Jugando con fuego (Libro 2, Capítulos 5 y 6)
Continúa la historia.
CAPITULO 5
Me desperté y leí un mensaje que me acababa de enviar María. Si lo que yo le había escrito de noche había sido cariñoso, lo suyo aun más. Sentí un profundo amor por ella que me hizo sentir extrañamente bien y, lo que era aun mejor: lo que se desprendía de lo allí escrito era un amor recíproco.
La atmósfera de aquel domingo por la mañana, solo en nuestra casa, me tranquilizó. Miré el reloj, eché unas cuentas rápidas, justo habían pasado dos semanas desde que me había despertado con los pantalones en las rodillas y María diciéndome que nos fuéramos de la habitación de Edu. Justo dos semanas. Muy poco para recuperarse de semejante shock, muy poco para tomar decisiones drásticas.
La opción de Germán que primero había desechado quizás fuera la más acertada: no hacer nada. Pero con un matiz, y ese matiz era confiar en que todo volviera a ser como antes, que el problema desapareciera poco a poco, mi bloqueo, mi sentimiento de inferioridad, mi ego herido. Quizás fuera mera cuestión de tiempo recuperarlo.
María no volvió el lunes, si no que lo hizo el domingo de noche, cosa que, según dice, hace cuando me echa más de menos. No estaba errado mi amigo cuando me había dicho que nuestra relación era perfecta a excepción de aquel elemento sexual; llevábamos ya cinco años de novios y seguíamos enamorados como al principio. Si de una cosa estaba seguro era de eso.
Esa noche hicimos el amor, y ya noté en ella un cambio. No sobre actuó, al menos no me dio la sensación de que lo hiciera tanto. Y no buscó en mi a un semental que la hiciera perder la razón. No buscó un polvazo agresivo que la matara a orgasmos. Fue un polvo normal, de una pareja estable, si bien es cierto que le costó correrse y lo acabó haciendo con ayuda de sus dedos sobre su clítoris, sin duda prefería eso a que me sometiera a semejante estrés. ¿Era aquello suficiente? No. Ni para ella ni para mí, pero al menos ponía un poco de paz y calma.
Pero pasaron los días y nuestros encuentros sexuales se fueron espaciando. Yo intentaba seguir con mi plan, que consistía básicamente en no cagarla más y en respetarla a ella. En no escribirle ni a Víctor ni a Edu, ni preguntarle a María por él. También me mantenía firme en cumplir la promesa de no pensar en Edu al hacer el amor con ella.
Mi deseo por María no había decaído. Jamás. Si bien era cierto que lo vivido con Edu era otro mundo. Si mi deseo por María era un nueve sobre diez, lo vivido con Edu había sido un veinte. Pero, a medida que pasaban los días, empezaba a temerme que si el deseo de María por mi siempre había sido un siete ahora estuviera rozando el suspenso. Eran cábalas, o no tan cábalas y quizás había indicios suficientes… nuestros actos sexuales se tornaron mecánicos por su parte, siendo yo casi siempre el que la buscaba. Empezaba a preocuparme.
Una noche de ese ya mes de noviembre María llegó a casa y nada más entrar volvió a salir para bajar la basura. Pasaron los minutos y no volvía, cosa que me extrañó. Me asomé a la ventana y la vi hablando con un vecino. Un chulo putas cuarentón que tonteaba con cualquier mujer que oscilase entre los veinte y los cincuenta años. Los vi. Los vigilé. María se reía. Él la hacía reír, a pesar de que, que yo supiera, no tenían apenas trato. Y se me encogió el corazón. Y si… ¿y si ella acabase encontrando a alguien que le diera todo? ¿Y si encontrase a alguien con quien congeniar, amar, reírse y además fuera un buen amante? ¿Y si el problema sexual no fuera un compartimento estanco y acabase devorándolo todo?
