. ¿Y tú? —le interrumpí antes siquiera de que me hiciera la pregunta.

—Yo ya sabes que algo de Edu le he contado a Paula en su momento. Pero todo esto de Álvaro es que ni de coña.

Tras un silencio retomó el tema:

—Es que no sé a qué ha venido lo de Edu. ¿Por qué crees que lo sabe?

No me atreví a contarle que me había escrito. No me atreví a confesarle que había estado rebuscando en su móvil y la noche anterior había visto que Edu le había preguntado si yo le había empujado hacia otro hombre. Pensé entonces que si Edu sabía lo de Álvaro se había enterado en las últimas veinticuatro horas. Era todo tremendamente confuso y arriesgado.

—No lo sé…

—¿Cómo que no lo sabes? Por algo lo habrás dicho.

—Que no lo sé… Siempre me da la sensación como de que sabe más de lo que parece —yo no sabía cómo salir de aquellas preguntas de María.

Afortunadamente no insistió mucho más.

Ella se quedaba dormida mientras yo recordaba que no solo se lo había contado a Edu, sino también a Germán. Al día siguiente intentaría quedar con él. Necesitaba otra vez a una persona de confianza, que me pudiera dar una visión diferente de aquella locura; quizás yo, al estar tan metido, no veía cosas que alguien de fuera si pudiera ver.

Aquella tarde de miércoles María quedaba con Paula y Amparo y mi amigo Germán accedía sin problema a quedar conmigo. Me sentía un poco culpable y también algo egoísta por el motivo de nuestra quedada. Habíamos hablado hacía poco pues le había llamado para decirle que me casaba unas semanas atrás, pero no nos habíamos visto desde noviembre; parecía que solo quedábamos para que yo le pidiera consejo, si bien era cierto que él tampoco me había llamado para vernos por cualquier otro motivo.

No disimulé demasiado el sentido de la cita, en seguida nos metimos en el tema y ciertamente me costó abrirme… Quise ser honesto y contarle de forma aséptica, sin paños calientes, lo sucedido en la casa rural con aquel niño, lo sucedido en Estados Unidos con aquel hombre y todo lo de Álvaro y Guille. Germán intentaba no alarmarse ni juzgarme. Finalmente llegué al tema para mí clave, el último mensaje de Edu.

No esperaba un milagro, ni siquiera una solución, quizás solo una idea que me hiciera sopesar otras posibilidades.

—Tal como lo cuentas o se lo ha dicho a Paula y Paula a Edu o se lo ha dicho María a Edu directamente. No veo más.

—¿No se te ocurre nada más?

—No. Lo único que puedes hacer, si dices que no quieres preguntárselo a María directamente, es mirarle en el móvil sus conversaciones con Paula. Si en ellas ves que Paula lo sabe es que puede ser que haya sido ella la que se lo ha dicho.

No me pudo aportar más. Y no me juzgó, ni me recriminó nada. Tampoco me aconsejó que dejara todo aquello y buscara un tercero por internet como había hecho la primera vez. O me daba por imposible o directamente no quería agobiarme y repetirse con advertencias y propuestas que sabía que yo no había olvidado.

Esa noche no pude mirarle el móvil a María. Me resultaba ciertamente violento e incómodo por otra parte. Cada vez que lo hacía me decía a mí mismo que aquella dinámica no era justa ni era el tipo de relación que quería tener, pero aquella frase de Edu tenía que tener una explicación.

A la mañana siguiente, mientras se duchaba, dejó su teléfono en el dormitorio y sí pude mirar en su móvil. No había nada nuevo de Álvaro, ni de Guille, ni de Edu. Entré en sus conversaciones con Paula. Estuve como cinco minutos buscando y buscando. No encontré nada. Nada de nadie. Paula, por tanto, no lo sabía. Ya solo quedaba una opción, la opción que yo no quería asumir.

Aquel descarte hizo que mis sentimientos de intriga y desazón se tornaran en rabia.

Y es que, si María le había contado eso a Edu, aquello supondría que su relación era completamente diferente a lo que yo pensaba, y la existencia de esa relación diferente lo cambiaba todo.

