Jugando con fuego (Libro 2, Capítulos 36, 37 y 38)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 36
No me dio demasiado tiempo a pensar si pudiera ser su sentimiento de culpa quién mandaba en aquel salón, y es que María me bajó los pantalones y los calzoncillos en dos tirones, forzándome a levantar un poco mi cuerpo para que pudiera hacerlo. Mi polla salió a la luz, como siempre, ajena a mis paranoias y elucubraciones. Mi novia, permanentemente cuidadosa, decidió quitarme todas las prendas y del todo, antes de empezar a maniobrar.
Mientras mi miembro creciente lagrimeaba sobre mi vientre, mi mente seguía intentando adivinar qué estaba pasando. Me preguntaba si de verdad María me deseaba simple y llanamente, sin fantasías, sin juegos. Si por ver aquella polla que ni alcanzaba a ser mediocre se iba a excitar, por ser la mía, por desearme a mí. Mi novia ya había intentado tener sexo “normal” después de lo sucedido con Edu y había sido un tremendo fracaso. Entonces, tenerla ahora entre mis piernas, sin intención alguna de fantasear con Edu ni con Álvaro, pues eso sin duda parecía claro, a qué obedecía. Podría obedecer a dos cosas: o calmar su conciencia por haber hecho algo no del todo correcto, o un segundo intento en su búsqueda de tener, ahora con su prometido, una relación sexual al uso. La primera opción me preocupaba, la segunda me parecía un último intento desesperado, que bordeaba el concepto de auto engaño.
Meticulosa. Sugerente. Aplicada. Besaba el interior de mis muslos haciéndome estremecer. No me tocaba. Posaba sus manos en el sofá, a ambos lados de mi cuerpo, mientras depositaba aquellos besos cada vez más cerca de mi miembro, y de mis huevos, y me dedicaba miradas insinuantes, miradas de implicación y a la vez de poderío, como un “la que estoy arrodillada soy yo, pero eso no implica que no sea yo la que disponga y mande”. Yo desnudo y ella completamente vestida, con la chaqueta abierta, veía cómo llegaba a sacar la lengua, mirándome, y dio un lengüetazo a mis huevos… levantándolos un poco, despegándolos de mis piernas… y los dejó caer otra vez. Y de nuevo repitió la operación, levantando toda la bolsa con su lengua, mirándome, y dejándola caer otra vez. Yo suspiré y su respuesta fue aumentar el bendito castigo: cerró su boca hasta llegar a morderme un poco allí y tirar hacia ella, hacia atrás, me mordía ligeramente los huevos sin dejar de clavarme la mirada. Resoplé, premiándola. Y mi polla goteaba sin parar aquel líquido viscoso y transparente.
Mi mente tuvo entonces la lucidez suficiente como para concluir que si lo que la movía a que me chupase la polla era renovada excitación por su prometido o sentimiento de culpa, ya tendría tiempo de descubrirlo.
Tras aquellos mordiscos que nunca le había visto dar, levantó un poco su torso, quedando aun de rodillas, pero más erguida. Siempre sin dejar de mirarme, comenzó a desabrocharse los botones de aquella camisa rosa que al parecer volvía loco a Víctor por lo pija que era o por cómo la convertía a ella en eso. Ante mi apareció un impactante sujetador blanco de encaje, con unas copas grandes y consistentes que le cubrían las tetas con seriedad. La chaqueta abierta, la camisa abierta y aquel sujetador tremendo… su mirada enigmática… veía más esmero e interés que excitación propiamente dicha.
Mi polla palpitó al verla así y ella se inclinó de nuevo. Llevó dos de sus delicados dedos a aquel tronco oscuro y desatendido y los deslizó como si acariciase algo material, como si probase una textura. Esos dos dedos llegaron a la punta y buscaron retirar aquella piel. Comenzaron a hacerlo. Yo suspiré y ella logró echar toda la piel hacia atrás, de una vez, dejando caer una nueva gota que convertía en un pequeño charco aquella zona de mi vientre. Apartó mi miembro de aquel pequeño lago de preseminal y lo colocó mirando al techo. Esos dos dedos descendieron hasta sujetar mi polla por la base, y ella se apartó el pelo con una mano, hasta llevarlo todo el a un lado de su cuello, mirándome, y acercó su boca… y sus labios se juntaron, y soplaron sobre aquella punta embadurnada… y sonrió, espléndida… y miró mi polla, y me miró a mi y sacó la lengua y la llevó al glande, y allí dibujó un circulo completo alrededor; el tacto de su lengua sobre mi carne expuesta me hacía tocar el cielo, aquella vuelta completa que dio su lengua me elevó al cielo, y tuve que cerrar los ojos, aquella caída de ojos la debió interpretar ella como una señal de plena aprobación, pues dio otra vuelta completa, y otra, y otra… y yo sentía mi polla lagrimear, como si a cada vuelta, de mi miembro brotase una gota, y otra, y una de mis manos fue a su cabeza, a su melena; quizás ella pensó que aquella mano era una súplica para que acabara de matarme, aunque solo había sido un acto reflejo, pero ella quizás lo interpretó así, y hundió su boca en mi, hasta el fondo, cubriendo mi polla, por completo… Abrí los ojos: ella, con los ojos cerrados y las manos en el sofá había engullido mi polla hasta el fondo, hasta que sus labios tocaron con mi vello púbico, y entonces abrió los ojos: me miraba con toda mi polla metida en su boca.