Pasaron los días y yo me acabé cansando de ser yo quién la buscara. Quise que fuera ella la que fuera a por mí para hacer el amor. Cuatro, cinco días y nada. Seis, siete días y nada. A partir del tercer día yo me masturbaba en la ducha y para correrme pensaba, o más bien recordaba, todo lo sucedido en la habitación de Edu. Me corría recordándola empalada por aquel chico, recordando sus gritos que se oían por toda la planta del hotel… Después me preguntaba si ella también se masturbaría para calmarse. También me preguntaba, me martirizaba pensando si tan poco me deseaba ya, si mi polla le había comenzado a producir rechazo al compararla con la de Edu, si el sexo conmigo le producía repulsa una vez había experimentado un sexo no sé cuantos peldaños por encima.
Llegó el décimo día y la racha se cortó. Ella la cortó. Pero, para cortarla así, habría preferido seguir con nuestra abstinencia.
Era sábado, había salido a correr por la mañana, y, al coger la ropa de deporte, como siempre, había visto la chaqueta de Edu colgada. Seguía sin entender por qué no se la devolvía. Por ella, por la chaqueta, deducía que él seguía trabajando en el despacho.
Comimos en casa, algo tarde. Por la noche teníamos que ir al cumpleaños de una prima de María, con la cual no tenía mucha relación, pero cumplía treinta y le habían preparado una fiesta sorpresa. Un cumpleaños para el que se había abierto el abanico de invitados de manera especial.
Tumbados en el sofá yo me estaba quedando dormido, viendo una película tediosa en la televisión. María parecía tan amodorrada como yo, cuando me sorprendió acercándoseme, pegándoseme. Pronto sentí un beso en el cuello y pronto mis labios fueron atacados. María, en apenas veinte segundos se había subido encima de mí.
Yo en camiseta y calzoncillos y ella aun en pijama, en uno negro de pantalón y chaqueta, como si fuera de chico y textura como de satén, un pijama a la vez elegante y morboso, aunque nada que ver con sus camisones de verano. Dos, tres besos. Su lengua en mi boca. Los sonidos de los besos se hicieron sonoros. No me decía nada, no nos decíamos nada. Se deshizo de mi camiseta. Puso sus manos en mi pecho y besó mi cuello en un ronroneo. Yo me dejaba hacer, aun sorprendido: no hacía ni un minuto estábamos separados y a punto de quedarme dormido.
María entonces se puso en pie y me quitó los calzoncillos. Salió a la luz mi pene flácido, que ella no miró. No se por qué, se giró un poco hacia la tele, como si le interesase de golpe una película a la que ni le estaba prestando atención previamente. Se quitó entonces el pantalón de pijama y las bragas, que cayeron al suelo.
Se giró de nuevo hacia mí y se sentó a horcajadas. Llevó una de sus manos a mi miembro, lo sujetó con fuerza, lo cubría entero con su mano, retiró la piel hacia atrás, una vez, hasta el final, con precisión quirúrgica, y comenzó a masturbarme lentamente. Con la otra fue a tocarse a sí misma. Me masturbaba a mí y a ella a la vez. Echaba su pelo hacia un lado y a otro de su cabeza, como con un tic. Yo le buscaba la mirada, y a veces la encontraba y a veces no. Yo quería conectar, pero ella voluntaria o involuntariamente me lo impedía.
La paja se hizo más fuerte, tanto la que me hacía a mí como la que se hacía a ella. Su melena seguía de un lado a otro cada pocos segundos. Una vez tuvo todo el pelo cayéndole por la espalda pude atisbar claramente como sus pezones atravesaban la tela negra, llevé mis manos a sus botones y ella me lo impidió.
—Quiero que aguantes. —me dijo en un susurro, dándome a entender, no sin razón, que si liberaba sus pechos y me ponía a acariciarlos o a besarlos el polvo duraría muy poco. Era la primera frase que me decía.
María no tardó en detener ambas pajas y montarme. Se sentó sobre mi miembro de forma tremendamente mecánica. Al ser penetrada solo hizo un pequeño sonido ahogado, no llegó ni a abrir la boca para soltar aire, para soltar placer… Llevó sus manos a mi pecho. Me miró. Esta vez sí me miró y comenzó a follarme lentamente, moviendo su cadera adelante y atrás. Yo llevé mis manos, cada una a una de sus nalgas, que las noté frías, y dejé que me cabalgara al ritmo que ella quería.