Ya en el salón, a punto de irnos al trabajo, apareció con traje de chaqueta y falda gris y camisa rosa. No era la camisa nueva sino la anterior y nada le obligaba a no ir en falda, pero igualmente aquello casi me hace explotar. Mi cuerpo irradiaba ira y no podía evitar pensar que la camisa era por Víctor y no me decía nada. Y, sobre la falda, aquel día tenía que ir al juzgado y me había dicho que no verían al juez que supuestamente miraba sus piernas. ¿Entonces? ¿Era por qué se lo pedía Edu? Me vi, de golpe, desconfiando de todo.

Me contuve. No dije nada. Pero aquella presión no hacía sino ir en aumento. Tanto que acabé por llamarla a media mañana y le dije que quería verla, que necesitaba hablar con ella, que quería volver a quedar para comer. Me dijo que no, que no sabía a qué hora acabaría, pero le insistí tanto que acabó accediendo.

Yo no me reconocía. Podía estar enfadado con ella, podía estar excitado y sentirme culpable por ello, pero donde no me reconocía era en la desconfianza.

Recordé aquello que había leído en su móvil, cuando Edu le preguntaba si yo le había empujado hacia alguien más, ella le decía que yo no la empujaba a nada y él le escribía que entonces lo que sucedía era que ella era un poco zorrón. De aquello casi se podía suponer que Edu lo sabía por otra fuente. ¿Por Álvaro? ¿Sería posible que se conocieran?

Cogí el coche y fui hacia los juzgados. El día estaba cálido pero muy ventoso. Una vez allí paré el coche en doble fila y me dispuse a esperar. Desde mi posición veía la pequeña plaza que daba acceso a las puertas principales. Vi ciertos grupitos, de abogados, procuradores y lo que fuera. Pensé que aún no habrían salido, pero me equivoqué, pues acabé por encontrar a un corrillo de cuatro personas: Edu, Begoña, María y un chico que no conocía.

Había quedado con María en que tan pronto saliera me escribiera. No lo había hecho. Hasta eso me encolerizaba.

El chico al que no conocía fue a saludar a otro de otro grupo y quedaron entonces ellos tres. Yo me sentía un extraño voyeur, allí, en el coche, viendo a Edu, impecablemente trajeado, con una planta tremendamente elegante y potente, con su pelo más arreglado, diría que hasta engominado, y, junto a él a Begoña en traje azul marino, guapísima, y a María, con aquella falda y aquellas piernas largas… No podía evitar pensar, recordar, que Edu se las había follado a las dos.

“¿Le has dado polla a Begoña esta mañana? ¿O ayer por la noche?”, me sorprendí diciendo en voz baja. Excitado. “Puedes volver a follarte a María, si quieres. Ella lo está deseando. Mira cómo te mira”, dije también, sabiéndome enfermizo.

Mi novia le miraba, incómoda. Siempre estaba incómoda con él. No le caía bien. La ponía nerviosa. La intimidaba. No estaba a gusto con él. Pero no dudaba que estaría encantada de que se la volviera a follar. No dudaba que sentía envidia de Begoña.

Edu y Begoña hablaban y María estaba algo apartada. Acabó por coger el móvil.

Miré mi teléfono. Me escribía a mí.

—Ya hemos salido. ¿Qué quieres hacer? Iremos al despacho ahora. No sé si vale la pena quedar.

No le respondí. Arranqué el coche y me fui. No sé por qué lo hice. Quizás porque un ápice de raciocinio que aún me quedaba supo que era mejor no ir a comer con ella en aquel estado.

Parado en un semáforo le escribí a María que tenía razón, que daba igual. Y ya en el trabajo le escribí a Germán, con la mala noticia de que Paula no sabía nada.

Mi ira no desaparecía. Casi prefería mi conocida angustia. Pasó ese miércoles, pasó el jueves y el viernes a mediodía María me llamó para preguntarme cómo iba a ir vestido a la cena de su Máster. Me perdí por un pasillo, buscando intimidad, y le dije el traje que pensaba llevar y no le gustó la idea. Me planteó ir a comprar uno aquel mismo viernes por la tarde.

—Pues si te digo la verdad no me apetece —respondí.