Pensé que iniciaría entonces un vaivén que me mataría… pero su boca se fue retirando hasta apartarse del todo... y mi miembro cayó libre.
Nos quedamos unos segundos en silencio hasta que yo dije en voz baja:
—¿Quieres subirte?
—No… hoy disfrutas tú —respondió, dando más fuerza a mi teoría del hipotético sentimiento de culpa que al de una renovada atracción.
Inmediatamente después volvió a coger mi miembro con aquella mano y lo colocó de nuevo apuntando hacia arriba, y acercó su torso, llegando a apoyar mi polla contra su sujetador, entre sus enormes copas. Juntó un poco sus codos, como para intentar aprisionar mi miembro allí, y entonces dijo:
—Necesito uno de esos sujetadores con broche por delante para momentos así.
Si me sorprendió esa frase también lo hizo que de golpe se pusiera de pie.
—¿Dejamos la cena para otro día? ¿El viernes o el sábado?
—Vale... —respondí a su merced, mientras ella se encaminaba hacia una de las sillas del comedor para desvestirse y dejar allí su ropa.
—Creo que entonces, para la cena, te voy a dar un regalo… o dos… —decía de espaldas a mí y yo suspiraba porque aquello obedeciera a altruismo y no a culpa.
Se quitaba la americana y la camisa y las colocaba con cuidado sobre el respaldo de las dos sillas, mientras yo reparaba en que, al haber estado arrodillada, su falda se le había subido un poco hacia la cintura, lo justo para descubrir el encaje de sus medias oscuras, allí, a la altura de la mitad de sus muslos. Con aquel tipo de medias lucía aun más femenina, ¿Se las ponía tanto por eso? ¿Para sentirse más mujer? ¿O iba más allá y era para provocar? Aunque había que estar muy atento a sus descuidos para saber que eran ese tipo de medias, y no de las que llegaban a la cintura, y es que éstas últimas parecía ya no ponérselas nunca, ahora le parecían de señora, eso me había dicho hacía no mucho, instruyéndome. ¿De señora desde cuándo? ¿Desde que había empezado a ser consciente de su poder? ¿Desde que tenía a Edu de jefe? ¿Las dos cosas?
La chaqueta gris en un respaldo, la camisa rosa de Víctor en otro y las manos al broche trasero de su sujetador. Me subió algo por el cuerpo, como si no le hubiera visto las tetas un millón de veces. Me sentí como un despreocupado padre de familia, en la playa, cuando una desconocida, de casualidad vecina de toalla, se lleva las manos ahí, anunciándole que su tranquila tarde de playa va a cambiar.
Su sujetador quedó colgado sobre la camisa: una enorme copa en la parte delantera del respaldo, la otra enorme copa en la trasera y, en tacones, medias y falda caminó hacia mi. Sus tetas colosales rebotaron un poco durante aquellos escasos pasos, en una imagen sí casi desconocida, eso de verla caminar tan libre. Pero si obnubilado me dejaba aquel bamboleo más lo hacían aquellas preciosas, enormes y simétricas areolas, que cada vez me parecían más grandes, y cuanto más grandes me se me hacían, más mujer me parecía.
Se colocó de nuevo entre mis piernas. No me había movido un ápice. Mi polla seguía dura y todo lo grande que podía ser. La piel de mi glande seguía retirada, y el charco semi transparente había aumentado como consecuencia de su impactante torso liberado. Otra vez aquellos dos dedos. Otra vez aquella lengua fuera y otra vez aquella circunferencia artística. Otra vez su lengua rodeando, como previo a una boca que se abría, abarcando mi miembro por completo. No sabía si voluntaria o involuntariamente, al retirar su boca, mi polla había aparecido completamente empapada de su saliva. Fuera como fuere era imposible no retirar la cara y cerrar los ojos cuando María me la chupaba hasta el fondo y una vez con mi polla enclaustrada movía su lengua de una manera lenta pero firme, sufriendo mi miembro allí ataques aleatorios pero certeros de su lengua.
María acabó por retirar su boca y colocar mi miembro entre sus pechos. Parecía dispuesta a hacer conmigo lo que solo había hecho con Edu. Sujetó mi polla con la punta de los dedos de una mano mientras llevaba su otra mano hacia uno de sus pechos para que mi miembro no escapara. No sabía si con la polla de Edu había tenido alguna dificultad, pero teniendo en cuenta el tamaño de la mía, no le costó lo más mínimo lograr que mi polla acabase encajonada entre sus dos tremendas tetas. María, con una mano en cada teta, juntándolas, casi hacía desaparecer mi miembro por completo. Era un abuso. Lo mejor de ella contra lo peor de mí. Como el mejor delantero encarando al peor defensa. Allí no había nada que hacer. Aun María no mostrando una especial destreza en aquellos movimientos, quizás el único movimiento sexual que le había visto para el cual parecía no tener un talento innato, acababa por pajearme con sus tetas, arriba y abajo con suficiente desenvoltura. Yo quería gemir, abandonarme… pero también quería ver. María miraba hacia abajo, hacia mi miembro, para que no se le escapase, quizás aun sin la confianza suficiente como para masturbarme con sus tetas y mirarme… Aquello comenzó a darme tanto morbo que, aun no sintiendo tanta presión en mi polla como cuando usaba sus manos, me tuvo en seguida al borde del orgasmo.