Estuvimos así tres o cuatro minutos, hasta que ella llevó una de sus manos a su clítoris y echó su torso un poco hacia atrás. Ladeaba la cabeza y se frotaba con una mano. Comenzó a suspirar, llegó a gemir un poco más alto… un minuto más, o ni eso… un “mmm”, después otro “mmmm” con los ojos cerrados, echó su cabeza hacia atrás, toda su melena hacia atrás, sus pezones durísimos queriendo explotar, queriendo salir de su pijama, su mano frenética sobre su clítoris, su cadera haciendo movimientos, duros, secos, adelante y atrás y un tercer “¡mhhmmm!” que culminó su orgasmo.
Se quedó quieta. Extasiada. O más bien aliviada. Unos segundos hasta que recuperó la compostura. Y se acordó de mí. Se acordó de mi y comenzó a mover su cadera, esta vez arriba y abajo. Pensé sinceramente que aquel cambio de arriba y abajo en vez de adelante y atrás no era para darme más placer, si no para hacerme terminar. Y es que me miraba, pero no estaba conmigo. Me montaba en aquel sube y baja de poco recorrido, para no salirse, conociéndome, conociendo mi deficiente polla.
Ella misma, mientras me cabalgaba lentamente, se abría los botones de la chaqueta y me ofrecía sus tetas que caían enormes por su torso, relucientes, colosales y orgullosas hacia adelante, con unas areolas extensas que ocupaban gran proporción de sus pechos. Sus pezones daban la impresión de no estar tan duros. María me mostraba sus pechos para acabar, para que yo acabara ya. Y soltó unos “ufff” “dioos” al tiempo que echaba de nuevo su cabeza hacia atrás, y yo, creyéndola o no, no pude evitar comenzar a convulsionar. Mis manos fueron a sus tetas, las apreté con fuerza y ella esbozó un “Mmm… eso es...” sin dejar de cabalgarme y yo, chorro a chorro fui inundándola, llenándola, en una mezcla de placer y desazón difícilmente descriptible.
Cerré los ojos y dejé caer mi cabeza hacia atrás. Sentía como ella se salía de mí e iba a asearse. Seguía con los ojos cerrados cuando volvió y me limpió con papel higiénico mi pequeña polla que ya sentía recogida.
María se sentó de nuevo en el sofá, en su sitio. Todo había ocurrido en apenas diez minutos. No había sido un polvo, habían sido dos orgasmos, uno y otro, individuales, y María me había montado como se podría haber montado en un frío consolador.
CAPITULO 6
Seguimos viendo la televisión y yo sabía que María se tenía que estar dando cuenta de que aquello había sido un desastre, de que nuestras relaciones sexuales desde el día de la boda estaban yendo de mal en peor. No podía conformarse con aquello, era imposible.
Hacía un día primaveral, no parecía noviembre. Entraba el sol con fuerza por la ventana y la temperatura más bien parecía del mes de mayo. Aquel evento me daba una pereza terrible. A mis casi treinta y seis años tener que ir a un cumpleaños de aquella chica de treinta, que apenas conocía.
“La cena y el primer sitio al que vayamos después y si quieres nos vamos”. Me había prometido María que con eso salvaríamos el compromiso. Con un poco de suerte a la una o como mucho dos de la madrugada podríamos estar de vuelta en casa.
Llegamos al restaurante a esperar a que llegara la cumpleañera. La mesa alargada estaba casi llena, éramos de los últimos en llegar. María se había vestido con un traje de pantalón y americana blanca y top lencero negro con encaje, de tirantes, casi parecía que llevaba un camisón corto. No acababa de entender aquella moda y me parecía un poco arreglado de más, pero las amigas de la prima no le iban a la zaga y también iban más acicaladas, yo creo, de lo que irían un sábado noche cualquiera. Yo iba bastante más informal y, afortunadamente, los dos o tres chicos que había, que eran novios de amigas, iban tan informales como yo, y con la misma cara de estar allí de todo menos por iniciativa propia.
