Jugando con fuego (Libro 2, Capítulos 41 y 42)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 41
Me quedé completamente absorto por aquella imagen. Como si hubieran apagado la música, como si hubieran detenido el tiempo. Recordé haber vivido algo similar, meses atrás, aquel fin de semana de la casa rural, en aquel bar, cuando, al volver del cuarto de baño, había visto a María mostrando el encaje de las medias… y a medio bar clavándole la mirada. Pero esto era otro nivel, por verse además el liguero, y por las hienas que la miraban y juzgaban.
Y caí en la cuenta de que nunca había visto a María tan sexual como aquella noche; ya en el restaurante, antes siquiera de entrar en aquel antro, ya tenía una mirada diferente, como si fuera otra mujer. Y el hecho de aquel sujetador, aquellas medias, aquel liguero… no era por las prendas en sí, si no por la decisión de comprarlas, de vestirlas... ¿Para mí? ¿O para ella?
Si María irradiaba una sexualidad que dejaba aquel salón sin aire, los comentarios de Álvaro y Guille hacían que mi morbo se disparase. Cada cuchicheo, cada insulto, era una punzada en mi corazón y sangre fluyendo hacia mi miembro. No me sentí mal por tolerar aquellos insultos, los guardaba en mi memoria para recitárselos a María ya en nuestra cama. No tenía absolutamente ninguna duda de que mi narración de cómo la llamaban guarra y calientapollas pondrían a María a gemir, al borde del orgasmo.
Era cierto que su imagen no irradiaba otra cosa que el significado mismo de aquel insulto, calientapollas; Allí, con aquel liguero, con aquella pose, dejándose querer, primero por Álvaro, después por Guille, ahora por Mario. No sabía si estos dos últimos sabían de los textos que María le había pedido a Álvaro durante semanas, de las fotos de su polla que había recibido… De saberlo, el concepto que tendrían de ella aun sería más radical y contundente.
Y entonces Guille pronunció un “¿pero con quién coño ha venido?” y yo supe, al estar Álvaro presente, que aquello me iba a obligar a salir de mi escondite. Si aquella pregunta me incomodó, la respuesta de Álvaro hizo que mis pulsaciones se disparasen:
—Con este. Que aun no tengo claro si es su novio o un lío que tiene ella al que le gusta mirar.
No tuve tiempo ni a reaccionar. Solo era testigo presencial de cómo hablaban de mí, sin decir yo nada.
—¿Mirar qué? —preguntó Guille escudriñándome.
—Mirar cómo se lo monta con otros, supongo.
Los dos mirándome, hablando de mí. Yo, petrificado.
—Venga, no me jodas. No me creo nada —respondió Guille, y Álvaro pareció no querer incidir más en mi y le pidió que cambiara de objetivo, que fuera él a por Sofía y le dejara a él ir a por María. Guille no entendía nada.
—Me estás puteando. —insistía Guille y yo seguía bloqueado, sintiendo mi corazón palpitar, como si estuviera ante un tribunal competente para ahorcarme o salvarme. Yo no había dicho ni una sola palabra.
—Que sí, coño, que me dejes a María, que tenemos historia los dos —dijo Álvaro revelando que Guille no sabía entonces nada de aquellos mensajes y aquellas fotos.
—¿Pero qué historia? —preguntó Guille sin ganas de abandonar. Y entonces se dirigió a mí, visiblemente borracho:
—¿Pero eres su novio o no? —dijo en un tono desagradable y chulesco.
Me quedé callado, iba a decir que sí, cuando María y Mario se unieron a nosotros. Mario lo hizo de forma abrupta, salvándome… Yo estaba terriblemente nervioso y bloqueado, y plenamente consciente de la triste imagen timorata y apocada que estaba dando ante de aquellos envalentonados y borrachos niños pijos.
Guille me seguía mirando y yo acabé por no poder aguantarle la mirada y mirar a María, la cual podría besarme en cualquier momento, dejando sobre aquel círculo una situación tan insostenible como incomprensible.