María juntaba sus pechos con sus finas manos, pero no los maltrataba; las recogía sutilmente y las acoplaba, pero en absoluto las deslucía… La punta de mi miembro aparecía y desaparecía y al poco tiempo, quizás un par de minutos después de haber comenzado el vaivén, sí alzó la mirada. Nos mirábamos mientras me masturbaba con las tetas. Arriba y abajo. Arriba y abajo. A un ritmo constante, ni rápido ni lento. Y ella llegó a verse tan confiada que hasta llegaba a ladear su cabeza, juguetona, haciendo sutiles movimientos con la melena, sin dejar de comprimir sus tetas, sin dejar de hacer aparecer y desaparecer mi polla que ya tenía ganas de explotar allí. Me hacía lo que a Edu, cosa que nunca le había pedido, cosa que no le había pedido ni cuando había sabido que se lo había hecho a él; quizás en mi subconsciente yacía un extraño morbo que radicaba en que esa paja con las tetas se la había hecho solo a él y no quería romper aquello, aunque ahora aun me quedaba el morbo de que él había sido el primero.
Vi una gota blanca brotar, casi sin darme cuenta, antes siquiera de sentir mi clímax, y María debió de sentirlo, pero no por ello alteró el ritmo ni dejó de mirarme… y otra pequeña gota salió de mí, y entonces sí comencé a disfrutar de aquel orgasmo, mirando a María, o más bien mirando cómo me miraba, a la vez que me decepcionaba a mí mismo por no salpicarla de una manera más rotunda… más viril… Intentaba aguantarle la mirada, pero el placer comenzaba a ser inmenso… y de mi polla dejaron de salir gotas para comenzar a salir ya verdadero semen caliente, a borbotones, como una fuente de líquido blanco y denso, espeso… comenzando a crear una enorme mancha que iba creciendo y creciendo entre sus tetas… Con los ojos entrecerrados me resistía a abandonarme del todo, pues quería seguir viendo como María no se inmutaba y, elegante, hasta con chulería, continuaba con aquel ritmo, matándome, exprimiéndome y parecía que hasta disfrutando de sentir todo aquel líquido caliente mancillando sus preciosos pechos.
Las últimas sacudidas fueron más lentas y yo ahí sí cerré los ojos. Y sentí como sus pechos seguían con aquel sube baja, pero ahora en recorridos más largos y lentos, como queriéndome vaciar entero, casi queriendo limpiar todo lo que se habría derramado por el tronco de mi miembro, como si quisiera, al abandonarme, que pareciera que de mi polla no hubiera brotado nada.
Sentí que mi miembro era liberado y querría haberla visto retirándose, agarrada a sus tetas bañadas… pero no me dio tiempo. Escuché un “Joder… me voy a la ducha” y al abrir los ojos ya solo vi su espalda desnuda, sus piernas y su falda embocar el pasillo.
Caí abatido, sobre el sofá, ladeé la cabeza y, simultáneamente a escuchar el sonido del ruido de la ducha, mis ojos fueron a su teléfono móvil, posado sobre la mesa de centro. Era tentador. Mala costumbre. ¿Edu le habría escrito algo más?
Lo curioso fue que lo que me hizo realmente coger su móvil fue pensar en Paula. Si algo estaba pasando seguro que aparecería en las conversaciones con su confidente, con la que se escribía todo el día.
CAPÍTULO 37
No tenía demasiado tiempo, María no se lavaría la cabeza esa noche, solo el cuerpo, fundamentalmente la zona afectada… Entré en la aplicación y la primera persona a la que vi en sus conversaciones fue a Paula, pero quise buscar a Edu primero. Y no me dio tiempo ni a ponerme nervioso, pues en seguida vi su nombre y aquella última frase que ya había leído. No tenía ni la necesidad entonces de entrar en la conversación. Otra vez, como meses atrás, una mezcla entre decepción y a la vez alivio.
Pero faltaba la siguiente prueba: Paula.
Revisando sus conversaciones si tuve tiempo a infartarme. Hablaban muchísimo y cada vez que subía por la pantalla era una posibilidad real de encontrarme con algo peligroso, morboso y dañino, quizás un treinta y tres coma tres por ciento de cada cosa. Seguía subiendo y no encontraba nada. Nada de Edu. Nada de nadie. Trabajo. Cotilleos. Series. Emoticonos. Fotos sin sustancia. Risas. Cafés. Quejas. Nada de Edu. Nada de mí, siquiera. Y acabé llegando arriba del todo de la conversación, me sorprendí. Entré entonces en las conversaciones que tenia conmigo para confirmar, y sí, cada cuatro o cinco días parecía que hacía una limpieza de los chats. Y se me encendió una bombilla mientras ya no escuchaba el grifo de la ducha, pero tenía que forzar; busqué a Álvaro y subí y subí por la conversación, y, efectivamente, de él no había borrado nada, parece que aquellos párrafos subidos de tono, aquellos “te follaría como a una perra” no quería perderlos, por mucho asco que le diera. María salía del cuarto de baño mientras yo leía una última frase, que no recordaba y me quedaba impactado: “Te pondría a cuatro patas en el sofá, te rompería el culo, y mis amigos te irían metiendo la polla en la boca, uno por uno, durante horas”. Salí de la conversación y dejé el móvil sobre la mesa, in extremis, pues María aparecía en el salón preguntándome qué cenaríamos ya que no saldríamos esa noche.
Al día siguiente, por casualidad o para evitar sospechas, María fue en traje de chaqueta y pantalón azul oscuro al despacho. Sentí algo raro. Quizás en el fondo quería que pasara algo más. Quizás en el fondo necesitaba presentir que María tenía un lado… individual… emancipado… en lo que a nuestro juego se refería, y me llegaba a frustrar que no hubiera nada, que no hubiera peligro. Obviamente tras pensarlo poco menos que me insultaba a mí mismo por tener ese sentimiento.
