Jugando con fuego (Libro 2, Capítulos 39 y 40)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 39
Aquella proposición era irrechazable, si bien María parecía más tranquila que yo. No es que yo tuviera miedo de aquellos chicos, ni mucho menos, pero sí creo que era más consciente de que aquel chico le tenía seguramente bastantes ganas a María, y no solo ganas sexuales; bebíamos de nuestros gin tonics y recordaba ciertos mensajes agresivos de Álvaro, enfadadísimo, rozando lo violento, porque ella no le escribía, no le enviaba fotos o no le respondía a sus llamadas.
También pensaba que cuando más horribles eran nuestros encuentros sexuales más ilusionada acababa por ponerse María una vez aparecía una idea que pudiera solucionar ese desastre; ella planteaba aquello de que le metiera mano delante de él como una venganza, para joderle por aquel acoso y por aquel susto de ir a buscarla a su despacho, pero era claro que veía también en su plan una manera de excitarse y acabar follando conmigo aquella noche de manera entregada y desenfrenada. Para ella era todo un win-win: joder al chico con el que llevaba semanas escribiéndose a desgana y follar brutalmente, como ella deseaba. con su prometido, demostrándose a si misma que follar conmigo la satisfacía plenamente, sin necesidad de nadie más.
Yo, sin embargo, no veía las cosas de aquella manera: pensaba que aquella aparentemente inocente y conciliadora proposición podría tener bastante de encerrona, y pensaba también que el hecho de que follásemos recordando como habíamos jodido a Álvaro no solucionaría nada, no significaría que su falta de excitación por mí quedaría enterrada.
María chisposa, dulce, alegre, bebía de su copa, y parecía que todo le encajaba, y que estaba más liberada. Quizás llevara un tiempo planeando también aquella escena del sujetador y que, tras hacerlo, había quedado aliviada. Lo cierto era que había sido alucinante, raro en ella tomar ese riesgo en público. Por otro lado parecía convencida de que por besarnos delante de Álvaro éste la dejaría en paz, lo que supondría el segundo alivio, y todo en la misma noche.
La conversación derivó en cotilleos de su trabajo, de los que casi siempre me quería hacer partícipe y de los que yo sentía curiosidad o no según mi estado de ánimo. El tema llegó hasta Begoña y, visiblemente achispada, me preguntaba si me parecía guapa. Realmente parecía una pregunta que rozaba el absurdo; yo solo podía cagarla si me pasaba con los superlativos, así que quise ser sincero pero comedido. Aprovechando su pregunta y su incipiente, o más bien ya, asentada embriaguez, le pregunté por Edu y Álvaro, por cómo los veía físicamente si tuviera que compararlos.
—Hombre... es más guapo Edu.
—¿Sí?
—Sí... hombre... Edu llama mucho la atención. Álvaro es morbosete y ya.
—¿Morbosete? —pregunté sorprendido— Creí que lo encajarías más en mono, o algo así.
—No... no. —dijo ella llena de razón— mono nada, es al revés, tiene su punto, pero así... belleza... rasgo a rasgo no tiene nada especial.
—¿Y pollas? —dije desinhibido, gracioso, convencido de que diciéndolo así, medio en broma medio en serio, me ayudaría a que cantase.
María me miró con cara de fingido susto. Después hizo varios gestos con la cara... como mirando al infinito para hacer memoria y sacar un veredicto serio dentro del general tono de broma.
—Pues... la de Edu, ¿no?
—No sé, tú sabrás.
—¿Cómo que yo sabré? —preguntó graciosa, dándome a entender que, en el fondo, yo había visto ambas, al igual que ella.
—Yo puedo juzgar el tamaño... pero eso de... bonitas... que habías dicho alguna vez… pues no.
—Ay... no sé. Tamaño parece más la de Edu, pero... en plan... bonitas o bien hechas... no sé.
Lo cierto era que la Edu me parecía un poco más grande también, pareciendo la de Álvaro igualmente bastante por encima de la media. Recordé el impacto de ver a Edu empalmado, nunca había visto a nadie, que no fuera yo, con la polla dura y apuntando al techo. Había sido ciertamente imponente.
Me sorprendía encontrarme de golpe hablando de las pollas de los dos, y, sobre todo, que María hablase con esa naturalidad, se lo hice saber, recordándole que, según ella, le caían mal.
—Son dos gilipollas integrales— quiso confirmar ella, con perenne sonrisa, antes de sorber de su copa.
Decidimos tomar otro gin tonic allí. No teníamos prisa y creo que sobre los dos yacía la idea de que llegar destensados a casa de Álvaro nos haría todo más fácil.