Llegó la prima antes de que yo pudiera rebajar un poco mi primera cerveza y se produjo una explosión de sobre actuación, amores eternos y de graciassoislasmejores que hizo que me subiera por dentro también una explosión, pero en mi caso de vergüenza ajena. María no se sentía tan fuera de sitio como yo, pero poco le faltaba.
Por fortuna teníamos en frente a una chica muy simpática, muy delgada, que hablaba a toda velocidad, contando anécdotas, siempre eligiendo las palabras precisas, y a mí me hacía realmente gracia. Pronto ella captó la atención de los cuatro o cinco que la rodeábamos y se convirtió en el alma de la mini fiesta de nuestra esquina. Entre la grácil monologuista y que yo hacía tiempo que me había pasado al vino la cosa no estaba para tirar cohetes, pero iba mejor de lo esperado.
Miré mi móvil que se iluminaba en la mesa y vi que me llamaba un número desconocido, un número que no tenía guardado y que me venía llamando recientemente y que, por unas cosas u otras, nunca había cogido. Lo cierto era que pensaba que sería publicidad de alguna empresa, pero al ser sábado y ya a aquellas horas me sorprendió. Antes de que pudiera responder había colgado.
Otro trago, y otro, y una copa más, y María me dijo en tono bajo: “Puedes ir parando con el vino”. No me lo tomé demasiado a mal, pero odiaba cuando se ponía en aquel plan protector o desconfiada de que no me comportara correctamente.
De golpe la conversación dio un giro radical y tomó el mando una chica de pelo rizo y cobrizo, bastante fea, que hablaba de la vida en pareja y parecía que había leído estudios sobre todo. Como si te estuvieran leyendo en alto una revista de sala de espera de dentista:
—Pues he leído que hay un estudio que dice que lo hacen más veces, de media, las solteras que las casadas.
Allí casi nadie tenía pareja, de hecho en nuestra esquina solo María y yo lo éramos, y la chica parecía querer insistir en meter el dedo en la llaga. Cualquiera diría que sabía que lo habíamos hecho una vez en diez días y por mera necesidad física.
No contenta con eso se dirigió a nosotros directamente:
—Vosotros qué, ¿sois de sábados? —nos preguntó, haciéndose la graciosa, de forma invasiva.
Fingimos sonreír, y ni María ni yo quisimos entrar al trapo. Pero la chica insistió.
—Ya sabéis que dicen de los casados, sábado sabadete…
Nos mantuvimos callados, pero a María se la veía tensa. A mi me sedaba el alcohol, pero mi novia la estaba soportando sin anestesia.
—¿Cómo era? —prosiguió la chica de rizos— Sábado sabadete camisa nueva y… polvete.
María explotó:
—Perdona, primero que no estamos casados, y segundo que a lo mejor follamos tres veces al día.
Gracias a dios, la monologuista, que parecía tener una inteligencia emocional bastante más elevada que la acusadora, retomó el mando de la conversación y la sangre no llegó al río.
A pesar de la petición de María yo no me había cortado demasiado con el vino y salí de allí bastante tocado. Caminábamos en un grupo de unas veinte personas hacia un pub cercano y mi novia aprovechó para hablar con su prima, con la que apenas había podido intercambiar alguna palabra. Yo, detrás de ellas, comparaba la diferencia de físico entre ambas, la diferencia de estilo, de todo. Cinco años con María y aun me alucinaba lo pibón que era. Su caminar estiloso enfundado en aquellos pantalones blancos, que opacaban lo justo para que no se le transparentase el tanga. Sus tacones elegantes, nada de la ordinariez de muchas amigas de la prima. Su americana remangada lo justo, su top negro sedoso que insinuaba muchísimo, pero que estaba en las antípodas de la zafiedad.