Lo curioso era que, incluso más que su propia confesión diciéndome que lo de aquel mensaje de Edu no había tenido importancia, lo que más me hacía casi descartar por completo que estuviera pasando algo raro era aquel chat suyo con Paula, en el que no había absolutamente nada. Por tanto dejé de sospechar y di paso a necesitar sospechar. Y seguramente por eso, por esa necesidad, le escribí aquel jueves por la tarde, preguntándole si iría a las cervezas con los de su despacho. Me respondió que no, que estaba cansada, que tenía mucho lío en el trabajo, que saldría tarde. Mi cabeza ya voló a imaginar que se quedaba con Edu hasta tarde… pero ni eso me dio, pues finalmente salió casi a la hora de siempre y me llamó por teléfono mientras volvía a casa.
Esa noche de jueves ya estábamos en la cama, ya habíamos apagado las luces, y yo intentaba dormir mientras sentía a María inquieta, cosa rara pues suele caer dormida en seguida, sobre todo durante la semana. Tras unos diez o quince minutos en los que ella no parecía ser capaz de dormir, obligándome a acompañarla en su desvele por sus múltiples cambios de postura, sentí un ataque. Me atacaba por detrás, me abrazaba… y su mano comenzó a ir a zonas poco castas. Ni recordaba la última vez que teníamos sexo fruto de la improvisación.
Esa noche descubrí que María quería volver a intentarlo. Quería volver a ser una pareja normal, a tener sexo normal. No sabía si aquello obedecía a que, al estar prometidos, hubiera planteado un último intento, o lo que pasaba era que fantasear con Edu o Álvaro se le hacía ya demasiado desagradable. Era cierto que por ambos sentía verdadero rechazo. Con Edu a veces no tanto, pero en el fondo sí se veía una clara repulsión en la gran mayoría de las ocasiones. Con Álvaro sí parecía ser verdadero asco.
Su iniciativa daba paso a un polvo mediocre. Silencioso. Encima de ella, en misionero, la penetraba y la besaba mientras ella, mecánica, llevaba sus manos a mis nalgas. Yo sabía que aquello no estaba yendo del todo bien, pero no me podía imaginar que a los pocos minutos una frase suya me congelase:
—Acaba ya, si quieres.
No le dije nada, pero llegué a enfadarme. Sin tan claro tenía que sin el juego era imposible excitarse no entendía por qué me hacía empezar aquello.
Al día siguiente postergamos de nuevo nuestra cena y tuvimos un fin de semana tranquilo, hasta especialmente cariñoso, solo alterado porque hicimos el amor el domingo; de nuevo por iniciativa suya y de nuevo un polvo insulso en el que yo me culpaba por no saber encenderla y la culpaba a ella por no parecer querer poner nada de su parte.
Aquellos dos polvos horribles, de jueves y domingo, no afectaron en nada a nuestra relación, a todo lo que pasaba entre nosotros, que no fuera estrictamente sexual, que no fueran justo esos minutos de sexo. Los besos cariñosos, los abrazos, las risas… todo seguía en ese sentido siendo perfecto, y a ello había que sumarle que cada vez que planeábamos cosas de la boda había una ilusión mutua que no hacía si no unirnos más.
Empezó la siguiente semana, pasaban los días y no teníamos sexo, lo cual hasta casi llegó a ser un alivio. Parecía que María se daba por vencida tras aquellos dos intentos fallidos: No podíamos tener una relación sexual normal nunca más, debíamos asumirlo los dos. El problema era que ni recibía noticias de Edu, pues alguna vez había comprobado, cosa que no me enorgullecía, que no le había escrito nada más, y sus conversaciones con Álvaro eran cada vez más cortas y anodinas.
Llegó el jueves y María me dijo que iría directamente del despacho a casa. Estaba decidido, yo estaba decidido a hablarlo, a poner todo sobre la mesa. Entre la cocina y el salón esperaba a que María volviera del trabajo. No estaba desesperado, pero era ya tan obvio que nuestra relación sexual no era normal que sentía que cuanto antes lo habláramos sería mejor para ambos. Tampoco sabía muy bien qué decirle. Lo que estaba claro era que hacía tres semanas desde la última vez que habíamos fantaseado con Álvaro, hasta que el chico lo había estropeado con aquello de ir al despacho a buscarla… Dos semanas desde que habíamos fantaseado con Edu por última vez… Y entre medias dos polvos horribles y aquella paja con sus tetas que había parecido más un favor que me hacía que deseo real de ella hacia mí. Pensé en plantearle volver a usar el arnés, el cual solo habíamos usado una vez después del viaje, del que habíamos vuelto hacía ya tres semanas. Y empezaba a sopesar realmente la posibilidad de plantearle lo de conocer a alguien por internet. Me decía a mi mismo que aquella opción nunca me había convencido, pero pensé en solo comprobar como respondería María a esa idea. Es que ella se tenía que estar dando cuenta, como yo, que necesitábamos buscar una solución.
Pensé que, en caso de que llegara a casa cansada o poco receptiva, retrasaría la conversación a la noche siguiente, noche de viernes en la que sí o sí iríamos a cenar juntos.