Tras acabar esa segunda copa caminábamos por la calle hacia su casa. No hablábamos mucho, no urdíamos ningún plan. Yo visualizaba una cutre casa de estudiante, con tres o cuatro personas, un par de botellas sobre una mesa de centro, un poco de charla infantil, y carantoñas y besos con María de cuando en cuando. Si la cosa se terciaba, si hubiera gente de pie, besos y magreos rotundos ante la mirada de Álvaro, para que el chico nos dejara en paz y para excitarnos... Y susurros entre beso y beso sobre si nos miraba o no, y descripciones de qué cara de perdedor pondría al hacerlo.
Qué equivocado estaba.
Tan pronto timbré en el telefonillo escuché un ruido de fondo más exagerado de lo esperado. Portal viejo, grande, vestíbulo de casa que había vivido tiempos mejores. Ascensor ruidoso, vetusto, chirriante, metálico. María y yo nos mirábamos y nos sonreíamos, medio borrachos, medio nerviosos, expectantes.
Una vez en el rellano, la puerta echada, luz, música. Empujé la puerta. Quizás antes de hacerlo tendría que haberle preguntado a María si estaba segura, si estábamos seguros. Pero no lo hice, y, antes de que me pudiera dar cuenta, nos encontrábamos en un salón-cocina enorme, no había demasiados decibelios, pero de mi apuesta de tres o cuatro personas habíamos pasado a unas doce o trece. De mi visionado cuchitril a la realidad de un apartamento enorme, amplio, con techos altos y varios pasillos que enfocaban a aquel habitáculo en en el que nos encontrábamos casi como si fuera aquel salón una enorme una rotonda.
Álvaro salió de la nada con cara de orgullo, de maestro de ceremonias satisfecho. Me sorprendió verle, después de varios meses, parecía distinto, mantenía, eso sí, aquellos ojos verdes y saltones, aquella cara joven y con algunos granos, aquel porte espigado y desgarbado y aquel atuendo de vaqueros ajustados y camisa a rayas, de universidad privada.
Se dieron dos besos y él y yo nos estrechamos la mano, inmediatamente después, el chico nos informaba de que "sus copas de tranqui se le habían ido de madre", que no era más que una forma de vanagloriarse de su poder de convocatoria, y se iba por uno de aquellos túneles con nuestros abrigos y el bolso de María.
La cara de María, supongo que al igual que la mía, dibujaba un "qué pintamos aquí" tremendo.
Allí plantados, aun sin atrevernos a avanzar los cuatro o cinco pasos necesarios para ser quince personas y no trece más dos, observaba como había más chicos que chicas, que si bien había gente como Álvaro de unos veintitrés o veinticuatro años, también había otros de unos veintiocho que nos ayudaban a María y a mi a no destacar.
Hablando de no destacar, mi mirada fue a una morena, vestida de negro y con un chaleco blanco, largo hasta casi las rodillas, una morenaza que hacía de todo menos no destacar.
—Madre mía... Pablo, ¿esto qué es? —escuché a María a mi lado.
No pude darle una respuesta clara y ella prosiguió:
—Una copa y nos vamos —preguntó o aseveró, dando a entender que su prioridad empezaba a ser más salir de allí que joder a Álvaro.
—Sí, sí. —respondí, y caminamos un poco, rodeando a la muchedumbre que parecía no haber reparado en nuestra presencia, y llegamos a una cutre mesa redonda con vasos, hielos y botellas. Era como viajar en el tiempo a diez años atrás.
Obviamente no tardó Álvaro en reaparecer. Visiblemente ebrio nos hablaba a los dos, no solo a ella, como queriendo mostrar simultáneamente madurez y bandera blanca. María le miraba con hastío, con los brazos cruzados y bebiendo de su copa, escuchándole, pero no siempre mirándole. Aparecer conmigo, sumado a su mirada de displicencia, tendría que ser más doloroso para él que el gancho de un boxeador, pero el chico pontificaba, lleno de moral, como convencido de que su combate no estaba perdido hasta que no sonase la campana.
Mi novia me miraba de vez en cuando, con claras señales de socorro. A la conversación se unió más gente, y presentaciones. Aquello era incómodo, un sinsentido. La única vía que se me ocurría para salvar aquel desastre era aguantar las presentaciones, alejarnos un poco, besarnos, que nos viera, acabar la copa y marcharnos.
Tras unos veinte minutos absurdos, María acabó por decirle a Álvaro que le sujetara el vaso de plástico y le preguntó por el cuarto de baño. El chico, embobado pero fingiendo tablas, con sus manos ocupadas por las dos copas, le indicaba "segunda puerta a la izquierda por el pasillo del medio", dando idea de las dimensiones de aquel antro.