Llegamos a nuestro destino. Un local en el que la gente parecía demasiado joven, al menos para mí, incluso más que la prima y sus amigas. No tanto como universitarios, pero casi. Estaba bastante llevo para ser apenas las doce de la noche. Me pedí la primera copa con María, pensando que lo peor ya había pasado, que a partir de ahí estaríamos más juntos, pero me equivoqué, pronto nos vimos absorbidos por un corrillo, mi novia hablaba y reía con esta y con la otra y yo no tenía qué ni con quién hablar.
Empecé a notar vibración en mi pantalón. Era mi móvil, otra vez el dichoso número. Decidí salir y coger la llamada, pero cuando pude estar fuera y apartado ya habían colgado otra vez. Me quedé allí, en la acera de enfrente, un rato. Tras un par de minutos opté por llamar yo. Pero nadie respondió y al tercer tono saltó el buzón de voz. Quien quiera que fuese me estaba mareando.
Volví a entrar al pub y vi como el corrillo se había deshecho, y había sido asaltado por unos cuantos chicos. Al parecer María tenía su propio atacante, un chico bastante alto y delgado, rubio, en camisa a rayas, podría medir fácilmente un metro noventa. Cuando me acerqué me sorprendieron sus ojos saltones, verdes. Tenía el rostro muy afeitado, quizás casi ni tuviera barba, y comprobé que era realmente muy joven; con algunos granos delatores, no tendría más de unos veintitrés o veinticuatro años.
Iba a interrumpir, pero vi que se me estaba acabando la copa y fui a la barra a por otra. Desde allí, por diferentes huecos entre diferentes cabezas veía como el chico le hablaba cerca y María, lo cierto, era que se reía bastante.
No digo que el chico fuera feo, parecía un chico normal, pero me sorprendía la cara, la… osadía, de intentar ligarse a un pibón como María. Un chico de veintitrés, con una de treinta y cinco, seguramente la chica más guapa que había visto y vería aquel crío en aquella y diez noches más… pero allí estaba, dándolo todo, sacando todo su repertorio.
No sé si María se daba cuenta, pero yo, a cuatro metros, veía como el chico la desnudaba con la mirada cada vez que era ella la que hablaba. La visión de su escote desde su atalaya debería ser para morirse. “La paja que se va a hacer ese chico al llegar a casa al recordar ese canalillo”, pensé ya con mi copa.
No sabía qué hacer. Ya me notaba muy borracho. Con la conciencia que te dice que seguramente te hayas pasado, pero con la obligatoriedad de beberte lo que has pagado. Decidí quedarme en mi puesto de control un poco más. Cuanto más se reía María más pegado a la barra me quedaba. El chico parecía tener sus tablas a pesar de su juventud, se veía como la intentaba sacar del grupo, que solo tuviera ojos para él. Estuvieron como diez minutos en los que María parecía seguir encantada con su dicharachero pretendiente y el chico se le iba poniendo cada vez más cara de seguridad y optimismo, como si viera en cada risotada de María un aumento de sus posibilidades de triunfo. Su cara, cada vez que María le hablaba cerca y él escuchaba o fingía escuchar, parecía decir “¿… y si me acabase follando a este cañón de tía esta noche…?”
Lo que sucedió en mi, y me cogió por sorpresa fue que… comencé a sentir celos, unos celos terribles. Otra vez, hacía unos meses, me había visto en un contexto similar con María, pero sin duda de aquella no tenía el ego tan bajo como lo tenía en este momento. Morbo y celos… y no sabía que sentimiento me empezaba a agarrotar más. El chico hacía tiempo que parecía haberle propuesto ir a la barra a por otro copa, pero ella le había dado largas, enseñado su copa llena de ginebra y tónica hasta la mitad. Pero el tiempo pasó, las risas y las confidencias en sus oídos siguieron y, cuando alcancé a ver que el vaso de María contenía poco más que hielo, decidí acercarme. Unos meses atrás no la habría interrumpido.