María me sorprendió entrando en casa mucho más alegre de lo esperado. Y de nuevo me avergonzaba de mis paranoias y valoraba mi buena suerte. Cada uno en su sofá, yo dudaba si sacarle el tema; no había contemplado la posibilidad de que no quisiera tener la conversación esa noche por no estropear un buen rollo genial. Yo estaba eligiendo una serie para que viéramos esa noche, mientras ella se reía de mi indecisión… Estaba demasiado adorable como para sacar un tema tan serio.
Cuando, de repente, su móvil sonó y me dijo que Álvaro le había escrito. Al parecer el chico había tenido exámenes y, tras esa información que para él tendría mucha importancia, pero para María ninguna, le había dicho que llevaba bebiendo desde las cuatro de la tarde. A mi novia le parecía terriblemente infantil y decía no entender porqué le seguíamos escribiendo. Y entonces empezamos una especie de brainstorming ameno, hasta gracioso, de qué palabras usar para que no le escribiera más, pero sin ser demasiado bordes, no fuera a ser se plantara en su despacho. En esas estábamos, cuando un “¡ostrás!” salió abruptamente de la boca de María.
—¿Qué pasa? —le pregunté, sabiendo que algo bastante fuerte tendría que haberle escrito Álvaro para evocar esa sorpresa.
María miraba detenidamente su móvil.
—A ver, dime… —insistí intrigado.
—Joder… me acaba de… mandar… como…
—Qué.
—Que me acaba de mandar como... cuatro fotos de su polla…
—¿En serio?
—Sí…
—¿A cuento de qué? —pregunté deseando que me enseñara las fotos.
—De nada, si no estábamos hablando de nada.
María se puso de pie. Le había cambiado completamente el semblante. Más seria. Pasó por delante de mí y me dio el móvil. Me dijo que se iba a cambiar y que teníamos que escribirle ya lo de que estaba saliendo conmigo.
Mi novia caminaba por el pasillo mientras yo miraba aquellas fotos. Bastante parecidas las primeras tres, en las que él se agarraba aquel pollón con la mano. No se veía mucho más que su mano y su polla. Leí algunas frases, una, la más elocuente decía: “estoy borracho y cachondísimo, qué opinas?”. La cuarta foto era una especie de selfie, sentado, en la que se veía su cara, su torso desnudo y su pollón enorme sostenido por una mano, y una cara de degenerado que daba algo de miedo. En ese momento entró una foto más, que además decía: “Me voy a hacer un pajote que te cagas con esto”, cuando vi esa quinta foto no me lo podía creer.
Escuchaba los pies descalzos de María por el pasillo. Entró en el salón, con uno de aquellos pijamas suyos sedosos de pantalón y chaqueta, y se sentó en el mismo sofá que yo, en el otro extremo, sin ver el móvil.
—Hay que cortarle ya. ¿Qué le ponemos? —preguntó.
Yo apenas podía escucharla, seguía mirando aquello foto.
—¿Qué pasa? ¿Ha escrito más? —preguntó.
—Bueno… ha mandado otra foto…
—Qué tío… está enamorado de su polla… hoy le cortamos ya. ¿Has visto la cara en una de las fotos…? Menuda cara de loco… Da miedo, bueno, miedo no, que es un niño de papá… pero vamos…
Yo oía a María, pero a duras penas la escuchaba, seguía mirando aquella última foto. Hasta que conseguí reaccionar:
—¿Te enseño la última? —pregunté.
—Sí, anda, trae, que le voy a cortar ya —respondió y se dio de bruces con aquella quinta foto.
Mientras miraba la cara de María visualizaba en mi mente lo que yo acababa de ver y ella estaba viendo: En la imagen aparecía su tremenda polla, empalmadísima, con todas las venas hinchadas y el glande oscurísimo y hasta desproporcionado, excesivamente más grueso que el tronco, y de fondo la pantalla de un ordenador portátil, en la pantalla del portátil la foto del culo de María en aquel pantalón blanco, la foto que ella le había mandado.
—Madre mía… Qué asco… que… qué cerdo… —dijo María, afectada, con sumo desprecio.
Se enfrascó a escribirle. Creo que aquella foto la legitimaba para ser ella y solo ella la que le cortase. Un eterno minuto en el que yo no sabía para dónde mirar y veía realmente lejos sacarle ningún tema referente a nuestra vida sexual. “Mañana será otro día” pensé, a la vez que maldecía la torpeza de aquel crío, pues María, en un principio, la noche que se habían conocido, seguro le había parecido atractivo, quién sabe lo que pudiera haber pasado si no hubiera resultado ser tan inepto, brusco e infantil, por no decir también degenerado.
Cuando acabó de escribir esperó un poco y parecía que aun se escribían algo más. Tras un tiempo prudencial, parecía que la conversación terminaba, así que me lo dio a leer y se encaminó a la cocina, diciéndome que ella quería cenar ya.
Leí:
“Perdona por cortarte así, justo en el momento en que me envías esto, pero hace poco tiempo que estoy intentándolo con un chico, y, como comprenderás, no puedo seguir escribiéndome este tipo de cosas. Creo sinceramente que no deberíamos escribirnos ya más. Siento cortarlo así, pero entiende mi situación. Espero que lo entiendas. Bs”
Álvaro le había preguntado después:
—¿El chico con el que estabas la noche que nos conocimos?
—Sí —había respondido María.
—¿Ese al que me decías que le gustaba mirar?
—Sí, pero ahora estamos en plan serio y los dos solos, sin cosas raras.
—Ok… Ok… —había respondido él final y casi diría que sorprendentemente.