Algo dentro de mí se quiso anticipar a aquel presumible acto de María que haría estallar todo, y le dije que me haría una última copa, cogí su vaso medio vacío y me alejé los cinco pasos justos para escapar de aquella situación irrespirable. Yo no sabía qué coño estaba haciendo, qué coño estaba pasando, qué coño quería… solo estaba infartado, temblando por los nervios, ciertamente humillado por aquellos niñatos, y vertía bebida sobre nuestros dos vasos mientras de reojo veía como Sofía se unía al grupo, entrando por entre María y Guille, con más intenciones de interactuar con éste que con María. Álvaro no perdía el tiempo y abordaba a María, y Mario buscaba refugio en la única otra chica que quedaba en la fiesta, una chica bajita, sin especial gracia; una sobra de última hora.
Volví al grupo tras aquel reajuste de piezas, le di la copa a María, que escuchaba con permanente hastío a Álvaro, y, apartándose un poco de él, me susurró:
—¿Quién coño es esta? Me acaba de empujar.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? Estuviste hablando con ella media hora y me está poniendo el culo y me está empujando.
—Hablé con ella dos minutos —le dije sorprendido por aquella inquina, y deseando, ciertamente, que se olvidara de Sofía y se centrara en Álvaro.
Y es que el que parecía dispuesto a que María se olvidara, no solo de Sofía, si no de todo lo que no fuera él mismo, era un Álvaro que empezó a hablarle al oído a mi novia y al que yo le veía cada vez la mirada más ida, por momentos hasta daba la impresión de que se hubiera metido algo, algo diferente al alcohol.
Mientras Guille y Sofía se hablaban cada vez más cerca, María lidiaba con Álvaro, escuchándole sin ganas, mientras su mirada iba con insuficiente disimulo a lo que hacía la otra pareja. No sabía si lo que llevaba a María a tener tanta curiosidad por ellos dos era cabreo por aquel supuesto empujón o celos.
Todo se precipitaba rápidamente, como si en los finales de las fiestas todo sucediera más rápido. Me alejé un poco y tuve un momento para pensar en qué momento Álvaro supo que yo sí era el de la primera noche; quizás había salido de forma casual hablando con María, quizás le vino la lucidez a mitad de la fiesta… el caso era que no le importaba nada mi presencia para hablarle a María cada vez más cerca, llevando su boca a escasos centímetros de su cara permanentemente. Tener a María allí plantada, con la boca de aquel chico permanentemente rozando sus labios a cada frase… sabiendo que a pesar de que le cayera mal siempre le había parecido atractivo… que sabía de la polla, del pollón de aquel chico… y que sabía de mi pleno, no solo consentimiento, si no deseo… me ponía tremendamente nervioso… ¿Y si la besara allí…? ¿Delante de todos?
La humillación añadida consistente en que parte de la fiesta supiera que éramos novios o tenían fundadas sospechas… no hacía si no afectarme más, sentir más morbo… La polla se me ponía dura, otra vez por aquella mezcla de morbo, humillación e intriga, expectación por lo que podría hacer María, porque, como siempre, una vez llegados a aquel punto, mandaba ella y solo ella.
Y todo se aceleró, yo a dos metros de las dobles parejas vi el primer ataque fructífero, pero no fue de Álvaro, si no de Guille, besando a Sofía, impactándome a mi y creo sinceramente que jodiendo a María, la cual no miraba pero miraba…
Mario se iba del apartamento con la chica bajita, en actitud casta, mientras mucho menos castos eran los besos de Guille y Sofía a medio metro de María. La cual, aguantaba estoicamente los ataques de Álvaro, mientras seguramente maldecía no poder hacer un intercambio de pretendientes. Y se produjo, de repente, el ataque total de Álvaro, y posó sus labios en la mejilla de María tras hablarle al oído, como aprovechando el movimiento de retirada. Retirada que presumiblemente culminaría en los labios de María, la cual tenia la cabeza algo girada hacia la otra pareja, mirando descaradamente como Guille y Sofía se besaban tórridamente. Las manos de Álvaro en la cintura de mi novia, sus caras pegadas… Y los labios de Álvaro a los labios de María. Y se apartó. Se apartó lo justo. Lo justo para que las manos de Álvaro siguieran allí. Para que su cara siguiera allí. Le daba casi todo menos sus labios. Yo, infartado, excitado, ciertamente deseaba aquel beso y no sabía ya si María lo deseaba o no.