No fui yo, fue el alcohol, el alcohol y una autoestima exigua lo que me hizo parar aquello, y además pararlo de forma abrupta. Me coloqué al otro lado de María y le dije al oído:
—Llevo media hora solo. ¿Puedes dejar de tontear?
—¿Qué? —preguntó María y yo no sabía si no me había oído o si no acababa de creer que la interrumpiese así.
—Que si vas a dejar de tontear. —le dije en tono más alto.
Tenía los ojos grandes, encendidos, le brillaban. Su escote parecía mucho más exagerado que la última vez que la había visto de cerca. Se le notaba incluso un poco el sujetador bajo el top. Sus tetas sugerían un tamaño importante para su complexión… Era imposible que aquel crío no tuviera una erección importante.
Su respuesta fue aun más áspera que mi pregunta: “Déjame en paz”. Lo dijo con un desprecio que rozó el asco.
Y se fue, en dirección a los servicios, dejándonos al chico y a mi allí plantados, en el medio.
Fui tras ella. Sobrio no lo habría hecho. La encontré haciendo cola para entrar en el baño. Algo colorada, como si la copa que había tomado se le hubiera subido por tres.
Intenté tranquilizarme. Pero me sentía celoso. Inseguro. Además me duraba el enfado por el polvo de la tarde. Sumado a que me daba la impresión de que ella estaba poniendo todas las reglas y yo ninguna. Ella aun no me había visto. Opté por esperar a que entrara y saliera del baño para abordarla. Así hice. La paré cuando salía e intenté enfocar el tema a que yo no conocía a nadie y que era normal que me hubiera parecido mal. María respondía con monosílabos. Ya se iba y yo, borracho, acabé por soltar lo primero que me salió, una de tantas cosas que llevaba dentro:
—Oye María, y dime una cosa, ¿Edu sigue en el despacho? —Tan pronto me escuché supe que no procedía en absoluto.
María se sorprendió, vaya si se sorprendió, pero no quiso explotar y respondió un seco:
—Sí, sigue.
—Es que no me cuentas nada —María de nuevo puso cara de querer matarme.
No respondía, y yo seguí, hasta me costaba vocalizar:
—Vale… y… aunque solo sea para no sé… bueno… que sabes que de la noche de la boda me quedan cosas por saber, ¿no? —No quise mirarle a la cara mientras se lo decía, pero ni podía ni quería parar.
—¿Qué? —respondió ardiendo.
—Que… cuando me fui a la habitación de Paula... —casi le gritaba en el oído por el ruido de la música— que os dejé a Edu y a ti y quiero saber qué pasó todo ese tiempo.
María me apartó un poco. La miré. Y no me dijo nada. Pero habría preferido que me hubiera mandado a la mierda, pues su mirada tuvo más fuerza que cualquier frase. Me clavó los ojos que destilaban una repulsión tan grande que me dejó sin respiración durante diez segundos…
Y se fue de nuevo sin decirme nada. La vi tan cabreada que la veía capaz de llamar a un taxi e irse sola para casa. Me fui al baño. Me miré en el espejo. Desaliñado, con mala cara. Aquello era una pesadilla. Me eché agua en la cara y volví a salir sin plantearme qué me encontraría.
Y lo que me encontré fue a María en la barra con aquel crío. Unos celos tremendos. Mucho mayores que hacía un rato.
Salí de nuevo fuera del local. No quise ni mirar si ella se reía con él o, si tras nuestra especie de bronca, estaba más seria con su insistente pretendiente.
Me senté en un portal, en frente. Cogí el móvil. Me dio por llamar al teléfono aquel desconocido, como me pudo haber dado por cualquier cosa. Nadie respondió.
Cuatro. Cinco. Diez. Quince minutos y María ni salía ni me llamaba. Cogí de nuevo el móvil para buscar el número de los taxis, para irme solo. Cuando mi novia me llamó. Sentí alivio.
A duras penas conseguimos entendernos: yo me quería ir y ella a regañadientes accedía a volver conmigo, pero me pedía que entrara a despedirme de la prima. Le dije que no, que iba llamando al taxi y me dijo que si no iba a despedirme que me fuera solo en el taxi.