María cruzaba el núcleo duro de la fiesta mientras Álvaro me preguntaba:
—¿Tú qué eres, un amigo entonces?
Me quedé sorprendido. Le pedí que me repitiera la pregunta. Lo que hizo fue decirme exactamente lo mismo, pero casi gritándome.
No sabía si me estaba vacilando... o si con aquello quería darme a entender que no le había creído a María lo de que finalmente salíamos juntos...
Antes de que pudiera encontrar salida clara a mis conjeturas siguió hablando:
—Es que me había dicho que ahora estaba con alguien. Un chico que yo había visto con ella el día que la conocí. No sé como se llama. Le dije que viniera con él, pero ha venido contigo. ¿Tú sabes si de verdad tiene novio?
Pasé de sorprendido a perplejo, ¿de verdad se estaba liando y no se daba cuenta de que yo era también el de aquella noche?
No sé porqué. Tan pronto lo hice me pregunté a mi mismo qué coño estaba haciendo, pero le acabé diciendo:
—Pues la verdad es que no sé si tiene novio o no.
—¿En serio? —parecía que se le abría el cielo— ¿Eres su amigo y no lo sabes?
Entendí entonces por qué lo había hecho. En el fondo quería verle atacándola... No tenía remedio. Maldije mi mierda de obsesión, mi mierda de tara... Aun estaba a tiempo de recular, de decirle que se había liado, que yo era su novio... pero no lo hice.
—Pues no, no lo sé, tampoco somos tan amigos, me propuso venir y vine.
—Ah, vale, vale. —Respondió disimulando que aquello eran noticias inmejorables para él.
Un chico le habló y dejó la copa de María sobre la mesa. ¿María? Oteé el horizonte y la vi volviendo del pasillo, otra vez tenía que cruzar varios corrillos, cuando un chico la paró, la obligó a girarse. Creí que le daría puerta al instante, pero, para mi sorpresa, accedía al menos a entablar una fugaz conversación. Mientras les miraba intentaba adivinar, y supuse las típicas preguntas, "¿de parte de quién vienes?" "¿a quién conoces?" "me llamo tal". Ya de primeras vi que el gesto de María para con aquel chico no era el del asco dedicado a Álvaro, lo cual tampoco era muy difícil. Veía entre varias cabezas a un chico de pelo algo rizo, echado hacia atrás, algo brillante, quizás por la gomina, y barba descuidada, en camisa azul, una especie de pijo-tirado. Tenía ya sus entradas… parecía algo mayor que la media, quizás unos veintiocho o treinta. Le ponía la mano en la cintura a María para hablarle al oído, ella intercalaba gestos de extrañeza con medias sonrisas. Le dio una copa, como si tuviera dos y regalase una. María dio un trago a aquella copa y le escuchaba sus ocurrencias.
Quizás no fueron más de dos minutos, pero se me hicieron eternos. Yo, rodeado de desconocidos, o sea, más solo que nunca, bebía de aquel ron intragable, mientras entre múltiples cabezas veía como María se dejaba atacar por aquel chico, pues en aquellas bromas que le hacía a buen seguro no había otra intención que la obvia.
Aquel embauque continuó hasta que el chico llegó a indicarle algo a su espalda, en tono permanente de broma, y ella parecía decirle que no lo iba a hacer. Siguió la negociación y yo me coloqué de tal manera que pudiera entender qué había por aquel pasillo que él le señalaba tanto, y no vi nada especial. Tras un par de minutos de risas María embocaba el pasillo, y pulsaba el interruptor de algún cuarto, quizás apagase una luz encendida, quizás una luz del baño que ella había dejado encendida.
María volvió entonces a entrar en aquel salón, pero no entró como la primera vez.
En diez minutos había cambiado todo: María no tenía novio a menos que se demostrase lo contrario, y, lo que era incluso más relevante, María empezaba gustarse.
CAPÍTULO 40
Ni entró en el salón como media hora antes ni como había llegado al restaurante. Era como ver una evolución de meses plasmada en minutos u horas. Sus gestos, sus miradas, aquella confianza eran opuestas a la timidez y al rubor. Si María era especialmente guapa cuando parecía no saber que lo era, era tremendamente sexual cuando demostraba saber que estaba buena. Parecía que tras pulsar el interruptor de aquel pasillo hubiera pulsado también uno suyo, propio.