Y otro segundo intento y yo ya creía que sí. De nuevo aquel beso en la mejilla, sus caras pegadas, y María viendo las lenguas de Guille y Sofía volar. Y los labios de Álvaro hacia la boca de María… y ella… giró disimuladamente la cara, hacia el otro lado. Hacia mí. Me miró. Con ojos llorosos, de excitación, de morbo, ¿por Álvaro? ¿por Guille y Sofía? Y mientras me miraba permitía que las manos de Álvaro bajaran de su cintura a su falda de cuero, a su culo… y permitía que Álvaro besara su mejilla. El chico interpretó el hecho de que María no le apartara las manos como un “sigue intentándolo…” y su boca fue de nuevo a sus labios… buscando la comisura. María mirándome, no pidiéndome permiso, si no diciéndome más bien un “me va a besar… y si me besa no sé si podré parar…”
Cuando, de golpe, los tiempos de Álvaro cambiaron de orden y en vez de intentar besarla, su mano quiso subir la falda de María, quizás para acariciar sus muslos, en un movimiento extraño e innecesario. María se apartó un poco, lo justo como para que sus bocas estuvieran ahora un poco separadas… y le dijo algo al oído. No lo pude escuchar y quise morir por no poder hacerlo. El chico le respondió también en el oído y ella le apartó las manos.
Pero Álvaro no quiso desistir e intentó volver a acercarse, y ella entonces sí que lo apartó descaradamente, dando por finiquitado el juego, el flirteo, o sus ataques, de forma tajante.
Tuve la necesidad de acercarme. Sabía que quizás no fuera buena idea, pero lo hice. Llegué a ellos y solo le escuchaba a él decir: “¿Seguro?”, con chulería, una chulería que desde hacía un rato le aportaba el alcohol, y quién sabe si algo más. Ella no se dignaba a responderle.
María se apartó más de él, como un metro, lo cual, en aquel contexto, parecía un kilómetro, y los tres vimos como Sofía y Guille se iban a uno de los sofás a seguir su fiesta, que era privada y pública a la vez.
Álvaro miraba a María, con gesto contrariado, no queriendo aceptar su derrota, pero, su último desplante, sumado a mi súbita presencia, le obligaron a desistir. A los pocos segundos se dirigió primero a apagar una música que yo ya ni sentía, y después se iba por el pasillo.
Cuando desapareció de nuestra vista le pregunté a María en voz baja:
—¿Qué pasa?
—Que yo me voy. Que este es un baboso y paso de él. Tú haz lo que quieras.
—¿Pero qué le has dicho? ¿Por qué se va?
—Le he dicho que nos traiga las cosas.
Mientras María mostraba ese hastío, o lo exageraba, yo miraba de reojo como Guille y aquella morenaza se enrollaban en el sofá, y no podía evitar pensar en que aquello estaba jodiendo a María, y recapacité que, desde que yo había vuelto del cuarto de baño, ella no había hecho nada por buscarme, por seguir su plan de besarnos para joder a Álvaro; desde que Guille se había olvidado de ella para ir a por Sofía, nuestro plan parecía habérsele olvidado completamente.
María y yo, plantados en el medio del salón, de pie, con la banda sonora de los besos de Guille y Sofía… Parecía que Álvaro vendría con nuestros abrigos y se acabaría todo.
—¿Y entonces qué? —pregunté ya casi sin esperanzas.
—Entonces nada —respondió ella, la cual sabía, seguramente, que yo también había olvidado nuestro plan inicial tan pronto había visto a Álvaro atacarla seriamente. Ambos habíamos “olvidado” nuestro plan, por diferentes motivos. Me llamaba la atención con qué frialdad había respondido y cómo se mantenía allí, de pie, sin mirar a la pareja del sofá, digna, como si allí no hubiera pasado nada, como si no llevara aquel liguero de buscona, aquel botón desabrochado de más, de calientapollas, como si no hubiera calentado a nada menos que a tres chicos en una misma fiesta. Respondió digna, como si no le estuviera jodiendo que Sofía le hubiera ganado la partida.