—¿Hace cuánto que no te compras uno? —preguntó.

—No lo sé.

—Pues eso.

Algo salió de mí. Incontrolable.

—Si crees que me ve va a quedar como a Edu… Lo dudo, eh.

—¿Qué? ¿A qué viene eso?

—No, nada. Que si quieres quedar bien con tus ex compañeros ve con Edu… Así quedas de puta madre.

—¿Pero qué coño dices? —preguntó más sorprendida que enfadada.

Yo no podía controlar aquel enfado soterrado, que duraba días. Ni se me iba de la cabeza el porte imponente de Edu a las puertas del juzgado, llamando la atención de todas.

—Eso. María. Que no me voy a comprar un puto traje.

—¿Pero a ti qué te pasa?

—No me pasa nada.

—No, dime qué te pasa.

—Me pasa que… no sé… Nada.

—No, dime, a ver —dijo chula.

—Me pasa que… como Edu ya no quiere que le mandes el audio... aquí ya no se folla o qué.

—¿Es eso?

—Pues sí.

—¿Y te parece normal decirlo ahora así por teléfono?

—No sé, María.

—Ya te he dicho que estoy con la regla. Te juro de verdad que a veces tengo la sensación de que estoy con un puto crío.

Colgó el teléfono y me sentí terriblemente mal. No entendía qué me estaba pasando.

Miré mi móvil. Entré en mi chat con Edu. Releí aquella frase suya en la que mencionaba a Álvaro y farfullé: “Lo has conseguido eh, cabrón”. Me estaba volviendo loco. Pero me daba la sensación de que aquella frase no buscaba más que joderme y enemistarme con María. “Lo has conseguido… no me fio de María… muy bien… No te llega con follártela… no te llega con que ella quiera que te la vuelvas a follar… no te llega con follarte a Nati, a Patricia, a Alicia, a la chica de la boda… a Begoña… a María… que tienes que joderme lo que tengo con ella”.

De nuevo hablaba para mí, como había hecho en el coche, cosa que nunca antes había hecho. Recordé cuando estaba aparcado en frente de los juzgados, espiándoles: Edu serio, Begoña risueña, idolatrándole con cada mirada, y María tensa, incómoda.

Volví a mi mesa, acabé unas cosas de trabajo que tenía urgentes y, tan pronto conseguí un hueco, cogí mis auriculares y me fui al cuarto de baño. Me senté en un retrete y puse otra vez la nota de audio de aquella tremenda follada a Begoña, y me imaginé que después de aquel juicio, Edu se iba con María y con Begoña, pero que no se iban al despacho, como María me había dicho que harían. Pensé que María había querido cancelar nuestra comida por algo, y ese algo era que no iban al despacho, sino que se iban a un hotel, un par de horas, y allí se follaba a las dos. Que ellas no querían compartirle pero era un mal menor a asumir.

Me masturbaba compulsivamente, sentado en el retrete, mientras imaginaba como se besaban los tres, sobre una cama, los tres de rodillas; imaginaba como ponía a Begoña a besar las tetas de María mientras él besaba los labios de mi novia. Como después se las follaba, por turnos, y ellas esperaban ansiosas su vez. Begoña gritaba en mi oído, en mis auriculares, y yo me imaginaba que era María la que gemía así. Me imaginaba la envidia de María, me la imaginaba montando a Edu, subiendo y bajando de aquella polla enorme que era lo único que la calmaba, mientras miraba de reojo a Begoña, diciéndole con cada movimiento de cadera como se follaba… y ofreciéndole los pechos a Edu, para que se los lamiera, intentando convencerle así, de que la próxima vez la follara solo a ella, sin compartirla con aquella cría. Imaginando eso comencé a eyacular, allí sentado, en los baños del trabajo, mientras podía ver como todo era cierto, como Edu se las follaba en aquel hotel y como sudadas pero satisfechas volvían las dos al despacho, recién folladas, y ansiando que Edu tuviera a bien volver a follárselas cuanto antes.