María fue de nuevo retenida por aquel chico, pero entonces me buscó con la mirada. Intentábamos leernos a distancia, solo con los ojos. No había por qué no pensar que el plan original seguía en pie, aunque hubiera que retrasarlo: esperar un poco a que aquello se vaciara de gente, beber un poco más, y besarnos y meternos mano para que Álvaro lo viera y diera así por finalizado su acoso. Un acoso que se postergaba, pues yo le veía bebiendo más y más, y vigilando a María también desde la distancia. Quizás buscando en aquel alcohol una valentía que había mostrado a través del móvil, pero que no salía a la luz tan fácilmente en el cara a cara.
Me vi absorbido por un nuevo corrillo donde estaba aquella morena llamativa. Si María parecía saber de golpe que estaba buena, aquella sugerente mujer parecía llevar aquel conocimiento de serie. A pesar de ser plenamente consciente de que yo allí no pintaba nada, el vino de la cena, el chupito, las copas en el restaurante y las nuevas copas de allí, me liberaban para dejar eso a un lado y entablar con ella una conversación que yo no sabía quién había empezado, en un ambiente distendido. Al parecer había acabado periodismo, estaba haciendo un máster y, cuando le hablé de mi trabajo, de mi carrera, me dijo que había dudado precisamente en estudiar lo mismo que yo, años atrás; hablamos entonces de lo curioso de ese hecho, siendo estudios tan diferentes, y eso nos llevó a dialogar sobre la tendencia de la mujer a las carreras más sociales y los hombres a las más técnicas.
Parecía agradable, interesante, y fingía cercanía, pues parecía ser más bien una trampa, ya que había permanentemente un muro, o una atalaya, construida por ella seguramente durante años, que la situaba a ella muy arriba y a quién quisiera hablar con ella muy abajo. Y no me refiero a cuestión de altura, si bien aquella morena, en tacones se ponía en órbita, más alta que María. Mientras me hablaba yo percibía un acento andaluz que ella parecía querer ocultar llevándolo a un deje pijo, y descartaba que vistiera un mono, pues entendía que aquello eran dos piezas, un pantalón y un top negros, a parte del chaleco blanco largo. Cuando osaba mirarla directamente a la cara veía unos rasgos agitanados… muy morena, ojos negros y pelo muy largo, oscuro y ondulado, que, sumado a aros orgullosamente grandes colgando de sus orejas, daba una imagen llamativa y exótica.
A mí me costaba estar a todo: Debía ser lúcido en mi conversación, observar a María, controlar a Álvaro y aun sacar tiempo y sentidos para deleitarme con los rasgos de aquella chica e intentar adivinar qué cuerpo se escondería bajo aquella ropa… Acabé concluyendo que de pecho no iba nada mal, si bien no llegaba al nivel de María, que era más esbelta de lo que pudiera parecer en un principio, y de su culo poco podría saber ni aunque se diera la vuelta, pues aquel chaleco taparía todo.
Si bien nuestra conversación y nuestras formas eran de lo más casto, no se podía decir lo mismo de lo que se traía aquel chico con María. Cada vez le hablaba más cerca y mi novia se dejaba hacer, pero a veces se apartaba un poco. María quería gustarse y gustar, pero no dar pie a una situación violenta.
Y llegó la pregunta que tenía que llegar, y es que Sofía, que así se llamaba la morena, me acabó por preguntar con quién había venido. Yo le indiqué disimuladamente la dirección de María, deseando que no preguntara qué relación tenía con mi acompañante, pues no sabría qué decirle, si seguiría con la mentira o si me arriesgaría a que corrieran por allí informaciones contradictorias. Pero ella no hizo mención a ella, si no a su acosador, soltando un: “Uy, cuidado con Guille que tiene peligro”, revelándome con aquella corta frase un dato desconocido, su nombre, y uno que parecía obvio, su objetivo.
Nuestra amena conversación continuó, a la vez que lo hacían también los embistes del tal Guille, que, cada vez que le hablaba al oído parecía que le iba a echar la boca… poniéndome nervioso por momentos. Sería absolutamente de locos, pero empezaba a ver en María aquel intangible, mezcla de halago, chulería y libertad. Halago por el acosador, chulería por su nueva María y libertad peligrosamente dada por mí.
Pero si yo me ponía nervioso también debía de estar en una situación similar Álvaro, pues acabó temiendo que Guille fuera más rápido que el alcohol dándole valentía y decidió interceder. Yo también me vi desplazado, en mi caso por un chico rubio, muy corpulento, parecía extranjero, con una cabeza grande pero coronada por una mini coleta, a pesar de estar casi rapado, en la cúspide de su cabeza; me extrañó que no nos hubieran interrumpido antes, teniendo en cuenta el valor de la pieza.