Si chulesca fue la forma del “entonces nada”, desolador fue su contenido, pues me hizo sentir una terrible decepción, que esta vez no vino mezclada con alivio, porque sí, porque esta vez sí estaba dispuesto a sufrir los nervios y la desazón que fuera con tal de verla con aquel niño pijo que se había pasado meses enviándole fotos de su polla y describiendo cómo se la follaría…
Solo mantenía un rayo de esperanza porque María decía una cosa de palabra, pero aquella mirada… aquella mirada tan encendida, tan sexual, seguía diciendo otra cosa muy distinta.
CAPÍTULO 42
La espera era eterna y la situación inexplicable. Me preguntaba qué había frenado a María. Hasta cuando aquel sí, pero no. Con Álvaro, con aquel el hombre del viaje… Algo parecía siempre hacerla parar todo; un ramalazo de cordura, una esperanza de llevar una vida en pareja normal, un orgullo que la impedía entregarse a “cualquiera”.
El sonido de los besos de Sofía y Guille obligaba a mirar. Quizás sobrio me hubiera cortado, pero mi borrachera había pasado de controlada a importante, sobre todo durante la última hora. No se cortaban lo más mínimo en besarse desesperados, como si se tuvieran ganas desde hacía tiempo, las manos iban aun sobre la ropa, pero a las zonas más sexuales posibles. Tetas, coño, culos… polla… siempre sobre la ropa, pero sin buscar zonas menores… Y sentí un sobre salto al ver a Sofía besar a Guille, pero hacerlo con los ojos abiertos y mirar hacia nosotros, y entonces supe que María no había exagerado al dar a entender que Sofía había empezado la guerra, pues noté que la mirada de la morena no iba hacia mí, si no claramente hacia María. No suficiente con eso, Sofía acabó apartando a Guille, se puso de pie y esbozó un “vamos”, pero un “vamos” que no indicaba la puerta de salida si no la entrada hacia el pasillo. A los pocos segundos los dos se iban por aquel túnel oscuro, cruzándose con Álvaro que venía con nuestras cosas, no sin antes dedicarle Sofía a María una última mirada, y recordé haberle oído a Guille que había estado meses intentándolo sin conseguirla, y pensé que la noche de sexo que le esperaba con aquella morenaza, seguramente, se la debía a María.
Los pies descalzos y el pantalón azul de pijama de Álvaro explicaban en parte su tardanza, acompañando su atuendo con la camisa a rayas que llevaba antes. Con aquella mezcla extraña de ropa de salir y ropa de dormir, nos indicaba que, sin el aliciente de María, no tenía sentido ya seguir la fiesta, y yo recibía los dos abrigos y María su bolso. Sus ojos verdes y saltones se veían encendidos y enrojecidos y yo volví a sospechar que quizás no solo alcohol corriera por sus venas. Su pelo rubio, su porte espigado… a pesar de aquella complexión aun post adolescente sí vi en conjunto, en su físico, aquel atractivo que María le había visto desde el primer momento.
Me di la vuelta y abrí la puerta de aquella casa. Di un último vistazo a aquel salón antes embocar el rellano y vi como Álvaro le decía algo a María al oído y ella giraba la cara, apartándose un poco, algo borracha, exagerada, no dándole ni dos besos de despedida o lo que fuera que había solicitado aquel chico. Tras aquel desplante, no quise esperar a ver si era efectivamente el último o sería el penúltimo, y caminé los pasos necesarios hasta llegar al ascensor y pulsar el botón.
En la súbita soledad de aquel rellano pensaba que aquello no había salido como lo esperado y tenía sentimientos encontrados, pues me quería largar de allí a la vez que sabía que al no haber pasado nada con Álvaro aquella noche, ya no pasaría nunca.