El bajón que sufrí tras aquel frenético y perturbado orgasmo fue terrible. Volvía mi mesa y no me reconocía a mí mismo. Pero, sin demasiado tiempo para fustigarme, vi que Germán me había escrito:

—Pues lo único ya que se me ocurre es que Álvaro hubiera llamado a María estando ella con Edu, que Edu lo hubiera visto de casualidad y que se haya tirado el farol. ¿Has mirado en su móvil las llamadas?

—No —respondí, viendo algo de luz.

—Pues puede ser eso. Es que María no creo que se lo haya contado.

Contaba las horas para volver a casa. Me veía mirando en el móvil de María y comprobando como la hipótesis de Germán se confirmaba como posible. Me visualizaba aliviado, haciendo las paces con ella. Lo necesitaba. No aguantaba más. Pues aquel loco no era yo.

CAPÍTULO 14

En los últimos doce meses había vivido y descubierto unos sentimientos que jamás podría haber imaginado. La intensidad de los momentos en los que María estaba con otro hombre eran tan brutales que me parecía que aquello era de verdad la vida y que todo lo demás, la nada. Aquella tensión y aquel morbo, si bien a la vez desgarradores y dolorosos, eran sin duda buscados y deseados, como una experiencia a la que no quería ni seguramente podía renunciar. Sin embargo, el morbo derivado de la desconfianza era un morbo mucho más enfermizo y del que yo me quería alejar.

El sueño de María luchaba contra una película, en el sofá, aquella noche de viernes. Yo ansiaba aquella victoria de su cansancio para comprobar la teoría de Germán. Esperé hasta estar completamente seguro de que María dormía para estirarme lo suficiente como para alcanzar su móvil, que yacía posado sobre la mesa de centro del salón.

Así, en la penumbra, solo iluminados por la pantalla del televisor, ya los dos en pijama, derrotados por una semana larga e intensa, busqué en su registro de llamadas.

Lo vi en seguida: “Álvaro cumple de prima”, dos llamadas perdidas, sin apenas espacio temporal entre ambas, el martes por la mañana, a una hora en la que seguro habría estado en el despacho. Nunca pensé que pudiera alegrarme tanto por ver dos llamadas sin contestar, pero es que aquello abría la puerta de que un avispado Edu pudiera haber visto aquello y se hubiera tirado el farol.

No pude evitar mirar sus conversaciones: Nada nuevo de Edu, ni de Álvaro, ni de Guille.

Devolví el teléfono a su lugar original y le escribí a Germán, el cual no tardó en responder con un “Pues será eso”, tranquilizador. Aunque estaba ciertamente aliviado tampoco las tenía absolutamente todas conmigo; tenía que hacer un ejercicio psicológico para convencerme de que no había más historia, pues ya se lo había preguntado a María directamente y descartaba confesarle que Edu me había escrito, o lo que era peor, que yo le había escrito a él.

Al día siguiente María estaba especialmente afable, podía pensar bien y creer que aquello se debía a que, al haber bajado mi enfado, todo volvía a su cauce habitual, o pensar mal y creer que aquello se debía a que ella sabía que realmente era una faena para mí su dichosa cena de aniversario de Máster. Cuando, poniéndome el traje, me dijo que me quedaba muy bien, me decanté por la segunda opción.

Si pensaba que aquello iba a ser un coñazo, fue peor. Yo no conocía prácticamente a nadie. Solo a algunas de sus compañeras de promoción y de cruzar cuatro palabras cuando nos encontrábamos por la calle. Para colmo me daba la sensación de que la gente no solo iba tremendamente arreglada, sino que se desprendía un ambiente de noche especial, como de la noche del año para más de una y más de uno; contextos en los que la gente exagera su personalidad, como un pasarlo bien a la fuerza que resulta molesto y por momentos roza la vergüenza ajena.

Todo era muy exagerado. Los saludos. Los abrazos. Los brindis… Solo me sacaba un poco de mi hastío el homenaje que se daban mis ojos, pues había chicas ciertamente guapas. Una rubia, en vestido azul, de rizos, me parecía espectacular, si bien para espectacular estaba María. Como tantas otras veces, cuando se arreglaba, daba aún más la sensación de que dábamos el cante como pareja. Llevaba un vestido satinado de color salmón y una americana blanca algo larga por encima, y unos tacones que ponían su uno setenta en uno ochenta. Llevaba el pelo suelto y estaba un poco maquillada, además llevaba un par de colgantes que no se solía poner.