Sofía desvió su atención a su nuevo pretendiente y yo decidí dirigirme en uno de aquellos enormes y roídos sofás. Álvaro y Guille se disputaban la atención de María. Álvaro más espigado y más joven. Guille más ancho y maduro, pero los dos igual de pijos y babosos y con las mismas ganas de triunfar. Al aparecer Álvaro, María se equilibraba y ni le miraba con tanto asco a él ni era tan receptiva con Guille, como colocándose en un término medio para ambos. Guille acabó por abandonar, dejando a María con Álvaro, y vino también hacia los sofás. Otro que abandonaba era el chico rubio que había estado hablando fugazmente con Sofía. Todas aquellas retiradas parecían más bien pausas, descansos, reagrupamientos de filas.
Sin comerlo ni beberlo, aquella zona de los sofás a donde me había retirado, se convertía en centro de operaciones de los dos chicos. No esperaba tampoco, a aquellas alturas ya, ninguna presentación, pero el reciente pretendiente de María alargó su mano y simplemente dijo “Guille” y me vi obligado a estrechársela y pronunciar mi nombre; mi mano no fue ofrecida con tanta seguridad ni mi nombre pronunciado con tanta chulería. Y ahí quedó nuestro intercambio de palabras, pues comenzó a hablar con el chico rubio, descubriéndome que se llamaba Mario y que de extranjero no tenía nada.
Si había algo más morboso que ver a María atacada por Álvaro era verla mientras, simultáneamente, escuchaba a Guille hablar de ella. De nuevo aquella excitación, aquellos nervios… aquel morbo de ver como atacan a tu novia en tus narices y como hablan de ella sin cortarse, en tu presencia...
—¿Has visto a la chica con la que he estado hablando? —le preguntaba Guille a Mario, totalmente indiscreto, en un tono realmente alto, sin importarle que lo oyera yo y cualquiera que revoloteaba por la zona de los sofás.
Al rubio me costaba más oírle, pero su mirada a María y su consiguiente gesto facial, eran esclarecedores y contundentes.
—Puto Álvaro, tío, ha tenido que venir a tocarme los huevos. —decía Guille molesto, pero a la vez entendiéndolo, como aceptando el reto.
Pronto el tal Guille, mirando también hacia el dúo María-Álvaro, le contaba a Mario o casi parecía que hablaba para sí:
—Joder, qué buena está la cabrona... y tiene unas tetas... que con la camisa y tal no parece... pero te digo que esta tía se desnuda y te corres nada más verla. Joder... qué polvazo tiene —Mario le escuchaba y también les miraba— Está... para reventarla joder...
El chico rubio solo sonreía, como dándole la razón con aquella mueca. Y todo lo que no hablaba el callado lo hablaba el del pelo rizado hacia atrás, que proseguía:
—Y tú con Sofía ¿no? Pues ánimo... que es más jodida... estuve meses detrás de ella y nada... —Y nuestras miradas iban a la andaluza que sobria e inalcanzable enseñaba su gracia y su muro a otro pretendiente.
—¿Ese quién es? —Preguntaba Mario por el chico con el que hablaba Sofía y yo no lograba entender la respuesta de Guille, que, tras un silencio, volvía a la carga:
—Joder, como me ha jodido Álvaro... qué cansino es, además es que la gira, ¿ves como la gira?, tan pronto se mete las acapara. Pero ojo... que esta casa me da suerte... que la última vez que vine, ¿te acuerdas? Creo que fue en verano... ¿te acuerdas? —le hablaba a Mario y este asentía con su permanente media sonrisa— joder... como le dimos a aquella chica los dos...
Me quedé helado. Me puse aun más nervioso y quise escuchar más nítidamente. Llevando mi culo a la punta del sofá, bebiendo de lo poco que quedaba de mi copa, lentamente, como ocultando mi cara tras ella a cada trago, viendo como María dejaba que Álvaro intentase ligársela mientras me miraba de vez en cuando, teniéndome controlado y dándome a entender que tenía también controlado al propio Álvaro. Mientras tanto Guille seguía:
—Joder... como le dimos entre los dos... y mira que yo paso de ver más rabos... que se hace raro, joder... —sonreía— pero hoy ni de coña... hoy la de negro para mí solo... paso de ver más rabos, y si no me deja su cama me la dejas tú, ¿no? Será por camas aquí. —Hablaba con Mario dando por sentado que todas las respuestas a sus preguntas eran afirmativas— Y si no me la llevo por ahí y me la follo en cualquier lado.