Después de aquello, efectivamente, no quise sacar ningún tema relevante. Cenamos algo rápido y nos tumbamos en el sofá de en frente del televisor a ver una serie hasta quedarnos dormidos.
Allí, acostado junto a ella, me sentí mal; me sentí culpable por haber sido yo quién había iniciado todo aquel juego.
A la noche siguiente le plantearía sí o sí, qué íbamos a hacer con nuestra vida sexual.
CAPÍTULO 38
Me desperté unos minutos antes de que sonara el despertador. Mi cabeza era un no parar de dudas y conjeturas. No tenía ni idea de por donde podría salir María cuando yo le preguntara sobre nuestro sexo, o más bien sobre el futuro del mismo. Pensaba en Edu, el cual, en tres semanas se cumpliría un año desde que le conocía, casi un año desde que había empezado aquella locura. Pensé en eso y en aquello de que Víctor me había dicho que ella le había tanteado para repetir, en aquellos mensajes extraños, sobre todo aquel en el que implicaba al informático, y desde aquel mensaje nada, nada en su móvil ni nada que me hubiera contado. Pensaba si de verdad podía ser un simple hecho aislado. Hasta pensaba en quizás escribirle a Víctor, hablar con él haciendo uso de alguna excusa… Y pensaba también en Álvaro, en que por un lado no era de fiar y era un chico demasiado raro, pero a la vez era una lástima que desapareciera de nuestras fantasías.
El arnés, el chico de la casa rural, el hombre del viaje, sus momentos de exhibicionismo. Todo me parecían parches. Remiendos de un verdadero problema: a mí me obsesionaba verla con otros, pero ella no estaba dispuesta a eso. A mí me excitaba ella, sin más, pero ella ya no se excitaba conmigo si no añadíamos elementos de nuestro juego. Y, sobre todo, que ella quería en mí un sexo que yo no le podía dar.
Aquella mañana de viernes nos arreglábamos para ir al trabajo y fue una de esas mañanas que vamos bastante compenetrados desayunando, duchándonos y vistiéndonos, por lo que saldríamos de casa a la vez. Ella, sentada en el sofá del salón, vestida con traje de falda y chaqueta, miraba su móvil mientras yo salía de allí para ir al dormitorio a por mis zapatos. Cuando volví la pillé.
No era mi intención pero, al calzarme siempre en el salón, caminaba en calcetines por el pasillo, por lo que ella no debió de oírme llegar. Cuando pasé el marco de la puerta vi a María, en la misma postura, sentada, piernas cruzadas, elegante, esperándome, con el móvil en la mano, lo que no esperaba ni quise ver, pero no me quedó otro remedio que ver, era como María escudriñaba en la pantalla la foto en la que aparecía el pollón de Álvaro, la foto del culo de ella de fondo.
Pasé sin decir nada, por delante de ella, dirigiéndome al otro sofá, y ella debió de sospechar que yo lo había visto, pues, algo sofocada, dijo:
—Madre mía… tengo que borrar estas fotos… cómo alguien me coja el móvil...
Desde luego no daba la impresión de que hubiera entrado en la conversación y en las fotos para borrarlas.
Ya en el trabajo no paraba de darle vueltas a qué soluciones podría plantear yo si de verdad María estaba dispuesta a dejar de auto engañarse y decidirse a dar el paso de cambiar nuestra vida sexual. Volver a lo del arnés era un remiendo, pero lo de conocer a gente por internet me parecía demasiado fuerte, por lo que no acababa de llegar a ninguna conclusión. También pensaba en lo que necesariamente vendría antes de eso y consistía en cómo enfocar la pregunta acerca de cómo veía ella salida a nuestra vida sexual. Quería planteárselo con confianza, con madurez, sin dramatismos; quería, además, y sobre todo, que hablara ella.
Yo saldría del trabajo antes que María, pero uno de mis jefes me preguntó si le podía llevar a la estación de tren después, así que no podríamos salir juntos de casa hacia el restaurante. Lo que hice fue ir a casa, cambiarme, ponerme algo más cómodo para cenar: un pantalón de vestir y una camiseta y jersey de cuello redondo, ir a buscar a mi jefe, dejarlo en la estación e ir con el coche directo al centro, al restaurante, donde ya debería de estar María.
Al final opté por dejar el coche en un parking subterráneo, cerca del restaurante, por lo que no perdí tiempo intentando aparcar, así que no llegaba tarde si no que lo hacía unos quince segundos antes que ella, lo justo para verla acercándose. Parecía una broma. Llegué a suspirar un “joder...” incontenido. Aquel paso firme, en tacones, por la acera… aquella elegancia, oscura elegancia, con zapatos de tacón, medias, falda de cuero, camisa de seda, abrigo, pequeño bolso colgado de un hombro, todo negro… era un espectáculo. Se notaba que se había vuelto a duchar, el pelo le brillaba, con especial volumen, largo, larguísimo… El abrigo abierto permitía ver claramente sus pechos contenidos bajo la seda de la camisa. Sus tacones la hacían aun más poderosa, alejándola del uno setenta, acercándola al uno ochenta. Llegó a mí: sus labios gruesos, sus ojos expresivos… alegre, risueña. Toda la gente que había en la terraza forzaba su cuello. Se dio cuenta, tímida, lo primero que me dijo, acompañado de una amplia y vergonzosa sonrisa, fue:
—Qué me miras...
—Pues… lo que todos…
Juntamos nuestras caras, en una especie de beso-abrazo extraño. Sin llegar a besarnos del todo, sin llegar a abrazarnos del todo. Como un amor que choca, pero que no sabe como expresarse.