Escuchaba el ascensor aproximarse, pero no escuchaba los tacones de María haciendo lo propio. Miré hacia la puerta de la casa y seguía abierta, como la había dejado yo, esperando que mi novia viniera detrás.
El ascensor llegó y se abrieron las puertas. Ante mi, yo mismo, en el espejo de aquel roído habitáculo, con cara de borracho y sosteniendo los dos abrigos. Lo cierto era que habiendo visto a Álvaro a Guille… y ahora viéndome a mí… tenía que admitir que aquellos chicos eran ciertamente más armónicos que yo…
Miré de nuevo a la entrada de la casa y nadie salía de allí y algo empezó a subirme por el cuerpo.
No podía ser.
Me quedé quieto. No sé por qué no me moví. Quise agudizar el oído, pero no escuché nada. Supuse que habría quizás un último intento de Álvaro, al cual le esperaba no solo la soledad de su cama si no soportar además la fiesta de Guille y Sofía. Di un par de pasos hacia la puerta. Mis pulsaciones comenzaron a dispararse. Y dos pasos más y me quedé en el umbral de la puerta, aun sin mirar, aun sin entrar. Y escuché algo. Lo justo como para saber que había gente en el salón del que me acababa de ir, pero no podía identificar nada más. Y me pregunté a mí mismo qué quería ver cuando me decidiera a entrar, y no lo sabía, y escuché un paso, un taconeo… y no pude más, y me asomé.
Lo que vi fue como inyectarse la más placentera y adictiva de las drogas… Todo mi cuerpo se alteró, mis sentidos se agudizaron… aquel hormigueo en las manos… aquel inesperado sudor…
Sentí celos, dolor… pero sobre todo… un morbo terrible…
...Se estaban besando…
Álvaro y María se besaban, con los ojos cerrados, en el medio de aquel salón. Sus besos eran mansos, contenidos… y a mí se me partía el alma a la vez que me excitaba. Me acerqué un poco, hasta escuchar aquellos besos, sus caras yendo a un lado y a otro, para besarse desde un lado y desde el otro. Las manos estaban en sitios no prohibidos. María sostenía su bolso con una mano y la otra la posaba en el pecho de él. Él tenía una mano en su cintura y la otra en el cuello y cara de María, buscando unos besos casi dóciles, íntimos, lo cual me jodía… me mataba...
Los dos tenían que presentirme, pero les daba igual. Yo, sujetándole el abrigo a María, veía cómo se besaba mi prometida con aquel niño pijo… y cómo aquel crío degustaba la lengua y los labios de ella. Finalmente… lo conseguía… tras semanas y semanas en las que María juraba no soportarle, aquel crío la acababa besando y María reconocía, al dejar que su lengua la invadiera, que, por mucho que le cayera mal, no podía negar que aquel chico le ponía… la excitaba…
Sentí aquel dolor y me di cuenta de que quizás estaba más enganchado incluso a aquel dolor que al morbo propio de ver a María con otro hombre. Me jodía a la vez que me excitaba... y no era yo el único en excitarme, pues entre beso y beso se veía a una María sonrojada… una María con la mirada ebria, pero sobre todo encendida, cachonda... y qué decir de Álvaro y del relieve de aquel pijama azul… de aquella silueta grosera… de aquel pollón tapado por aquel algodón azul que quería buscar la horizontalidad y que parecía solo no encontrarla por chocar con el cuerpo de una María que se resistía a palpar aquello con sus manos.
Si aquella polla quería escapar del pijama, la mía quería hacer lo propio de mi ropa. Era alucinante la instantaneidad con la que mi miembro respondía a ver a María entregarse a alguien que no fuera yo. A dos metros de ellos era testigo de excepción de aquellas lenguas tocarse, de Álvaro atacarla con su lengua, pero contenerse con el resto de su cuerpo… Yo quería más. A cada beso quería un beso más entregado. Cada vez que alcanzaba a ver la lengua de uno de los dos entrando en la boca del otro quería guardar aquella imagen… cada vez que se separaban y se miraban una décima de segundo antes de volver a besarse, quería que alguna mano osase buscar algo más atrevido.