La cena era en la planta baja de un hotel en la zona vieja de la ciudad y, muy a mi pesar, descubrí que la noche había que continuarla en la azotea del propio edificio. Era innegable que el sitio, en aquella terraza, allí arriba, era espléndido; que la noche, siendo de marzo, más bien parecía de mayo, pero yo estaba incómodo, fuera de sitio. Me quería ir.

Siendo justos también había que reconocer que María hacía lo que podía para que me sintiera a gusto, pero no era fácil.

Acabé por dejarla con unas amigas y me aparté un poco, no quería ser una carga, y me daba igual estar un poco solo. Me pedí una copa y miré a mi alrededor. Luna llena, ni una brisa y una música tranquila que versionaba canciones originalmente más animadas.

No sé el tiempo que estuve allí quieto, pensando en todo y en nada, invisible a los ojos de todos, cuando mi mirada fue, del fondo de mi copa, casi finiquitada, a María, que no estaba ni con sus amigas ni sola, sino hablando con un chico, grande, corpulento. Ya le había visto en la cena, de lejos, y me había llamado la atención por sus dimensiones y su porte atlético. Tendría entre treinta y cinco y cuarenta años. Manos grandes. Cabeza grande. Pelo muy corto, oscuro, con importantes entradas. Ojos claros y mandíbula marcada. Daba un poco la sensación de vieja gloria, de haber sido guapo, pero de no serlo ya tanto.

Observé. Invisible. ¿Tenso? No. Si bien es muy fácil detectar una charla coloquial, amistosa, de ascensor, de cuando se busca algo más. Tampoco podría culparle por atacar a María; la delicadeza de su vestido, su americana remangada lo justo, su melena enorme que se veía a distancia, sus piernas aún más esbeltas por aquellos taconazos… Alguien que no se cortase en aspirar a lo máximo tenía que probar sí o sí.

Quizás fueran las copas, o mi perfecto puesto de control, a unos quince metros, con varios corrillos por el medio, aunque apañándomelas para ver bastante bien, pero fue la primera vez que me sentí a gusto. Y es que no era la tensión de verla con Edu, ni la locura asfixiante de la casa de Álvaro. No, era simplemente deleitarme con como atraía a los hombres, de deleitarme con su estilo, con su gracia innata, con la impresión que despertaba. Y es que podía ver en los ojos de los hombres, mientras la escuchaban o fingían hacerlo, pues no eran sus palabras lo que les interesaba, el deseo, el deseo más primitivo y animal. Podía ver en sus ojos que si viviéramos en una sociedad sin reglas la estarían sometiendo por la fuerza para satisfacer su instinto más primario.

Los ojos de aquel hombre enorme lo decían todo, sus ojos expresaban un nervioso “qué polvazo tienes” que María parecía no querer ver, o no importarle.

Cambié mi copa por un cocktail más suave, pues quería mantener, no aumentar, y, al volverme, vi como María y aquel pretendiente habían sido asaltados por dos chicas y un chico, cosa que inequívocamente no le había hecho gracia al de la mandíbula prominente, que le dijo algo al oído y le hizo un gesto como de que volvía en seguida y se alejó. Aproveché ese momento para acercarme. María escuchaba en aquel grupito, pero no hablaba, y aproveché su silencio para hablar con ella. A la tercera o cuarta frase no pude retrasarlo más, le pregunté por el hombre con el que había estado hablando.

—Ah, Javier, es de… dos promociones antes —dijo, sorbiendo de su cocktail, ya algo achispada, y pude comprobar que era muy fino su vestido satinado y bastante fino su sujetador… El contorno de sus pechos era hipnótico, sugerente, indómito por tamaño, pero erótico y refinado por forma.

—Ya le conocías entonces.

—Sí, siempre viene a estas cosas.

—¿A qué cosas? Creía que esto era cada cinco o diez años.