Nos sentamos a cenar. Hablamos de trabajo. Del viaje. De la boda. Quizás fuera paranoia mía, pero me daba la sensación de que tan pronto había un pequeño silencio, ella sacaba un tema de conversación, como temiendo que yo le sacara el tema del sexo. “No puede ser, por lista que sea no puede ser adivina”, acababa pensando para mí. Pero, por otro lado, nuestros dos últimos polvos horribles le habrían dado que pensar a ella y sabría que yo también le habría estado dando vueltas.
El vino bajaba y yo me había marcado los postres como deadline… Lo fui retrasando y retrasando y mi tensión iba en aumento. Estaba convencido de que iba a acabar sacando el tema de forma nefasta, que todo lo cavilado y ensayado no iba a acabar sirviéndome de nada.
Ya teníamos la carta con los flanes, tiramisús, cheese cakes y panna cottas delante… Empecé a ponerme más y más nervioso. Pero, por puro azar, hablando de trabajo, salió la palabra “Edu” y yo le pregunté si le había vuelto a pedir que se vistiera de tal o cual manera, de palabra o por mensaje, y me dijo que no, que últimamente no lo veía tanto, que estaba en un caso con Amparo y que ella estaba llevando otras cosas con otro jefe. Le iba a preguntar que comprendiera que me sorprendía que aquel mensaje tan extraño no entrañara nada más, que fuera un caso aislado, pero lo dejé estar. Pegué un volantazo y le pregunté por Álvaro, por si le había escrito algo más, me dijo que no y sacó su móvil del bolso para acabar de confirmarlo, y lo puso sobre la mesa.
Con los postres delante ya no tenía más excusa. Había llegado el momento, mis manos temblaban, cuando escuché a María decir:
—Te voy a dar mi regalo. Bueno, que son dos.
—Qué regalo —pregunté sorprendido. Además, no había por allí ninguna bolsa y me extrañaba que pudiera regalarme nada que cupiera en su pequeño bolso.
—Ya me parecía que ni te ibas a acordar de que te iba a hacer uno o dos regalos.
—Pues no, no me acuerdo.
—Hará un par de semanas… la noche que…
—¿La noche que qué? —yo, afectado por los nervios que me atenazaban como consecuencia del tema que estaba a punto de sacar, la interrumpí torpemente; aquella frase no había sido configurada para ser dicha en voz alta.
—Nada, es igual, si eso es lo de menos. Por cierto, has tenido suerte reservando esta mesa.
Seguía sin saber a dónde quería llegar. No había reservado ninguna mesa en concreto, y se lo hice saber. Era cierto que estábamos apartados, en una esquina, yo veía todo el salón por estar mi espalda contra la pared.
—¿Entonces? —pregunté ansioso.
María, ruborizada, volteó su cabeza ligeramente, oteando toda la sala.
—Si viene el camarero me avisas, eh. —dijo nerviosa, con parte del pelo por delante de la cara.
Le dije que sí, sin entender nada, cuando sus manos fueron a un botón de su camisa. Me quedé helado. Desabrochó el primer botón.
—Avísame, eh. —insistió, en un susurro, temblándole las manos.
—Que sí…
Y otro botón, y otro, y otro y otro… Todos los botones… Se quedó así un momento, la camisa negra de seda desabrochada, pero aun muy cerrada, sin mostrar nada.
Nadie del comedor podía ver más que su espalda.
—¿Viene alguien?
—No, claro que no. —Yo no entendía nada, pero estaba tremendamente ansioso, cuando de golpe, sutilmente, abrió un poco su camisa, y, ante mí, apareció un sujetador negro, de encaje, semi transparente, las areolas y los pezones se le transparentaban claramente… lo único opaco allí era el contorno de las copas negras y el encaje, pero éste, por sus dibujos, no ocultaba toda la teta, dejando claramente transparentar partes de las areolas y los pezones. Era tremendo. Me quedé sin habla. Sus tetas lucían colosales y sus areolas y pezones transparentando… era para morirse allí mismo.
—¿Viene alguien? —preguntó en otro susurro. Negué con la cabeza, con el uno por ciento de mis sentidos en el oído, pues el resto estaba en mi vista. Pero la sorpresa no acababa ahí: llevó entonces sus manos al centro de su sujetador, había en el medio un broche, o un cierre, por delante… María maniobró sutilmente, hasta abrirlo. Estaba roja, coloradísima, por el alcohol, por la vergüenza, por el riesgo… y abrió entonces aquel sujetador, por delante, despacio… hasta enseñar casi la totalidad de unas tetas enormes que cayeron libres... Sus pezones me apuntaban, me señalaban, las areolas excelsas… hasta parecía que tenía la piel de gallina especialmente allí, en las areolas… Su torso, así, era impactante, brutal… sus tetas caían hacia adelante y fluían un poco hacia los costados de su cuerpo… y repuntaban un poco hacia arriba, coronadas por unos pezones de mujer en plenitud… y se cerró de nuevo el sujetador, y tras eso resoplé, y ella hizo lo propio, haciendo mover su flequillo por su soplido… y comenzó a cerrarse la camisa, la cual yo no le conocía, pero parecía de todo menos barata.
Y recordé entonces la noche, sí, habría sido unos quince días atrás, cuando María, especialmente complaciente, me había masturbado con sus pechos, y se había recriminado no tener algún sujetador que se abriera por delante… para poder hacer ese tipo de cosas sin desnudarse por completo.