No me quedó más remedio que volver al lugar donde había sentido más celos desde que conocía a María. La vi, con su prima, mientras el chico alto parecía haber cambiado de objetivo. Paranoia o no, María, sujetando una botella de agua, le miraba de reojo, quizás decepcionada porque su pretendiente no solo tuviera ojos para ella.
Me despedí de la prima y le pedí la botella de agua a María que, ya a simple vista, parecía estar en un plan bastante más amistoso.
Nos quedamos callados un momento. Joder, estaba imponente. Algo sudada, con su pelo alborotado, cayéndole un poco por un lado de su cara… su pinta de pija treintañera entre tanto buitre imberbe… su culo embutido en aquella fina tela blanca… Nos miramos… y comencé a beber de su botella.
—No me acabes el aguaa… —dijo graciosa viendo que yo no iba a dejar nada. Sentí de golpe un amor enorme por ella.
Nos abríamos paso entre la gente, yo delante y ella detrás, cuando conseguí salir me di cuenta de que la había perdido. Llegué a mi conocido portal de enfrente y llamé a un taxi. Mientras lo esperaba vi salir a María escoltada por aquel chico que la seguía haciendo reír, pero que se quedaba en la puerta, dispuesto a volver a entrar. Haciéndole una súplica forzada parecía pedirle dos castos besos de despedida, que María de nuevo riéndose bastante accedió a regalarle.
María llegó junto a mí y no le dije nada del chico, ni ella tampoco. El taxi llegó y en el trayecto yo me sentí aliviado. Una tranquilidad que yo no conocía, una especie de tranquilidad post celos que me hizo renacer.
Llegamos al portal de nuestra casa y, mientras María metía la llave, yo la ataqué por detrás. Puse mis manos en su culo y lo acaricié con algo de fuerza. Ataqué su cuello y ella llevó su mano hacia atrás. Me había activado de manera meteórica. Empujé con mi pelvis contra su culo y llevé mis manos a su top. Agarré sobre la seda, sobre cada teta, al tiempo que la volví a empujar con la cadera, aplastándola un poco contra el portal. Le mordí el cuello forzando un “ayy” más mimoso que encendido.
Llegamos al ascensor y llevé mis manos a su cuello y besé y casi lamí sus labios por fuera, antes de introducir mi lengua en su interior. Un segundo beso, largo… y ya habíamos llegado a nuestra planta. Colé mis manos bajo su camiseta y acaricié las copas de su sujetador…
—¿Sabes qué? —le susurré en el oído.
—¿Qué… ? —respondió melosa, entrando más en mi juego.
—Que te voy a follar…
—¿Ah sí?
—Sí… Sí… yo te voy a follar y ese crío se va a hacer una paja… —le susurré bajando las manos a su culo y empujando con mi entrepierna hacia la suya…
Nos magreábamos en aquel ascensor con las puertas abiertas. La besaba con deseo, casi con rabia, le tiraba de su labio inferior con mis labios y mis dientes. Le sobaba las tetas como podía por encima de la ropa… hasta que llegué a colar una de mis manos bajo su pantalón, por delante, por debajo también de sus bragas, comencé a notar su vello recortado y rizado… me dispuse a notar el tacto de sus labios blandos y húmedos, pero me encontré con un tacto más firme y adverso. Aquello no me desanimó y comencé a separar sus labios poco a poco.
—Te voy a follar… María… —le dije en su oreja, mientras besaba su cuello con delicadeza y abría camino abajo con mi dedo corazón.
—Te voy a follar… y te voy a insultar… como me pediste aquella vez… Es lo que quieres, ¿no?
María no respondía, pero llevaba las manos a mi culo y me mordía el lóbulo de la oreja mientras me escuchaba.
Entramos en casa, en el salón. María se deshizo del bolso y de su chaqueta y yo la besé con furia y la hice sentar en sofá. Me abrí los pantalones, de pie frente a ella, y me los bajé junto a los calzoncillos, con seguridad, mostrando mi pene completamente erecto.