Yo me sentía tan culpable como excitado, escuchando aquellas burradas sobre María, como si fuera un objeto, una guarra más de una noche cualquiera para aquellos chicos y especialmente para el chulo aquel. Llegué a sentir una pequeña erección al escuchar aquellas pretensiones, que no eran más que fantasías... pero el deseo en sus palabras era tan elocuente que ponía los pelos de punta.
—Joder... follarte a esa... ¿te imaginas...? Está para... Dios... ¡quiero a esa potranca para mí solo! te lo juro, ¡eh!, paso de ver más pollas mientras me la follo... —volvía a decir, borracho, repitiéndose, cansino y desagradable... en bucle.
Mario le dijo algo, señalando a Sofía, que no llegué a entender. Pero lo que sí alcancé a oír fue como después poco menos que se apostaban que Mario conseguiría a Sofía y Guille a María, no entendía si se jugaban algo material u orgullo casposo y machito... pero algo así tramaban. De nuevo repulsión, pero a la vez escalofríos y morbo al escucharle hablar así de María.
—¿Con quién habrá venido? —dijo nítidamente Guille, y yo no quise, o no me atreví a decir ni media palabra.
—Ni idea, ¿no? —continuaba dicharachero y volvía a mirarla, a mirar como Álvaro le hablaba cada vez más cerca e intentaba llevarla a un aparte, y María recibía sus intentos con distancia y sobriedad, casi altanería— Que la chica conmigo se reía y tal... no sé... no sé muy bien de qué va.
Tras aquellas súbitas dudas, planeaba con Mario ir a algún sitio cerca, a comprar bebida porque, decían, aquella era una mierda. Se acababan las copas apresuradamente mientras Mario se preocupaba por el acoso sobre Sofía y Guille y yo observábamos al insistente Álvaro, y finalmente salían ambos de aquel apartamento con la clara intención de volver en seguida con más y mejor alcohol y con ansias del segundo asalto.
De golpe me vi solo en aquel enorme sofá, sin saber muy bien qué hacer. Aquello no salía como tenía que estar saliendo, pero yo no era más que un figurante, con casi nulo poder de decisión. Sin embargo mi súbita soledad no duró mucho, pues María acabó por desembarazarse de Álvaro y vino a mí; su llegada venía acompañada de una mirada, cómplice e insinuante, que dejaba claro que no había en ella la intención de alejarnos del plan original.
Me puse en pie para recibirla. Acalorada, achispada, a mi lado, los dos de pie en aquel salón, me miraba con signos evidentes de querer iniciar la ejecución del plan. No parecía haber tanta gente, quizás unas siete u ocho personas, y Álvaro nos observaba y María se me acercaba, como queriendo empezar... y yo... no quería que Álvaro descubriese que sí éramos novios, y le propuse a María hacernos una copa. Pero yo solo quería ganar tiempo.
Nos apartamos un poco, de nuevo dos y después el mundo, como a mí en el fondo me gustaba, como yo sentía en realidad que era nuestro juego. Mientras le servía una copa en una mesa cutre de aquel salón buscaba a Álvaro con la mirada, y ya no lo encontraba. ¿En el cuarto de baño? ¿En su dormitorio? Y Sofía estaba de espaldas a nosotros, así que, tras darle la copa, acerqué mi cara a María y le pregunté por cómo estaba.
—Bien... —respondió tocada.
—¿Qué tal con Álvaro?
—¿Está mirando? —preguntó frente a mí y de espaldas al resto.
—Sí. —mentí, y ella llevó su cara a la mía, cariñosa y cansada a partes iguales. Pero ella no quería mostrar cariño hacia mí a los ojos de Álvaro, si no otra cosa, y entonces su cara giró y sus labios fueron a los míos. Un beso suave, lento, tierno, sentido, que parecía que no iba a desembocar en que nuestras bocas se abrieran, pero acabó pasando, y su lengua fría por la bebida y húmeda por muchos motivos acabó jugando con la mía.
—Que se joda... —susurró en mi oído tras su tórrido beso.
—¿Sí? ¿Está muy pesado?
—Es un idiota... —dijo de nuevo en tono bajo, en mi oído, mientras nuestros labios volvían a juntarse.
Yo besaba a María, con los ojos abiertos, para asegurarme de que Álvaro seguía sin estar presente y que Sofía, la única que yo consideraba que podría descubrirme, seguía dándonos la espalda. Y yo me sentía culpable a la vez que un sexto sentido me decía que María, a pesar de tener sus ojos cerrados, podría presentir que yo los tenía abiertos durante los besos. A todo aquello había que sumar que mis oídos estaban atentos a la puerta de entrada, por si volvían Mario y Guille. Sentía nervios y asfixia ante tantos frentes abiertos.