—Bueno, está la apertura, la clausura… de cada curso… Yo no voy a casi ninguna, pero las hay. De hecho esto lo hacen ahora en marzo y no en junio para que no se monte con la clausura de la promoción de este año. Este viene a todas. A ver qué cae.

—¿A ver qué cae?

—Sí, siempre viene… aunque sea solo. A ver qué cae. En mi año estuvo en la apertura y… no me acuerdo… me pidió el móvil al final… que si te dejo apuntes que si yo qué sé.

—¿Pero quedasteis durante el curso… durante tu año?

—No, no. Me escribía de vez en cuando. Sin más.

Creo que María empezó a ver por dónde iba y cada vez me respondía más seca y hacía más por integrarse en la conversación del resto del corrillo.

—¿Y no le viste durante tu año?

—Pues no. No quise quedar. A ver… No es por mal. Es… un poco... no sé. Es de un pueblo de por aquí, no sé… Que después fue el mejor de su promoción, que no habían acabado el segundo módulo y ya se lo estaban rifando varios despachos… pero, no sé.

—¿Y cómo sabes todo eso?

—Pues… porque somos… veinte o veinticinco por promoción. Más o menos dos arriba o dos abajo las tienes controladas.

No lo pude evitar:

—¿Y… qué te parece?

—¿Que qué me parece de qué? —dijo algo borde.

—Pues… si te parece atractivo o algo.

—Pfff…. No empieces… por favor te lo pido.

—Vale, vale…

—Es que, Pablo, joder… tengamos una noche en paz por lo menos.

Nos quedamos un momento en silencio. María quería entrar en la otra conversación, seguramente para escapar un poco de mí, pero no lo conseguía.

—Dime al menos si… has acabado con… —le dije en alusión a si seguía con la regla.

—¿Estás pensando en eso justo ahora? —preguntó, más borde.

—Pues sí, ¿por qué no?

—Pues sí, sí he acabado. ¿Algo más? —dijo, sequísima, con los brazos cruzados y su copa en la mano.

Ni lo vi venir, pero en ese momento el tal Javier, grande, pero coordinado, entró en el corrillo. Me miró un segundo, como juzgando quién era y, de no ser nadie, si sería rival. La presentación era inminente y la debía hacer María, y yo me preguntaba cómo me presentaría. Si lo hacía como novio, aquel conato de situación morbosa desaparecía. No tardó en despejar la incógnita, lo hizo como “Pablo”, sin más. Nos estrechamos la mano y, con que él me preguntara por mi trabajo o mi promoción o con quién había venido, todo se rompería. Pero no lo hizo. No me preguntó nada. No le interesaba nada. Estaba a lo que estaba.

Se las apañó en seguida para hablarle al oído y para fingir después que no la oía bien para apartarla un poco. En apenas treinta segundos la había sacado del grupo en un movimiento seguramente estudiado.

Me alejé. Me sentía cómodo en la distancia, como un púgil de ventajosa envergadura. Si bien, me daba la sensación de que aunque me hubiera quedado solo a dos metros, nadie se preguntaría qué hacía allí. Volví a mi puesto de control y mis ojos encontraron a aquella rubia de rizos, en vestido azul, que hablaba con unos chicos, con tres o cuatro, sintiéndose estupenda, gustándose tanto que lo que conseguía era gustar menos.

Y mi mirada de nuevo a aquella impactante chica de pelo castaño y vestido delicado, de piernas finas, como una muñeca a punto de romperse comparado con el animal que la pretendía embaucar. Hasta el blanquísimo de su americana contrastaba con el oscuro y no demasiado moderno traje de aquel tal Javier.

Fui al cuarto de baño. Fantaseé… No podía evitarlo. Ya había acabado de orinar, pero me quedé con los pantalones ligeramente bajados, unos segundos… Imaginando que a María le atraía aquel animal. Se me cruzaban imágenes de ellos apartándose de los demás miembros de la fiesta… y... besándose… en algún rincón, para que no les vieran las amigas de María. Mi novia avergonzada de sucumbir y aquel monstruo orgulloso, y que preferiría no estar en aquel rincón sino que le gustaría más besarla delante de todos. Me llegué a masturbar suavemente, mientras me imaginaba que se la llevaba a su casa, y allí se la follaba a lo bestia. Quizás no, seguro, que le tenía ganas desde hacía años… y concentraría todo aquel deseo y aquel ansia en unas horas en las que la penetraría como un animal… hasta dejarla exhausta, deshecha y tremendamente usada. Se la follaría hasta matarla del gusto…

Cuando me di cuenta estaba completamente empalmado. Pero no me sentí culpable por aquella loca fantasía, lo cual me desvelaba que iba más borracho de lo que creía, pues sobrio mis sentimientos de culpa se disparaban.