María, aun ruborizada, me decía:
—No sabes lo que me ha costado encontrar uno que se abra así con la talla de mi copa…
—¿Sí?
—Sí… me he vuelto loca buscándolo… y… para colmo… ¿no me encuentro con el vecino en la tienda de lencería?
—¿Qué vecino?
—El del cuarto… Arturo, creo que se llama.
—¿El del cuarto…? ¿el putero… ese? ¿no se llama Jorge? ¿Y qué hacía allí? ¿No está soltero o divorciado o lo que sea? —pregunté recordando un día que ella había tardado en volver de bajar la basura y los había visto hablando desde la ventana y me había hasta puesto celoso.
—Pues no lo sé, pero allí estaba… y yo haciéndome la loca… pero vamos… me habrá visto…
Nos quedamos un momento en silencio… y empecé a pensar en aquel regalo… en aquel sujetador, en aquella ropa interior… Aquel regalo era sin duda maravilloso, pero de golpe me sentí extraño, hasta mal. Pensaba que María seguía auto engañándose. Yo no necesitaba aquella ropa interior para excitarme, la deseaba como nunca. Ella parecía no comprender, o al menos parecía querer negarse a entender, que, aunque el juego lo hubiera iniciado yo, el problema real y actual no era que ella no me atrajese si no que era yo el que no le atraía a ella. Yo no necesitaba aquella ropa interior infartante para desearla. Y tampoco confiaba ya demasiado en aquella teoría consistente en que ella, al sentirse más poderosa, más deseada, consiguiera excitarse, ayudando eso a que me desease más. Aquella especie de cadena de superlativos, aquel: “como yo me siento más mujer, me excito más, todo me excita más y me excitas tú más".
Casi, y creo que por primera vez en mi vida, llegué a sentir pena por ella: seguía auto engañándose para salvar nuestra vida sexual.
María luchaba por reponerse de su sonrojo y, espléndida, encantadora, dijo:
—Bueno, al final no me has dicho nada, pero por tu cara deduzco que te ha gustado, ¿quieres ver el segundo regalo?
Le iba a decir cuánto me había gustado ese primer regalo cuando su móvil se iluminó. Ella miró la pantalla y dijo rápidamente y contrariada:
—Mmm… es Álvaro.
—Joder… ¿Y qué dice? —pregunté sorprendido, pero a la vez llevaba veinticuatro horas con la sensación de que el chico no desaparecería tan fácilmente.
Tras leerlo María, me lo dio a leer a mí. Vi un párrafo enorme: El chico le decía que lo entendía todo perfectamente, pero que necesitaba verla, aunque solo fuera una vez más, para, palabras extrañas y textuales “cerrar capítulo”, le decía también que esa noche estaba tomando unas copas en su casa “de tranqui” con unos amigos, que después irían a una discoteca nueva. Le proponía que se pasara por su casa, que se tomara una copa, solo una. Acababa poniendo “para que veas que es solo por cerrar capítulo, que no quiero intentar nada raro, vente con tu novio si queréis, de verdad que es solo por no acabar así, que parece que ni existes, creo que en el fondo me lo debes”.
Nos quedamos en silencio.
—¿Esta noche? —pregunté.
—Sí, pero vamos, ni de broma —respondió.
—Yo creo que no se cree que estemos saliendo juntos.
—Pues me encantaría que me metieras la lengua hasta la garganta delante de él —dijo, sorprendiéndome, asqueada del chico y a su vez utilizando un lenguaje nada propio de ella. La ira, o el alcohol, o las dos cosas.
—Oye, pues no estaría mal. —le dije.
Ella me miró desconfiada y yo proseguí:
—Acabamos de cenar, nos tomamos si eso una copa aquí, vamos allí, nos tomamos otra a su salud, nos liamos delante de él… que vea que es verdad y que ya no tiene nada que rascar… y fin, te deja en paz.
Se hizo un silencio. Tras el cual dije:
— Aunque bueno, como el chico está un poco loco…
—Loco está… pero es inofensivo… vamos… que miedo a meterme en su casa ninguno. Y sus amigos-Taburete... menos miedo me dan.
—¿Entonces cómo lo ves? —pregunté, sin saber muy bien qué estábamos haciendo.
—Pues… besarme contigo delante de él… tendría su punto… —dijo ella en un susurro, en su búsqueda permanente de encontrar morbo en mí, de sentir excitación implicándome.
El chupito de después del postre nos ayudó a decidirnos… y María le preguntaba la dirección. Su casa estaba bastante cerca, hasta podríamos ir caminando. Pedíamos un gin tonic en el propio restaurante mientras yo le preguntaba por el segundo regalo. Ella respondió:
—Después lo ves, cuando volvamos a casa.
—¿No hay regalo hasta que lleguemos a casa?
María se quedó pensativa, estaba maquinando algo… Y yo también estaba maquinaba lo mío, y concluía que retrasaría “la conversación” con María para el día siguiente; sus regalos… aquello de Álvaro… demasiadas emociones para una misma noche. Tras unos quince o veinte segundos ella dijo:
—Mira… por ordenarlo un poco… vamos a casa del tonto ese… nos enrollamos… que él vea como me besas… y después vamos a la nuestra… y allí te enseño el segundo regalo.
—¿Y…? ¿Me gustará?
—Yo creo que sí… Yo te regalo eso… más… lo que ya has visto… y tú me regalas besarme y meterme mano delante de ese idiota. ¿Qué te parece?