Mi novia se separó, posó su copa, llevó sus brazos a mi cuerpo, para rodearme con ellos y juntar sus manos tras mi nuca.
—¿Está mirando?
—Sí...
—Pues tócame...
—¿Dónde...?
—Donde quieras.
—Joder... —suspiré.
—Acaríciame las tetas... o… bueno... lo que quieras... que se joda... —decía con los ojos llorosos, borracha.
Me quedé callado. Bloqueado. María con el pelo alborotado, sonrojada, marcando tetas a través de la camisa, con aquella falda de cuero... en tacones... estaba para follársela allí mismo... Sumado a como Álvaro se la quería follar... a como Guille se la quería follar... yo estaba que explotaba... Llevé una de mis manos a sus tetas, sobre la camisa negra de seda y llevé mis labios a su mejilla, y a su cuello... y mordí un poco... y ella gimoteó, hasta quizás exagerando su gesto con su melena y su cuello por pensar que Álvaro estaba mirando. Y yo acabé por retirar de allí aquel mordisco y dije en su oído mientras le acariciaba aquella teta y el pelo:
—Y si nos vamos al baño...
—Mmm... allí no nos ve...
—Ahora se acaba de ir.
—¿En serio?
—Sí...
—Que se joda… —volvió a repetir aquella palabra que sonaba rara en ella.
Nos quedamos callados. Mirándonos. Su mirada era de excitación y de satisfacción, aunque contenida, como si su venganza aun fuera incompleta.
—Se habrá ido a su dormitorio... a llorar. —dijo extrañamente sádica.
—O a pajearse... —le susurré en el oído.
María no sonrió, y me dio la mano, como queriéndome llevar al baño con ella, como queriéndole decir a todo el salón que me llevaba a los servicios a hacer de todo.
Yo, a esas alturas, solo podía saber que seguía sin ver a Álvaro por ninguna parte y que Mario y Guille no habían vuelto, si Sofía nos veía desfilar por el salón ya no podía saberlo, aunque sin duda eso era un mal menor.
Nos adentramos en el pasillo y llegamos al cuarto de baño, el cual tenía la puerta arrimada y la luz apagada, revelándome que si Álvaro estaba en un cuarto de baño no estaba en ese. Sentí alivio y, tan pronto entramos y cerramos la puerta María me atacó.
—¿Qué cara ponía al vernos? —susurró tras el primer beso que nos dimos allí dentro.
—Imagínate…
—No, no me imagino, cuéntamelo tú… -dijo ansiosa, poniéndome en el brete de describir una expresión que yo no había visto. Salí como pude:
—Pues será fácil de imaginar, aunque, bueno... si sabía que venías con novio... tendría que estar preparado para eso.
—Pues parecía... no darse por vencido.
—¿No? ¿Te dijo algo? ¿Intentó...?
—¿Besarme...? —me interrumpió.
—Sí.
—Él no. —dijo sorprendiéndome.
La luz deficiente de aquel habitáculo mostraba a una María tremendamente sexual, encendida, como si irradiase más fuerza ella misma que aquellas maltrechas bombillas.
—¿Él no?
—Él no.
—¿Eso es que el otro sí?
—Sí, el otro sí. —respondió chula, desvelándome que alguno de los ataques de Guille no habían sido avisos si no envites reales.
—¿Y?
—Y nada... Obviamente nada.
Tras aquella frase mis manos fueron a sus tetas sobre su ropa y las suyas hacia mi culo. Un. movimiento pélvico mio la empujó hacia el lavabo y allí quisimos frotarnos, rozarnos desesperados, cachondos. Mis dedos fueron a sus botones y ella me susurró:
—¿Qué quieres ver?
—Tus tetas...
—¿Ah sí?
—Sí… tus tetas… pero primero tu sujetador de guarra...
—¿Te parece de guarra? —ronroneó irónica en mi oído, mientras sus manos iban a mi culo atrayéndolo hacia sí misma, buscando que mi miembro duro atacase su entrepierna, que seguía aun férreamente custodiado por su falda de cuero.
—Sabes que sí, que es un sujetador de guarra. —Dije en su oído mientras desabrochaba ya el segundo botón.
Ella suspiró, cachonda, y yo le pregunté por Guille, si le gustaba, si le parecía guapo...
—Mmm... está bueno... está muy bueno...
—¿Sí? —pregunté sorprendido y excitado. Me dio un morbo tremendo escucharle aquello de su boca. Mordí su cuello y desabroché otro botón más.
—Sí... está bueno… pero es un idiota.
—¿Otro idiota más? ¿De qué hablabais tanto? —pregunté deleitándome con el tacto de su sujetador con una mano mientras con la otra seguía desabrochando botones...