Volví. Me pedí una copa. Y esperé antes de alzar la mirada hacia donde se suponía que seguirían estando. Estaba expectante. Ansioso. Finalmente… les miré.

Lo que viví al verles fue un tremendo baño de realidad: María, girada, dándole medio la espalda, hablaba con sus amigas. Javier, perdido, ¿derrotado? Buscaba un hueco para meterse en la conversación. A los pocos segundos decía algo, seguramente forzado, y María le ponía mala cara, como indicándole que sobraba completamente allí, con ella y sus amigas.

Yo me preguntaba qué esperaba. Y me daba cuenta de que lo de Edu había sido una bendición, y lo de Álvaro un golpe de suerte casi irrepetible. Ni siquiera había hecho nada sexual con aquel americano imponente… en un país en el que no nos conocía nadie… cómo podría pensar que podría querer nada, delante de sus amigas, con aquel mediocre cazador.

Mi mente volvía a lo de Álvaro y Guille, a aquella locura que seguramente solo había existido gracias al génesis de todo, a Edu, el cual le había mostrado lo que era follar de verdad, y tras cuatro meses de lo vivido con él, había buscado vivirlo otra vez, por mera necesidad física.

Vi en la distancia como María tecleaba en su móvil. Parecía enfadada. Tensa. Deduje que me estaría escribiendo, molesta por aquellas desapariciones. Cogí mi teléfono, pero no me había escrito. Instantes más tarde alzó la mirada, hasta que encontró la mía, y me hizo un gesto como preguntándome qué hacía allí solo.

Me acerqué, estuve un rato con ella y sus amigas, pues Javier ya había desistido, y al rato me volví a acercar a la barra, a pedirme otra copa y a volver a observar. Javier no sería el único en intentarlo, después fue otro chico, que se dirigió directamente a ella. Y después otro.

Me gustaba contemplar y analizar aquellos intentos. Cuanto más la atacaban más valía ella y menos los demás. Los recibía cruzada de brazos y sosteniendo su copa. Si el chico tenía gracia le daba tres minutos, si no la tenía, le daba tres frases. Parecía un jurado de un talent show, pero el premio no era dinero, ni una carrera discográfica, sino una noche con ella. Premio, a todas luces inaccesible para nadie de aquella fiesta. Aquella noche la pasaría conmigo, y solo conmigo, pues estaba enamorada de mí, y yo sabía que yo no la merecía, ni a ella ni lo que le estaba haciendo, empujándola una y otra vez, como un martillo pilón, como una gota malaya, a que lo hiciera con otros hombres, arriesgándome además a que se enganchara a uno.

De hecho, aquel era mi temor, aunque me arriesgaba, pero lo que no esperaba era que se pudiera estar enganchando no tanto a una persona sino a un juego, a un juego que no era el que tenía conmigo.

Dos, tres chicos, fueron desfilando, y sus amigas no decían nada, pero no les agradaba la situación. Una envidia latente se desprendía cada vez que María tenía que volver a la conversación tras haber repudiado a un pretendiente.

María volvió a reclamarme y decidimos irnos, y, ya en el taxi, llegando a casa, volví a pensar que lo de Edu y lo Álvaro eran dos milagros y que a ellos tenía que aferrarme.

En seguida vi que María no quería hacerlo aquella noche. Su ritual de desmaquillarse y ponerse el pijama con celeridad era inequívoco. Hasta daba la sensación de evitarme para que ni surgiera mi propuesta

A la mañana siguiente me desperté con el ruido del secador. María ya se había duchado y se estaba secando el pelo en el cuarto de baño. Alargué la mano para ver la hora en su móvil: pasaban de las once y media. Me incorporé un poco. Tenía su teléfono en la mano. Lo desbloqueé, casi como un automatismo. Sabía que era un feo vicio, pero no lo podía evitar. No esperaba ver absolutamente nada nuevo. Y fue precisamente la vez que me di de bruces con una conversación tremendamente inesperada.