Desde mi posición veía más de la mitad de las teta de María y pensé en el homenaje que se había dado aquel crío. Aquel pensamiento me excitaba. Pero él nunca se las vería y yo sí. Comencé a masturbarme frente a ella. Me sentí pletórico.
—Quieres que me corra sobre ti, ¿eh? Como me pediste aquella vez… —le dije empalmadísimo, a punto de explotar, borracho y muerto de morbo y deseo. Estaba tan caliente que me temblaban las piernas. María, sentada frente a mí, no acababa de animarse a seguirme.
—Como me habías dicho… “en mi cara o en mis tetas”… ¿No? —dije pajeándome rápidamente— Pues en tu cara… quiero en tu cara… Me corro en tu cara y después te follo con calma… —dije sin dejar de mirarla.
María se acercó un poco, sentándose en la punta del sofá, y me ofreció su cara.
—Joder… María ¡dios…! es que no puedo más… sácatelas… ¡sácate las tetas!
Mi novia, por petición mía, o para no manchar su ropa, se bajó los tirantes del top negro y del sujetador, y tiró de ambos un poco para abajo y dejando que sus preciosas y enormes tetas desbordaran ambas prendas, saliendo a la luz unas tetazas espléndidas con unos pezones extensos, cargando dichos senos con todo su peso sobre el sujetador y su camiseta, que aplastados parecían querer quejarse de semejante abuso.
María con las tetas fuera, y su cara erguida, me ofreció su cara para que la manchara.
La miré. Miré su cara, sus ojos cerrados… me pajeaba con más fuerza. Tenía toda la punta empapada y me corría pre seminal por los dedos haciendo que sonara aquel ruido húmedo de mi piel adelante y atrás a toda velocidad… Ella llevó sus manos a sus pechos, recogiéndolos y separó sus piernas, para evitar que le manchara el pantalón, me ofrecía toda su carne, su cara su escote, sus tetas enormes… sus areolas sus pezones. Visionaba una corrida enorme sobre su cara, visionaba múltiples chorros calándola entera, su cara y sus tetas bañadas… Y sentí entonces mi clímax venir... y un chorro espeso salió disparado... aterrizando en su mentón… y me seguí corriendo, pero el líquido blanco que salía de mí no era lanzado si no que resbalaba, resbalaba por entre mis dedos y María abrió los ojos al no notar más impactos. El chorro que había llegado a su barbilla se convertía en una estalactita que colgaba, casi hasta tocar con sus tetas, mientras más líquido blanco se desprendía de mí, pero se negaba a impactar con María.
Apenas había soltado nada… Solo un pequeño chorro había sido lanzado y mi mano y mi pequeña polla impregnada. Nada más. Haberme corrido hacía unas horas no había ayudado. Me retiré un poco. El único hilo de semen que había llegado a María acabó cayendo, goteando, hasta aterrizar entre sus tetas.
Ella, sin decir nada, se puso en pie con cuidado, llevando una de sus manos a la zona manchada para que no se escapara de allí, y se fue al cuarto de baño.
Me vine abajo. Aquello había sido otro desastre. Un calentón propiciado por unos celos desorbitados. Y una seguridad, incluso bravuconería, y un ego ficticio, originados únicamente por el alcohol. Todo aquello había desembocado en una paja cutre sobre María que no se merecía aquello.
Tardé en recomponerme. Me daba hasta vergüenza ver a María. La vuelta a la realidad era durísima. Escuché como se iba del cuarto de baño al dormitorio. Fui entonces yo al servicio y una vez allí hice algo de tiempo antes de ir al dormitorio donde descubrí que ella ya estaba con el pijama puesto.
—¿Has acabado en el baño? —me dijo en tono agradable, más agradable de lo que yo merecía.
Desde luego no estaba en el ambiente hacer el amor después de aquello.
A los cinco minutos estábamos metidos en la cama, con la luz apagada. Entonces, el móvil de María, que estaba sobre la mesilla, se iluminó, ella lo miró durante un momento y después le dio la vuelta.