Pero, para sorpresa de Álvaro y mía, y quizás de la propia María, ella se apartó. Dejando en el aire el sonido del último beso y dejando que la polla del chico encontrara espacio, haciéndose más relevante. María ladeó la cabeza, afectada, quizás mareada por cerrar los ojos después de haber bebido tanto. Y no me dio tiempo siquiera a dudar si aquello era una anulación o un simple receso, pues decidió imitar a su rival, diciendo un “vámonos”, que no era para Álvaro, si no para mí, y no era para ir a su dormitorio, si no para irnos a nuestra casa.
María lo tenía allí. Lo tenía allí y lo vio. Lo miró. Pues su mirada fue a aquel bulto, a aquel pollón que ella sabía con exactitud cómo era. Y aun así quería parar. Sabía que yo quería que lo hiciera. Sabía que ya lo había hecho con Edu. Y aun así quería marcharse. Yo sabía que era injusto con ella, pero en mi mente rebotaba una frase, un desesperado “nadie te pide que te caiga bien… es solo follar…” Y Álvaro quiso acercarse de nuevo y ella otra vez rehusó su invitación, y mi mente de nuevo no entendía que la hacía pararlo todo, si a ella le ponía, si a mí me ponía… si todos queríamos… Y pensé que de las posibles explicaciones la que cobraba fuerza era la de su orgullo… Un orgullo que luchaba contra sus ojos que miraban con descaro a aquel bulto azul.
Su mirada se desvió y fue entonces a aquellos ojos saltones y verdes y después a los míos, diciéndome con aquella mirada que nos íbamos.
Ella se giró, no quiso ni dar pie a un ataque más, y sus tacones retumbaron camino de la salida. Los tres excitados, ávidos de más… de mucho más… pero mandaba ella, y ella no quería pasar de ahí con aquel crío que no soportaba, y seguramente pronto se arrepentiría incluso de aquel minuto besándose con él.
Cuando me pude dar cuenta yo mismo cerraba la puerta de aquella casa tras de mí y entrábamos María y yo en el ascensor, dejando a Álvaro con la polla dura y a mi con el corazón a punto de explotar.
Mi novia se miró en el espejo del ascensor y vio, como yo, aquel tremendo escote, pero no se cerró el botón. Y vio, como yo, que se le notaban los pezones a través del sujetador transparente y la camisa de seda, pero no hizo nada por disimularlos. Y vio, como yo, en su cara, en sus mejillas, en su pelo alborotado, en sus ojos entre cerrados, en sus labios aun húmedos de la saliva de aquel niño pijo al que decía odiar, que su calentón era inenarrable.
No se me ocurría qué decir. No le podía reprochar nada, pero maldecía haber estado tan cerca. Mi calentón y mi borrachera pensaban por mí, y me tenían a punto de decirle algo de lo que, seguramente, acabaría por arrepentirme.
Llegamos al portal y le iba a dar el abrigo cuando la vi rebuscando en el bolso. Un bolso mínimo en el que no había mucho que rebuscar.
Mi “qué pasa” se solapó con su “¿y mi móvil?” y entendí el motivo de su búsqueda.
En aquel lúgubre vestíbulo, con mi borrachera, con mi mareo… después de ver aquellos besos… no tenía la cabeza, ni nada disponible en mí, para recordar si lo podría haber dejado olvidado en el restaurante o si la había visto con el móvil después de la cena. Ella repetía sus “pero dónde está” mientras seguía rebuscando en aquel espacio mínimo y empezó a sobrevolar la idea de volver a subir.
—¿Lo tienes bloqueado? —alcancé a decir.
—Sí, le puse el bloqueo hoy —dijo— ¿No me lo habrán robado estos? —preguntó.
Con más sospechas de que el móvil hubiera caído del bolso que de que realmente aquellos críos tuvieran intención alguna de robarle, nos encontrábamos de nuevo en aquel ascensor, pero ahora subiendo, a punto de volver a aquel antro.