Fue entrar en sus conversaciones y ver un “vete a la mierda” de María a Edu, pasada la una de la mañana de la noche anterior.

Seguía escuchando el secador. De golpe todo mi cuerpo comenzó a temblar, en un despertar inmediato. Estaba a la vez completamente lúcido y despejado y a la vez aún tan dormido que parecía estar en un sueño. No podía entender como mis dedos se habían puesto a temblar así, de repente, de la nada al todo.

Entré en la conversación. Fui un poco hacia arriba. Hasta encontrar donde había empezado, hasta ver qué era lo nuevo.

Edu había sido el primero en escribir:

—Pásalo bien esta noche. Móntatelo con uno. Dale esa alegría a Pablito.

—Qué te importa a ti eso —había respondido María.

—Ya, es vuestro jueguecito. ¿Quién es Álvaro, por cierto? ¿Te ha puesto Pablo a follar con él?

—Ya vi que me viste el móvil —había escrito María.

—Fóllate otra vez al Álvaro ese. Te hace falta.

—¿Ah sí? ¿Me hace falta?

—Sí, no es muy agradable ver tu cara de mal follada cada día.

—Vete a la mierda.

Ahí acababa la conversación. No tuve la valentía de decirle nada a María. Me levanté y, como pude, fui a preparar el desayuno. Durante los primeros minutos de aquel día me costó horrores disimular el impacto de lo que había leído.

Le di vueltas y vueltas a aquella conversación durante todo el día. Día en el que paseamos por la mañana, comimos en casa, vimos una película en el sofá y otra película en el cine. De nuevo aquella noche María no me buscó para hacerlo sino más bien al contrario. Y yo me quedé dormido pensando y pensando en aquellas frases suyas con Edu… Por un lado la teoría de Germán se confirmaba, por otro demostraban tener más trato del que parecía.

Si durante el día anterior no había tenido una oportunidad clara de volver a revisar su móvil, aquella ducha de lunes por la mañana me daba una oportunidad irrechazable. De verdad que de nuevo no esperaba encontrarme nada… pero de nuevo me equivocaba.

Otra vez mis nervios, mi tensión, y mis dedos temblorosos. Otra vez mi corazón palpitando y mi oído atento a si María acababa con su ducha. Otra vez… se había escrito con Edu. La última frase era de María, era un “¿Por qué no se lo pides a Begoña?” tan desconcertante que me hizo entrar en aquella conversación aún más infartado.

Tras haberle mandado María a la mierda, Edu le había escrito el día anterior por la tarde. Calculé que mientras habíamos estado viendo aquella película, los dos en el sofá, se habían escrito, y no me había dado cuenta. La frase de Edu me dejó helado:

—Mañana no vengas con pantys, me aburres así, vente con esas medias que tienes de zorrón.

—Eres un poco cerdo, ¿no? —preguntó María, también sorprendiéndome… No me encajaba… Era como raro en ella. Y, seis minutos más tarde, sin que Edu hubiera respondido, volvió a escribir:

—¿Para qué? Si no se sabe cuáles llevo.

—Claro que se sabe, solo hay que fijarse un poco. Aparte de que se te ve en la cara.

—¿Por qué no se lo pides a Begoña? —preguntó ella inmediatamente, sin obtener respuesta.

No tuve tiempo para reaccionar. Me fui al salón. Me puse los zapatos. Escuché a María salir de la ducha. No sabía qué hacer. Dudaba en irme. Sin despedirme. No sabía ni qué sentir. No sabía si estaba enfadado o no. No sabía si era una chorrada, una medio travesura o algo tremendamente grave.

Acabé por ir hacia el dormitorio y al menos despedirme de ella.

La vi, sentada sobre una esquina de la cama, en bragas y sujetador negros… poniéndose las medias que Edu le había ordenado que se pusiera.