—Mmm… no sé… me dijo no sé qué de que fundó su propia empresa… un niño de papá… seguro que la empresa se la fundó o se la compró el papá…
—Pues bien que te reías…
—Igual me reía porque está bueno. Si está bueno es más fácil reírse —dijo provocándome.
—Está bueno y te quiere follar... ¿lo sabes no?
—Pues... claro... claro que lo sé.
—Joder... María... —dije antes de besarla, llevando mis dos manos, cada una a las copas de su sujetador.
En aquel momento, con nuestras lenguas peleándose, húmedas, con mis manos intentando agarrar aquellas enormes y elegantes copas, y ella apretando mis nalgas sobre el pantalón con fuerza, escuchamos ruido tras la puerta; alguien intentaba entrar allí, sobresaltándonos.
Tras aquel intento, que hacía temblar el desgastado pestillo, un par de golpes fuertes en la puerta.
Me eché hacia atrás. María con la camisa abierta, los pezones y areolas transparentando el sujetador... las tetas que parecía querían escapar de allí... su cuello algo enrojecido por mis besos y mordiscos, sus labios gruesos, su pelo alborotado, su mirada ida... No pude aguantarme, me daba igual que echasen la puerta abajo, me acerqué para besarla y eso se me lo permitió, y mis manos fueron a sus piernas, para empezar a subir y eso sí que me fue vedado; sus manos detuvieron las mías y me dijo:
—Shhh... ese segundo regalo después... en casa.
Yo no entendía nada. Y ella me apartó. Otra vez dos golpes secos en la puerta. Y María comenzó a cerrarse la camisa, con el culo contra el lavabo, mirándome.
—Nos enrollamos un poco más... y nos vamos a casa. Aun quiero verle la cara a ese idiota mientras me metes mano.... —dijo María, permanentemente encendida, clavándome la mirada.
Acabó por cerrarse la camisa, pero un botón menos de como había entrado. ¿Sin querer? ¿A propósito? De aquella manera se veía un poco de canalillo y con un poco de destreza visual el nacimiento de su sujetador negro. Optó por salir primero y yo quise quedarme y aprovechar para deshacerme de tanto líquido ingerido. Nos encontraríamos en el salón. Al salir ella no la escuché decirle a nadie que aun quedaba alguien dentro. Parecía que quién había estado golpeando la puerta había desistido y se había buscado otro cuarto de baño.
Al liberar mi miembro para orinar, observé sorprendido como bastante líquido preseminal coronaba mi glande, y como mi calzoncillo estaba humedecido por gotas que yo no había sentido salir de mí. Y pensaba en que ya estaba, que ya no podría más con mi farsa. En el salón me besaría con María. Guille, Mario y Álvaro lo verían. En casa follaríamos como locos y más o menos todo habría salido finalmente como lo habíamos planeado.
En aquel momento de verdad pensaba que pasaría eso.
Tiré de una ruidosa cisterna y me vi en el espejo del lavabo. Tenso, cansado. Insatisfecho de lo que podría haber pasado, pero a la vez aliviado porque finalmente no pasara nada demasiado relevante. El morbo también conllevaba un estrés asfixiante, que yo aun estaba muy lejos de dominar.
Salí del cuarto de baño, de nuevo por aquel oscuro pasillo, hacia la luz, hacia un salón que no parecía ya tan enorme al no haber tanta gente. Vi a Sofía, siempre en el medio y siempre enredada entre pretendientes, y vi a Álvaro, con Guille, ambos de pie, ambos intercambiaban impresiones y sus miradas iban hacia uno de los sofás. Y seguí el rastro de sus ojos mientras mis pasos avanzaban y vi a Mario, hablando con María, sentados en un sofá, y lo vi, y me quedé petrificado.
Vi el segundo regalo.
María, hablaba con Mario, su gesto para con él era distante y altivo, casi arrogante, como de nuevo dejándose querer, pero, como Sofía, con un permanente “yo aquí arriba y tú ahí abajo, con una copa en su mano, enseñando algo de sujetador y una de sus piernas enfundadas en sus medias montada sobre la otra. Y supe de qué hablaban y en qué formas lo hacían Álvaro y Guille. Y es que al sentarse así, y cruzar así las piernas, su falda de cuero se había movido algo hacia arriba, mostrando no solo el encaje en el muslo de aquellas medias, si no un liguero negro... unas tiras que subían…
La imagen era brutal.
Simultáneamente a ver aquello, a ver aquel liguero que metía a María en otra dimensión, y a ver también aquel escote descaradísimo, escuché de boca de Guille:
—Hostiá... qué pinta de puta tiene...